Los personajes no me pertenecen, escribo sin fines de lucro, y me gustaría que me dijeran qué les parece.
Sin más, los dejo con el primer capítulo.
Capítulo 1: el joven Vencedor
—¡Katniss, mira! —chilla Prim, agitada—. ¡Las encontré en el comedero de Lady! ¡Mira!
Me fijo sin demasiado interés en lo que tiene en el puño, además de unas briznas de hierba. Estoy ocupada despellejado y destripando un conejo gordo, posiblemente el último hasta la primavera, y casi no le presto atención a mi hermanita hasta que veo brillar algo en su mano.
—¿Qué es eso, Prim? —pregunto, precavida.
—¡Son monedas! —exclama ella—. Pero no sé si sirven. No son como las que usamos.
Al observar con atención las monedas que Prim tiene en la mano, se me cae el alma a los pies.
—¿Dónde las encontraste? —soplo más que hablo, atónita.
—En el comedero de Lady. Estaban bajo unas hojas… Katniss, ¿sirven estas monedas? —pregunta Prim, dudosa, dándolas vuelta entre los dedos—. Son demasiado grandes, y el color está mal. Pero tienen el mismo sello que las nuestras… y dicen "Panem"…
Sacudo la cabeza, todavía estupefacta. Hay cinco monedas doradas, grandes y pesadas, en la manita de Prim, que no tiene idea de lo que son.
—Son Oros, Prim. No las reconociste porque nunca habíamos tenido uno —le explico con voz temblorosa—. Un Oro equivale a cien céntimos.
Prim abre la boca y los ojos, estupefacta.
—¿Quinientos céntimos? —jadea ella, mirando su mano como si fuese algún tipo de animal salvaje y peligroso—. ¿Tengo… quinientos céntimos… en la mano?
Para nuestra modesta economía doméstica, es una fortuna descomunal. Nunca había visto tanto dinero junto. En realidad, ni siquiera había visto un Oro antes, excepto en los libros de texto de la escuela. Para el uso diario, cuando no estamos canjeando cosas en el mercado negro, nos valemos de céntimos, unas pequeñas monedas de bronce. Diez céntimos hacen una Plata, también llamados un décimo, y diez Platas hacen un Oro. Desde luego, jamás tenemos Oros en nuestras manos, y la última vez que tuve un décimo fue cuando compré la cabra de Prim.
¿Cómo llegaron cinco Oros al comedero de Lady? Alguien debió dejarlos ahí.
—Prim, no podemos quedarnos con este dinero —le digo, muy seria—. No es nuestro.
—Claro… Pero, ¿a quién se lo devolvemos? —pregunta Prim, desconcertada—. No conozco a nadie que tenga tanto dinero. ¿Y quién lo dejaría aquí, además?
—No sé… pero los Oros podrían ser falsos… o robados… o de alguien que está en algo sucio…
Las posibilidades son infinitas. Pero hay algo de lo que estoy segura, y es que no quiero tener problemas con quienquiera que haya dejado el dinero ahí.
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Dos días más tarde, Gale me cuenta en el bosque, en voz baja y con mucha precaución, que su hermanita encontró cuatro Oros bajo la alfombrita de la entrada. No tienen idea de cómo fueron a parar allí, y su mamá no está segura de gastar el dinero, por mucha falta que les haga.
Le confío el hallazgo de Prim, y los dos nos rompemos la cabeza sobre este desconocido benefactor. No tenemos idea de quién puede llegar a ser o por qué lo hace, y ni siquiera estamos seguros si es una obra de bien o si alguien quiere aprovecharse de nosotros.
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A la semana siguiente Dina Summers, una compañera de clases, llega a la escuela con un abrigo nuevo. No sólo nuevo para ella, completamente nuevo. Es color azul, grueso y abrigado, forrado de piel del lado de adentro. Me sorprende que lo tenga, porque sus padres, ambos, trabajan en las minas por un salario miserable y Dina tiene otros seis hermanos y hermanas. Cinco, me corrijo, el bebé murió de neumonía el invierno pasado. Estaba desnutrido, como tantos, y ni los brebajes de mi madre pudieron ayudarle.
