Capitulo 5
Los nervios impidieron que Edward cenara demasiado el jueves por la noche, y lo poco que había comido sólo era mérito de lo buena que era su cocinera. Igual que el de un joven enamorado, el estómago del duque estaba hecho un nudo y no podía dejar de mirar las agujas del reloj, que se empeñaban en moverse con extrema lentitud.
Sólo eran las ocho. Aún faltaban tres horas para que volviera a ver a su misteriosa dama.
Ella calmaría el fuego que ardía en su interior hasta apagárselo, y haría que le fuera posible cenar junto a la mujer que de verdad deseaba, y que tenía sentada a su izquierda, sin temor a devorarla allí mismo. No podía tocarla siquiera. Renee se horrorizaría si Edward se tomara tales libertades.
Ningún hombre en su sano juicio lo culparía por soñar con tener a Bella tumbada en aquella misma mesa y poseerla hasta dejarla sin sentido. Cualquiera que la viera con aquel vestido color melocotón, coincidiría con él en que estaba para comérsela, en especial con la luz de las velas destacando su escote y las curvas de sus pechos.
No habían hablado mucho en los últimos días, y no porque él estuviera evitándola. Más bien al contrario. ¿Había hecho algo que pudiera ofenderla? Edward se había devanado los sesos y no se le había ocurrido nada que pudiera haberla hecho enfadar. Y, aunque sabía que quizá fuera mejor así, no podía evitar sentirse decepcionado de no pasar más tiempo con Bella.
No se había dado cuenta de que se había quedado embobado, mirándola, pero cuando ella lo miró a los ojos, él sintió como si lo abofetearan por ser tan idiota.
—¿Te preocupa algo, Edward?
Le encantaba cómo sonaba su nombre en los labios de Bella, y odiaba que le encantara. Aquella joven lo hacía sentirse débil y estúpido. Una mirada de ella y estaría dispuesto a postrarse a sus pies.
No era amor. Ni siquiera era un capricho. Era puro deseo. Eso sí que estaba dispuesto a reconocerlo. Maldición, estaba incluso dispuesto a confesarlo. El deseo podía controlarse. Y al final conseguiría hacerlo. Desaparecería en cuanto ella se fuera de su vida, esa era la dura y triste realidad.
—Me estaba preguntando si pensabas asistir al baile de lady Shrewsbury de mañana por la noche —dijo Edward.
Con qué facilidad se deslizaban las mentiras por su lengua mientras cortaba un poco de salmón.
Ella le sonrió, dejando claro que estaba impaciente por ir a ese baile.
—Muchas gracias
A juzgar por la sonrisa del rostro de su madre, Renee compartía las ansias de su hija.
—Bella ha retomado su amistad con el honorable Kellan Maxwell. Le pidió que le reservara el primer vals de la noche.
A Edward se le atragantó el pescado y bebió un poco de vino para ayudarse a tragar.
—¿El mismo Kellan Maxwell que te cortejó durante tu primera temporada?
La sonrisa de la joven disminuyó un poco.
Seguro que había detectado el tono de desaprobación en sus palabras.
—El mismo —respondió a la defensiva.
El mismo idiota que la había abandonado cuando Charles lo perdió todo y estalló el escándalo. El mismo imbécil que no la había amado lo suficiente como para seguir cortejándola a pesar de lo sucedido.
—Vaya —fue lo único que Edward dijo en voz alta.
Bella lo miró seria.
—Sólo teníamos un acuerdo. No estábamos comprometidos, y el señor Maxwell se comportó como habría hecho cualquier joven responsable.
—Le estás defendiendo.
Le resultó difícil ocultar lo decepcionado que se sentía. Edward jamás habría creído que Bella fuera una de esas mujeres capaces de perdonar la falta de lealtad, siendo como era una persona tan leal.
Ella ladeó la cabeza.
—Te agradezco tu preocupación, pero no soy una debutante. Edward. Si tengo que encontrar marido, no puedo tener tantos remilgos.
Si eso lo hubiera dicho cualquier otra persona. Edward había creído que era una respuesta de lo más razonable. Proviniendo de Bella era una estupidez.
—Te mereces algo mejor.
Ella le sonrió cual Mona Lisa.
—No siempre conseguimos lo que nos merecemos, o lo que deseamos.
Bella lo sabía. Dios santo, lo sabía.
—Si así fuera —continuó, perdiendo la sonrisa, —papá seguiría a nuestro lado, y mamá y yo no seríamos responsabilidad tuya.
No lo sabía. Dios, qué alivio.
—Vosotras dos no sois una responsabilidad. Sois mi alegría.
Por algún motivo, eso puso a Bella aún más triste, pero Renee sonrió entre lágrimas de felicidad. Le dio las gracias efusivamente, pero él apenas la escuchó... estaba demasiado concentrado en Bella, que tenía la atención fija en el plato y miraba la comida con sumo interés.
