Holita, epílogo al habla...

No, no es LuNa, pero antes de que intentéis matarme os digo: no es LuNa porque tenía mucha ganas de escribir esto, concretamente, y porque, en mi opinión, capitán y navegante se merecen algo más... vistoso. ¿Un capítulo extra publicado a parte, quizás? Dadme unos días, personitas.

Vale, gracias a Grem-sama (me alegro de que te guste), Otaku-SIG (se te adelantaron), Zorro Junior (Zoro babea por Robin en todo moemento) , Laugerid (el placer es mío, gracias de verdad), MaPa-kun (respira, que te da algo, y espera un poco por el LuNa), y MaryJu-chan (¡Bienvenida!). ¡Sois todos geniales! ¡Tigres de peluche para todos!

(Más al final del epílogo)

Y que a nadie se le olvide: One Piece es del jefazo Oda.


Epílogo: De que la vida sigue

-No lo entiendo.

-No te ofendas, Nami, pero no eres tú quien tiene que entenderlo.

Nami frunció el ceño en dirección a su amiga, pero no dijo nada. Robin llevaba varios días comportándose de forma extraña. En realidad, teniendo en cuenta que llevaba tres años en una relación estable con ese baka de pelo verde, su comportamiento siempre le parecía extraño, pero últimamente…

Miró con recelo la pequeña bolsa que la morena acababa de mostrarle. Quizás fuera una especie de broma. Robin se movía tranquilamente por el camarote que compartía con el kenshi desde hacía más de dos años, recolocando su ropa con aspecto concentrado. Era como la décima vez que lo hacía en una semana. Todos sus vestidos, blusas y pantalones (¿y eso era un disfraz de gatita?) estaban amontonados sobre la cama, mientras Robin examinaba su armario ahora vacío con ojo crítico. Nami resopló, molesta.

-¿Al menos me podrías decir qué diablos le pasa a tu ropa?

-¿Um?

-Parece que tu armario haya explotado. Otra vez-, la akage examinó la montaña de ropa,- si necesitas hacer sitio para ropa nueva tira algo de Zoro. Es lo que hago yo cuando necesito espacio.

-Eso explica la falta de variedad en el vestuario de Luffy…- sonrió la morena, distraída,- pero yo no puedo hacerle eso a Zoro.

-¿Y eso por qué?

Por toda respuesta la arqueóloga señaló los únicos tres cajones del enorme armario que no había tocado. Nami rió.

- ¿Solo lo dejas tener tres cajones?

-Solo necesita tres cajones,- le aclaró Robin, sin mirarla-. Ni siquiera utiliza ropa interior, así que en realidad…

-No necesito saber eso,- la cortó el akage, haciendo una mueca,- solo digo que si quieres comprarte ropa nueva no tienes que montar todo este desastre. Pídele a Franky que te amplíe el armario o te haga uno nuevo…

-Pero es que Franky ya está haciendo algo que le pedí.

Nami enarcó una ceja, pero no dijo nada. Volvió a mirar la bolsa, intentando comprender, otra vez, la actitud de su amiga. Robin parecía ausente desde hacia cosa de dos semanas. Sonreía mucho, no su habitual sonrisa de "soy más lista que tú y además lo sé", sino con una especie de sonrisa de niña feliz que a Nami no le cuadraba. Se parecía y a la vez no se parecía a la sonrisa que ponía cuando Zoro se recostaba en sus piernas para echarse la siesta. Durante las comidas ya no permitía que Luffy le robara ni medio bocado de su plato, incluso lo golpeaba si intentaba acercase demasiado a su comida. Sus comentarios macabros se habían reducido drásticamente. Y un par de veces Nami la había pillado simplemente echada sobre la cubierta, sin ni siquiera un libro a la vista, mirando al cielo con una expresión felizmente adormilada.

La akage empezaba a asustarse.

-Oi, Robin, ya veo que no le pasa nada a tu ropa…- comenzó la navegante, acercándose a la morena cuidadosamente, como quien se acerca a un loco peligroso,- ¿Pero a ti te pasa algo?

Robin se volvió para mirarla. Nami observó atónita como la mujer se mordía el labio inferior, presa de los nervios. Sus ojos azules estaban húmedos y la akage sintió como se le encogía el estómago cuando las lágrimas empezaron a caer.

-O…oi, Robin…no, por favor-, la arqueóloga negó bruscamente con la cabeza. Se secó las lágrimas, sonriendo a la navegante. Nami se acercó a ella con rapidez, olvidándose de sus nervios.

-Estoy bien…- Robin aceptó de buena gana el abrazo de la navegante, aún sonriendo,- estoy mejor que nunca, Nami.

-¿Entonces qué…?