—Mi mamá encontró cuatro Oros en el cantero frente a casa, entre las flores —oigo que le confía a Nella Peters—. Dijo que si alguien los había dejado ahí, eran nuestros, y que iba a usarlos bien. Yo tengo el abrigo, mi hermano tiene botas nuevas, ¡pero nuevas de verdad! Y compraron frazadas nuevas, y otro abrigo para mi hermanita, y medicina para la gripe, y…
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La ola de limosnas sigue expandiéndose. A las pocas semanas ya es tema de chismorreo en el Quemador. La gente se va a dormir por la noche, y una mañana cualquiera encuentra dinero, normalmente tres o cuatro Oros, escondidos junto a la puerta, o en el piso del lado de adentro bajo una ventana entreabierta, o escondidos entre las plantas del huerto…
Quienes reciben el dinero son siempre habitantes de la Veta, normalmente de los más necesitados. Familias con muchos hijos, personas viudas que apenas tienen para vivir, ancianos que no pueden trabajar o heridos que perdieron su trabajo en las minas, de pronto tienen más dinero en las manos de lo que nunca se atrevieron a soñar. No todos se atreven a gastar el dinero, pero conforme pasa el tiempo y nadie aparece para reclamar su devolución, la gente se vuelve más confiada y se atreve a pequeños lujos como comprar un colchón nuevo, llenarse el estómago y permitirse ropa abrigada en invierno.
La identidad del Benefactor Anónimo (Gale lo llamó así una vez en el Quemador y el nombre pegó, todos se refieren a él o ella así ahora) sigue siendo un completo misterio. Hubo quien intentó montar guardia durante la noche para ver quién era, pero como es imposible predecir dónde aparecerá dinero, hay que vigilar toda la Veta o dejar el caso por imposible. No aparece dinero con tanta frecuencia como antes; sea quien fuere, sus recursos son enormes pero no ilimitados, por lo visto. Aún así, al menos una vez por semana alguien encuentra Oros.
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Por fin, viendo que nada terrible ocurre al gastar el dinero, cedo. Había estado resistiéndome todo este tiempo a gastarlo, temiendo, no sé qué, pero preocupada de que algo saliera terriblemente mal. Mi mamá va a cambiar uno de los Oros por décimos y céntimos, para hacer la cantidad más manejable, y el domingo vamos al mercado con la premisa de comprar algunas cosas para la casa y darnos un gusto cada una.
Es un día soleado y menos frío de lo que cabría esperar para esta época del año. Compramos tela para cosernos sábanas nuevas, además de frazadas nuevas para nuestras camas, almohadas y también abrigos nuevos para Prim y para mí. Nos van un poco grandes, pero mi mamá asegura que vamos a crecer, y así los podremos usar al menos dos inviernos más. Me gusta la idea. Cargamos todas las cosas en el carrito de juguete en el que suelo ir a buscar el grano y el aceite de las teselas, sin que yo pueda evitar una mueca ante la ironía.
También nos damos el lujo de comprar un pequeño pastel dulce en la panadería, decorado con glaseado y flores de azúcar. El panadero, de buen humor, comenta que las ventas van muy bien, que últimamente la gente compra más pan y hasta algunos pasteles. Sonreímos y nos despedimos, sin mencionar lo de las monedas que Prim encontró. No es exactamente un secreto, pero sólo alguien de la Veta lo entendería del todo.
Para sí misma, mamá escoge una especie de pequeño armario pintado de suave verde y con vidrio en las puertas dobles, de modo que se puede ver el interior. Lo quiere para ubicar sus elementos de sanación. Prim elige un simple vestido de tela de algodón con un estampado de flores en vivos colores, bonito y alegre, perfecto para ella.
En cuanto a mí, doy vueltas por los puestos, sin encontrar nada que me entusiasme. No me interesan demasiado los vestidos, aunque a veces los uso en verano, cuando hace mucho calor. Gastar dinero en cintas para el cabello y golosinas me parece un desperdicio. No me gusta demasiado leer, de manera que los libros quedan descartados. Las joyas son lujos innecesarios, al igual que los espejos, los caros jabones perfumados y los refinados cepillos para el cabello. Me peino perfectamente con un simple peine y mirándome en la pared, muchas gracias.
