Capítulo XIV: Estilistas

¡Ras! Aprieto los dientes mientras Venia, una mujer de pelo color turquesa y tatuajes dorados sobre las cejas, me arranca una tira de tela de la pierna, llevándose con ella el pelo que había debajo.

—¡Lo siento! —canturrea con su estúpido acento del Capitolio—. ¡Es que tienes mucho pelo!

¿Por qué habla esta gente con un tono tan agudo? ¿Por qué apenas abren la boca para hablar? ¿Por qué acaban todas las frases con la misma entonación que se usa para preguntar? Vocales extrañas, palabras recortadas y un siseo cada vez que pronuncian la letra ese... Por eso a todo el mundo se le pega su acento, claro.

Venia intenta demostrar su comprensión. —Pero tengo buenas noticias: éste es el último. ¿Lista?

Me agarro a los bordes de la mesa en la que estoy sentada y asiento con la cabeza.

—Peeta —susurro, pensando en su sonrisa. Tratando de descifrar la verdadera forma de ser del chico del pan. No entiendo nada y deseo que la tira que se lleva mi última zona de pelo de mi pierna izquierda también se lleve las sensaciones amargas que brotan de mi corazón por Peeta.

Llevo más de tres horas en el Centro de Renovación y todavía no conozco a mi estilista. Al parecer, no está interesado en verme hasta que Venia y los demás miembros de mi equipo de preparación no se hayan ocupado de algunos problemas obvios, lo que incluye restregarme el cuerpo con una espuma arenosa que no sólo me ha quitado la suciedad, sino también unas tres capas de piel, darle uniformidad a mis uñas y, sobre todo, librarse de mi vello corporal. Piernas, brazos, torso, axilas y parte de mis cejas se han quedado sin un solo pelo, así que parezco un pájaro desplumado, listo para asar. No me gusta, tengo la piel irritada, me pica y la siento muy vulnerable. Sin embargo, he cumplido mi parte del trato que hicimos con Haymitch y no he puesto ni una objeción. Irremediablemente pienso en como lo estará haciendo Peeta. ¿Cómo se verá? ¿Extraño, raro…? ¿Guapo?

Alejo la estúpida idea cuando un tipo llamado Flavius me habla. —Lo estás haciendo muy bien — Agita sus tirabuzones naranjas y me aplica una capa de pintalabios morado—. Si hay algo que no soportamos es a los llorones. —¡Embadúrnenla!

Octavia, una mujer regordeta con todo el cuerpo teñido de verde guisante claro, me da un masaje con una loción que primero pica y después me calma la piel. Acto seguido me levanta de la mesa y me quita la fina bata que me han permitido vestir de vez en cuando.

Me quedo aquí, completamente desnuda, mientras los tres me rodean y utilizan las pinzas para eliminar hasta el último rastro de pelo. Sé que debería sentir vergüenza, pero me parecen tan poco humanos que es como si tuviese a un trío de extraños pájaros de colores picoteando el suelo alrededor de mis pies. Los tres dan un paso atrás y admiran su trabajo.

«Prim no hubiera aguanto esto» pienso de inmediato. Menos mal que soy yo y no ella. El recuerdo de su cálida sonrisa me calma, pero lo olvido de inmediato recordando la sonrisa del chico del pan.

Gruño por milésima vez en el día.

—¡Excelente! ¡Ya casi pareces un ser humano! —exclama Flavius, y todos se ríen.

—Gracias —respondo con dulzura, imitando lo mejor que puedo a Peeta. Obligándome a sonreír para demostrarles lo agradecida que estoy, después de todo tendría que usar su estrategia. Eso me hace sentir miserable ¿Qué tan diferentes somos los dos? Unas horas atrás lo estaba matando con la mirada por sonreír frente a esas personas y ahora yo estaba haciendo lo mismo.

—. En el Distrito 12 no tenemos muchas razones para arreglarnos. —sigo mi acto de buena chica.

—Claro que no, ¡pobre criatura! —dice Octavia, juntando las manos, consternada. Creo que me los he ganado con mi respuesta.

—Pero no te preocupes —añade Venia—. Cuando Cinna acabe contigo, ¡vas a estar absolutamente divina! —¡Te lo prometemos! ¿Sabes? Ahora que nos hemos librado de tanto pelo y porquería, ¡no estás tan horrible, ni mucho menos! —afirma Flavius, para animarme—. ¡Vamos a llamar a Cinna!