La sonrisa de la arqueóloga se ensanchó, mientras se inclinaba para susurrar una única frase al oído de la navegante.

.

.

-Oi, Zoro, ¿Qué te parece este?

Zoro apartó la mirada del escaparate de la librería para mirar a su capitán, que estaba inclinado sobre un puesto de comida local, inspeccionado los extraños platos que el tendero (que parecía un tanto aterrorizado) le había puesto delante. Luffy levantó un pinchito con algo que parecía ser pulpo, examinándolo con ojo experto.

-¿Se supone que tiene que parecerme algo?

Luffy lo ignoró, metiéndose el pulpo en la boca con expresión de absoluta concentración. Zoro bufó, volviendo a mirar el escaparate, donde se exponían los últimos best-sellers y una colección de lo que, a juzgar por las portadas de color rosa chillón con hombres sin camisa, era una colección de novelas románticas. El kenshi suspiró.

Nada que pudiera regalarle a Robin.

-¿Por qué no le llevas unos cuantos de estos?-, Luffy se colocó a su lado, agitando media docena de pinchitos que mantenía sujeto entre los dedos como Sanji los cigarrillos. Al parecer, el pulpo había pasado el test de calidad de Luffy.- están deliciosos.

-No creo que eso cuente como regalo romántico, Luffy. De hecho, no creo ni que cuente como regalo.

El Rey de los Piratas asintió, extremadamente serio, antes de meterse tres pinchitos en la boca al mismo tiempo. A Nami tampoco le gustaba que le regalara cosas así. La primera vez que le había intentado regalar comida había acabado de cabeza contra el mástil del Sunny. Ni que decir tiene que también había sido la última.

-Es muy difícil regalarle cosas a las mujeres.

Zoro asintió automáticamente, ignorando a su capitán. Llevaba todo el día recorriendo la isla y no encontraba nada que le gustara para la morena. Después de tres años tenía muy claros los gustos de Robin. Libros curiosos y/o antiguos, vestidos cortos, gafas de sol, botas, flores, una botella del mejor vino. Normalmente, no le costaba hacerle regalos a Robin (ella resultaba ser la excepción a todas sus reglas). Pero aquel tenía que ser… especial, por decirlo de alguna forma.

Era su tercer aniversario. Tres años desde el día en que (por fin, puñetas, que parecía que nunca iba a pasar) habían comenzado su relación.

Y, sin saber muy bien por qué, Zoro quería que fuera algo especial. No eran solo tres años, eran los tres años más difíciles, maravillosos y estrambóticos de su vida. Tres años con Robin.

Que últimamente se comportaba de forma muy extraña.

Frunció el ceño, sintiendo volver la preocupación de los últimos días. La actitud de Robin estaba ligeramente alejada de su carácter habitual. Se había dado cuenta una mañana hacia unos cinco o seis días, cuando la arqueóloga, por primera vez desde que la conocía, se había despertado después de que él lo hiciera. Normalmente, ella ya estaba despierta cuando él abría los ojos. Pero aquella mañana se había encontrado a Robin acurrucada contra su cuerpo, completamente dormida y sin señal de que estuviera siquiera cerca de despertarse.

Y Zoro había empezado a tener miedo. No era solo la repentina somnolencia (que, según Sanji, se le había contagiado de Zoro, así que era su culpa y no de ella), sino aquella sonrisa que tenía últimamente, que hacía que al kenshi, sin saber muy bien por qué, le temblara el corazón en el pecho. También estaba la mirada distraída, la manía de echar el armario al suelo en cuanto se daba la vuelta… y que casi le arrancara la mano a Luffy cuando intentó tocar su plato.

Respiró hondo, intentando centrarse en lo que tenía entre manos.

Regalo de aniversario para Robin, que iba a ser… no tenía ni idea.

-¿Le vas a comprar un libro?

Zoro miró a su capitán, que lo observaba con una expresión de concentración intensa. Una idea descabellada se le pasó por la cabeza. Miró alrededor, nervioso, para asegurarse de ninguno de sus nakama estaba por los alrededores. Sobre todo Nami. Sería un poco ridículo que el mejor kenshi del mundo muriera por el castañazo de la navegante.

-Luffy… tu aniversario con Nami fue hace poco, ¿verdad?,- el senchou asintió, con los ojos abiertos como platos,- y dime… ¿Qué le regalaste?

Y fue entonces cuando pasó. Uno de esos acontecimientos que deberían registrarse en los libros de historia, fotografiarse, estudiarse para el futuro de la humanidad.

Luffy se sonrojó. Como un maldito tomate maduro.

Y, peor todavía, abrió la boca para contestar.

-¡No quiero saberlo!,- Zoro se abalanzó sobre su capitán, tapándole la boca con las manos,- ¡Olvida la pregunta! ¡NO DIGAS NADA!