Prim me sugiere cosas como un par de gallinas o un joven nogal, pero a las gallinas habría que alimentarlas además de construirles un corral, y la verdad es que nos arreglamos bien con los huevos de aves salvajes que yo traigo a casa. En cuanto al nogal, ni nuestro patio es tan grande ni yo tengo tiempo ni paciencia de esperar que el árbol crezca lo suficiente como para empezar a dar nueces. Mamá dice que no hay apuro, que podemos volver otro día y que yo elija entonces algo que me guste… y en ese momento, lo veo.
Es un cuadrado de cartón pintado y enmarcado, no debe tener más de medio metro de lado, y muestra a una niña que lleva un vestido a cuadros rojos y blancos. Tiene dos trenzas negras y es pequeña, no debe tener más de cinco o seis años; está subida a un taburete. Una gran sonrisa le ilumina la cara, tiene los brazos desplegados y la boca abierta como si cantara; es tan realista que casi espero empezar a oír la melodía en cualquier momento.
—Se parece mucho a como eras de más pequeña —comenta mamá con una débil sonrisa.
—No puede ser… ¿quién iba a retratarme de niña? —pregunto retóricamente, aunque debo reconocer que sí me parezco mucho a la chica de la imagen. Pero bueno, todos nos parecemos en la Veta, no es como si quisiera decir gran cosa…
—P. Mellark —dice Prim, observando también el cuadro.
—¿Mellark? Los Mellark no tienen hijas, sólo chicos —observa mi mamá, confundida.
—No, el cuadro. Está firmado por P. Mellark, y está fechado en este año —explica Prim, señalando la esquina de la pintura.
Es verdad. En la esquina inferior derecha, la firma P. Mellark está acompañada por una fecha de hace tres meses atrás.
—Bonita, ¿verdad? —comenta el vendedor, el dueño del bazar, señalando la pintura—. Casi podría ser tu retrato de niña. Son dos céntimos si lo quieres.
El precio es un robo. Un obrero de las minas gana tres céntimos al día, por una jornada de doce horas de trabajo. En circunstancias normales yo jamás hubiese gastado dos valiosos céntimos en algo que no es útil ni necesario, pero por una vez tenemos dinero de sobra y me pica la curiosidad.
—¿Lo pintó usted? —le pregunto al vendedor, un poco recelosa.
Él me responde con una carcajada.
—Oh, no, yo no sería capaz de dibujar una línea recta así mi vida dependiera de ello —explica con una sonrisa—. No, canjeé un metro de tela por esta pintura y otras dos. A las otras ya las vendí, una era un paisaje del Distrito 12 al atardecer y la otra mostraba una cesta con una variedad de panes.
—¿Y a quién se los canjeó? —pregunto, intuyendo la respuesta.
—A Peeta Mellark… nuestro joven Vencedor. Está allí, pintando —el hombre señala con la cabeza, todo lo discretamente posible, hacia un rincón de espaldas a mí—. Siempre viene los domingos al mercado y pinta.
Lo pienso sólo un momento.
—Me llevo el cuadro.
Tras pagar por la pintura, me giro lentamente hacia donde señaló el dueño del bazar. Sobre una especie de soporte de madera hay un gran rectángulo de algo, quizás cartón, y un poco de cabello rubio asoma por encima, mientras que un par de piernas asoman por debajo, sentadas en una rara banqueta alta.
Es él, sin duda. El tercer ganador que tuvo el Distrito 12 en setenta y dos años, y uno de los dos únicos que siguen vivos. Un Vencedor que no se alegró de las muertes de sus competidores, que hizo todo lo posible por proteger a su compañera de distrito y lloró amargamente cuando no pudo evitar que la mataran. El que hizo algo que nadie le reprocha, pero nadie olvida tampoco. El que regresó al Distrito 12 con una pierna ortopédica y con una expresión forzada, vacía, tan diferente de su habitual sonrisa bonachona.