Salen disparados del cuarto. Los miembros del equipo de preparación son tan bobos que me resulta difícil odiarlos. Sin embargo, curiosamente, sé que son sinceros en su intento por ayudarme.

Miro las paredes y el suelo, todo tan frío y blanco, y resisto el impulso de recuperar la bata. Sé que este Cinna, mi estilista, hará que me la quite en cuanto llegue, así que me llevo las manos al cabello, la única zona que mi equipo tenía órdenes de respetar. Me acaricio las trenzas de seda que mi madre ha colocado tan bien. Mi madre; me ha dejado su vestido azul y sus zapatos en el suelo del vagón, no se me ocurrió recogerlos ni intentar aferrarme a algo suyo, de casa. Ahora me arrepiento.

—Pero al menos… al menos tengo eso —miro a mi vieja ropa, donde dejé guardado aquello. Ese pequeño collar de antaño. Por alguna razón no pude dejarlo, me sentía un poco más tranquila con él. Aunque si alguien lo veía, seguramente sería mi fin, me convertiría en la presa más débil por tener semejante accesorio infantil, pero no me importa.

La puerta se abre y entra un joven que debe de ser Cinna. Me sorprende lo normal que parece; casi todos los estilistas a los que entrevistan en la tele están tan teñidos, pintados y alterados quirúrgicamente que resultan grotescos, pero Cinna lleva el pelo corto y, en apariencia, de su color castaño natural. Viste camisa y pantalones negros sencillos, y la única concesión a las modificaciones de aspecto parece ser un delineador de ojos dorado aplicado con generosidad. Resalta las motas doradas de sus ojos verdes y, a pesar del asco que me producen el Capitolio y sus horrendas modas, no puedo evitar pensar que lo hace muy atractivo.

—Hola, Katniss. Soy Cinna, tu estilista —dice en voz baja, aunque casi sin la afectación típica del Capitolio.

—Hola —respondo, con precaución.

—Dame un momento, ¿Está bien? —me pide. Camina a mi alrededor y observa mi cuerpo desnudo, sin tocarme, pero tomando nota de cada centímetro. Resisto el impulso de cruzar los brazos sobre el pecho—. ¿Quién te ha peinado?

—Mi madre.

—Es precioso. Mucha clase, la verdad. Un equilibrio casi perfecto con tu perfil. Tiene dedos hábiles — sonríe y no puedo evitar ver a Peeta en esa sonrisa.

«Con un demonio, me estoy volviendo loca» pienso.

—Eres nuevo, ¿verdad? No creo haberte visto antes —le digo intentando cambiar mis propios pensamientos. Esperaba a alguien extravagante, alguien mayor que intentara desesperadamente parecer joven, alguien que me viera como un trozo de carne que había que preparar para una bandeja. Cinna no es nada de eso.

La mayoría de los estilistas me resultan familiares, son constantes en el siempre cambiante grupo de los tributos. Algunos llevan en esto toda mi vida.

—Sí, es mi primer año en los juegos.

—Así que te han dado el Distrito 12 —comento —, porque los recién llegados suelen quedarse con nosotros, el distrito menos deseable.

—Lo pedí expresamente —responde, sin dar más explicaciones

—. ¿Por qué no te pones la bata y charlamos un rato?

Me pongo la bata y lo sigo hasta un salón en el que hay dos sofás rojos con una mesita baja en medio. Tres paredes están vacías y la cuarta es entera de cristal, de modo que puede verse la ciudad. Por la luz, debe de ser mediodía, aunque el cielo soleado se ha cubierto de nubes. Cinna me invita a sentarme en uno de los sofás y se sienta en frente de mí; después pulsa un botón que hay en el lateral de la mesa y la parte de arriba se abre para dejar salir un segundo tablero con nuestra comida: pollo y gajos de naranja cocinados en una salsa de nata sobre un lecho de granos blancos perlados, guisantes y cebollas diminutos, y panecillos en forma de flor; de postre hay un pudin de color miel.

Intento imaginarme preparando esta misma comida en casa. Los pollos son demasiado caros, pero podría apañarme con un pavo silvestre. Necesitaría matar un segundo pavo para cambiarlo por naranjas. La leche de cabra tendría que servir de sustituta de la nata. Podemos cultivar guisantes en el huerto y tendría que conseguir cebollas silvestres en el bosque. No reconozco el cereal, porque nuestras raciones de las teselas se convierten en una fea papilla marrón cuando las cocinas. Para conseguir los panecillos lujosos tendría que hacer otro trueque con el panadero. Peeta sale de nuevo en mi cabeza, interrumpiendo mis pensamientos. Eso me molesta.