-Fhefo fhoo…

-¡HE DICHO QUE NO QUIERO SABERLO!

Luffy se desinfló, mirando a Zoro con ojos de cachorrito. Sonrojado y todo, parecía que estaba decepcionado por no poder contestar a la pregunta. El kenshi quería darse de cabezazos contra la pared. ¿A quién diablos se le ocurría preguntar a Luffy sobre su relación con la navegante? Esos dos eran un par de… buf. Mejor no pensarlo demasiado.

Soltó lentamente al capitán, indicándole con la mirada que no se le ocurriera intentar contestar.

-Tengo que encontrar un regalo para Robin,- le susurró, nervioso,- y, por lo que más quieras, no respondas nunca a esa pregunta, y, JAMÁS, le digas a Nami que te pregunté, ¿vale?

Zoro retrocedió lentamente, mientras Luffy asentía con los ojos abiertos como platos. Él mejor que nadie comprendía lo que significaba cabrear a Nami. La mayoría de la gente pensaría que era algo vergonzoso para el mismísimo Rey de los piratas vivir completamente aterrorizado por su navegante-novia.

Puntualicemos que esa gente nunca ha coincidido con Nami.

Una vez sorteada la crisis, Luffy volvió a centrarse en el tema principal.

-¿Y qué le vas a regalar a Robin?

El kenshi miró a su capitán, decidido… y prácticamente se derritió como el hielo al sol. ¡¿Qué demonios le iba a regalar a Robin?!

Su mirada se desvió a la colección de novelas rosa. ¿Cómo de fuerte le pegaría Robin si se las regalaba?

-Señor, ¿puedo ayudarlo?

Zoro notó como una manita se agarraba por debajo de su faja y daba un tirón. Bajó la mirada, encontrándose a una chica que no debía pasar de los quince años, diminuta y tan hermosa que dejaría a Sanji convertido en una masa babeante solo con mirarlo.

-Yo…

-No he podido evitar oírlo-, la jovencita sonrió, de una forma que al kenshi se le antojó extrañamente familiar,- y creo que tengo lo que busca.

Sin dejar de sonreír, la pequeña colocó algo en la mano de Zoro y le cerró los dedos alrededor. El espadachín miró de objeto a la chica, incrédulo. La adolescente rió.

-Pero esto…

-¿No está bien?

Una sonrisa temblorosa se extendió por la cara del kenshi. A su lado, Luffy rió suavemente, observando el pequeño objeto que el kenshi sostenía en su mano como si temiera que se rompiera en cualquier momento.

-A mí me gusta,- le aseguró, sonriente.- y creo que a Robin también.

El corazón del kenshi se aceleró, como si esa frase fuera la señal que estaba esperando para que notara que seguía allí. Frente a sus ojos se dibujó el rostro de Robin, con esa sonrisa que era solo suya.

-Yo también lo creo.

.

.

El puesto de vigía parecía el lugar perfecto. A aquellas horas la oscuridad era total, y Robin no pudo evitar recordar aquella noche. Tenía la impresión de que había pasado una eternidad.

Sonrió al recordarlo. Aquella noche estaba muy nerviosa. Temía, sobre todo, que él la rechazara. No, lo que temía era que él la odiara. Había pasado tanto por ella… tanto tiempo esperando que ella se decidiera… el dolor había sido tanto…

Por eso había cogido el sake de la cocina aquella noche. Había sido un escudo, algo que ofrecer en el caso de que él no quisiera tenerla cerca. Pero él la había mirado como si fuera lo más hermoso que había visto nunca. Otra vez.

Y se había decidido.

Y ahora, era ella la que esperaba que él apareciera.

Cerró los ojos, adormilada, recostándose en el cómodo sofá. Unos segundos después oyó como la trampilla se abría y volvía a cerrarse con suavidad. Sonrió. De alguien como él, uno se esperaría golpes y pasos pesados, no movimientos lentos y pasos sigilosos.

-Robin.

Su voz sonó cálida y suave. Aún sin abrir los ojos, Robin sintió la mirada del kenshi sobre ella. Lo oyó moverse hasta quedar frente a ella, a apenas unos centímetros de distancia. No tendría ni que extender la mano para tocarlo. Una lenta sonrisa se extendió por su cara.

-Abre los ojos, Robin.

-Eso sonó casi a una orden,- le susurró, sin abrirlos. Una de sus manos le acarició lentamente la mejilla, trazando la forma de su pómulo con suavidad. Le rozó los labios con las puntas de los dedos, dibujando su sonrisa.

-Entonces no los abras,- sus labios se presionaron suavemente contra los suyos. Los brazos de Zoro la rodearon y la levantaron en el aire un segundo, antes de volverla a sentar, esta vez sobre su regazo.