Gracias a él, a que él ganó, cada habitante del Distrito 12 recibe el día doce de cada mes un paquete con comida, y seguirá recibiéndolo por un año, hasta los siguientes Juegos del Hambre. Gracias a él, hay muchos menos casos de desnutrición este invierno, y la mayoría de los niños y adultos que se enferman de gripe están más fuertes y tienen una buena posibilidad de recuperarse antes de que la enfermedad evolucione en neumonía o pulmonía y les cueste la vida. Los sé gracias a la gente que va a ver a mi mamá, como también sé que hay menos abortos espontáneos y que los bebés nacen más fuertes, con más peso y que prácticamente todos sobreviven a los primeros tres meses. Le debemos mucho a Peeta Mellark.
Una chica con un vestido ajustado, un poco corto y más escotado de lo recomendable para la estación del año en que estamos se acerca a lo que se ve de la cabeza rubia. La observo hablar y gesticular entre risitas. Él niega con la cabeza y dice algo; al otro lado de la calle como estoy, no puedo oírlos, pero veo que la sonrisa de ella se congela. La chica insiste un poco más, poniéndole una mano en el hombro, pero él la aparta y le dice algo. No puedo verle la cara, oculto como está por la pintura, pero veo a la chica insistir un poco más antes irse, aparentemente enfurruñada.
De pronto, sus ojos azules se alzan por encima de la pintura y encuentran los míos. Le sonrío tímidamente, y él me sonríe también antes de saludarme con una inclinación de cabeza. También le sonríe a Prim, que lo saluda con un entusiasta gesto de la mano. Peeta Mellark devuelve el gesto, aunque con menos energía, y tras dudar un momento nos hace señas de que nos acerquemos.
Empiezo a negar con la cabeza, pero Prim ya salió corriendo hacia donde está él. La sigo, insegura. Peeta Mellark no parece peligroso ahora mismo, pero los Vencedores suelen ser impredecibles, al menos según vemos en televisión. Uno de ellos, no hace mucho, derribó de un puñetazo a un Agente de la Paz que se le había acercado silenciosamente por detrás para decirle algo, sólo porque lo sobresaltó. Mejor no correr riesgos.
Cuando llego hasta allí, Prim y Peeta Mellark están en plena conversación. Es decir, Prim le está contando algo con mucho entusiasmo, y Peeta escucha con una ligera sonrisa.
—… y entonces Buttercup empezó a sisear y a mostrar los dientes, y no entendíamos qué le pasaba, porque él nunca antes le había tenido miedo a las ratas. Pero entonces lo saqué de ahí, y en cuento estuvimos un poco más lejos me di cuenta que no era una rata el animal escondido en hueco, ¡era una zarigüeya! ¡Y era casi tan grande como Buttercup!
Él sonríe. Me sorprende verlo sonreír, sonreír de verdad, aunque parece cansado.
—Prim, vamos —le digo en voz baja.
—Oh, Katniss, le estaba contando a Peeta sobre la vez que Buttercup casi cazó una zarigüeya.
—Querrás decir, la vez que una zarigüeya casi se comió a tu gato —no puedo evitar corregirla—. Vamos, mamá nos espera.
—¡No es verdad! —protesta Prim—. Buttercup hubiese podido acabar con la zarigüeya… si sólo la zarigüeya no hubiese sido tan enorme…
Peeta suelta una carcajada, y enseguida se tapa la boca con la mano, como si estuviese sorprendido.
—Perdón —le dice a Prim con una ligera sonrisa—. Estoy seguro que tu gato es un gran cazador de ratas… pero quizás debería dejarle las zarigüeyas a otro tipo de animales, ¿no te parece? Además, lo importante es que cace ratones, para eso están los gatos.
—¡Buttercup es un gran cazador de ratones! —anuncia Prim, orgullosa.
—Y eso es lo importante —asiente Peeta con una sonrisa. Luego toma algo del interior de una bolsa de la que asoman pomos de pintura, un pedazo de tela manchado de colores y una botella de vidrio con un tapón de corcho. Saca un pequeño paquete—. Toma. Como premio por tener un gato genial.
Prim duda antes de aceptar, y me mira de reojo. No me gusta esto, todos sabemos que los niños no deben aceptar regalos de desconocidos.
