Cuatro: Vértigo.


No tiene claro cuando empezó, porque en Abnegación no había lugares demasiado elevados a los que subirse. Tal vez fuera en los pasillos del instituto, mirando al vacío a través de los cristales que lo revestían todo. O tal vez era mayor el vértigo de sentirse en el suelo, y aún así no poder huir. Tal vez.

Porque aunque ya está en otro sitio, todo aquello continúa presente. Eso es lo que le hace necesitar respuestas. Ya que no es exactamente la idea de flotar en el aire lo que le revuelve las tripas y le pone el hígado a la altura de la garganta. Es más bien la idea de no tenerlo bajo control. El miedo a que lo sostenga el aire, en vez de que sea a la inversa. El miedo a no ser lo bastante fuerte, y dejarse caer.

Pero en Osadía no hay lugar para el miedo. Y él es un osado, el mejor de todos ellos.

Se acerca al vértice del tejado de la Espira. Le tiemblan las manos, así que las cierra en puños y se obliga a mantener los ojos bien abiertos. Se obliga a mirar hacia el suelo. Un golpe de aire, y todo habría acabado. ¿Es eso lo que quiere? ¿Qué todo termine?.

No.

Lo que quiere es no sentirse así nunca más. Lo que quiere es que cuatro sean tres, y después dos y después ninguno. Eso es lo que necesita. No es obsesión, es determinación, es saber que sigue vivo.

Se deja mecer por el viento, porque ya no tiembla, pero el pavor sigue allí. ¿Qué significa? ¿Es que nunca va a desaparecer?.

Inhala profundamente, se centra, después exhala, igual que cuando dispara un arma o lanza un cuchillo. Se permite mover la cabeza de abajo arriba, para que lo deslumbre el sol. Después al frente, para tener la ciudad a sus pies.

Podría estar en otro lugar, en cualquier otro, menos en casa. Se pregunta si alguna vez perteneció a ese sitio, y cree que no, por lo que no deja lugar para el arrepentimiento. No se deja pensar tampoco en si pertenece a Osadía, no ahora.

Clava más fuerte los pies contra el cemento del tejado, extiende los brazos y cierra los ojos una vez, sólo un segundo. Le gustaría que hubiera una superficie en frente a la que saltar. Probarse de nuevo a sí mismo. Pero no la hay.

Pensar en saltos le devuelve al presente. Da un paso hacia atrás. Tiene que largarse.

Baja las escaleras como una exhalación, ni siquiera piensa en ascensores: espacios reducidos, sujetos por un cable, dentro de un tubo estrecho, cuadrado, cerrado.

Tiene que estar en pocos minutos al lado de la red, para sujetar la mano del primer aspirante que salte. Todavía se arrepiente de no haber sido él el primero en hacerlo cuando tuvo la oportunidad. No sabe si eso hubiera cambiado algo, o en qué medida le hubiera hecho más especial. No sabe si seguiría siendo Cuatro, o tendría algún otro nombre.