La arqueóloga se apartó un poco, apenas lo bastante para poder mirarlo. El ojo del espadachín brillaba por la risa, pero su rostro estaba completamente serio.

-Feliz aniversario, kenshi-san.

-Feliz aniversario, onna.

Ninguno dijo nada durante un instante. La arqueóloga se acercó de nuevo a la boca del kenshi, atrapándolo en un beso más profundo que el anterior, notando como sus manos se deslizaban de su espalda a sus nalgas, levantándola para acomodarla mejor sobre él.

Deslizó la mano hasta la espalda del kenshi, sin romper el beso, atrapando la pequeña bolsa que había dejado allí. La apretó contra el pecho de Zoro.

-Tu regalo,- le aclaró, sonriendo ante su mirada confusa. Zoro alzó una ceja, mientras metía la mano en la bolsa. Robin contuvo una carcajada al ver su expresión incrédula.

-¿Te gusta?

Zoro la miró como si acabara de cometer un asesinato. La arqueóloga no pudo resistir la risa.

Lo que Zoro sostenía, como si se tratara de una bomba nuclear, era un peluche. Nada más y nada menos que un pequeño tigre de felpa, del mismo tono exacto de verde que su pelo. Y la cosa no quedaba ahí: el tigre tenía una cicatriz sobre el ojo izquierdo, otra que le atravesaba el pecho, y, lo mejor de todo, llevaba un pequeño haramaki verde, del que colgaban tres pequeñas katanas de peluche.

-¿De dónde demonios…?

Robin consiguió contener las carcajadas apenas lo suficiente para decir una frase.

-Correo aéreo. Los venden en todo el Shin Sekai.

Zoro palideció y Robin volvió a reír sin poder evitarlo. La cara de Zoro era de total espanto.

-¿Y esto… por qué…?

La arqueóloga presionó el rostro contra su cuello, aún riendo suavemente. Respiró hondo, inundándose con el olor de la piel del kenshi, pensando en cómo decir aquello exactamente.

-En realidad…. no es exactamente para ti, Zoro.

El kenshi ladeó la cabeza, confuso, examinando el peluche. Un peluche, suave, diminuto, curiosamente parecido a él (si volvían por esa isla los iba a convertir a todos en pinchitos), y Robin se lo estaba dando por…

(Vosotros me supongo que ya lo sabéis. Es que Zoro es de razonamiento más bien lento, por si alguien no se ha enterado. Si alguien no sabe, por otra parte, de que va lo del peluche, ¡felicidades! Eres más parecido a Zoro de lo que crees).

Robin sonrió al ver como la expresión del kenshi cambiaba lentamente. La confusión se transformó en incredulidad, y la incredulidad en la expresión de terror más absoluto que había visto en su vida. Pero apenas duró un segundo, lo que tardó la mirada del peliverde en clavarse en la suya.

-Estás…

Robin asintió lentamente, expectante. Nami casi se había desmayado cuando se lo había dicho (y luego había empezado a recolocar ella por su cuenta el armario de Robin. Iba a tener que explicarle a Zoro porque toda su ropa estaba en una bolsa en la despensa). La arqueóloga solo esperaba que el kenshi no…

Se quedó sin aliento al sentir la mano del espadachín sobre su vientre. Zoro la levantó suavemente, dejándola de pie frente a él, su rostro a la altura del estómago aún plano de Robin.

Sin mediar palabra, el kenshi recostó la cabeza contra ella, rodeándole la cintura con los brazos. La morena sonrió, conmovida, y se inclinó para abrazarlo, apoyando la cabeza contra la de él.

-Estoy embarazada.- susurró, sintiendo como se le escapaban las lágrimas.

Zoro rió contra su piel.

-Hasta ahí llegaba yo también,- levantó la cabeza para poder mirarla a los ojos. Nunca los había visto más hermosos que en ese instante. Sintió la mano que le acariciaba el pelo y tiró de ella suavemente, acercándola a su boca. Besó sus dedos.

Robin sintió como el aliento se le congelaba en la garganta al sentir algo deslizarse sobre su dedo. Esta vez le tocó a Zoro reír al ver su cara de incredulidad. Observó de nuevo el anillo, adornado por esa pequeña piedra azul que le había recordado a los ojos de Robin.

-Zoro…

El espadachín la sentó en su regazo, sin dejar de abrazarla. Apoyó su frente sobre la de ella y sonrió.

-Me alegro de que dejaras de ser un tigre.

El kenshi sonrió, rozando sus labios, imaginando los ojos de Robin mirándolo desde un pequeño rostro. Y tuvo que ser sincero.

-Pero a mí me alegra haberlo sido.


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