—Peeta, no puede aceptarlo, y su gato no es nada genial —digo, incómoda.
—Por contarme una historia que me hizo reír, entonces —dice él, perdiendo un poco la sonrisa al mirarme—. Sólo son galletitas. Iba a comerlas esta tarde, pero no tuve hambre, y sólo será más peso que cargar si tengo que llevarlas de vuelta a casa.
—Oh, seguro que pesan mucho —replico sin poder evitar la ironía.
—Toneladas —responde él seriamente—. Con una pierna mala, cada gramo cuenta.
Me siento mal de inmediato. No quise ofenderlo, es sólo que me hace sentir culpable aceptar regalos. Aún estoy en deuda con él por el pan de hace tres años, y no me gusta deberle nada a nadie.
—Por favor, acéptenlas. Las iba a regalar de todos modos —dice con un encogimiento de hombros.
—Tienen glaseado… y chispas de algo… —Prim está espiando el paquete, anhelante.
—Glaseado de limón y grajeas de colores —la tienta Peeta—. Frescas. Hechas esta mañana. Aún tengo una lata llena en casa, me estarían haciendo un favor si se llevan algunas antes de que se echen a perder.
Peeta parece tan indiferente, y Prim tan esperanzada, que no puedo menos que asentir, aunque sea a regañadientes. Otra deuda más…
Prim chilla un "¡gracias!" y abraza a Peeta, que se queda muy quieto un momento, con los ojos algo desorbitados, antes de desprender gentilmente los bracitos de Prim de alrededor de su cuello.
—De nada, Prim, pero por favor, no me gusta mucho que la gente me toque. Me pone nervioso —admite en voz baja.
—Oh, perdón, yo… no sabía… —se disculpa Prim.
—No te preocupes, sólo… no vuelvas a hacerlo —dice él, bajando la mirada.
A punto de insistir con que es hora de irnos, miro el cuadro que Peeta Mellark estuvo pintando. Muestra una muchedumbre en un mercado que podría ser éste, con gente yendo y viniendo, puestos exhibiendo todo tipo de artículos, niños jugando, personas conversando. La obra no está completa, y noto que no es cartón, sino que parece una tela tensada sobre un marco de madera, pero hay otra cosa que me llama mucho más la atención.
—La gente… ¿por qué no tiene rostros? —se me escapa preguntarle a Peeta.
Él mira el cuadro con una mezcla de tristeza y desolación.
—Es un simbolismo del anonimato de las grandes concentraciones de población, en que la identidad del individuo se disuelve en la masa hasta que su yo personal se convierte en un yo colectivo impreciso y amorfo —recita con voz inexpresiva.
Prim y yo cambiamos una mirada. Por su cara, parece claro que las dos estamos pensando lo mismo: ¿qué rayos dijo?
Peeta desvía la mirada del cuadro, donde los detalles se lucen en cada figura, en el porte, el movimiento, la indumentaria... excepto por que en lugar de caras, hay formas borrosas, inexpresivas, totalmente indefinidas.
—Es mejor que no tengan cara —dice Peeta al cabo de un momento de silencio, volviendo a mirarnos, y baja más la voz antes de añadir—. Así el Capitolio no puede reconocer a nadie.
—Oh —es todo lo que puedo decir, aturdida.
—Puedo pintar retratos bastante buenos. Pero no quiero hacerlo. En el Capitolio quieren ver mis cuadros —murmura Peeta, cabizbajo—. Dicen que tengo que tener un talento, y el mío es la pintura. Me gusta pintar. Pero no quiero meter a nadie en problemas. No quiero… no quiero que el Capitolio vea a la gente del Distrito 12 —sigue, agitado—. Ellos no entenderían. Y no quiero que sean capaces de identificar a nadie. Quién sabe cómo interpretarían una sonrisa, o un ceño fruncido, o… no, nada de caras —acaba, mirando alrededor, preocupado.
—Katniss compró una pintura tuya que es retra– ¡Aayy!
Le tiro a Prim de la trenza tan fuerte como puedo, pero no lo bastante rápido. Peeta me mira asustado.