—Esto debe de parecerte despreciable

Levanto la mirada y veo los ojos de Cinna clavados en los míos.

«¿Qué me ha visto en la cara?» No le contesto, porque es algo tan íntimo, tan mío, tan de nosotros, que aunque él haya visto mi cuerpo desnudo, no dejaría que viera más de lo que yo no puedo ver.

Da igual —dice Cinna—. Bueno, Katniss, hablemos de tu traje para la ceremonia de inauguración. Mi compañera, Portia, es la estilista del otro tributo de tu distrito, Peeta —en ese instante llama mi atención por completo.

—, y estamos pensando en vestirlos a juego. Como sabes, es costumbre que los trajes reflejen el espíritu de cada distrito.

Se supone que en la ceremonia inaugural tienes que llevar algo referente a la principal industria de tu distrito. Distrito 11, agricultura; Distrito 4, pesca; Distrito 3, fábricas. Eso significa que, al venir del Distrito 12, Peeta y yo llevaremos algún tipo de atuendo minero. Como el ancho traje de los mineros no resulta especialmente atractivo, nuestros tributos suelen acabar con trajes de poca tela y cascos con focos. Un año los sacaron completamente desnudos y cubiertos de polvo negro, como si fuese polvo de carbón.

«No, no, ¡Definitivamente no! Prefería morir a manos de los agentes de la paz antes de permitir que Peeta me viera desnuda, ¡Moriría de vergüenza!»

—Entonces, ¿será un disfraz de minero? —pregunto, esperando que no sea indecente. Los trajes siempre son horrendos y no ayudan a ganarse el favor del público, así que me preparo para lo peor.

«No, por favor, no por favor» Suplico mentalmente. «Peeta estará allí, Peeta estará allí» aprieto las manos instintivamente.

—No del todo. Verás — me pone una mano en el hombro, como leyendo el miedo en mis ojos.

—, Portia y yo creemos que el tema del minero está muy trillado. Nadie se acordará de ustedes si llevan eso, y los dos pensamos que nuestro trabajo consiste en hacer que los tributos del Distrito 12 sean inolvidables.

«Está claro que me toca ir desnuda y con Peeta a un lado» pienso aterrada

—Así que, en vez de centrarnos en la minería en sí, vamos a centrarnos en el carbón.

«Desnuda y cubierta de polvo negro, con Peeta. ¡Peeta!» pienso otra vez, sintiendo que la sangre se ha desvanecido de mi rostro.

—Y ¿qué se hace con el carbón? Se quema —dice Cinna—. No te da miedo el fuego, ¿verdad, Katniss? —Ve mi expresión y sonríe.

Unas cuantas horas después, estoy vestida con lo que puede ser el vestido más sensacional o el más mortífero de la ceremonia de inauguración. Llevo una sencilla malla negra de cuerpo entero que me cubre del cuello a los tobillos, con unas botas de cuero brillante y cordones que me llegan hasta las rodillas. Sin embargo, lo que define el traje es la capa que ondea al viento, con franjas naranjas, amarillas y rojas, y el tocado a juego. Cinna pretende prenderles fuego justo antes de que nuestro carro recorra las calles.

—No es fuego de verdad, por supuesto, sólo un fuego sintético que Portia y yo hemos inventado. Estarás completamente a salvo —me asegura, pero no me acaba de convencer; es posible que acabe convertida en barbacoa humana cuando lleguemos al centro de la ciudad. Aunque eso sería un millón de veces mejor a salir desnuca a lado de Peeta. Definitivamente la idea me había enloquecido bastante.

Apenas llevo maquillaje, sólo unos toquecitos de iluminador. Me han cepillado el pelo y me lo han recogido en una sola trenza, que es como suelo llevarlo.

—Quiero que el público te reconozca cuando estés en el estadio —dice Cinna en tono soñador— Katniss, la chica en llamas.

Se me pasa por la cabeza que la conducta tranquila y normal de Cinna puede estar ocultando a un loco de remate ¿Y si el fuego en realidad sólo quema la ropa para dejarnos desnudos? Estoy aterrada por dentro, sumamente aterrada.