No podía soportarlo más. No sabía qué le pasaba, ni por qué actuaba de aquel modo tan extraño con él. Y no podía soportar que aquello lo estuviera afectando tanto.
—Señoras, me temo que tendrán que disculparme, me tengo que ir.
—¿Tan pronto? —Bella levantó la vista. Edward apartó la silla de la mesa.
—Sí. Pero os veré mañana por la mañana en el desayuno.
Ella volvió a concentrarse en la cena.
El duque le dio las buenas noches a Renee y salió del comedor tan rápido como pudo. Sería un milagro que sobreviviera a aquella Temporada.
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—Creo que es maravilloso que Edward sea tan protector contigo.
Bella se habría reído de no haber tenido un nudo en la garganta. Sí, maravilloso.
—¿Tomamos los postres, mamá?
A ella no le apetecía demasiado el helado de jengibre que había preparado la cocinera, pero se lo comió de todos modos. Estaba delicioso, y se obligó a disfrutarlo. No iba a dejar que todo aquel lío con Edward le echara a perder lo que quedaba de la cena. Todo era culpa suya, ella había engañado al hombre que más le importaba en la vida desde la muerte de su padre, y ahora tenía que afrontar las consecuencias. Hasta el final.
Era obvio que él estaba impaciente por perderla de vista, pero... ¿estaba huyendo de ella o corriendo hacia la mujer con la que iba a reunirse esa noche? ¿Tenía intenciones de ir al Saint Row o, de ir Bella, se quedaría allí sola, esperando?
Si fuera una mujer fuerte y decente se habría mantenido firme respecto a la decisión de no ir, pero mientras hubiera la más mínima posibilidad de que Edward fuera a su encuentro, su corazón le exigía que estuviera allí para recibirlo.
Y si era sincera consigo misma, empezaba a sentir también otro tipo de impaciencia. Una impaciencia física, carnal, que la hacía sentirse sucia y excitada al mismo tiempo. Y no tenía intención de negar tales deseos.
Bella había creído que entregándose a Edward, al llevar a la práctica sus fantasías, se liberaría, pero no había sido así. Todo lo contrario, el deseo que sentía por él había aumentado. Le deseaba más, le necesitaba más que una semana atrás, a pesar de que sabía que nada bueno podía salir de aquella relación.
Al terminarse el postre se fue a su habitación para cambiarse. Su madre estaba convencida de que iba a pasar la noche en casa de Alice. No le costaba mentir. En aquellas circunstancias, era preferible a decir la verdad.
Con la ayuda de su doncella, Heather, la hija menor de Miller, el mayordomo de la mansión Bramley, se puso un precioso vestido color chocolate y se arregló el pelo. Luego, le dio las buenas noches a su madre y se subió a uno de los carruajes del duque para que la llevara a casa de su amiga. Consiguió zafarse de su doncella dándole el resto de la noche libre, cosa que no habría funcionado de no haber creído que iba a casa de Alice. Una vez en la verja de entrada de ésta, cuando el carruaje se fue, Bella atravesó la calle y detuvo otro coche, y le pidió al cochero que la llevara al Saint Row.
Se acordó de ponerse la máscara justo antes de cruzar la puerta.
—Soy una invitada del duque de Masen —dijo al portero que la recibió.
El hombre se apartó y la dejó entrar sin preguntarle nada, entregándole una llave. Bella no la miró hasta que estuvo al pie de la escalera. De ella colgaba una cuerda con un número, el mismo que el de la habitación que habían compartido la semana anterior. Apretándola entre los dedos, subió la escalera y entró en los aposentos.
¿Acudiría Edward esa noche?
Se sentó en el borde de la cama y se quitó los guantes.
¿Lo haría?
Y entonces, siendo la estúpida romántica que era, esperó.
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Ella volvía a llevar máscara.
La de esa noche era de seda color chocolate, a juego con el vestido y con su melena. A Edward no le molestaba que hubiera decidido seguir ocultándole el rostro. El también iba enmascarado, pero por su parte lo hacía siempre que salía en público.
—Creía que no ibas a venir —dijo, al cerrar la puerta tras él.
Ella se levantó. El vestido se le pegaba a las curvas y aquellas delicadas mangas amenazaban con dejarle los hombros al descubierto.
—He estado a punto de no hacerlo.
Edward habría preferido no saber ese detalle, pero entonces la joven añadió:
—Estaba convencida de que tú habrías cambiado de opinión y quería evitarme el disgusto.
¿Cambiar de opinión? Eso sería como pedirle a la noche que no siguiera al día. Que él cumpliera su parte del trato estaba fuera de cuestión. Edward no podría haberse mantenido alejado de allí aunque hubiera querido. Simplemente, no tenía tanta fuerza de voluntad.