—¿Un retrato? —pregunta en un hilo de voz. Me sorprende ver que está pálido.
—Sí… es el de una niña. Lo compré porque mi mamá dice que podría haber sido yo a los cinco o seis años —me defiendo.
—Te lo compro —barbotea Peeta, desesperado—. Dame tu precio. El que sea.
—¡No quiero venderlo! —protesto.
—Entonces destrúyelo. Quémalo, rómpelo, lo que quieras, pero que nadie lo vea —me suplica.
—Se lo compré al dueño del bazar. Medio mundo ya lo vio —le señalo con aspereza.
Peeta entierra la cara entre las manos.
—Lo mantendremos escondido. Nadie en el Capitolio lo verá nunca —le promete Prim con un hilo de voz—. Es sólo que es muy lindo, por eso Katniss lo compró. Pintas muy bien.
Peeta vuelve a asomarse de entre sus manos, y me asombra ver lo viejo y cansado que parece. Y eso que aún no cumplió quince años.
—Gracias —dice en voz baja—. Eres muy amable, Prim.
—No, es verdad —insiste ella—. Me gustan tus pinturas.
—Sólo viste dos. Tengo pinturas que no son nada bonitas.
—No te creo —le replica Prim, juguetona—. No podrías pintar mal ni a propósito.
—A veces pinto mis pesadillas. Te aseguro que no son nada bonitas —murmura él—. Sigo viendo… los Juegos… las muertes… todo el tiempo, cada vez que duermo. Sobre todo… —su voz se quiebra—… a Mellie.
—No fue tu culpa, hiciste todo lo posible por ayudarle —dice Prim de inmediato, extendiendo una mano para tocar su hombro antes de apartarla.
—Lo otro tampoco fue tu culpa —añado—. Te provocaron, te estabas defendiendo.
Peeta suspira antes de esbozar una sonrisa. No es la sonrisa de antes de los Juegos, cuando era sólo el hijo menor del panadero, un chico común con amigos y familia, antes de convertirse en un Vencedor. Pero tampoco es una sonrisa vacía, como las que acababa dando para las cámaras después de los Juegos.
—Gracias por detenerse a hablar conmigo —dice con repentina timidez, inseguro.
—De nada. Uno creería que estarías rodeado de admiradores… o admiradoras —menciono, recordando a la chica que se le había acercado antes.
—No —responde él, pareciendo honestamente sorprendido—. La gente no se me acerca mucho.
—¿Por qué no? —pregunta Prim, sin entender.
Miro a otro lado, incómoda. Por la misma razón por la que yo quise apartar a Prim en cuanto vi que se había acercado a él: porque los Vencedores son peligrosos y, con demasiada frecuencia, inestables. Y por lo otro.
—Deben creer que estoy muy ocupado —comenta Peeta con ligereza, pero hay dolor en su rostro.
Aunque por el bien de Prim pretenda que no sabe o que no le importa, la soledad le duele. Me pregunto qué pasó con todos los amigos que él solía tener en la escuela… ¿ninguno de ellos se acuerda de él ahora? ¿Nadie es capaz de ver más allá de lo que pasó en la arena?
—Si quieres, podemos volver el próximo domingo —ofrece Prim.
Peeta duda. Me mira de reojo, como intuyendo que yo podría no estar entusiasmada con la idea.
—Aunque quizás vengamos un poco más tarde que hoy —le advierto—. Normalmente los domingos tengo… cosas que hacer, a esta hora.
No es como si el hecho que soy cazadora furtiva es un secreto, pero es mejor no decirlo en voz alta. Y Peeta entenderá de todos modos, su papá solía canjear mis ardillas por su pan.
—Eso me gustaría mucho —admite, tanta esperanza filtrándosele en la voz que me siento mal por haber estado a punto de negarme.
Él me dio una vez dos panes que nos salvaron la vida, a mí y a mi familia. Y ahora, las galletitas para Prim. ¿Cómo puedo negarme a ayudarle a él, si un rato de compañía es todo lo que pide? Vendremos a verlo, si eso ayuda a pagar al menos una parte de mis deudas con el Chico del Pan.
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