A pesar de la amargura de esta mañana sobre el carácter de Peeta, y que en realidad debería estar apenada con él por mi propia conducta, me alivia verlo aparecer vestido con un traje idéntico al mío. No puedo apartar mi mirada de él. Sus preciosos ojos azules hacen un contraste perfecto con el color oscuro de su camisa, y su cabello rubio parece oro sobre su frente.

Aparto la vista con mucho trabajo, pero siento ese dolor nuevamente en mi corazón, esa sensación que creí haber dejado cuando era una niña. Emoción y nervios, con nuestra ropa parecíamos una pareja ideal.

Su estilista, Portia, y el resto de su equipo lo acompañan, y todos están de los nervios por la sensación que vamos a causar. Todos salvo Cinna, que acepta las felicitaciones como si estuviera algo cansado.

Nos llevan al nivel inferior del Centro de Renovación, que es, básicamente, un establo gigantesco. La ceremonia inaugural va a empezar y están subiendo a las parejas de tributos en unos carros tirados por grupos de cuatro caballos. Los nuestros son negro carbón, unos animales tan bien entrenados que ni siquiera necesitan un jinete que los guíe. Cinna y Portia nos conducen a nuestro carro y nos arreglan con cuidado la postura del cuerpo y la caída de las capas antes de apartarse para comentar algo entre ellos.

—¿Qué piensas? —le susurro a Peeta, apartando mi amargura por un momento—. Del fuego, quiero decir — él me mira asombrado, después de mi comportamiento tan distante con él, yo también me sorprendo. Sin embargo, quiero acercarme a él, aunque sea un poco, aunque vaya a ser lastimada otra vez por él.

—Te arrancaré la capa si tú me arrancas la mía —me responde, entre dientes, con una media sonrisa encantadora.

—Trato hecho — le respondo con una sonrisa genuina—. Quizá si logramos quitárnoslas lo bastante deprisa evitemos las peores quemaduras. Lo malo es que nos soltarán en el campo de batalla estemos como estemos. Sé que le prometí a Haymitch que haría todo lo que nos dijeran, pero creo que no tuvo en cuenta este detalle.

—No importa como estés, yo estaré allí para ti — dice con determinación, dejándome inquieta.

—Por cierto, ¿dónde está? — cambio de tema. ¿Qué clase de juego estaba haciendo él? Eso me molesta por un momento. Yo estaba siendo sincera y él sale con eso. —¿No se supone que tiene que protegernos de este tipo de cosas? — volteo a otro lado, evitando ver sus increíbles ojos.

—Con todo ese alcohol dentro, no creo que sea buena idea tenerlo cerca cuando ardamos.

De repente, los dos nos echamos a reír. Supongo que estamos tan nerviosos por los juegos y, más aún, tan aterrados por la posibilidad de acabar convertidos en antorchas humanas, que no actuamos de forma racional, pero eso me tranquiliza, todo se vuelve más natural, más como nosotros hace años. Suspiro con nostalgia.

—Todo estará bien —Peeta me susurra en el oído, dejando una ligera brisa fría que me hace sentir rara de nuevo —Yo estoy aquí contigo.

Me mira con sus preciosos ojos azules, estamos tan cerca uno del otro que siento su aliento sobre mis labios.

«Si me acerco un poco, si me acerco sólo un poco más»

Mis pensamientos son interrumpidos, empieza la música de apertura y ambos nos separamos rápidamente. No cuesta oírla, la ponen a todo volumen por las avenidas del Capitolio. Unas puertas correderas enormes se abren a las calles llenas de gente. El desfile dura unos veinte minutos y termina en el Círculo de la Ciudad, donde nos recibirán, tocarán el himno y nos escoltarán hasta el Centro de Entrenamiento, que será nuestro hogar/prisión hasta que empiecen los juegos.

Los tributos del Distrito 1 van en un carro tirado por caballos blancos como la nieve. Están muy guapos, rociados de pintura plateada y vestidos con elegantes túnicas cubiertas de piedras preciosas; el Distrito 1 fabrica artículos de lujo para el Capitolio. Oímos el rugido del público; siempre son los favoritos.

El Distrito 2 se coloca detrás de ellos. En pocos minutos nos encontramos acercándonos a la puerta y veo que, entre el cielo nublado y que empieza a anochecer, la luz se ha vuelto gris. Los tributos del Distrito 11 acaban de salir cuando Cinna aparece con una antorcha encendida.

—Allá vamos —dice, y, antes de poder reaccionar, prende fuego a nuestras capas.