—Desconoce el poder de su atractivo, madame.
—No dudo de mis atributos, señor, sólo dudo de que basten para mantener el interés de un hombre como usted.
—¿Y qué clase de hombre soy?
—Uno que prefiere acostarse con mujeres cuyo nombre desconoce.
Edward se rió.
Ella no lo había ofendido lo más mínimo, su honestidad era refrescante a la vez que atrevida.
—Lo mismo podría decirse de usted, madame.
—No creo, su gracia.
El se quedó inmóvil a medio camino de colgar su abrigo. Le bastó con volver un poco la cabeza para poder mirarla. Estaba de pie, con las manos sujetas por delante y los hombros echados hacia atrás, como si estuviera esperando.
—¿Sabes quién soy?
Ella asintió sin soltarse las manos.
—Sí.
Edward se apartó del perchero y se le acercó, midiendo cada paso, cada movimiento con sumo cuidado.
—Entonces, habrás oído lo que se dice de mí.
—Sí.
—¿Y a pesar de eso estás aquí?
—Sí, aquí estoy. —Dejó caer los brazos a los costados, en lo que Edward creyó que era un gesto de súplica. —¿Te sorprende?
—Si te soy sincero, sí.
Por fin, ella le sonrió, una sonrisa que iluminó su rostro.
—Tal vez sea usted el que desconoce el poder de su atractivo, su gracia.
—No me llames así.
—¿Cómo quieres que te llame?
«Cariño. Amor. Mi vida.»
—Puedes llamarme Edward.
—Está bien.
—¿Y cómo quieres que te llame yo a ti? —No podía llamarla «mía», ¿no?
—Llámame como quieras.
—¿Tú sabes mi nombre y te niegas a decirme el tuyo? ¿Por qué?
—Porque no tienes tus motivos para llevar esa máscara. Edward. Y yo tengo los míos. Ponme el nombre que quieras.
—Bella. Te llamaré Bella.
¿Eran imaginaciones suyas o ella se quedó helada durante un segundo? Pues claro. Se había comportado como un cretino al sugerir tal cosa. Si ella sabía quién era él, seguro que también estaba al tanto de quién era Bella.
—Como desees.
Edward le tendió la mano.
—Ven aquí.
Ella lo hizo, deslizándose entre sus brazos como si hubiera nacido para estar allí.
—Mía —le susurró él al oído. —Así es como quiero llamarte. —No era la primera vez que decía esa frase, pero sí era la primera que de verdad deseaba que aquellas palabras tuvieran significado.
La joven se apoyó en sus hombros y se echó hacia atrás para poder mirarlo a los ojos.
—¿Por qué? ¿Ni siquiera me conoces?
—No te conozco, pero desde aquella mañana, hace una semana, en que me desperté sin ti a mi lado, no he podido dejar de pensar en esta noche. —Deslizó una mano por su espalda y la sujetó por la nuca. —Y tú tampoco.
Cortó cualquier respuesta, cualquier negación que hubiera podido escapar de los labios de Bella con un beso. Sintió su dulce boca bajo la suya, entreabriéndose para que él pudiera deslizar la lengua en su interior y saborear aquella cálida humedad. Ella lo afectaba como el vino más fuerte, le nublaba la mente y lo hacía entrar en calor, perder el control, la capacidad de razonar.
Y Edward quería aferrarse a ese sentimiento el máximo de tiempo posible.
Se desnudaron el uno al otro despacio, convirtiendo la tarea en un juego sensual. Cuando él la llevó a la cama, la joven sólo llevaba puestas las medias, y era lo más erótico que Edward había visto jamás.
Se acoplaron el uno al otro con facilidad, el cuerpo de ella estaba listo y ansioso para recibirlo. Su sexo lo rodeó con tanta fuerza que Edward tuvo que apretar los dientes para mantener cierto dominio. Dios, era como estar en el cielo. Podría quedarse allí dentro para siempre.
Pero como para siempre no era posible, así que tendría que conformarse con aquella noche. Antes del amanecer, se quedaron tumbados el uno junto al otro, enredados entre sábanas empapadas. Él se deshizo del último preservativo que había utilizado y cerró los ojos. Con dedos temblorosos, buscó los de su misteriosa amante.
Tenía la mano tan suave...
Cuando llegó la oscuridad. Edward luchó contra ella, consciente de que la noche terminaría en cuanto se quedara dormido. Pero el dios del sueño no iba a permitir que lo derrotaran, y ni siquiera su firme voluntad era digna adversaria para él.
A la mañana siguiente, se despertó solo otra vez. Pero en esa ocasión, una suave máscara color chocolate descansaba a su lado, en la almohada, y debajo de ésta había una hoja del papel de escribir del Saint Row con sólo cuatro palabras:
El jueves que viene.
N.A: Yo les digo, el lunes que viene haha.