Como todo lo bueno en la vida...este fic también termina!

Capítulo 17

Amanecía.

Estaba allí, junto a ella.

El agua seguía golpeando las desnudas paredes del refugio, y casi rozaba sus pies y empapaba la paja.

Había como un halo íntimo, extraño, entre ellos. Un silencio casi celestial. Él, tendido, con los ojos cerrados, las manos a lo largo del cuerpo de la joven. Ella, suave, íntima, distinta, inclinada hacia él, con los dedos temblorosos perdidos en su pelo.

Ni una frase.

Ni una sola palabra que justificase aquella ternura. Pero existía. Los dos lo sabían. Él, porque conocía a las mujeres; ella, porque él sabía ya lo que tenía que saber.

Y así, silenciosamente, ella le acariciaba el rostro, y sus dedos se hundían en los cabellos plateados y se deslizaban luego hasta la garganta.

—Debiste… debiste decírmelo desde el primer instante.

No era un reproche. Era como un alivio, como un desahogo.

Ella se inclinó, y sus labios abiertos le taparon la boca.

—No podía —susurró ella dentro de sus labios—. No podía. No me hubieras creído entonces.

—Necesitaba hacerlo. Como un hambriento, como un loco desesperado… como un pobre muchacho adolescente, enamorado por primera vez.

—Sé… que no has despedido a Albert. Sé que has concedido a Tom el préstamo que solicitaba.

Él rió.

Una risa distinta, íntima, suave como sus besos.

—¿Podía? —susurró, deslizándola junto a sí—. Contesta, ¿podía después de pedírmelo tú?

—Pero… me odiabas.

—Eso hubiese querido, Kagome. Te aseguro que lo pedí con todas mis fuerzas, pero no me fue posible. Te veía y sentía… sentía…

—Sé lo que sentías —dijo ella, dejando resbalar sus labios por el rostro rasurado—. Lo sé.

—¿Lo… sabes?

—Tenía que saberlo. Me… me pasaba a mí.

—Dios santo. ¿Sabes? Me parece mentira.

—Y es cierto.

Lo era.

Seguía lloviendo y ellos continuaban allí. Empezaba a aclarar el día. Se oyó trote de caballos en la pradera. Él soltó el cuerpo que pendía en el suyo. Quedó medio incorporado.

—Nos… buscan —y riendo, riendo como un loco feliz—: Si ellos supieran… ¡Si lo supieran!

Kagome Higurashi se acurrucó en su cuerpo.

—Pero eso… sólo lo sabemos tú y yo…

Y su rostro, un poco pálido, se coloreó un tanto.

Él rió sobre sus labios, y así, sujetándola por el mentón, su voz sonó ininteligible. No parecía posible oír lo que dijo… Pero ella sí lo oyó, y, picaresca, le pellizcó la nariz.

Él volvió a reír.

Era una risa distinta. La risa de aquel niño Inuyasha de algunos años antes, que conocía Kaede y el señor Kirryo, y todos los hombres que pertenecían a la hacienda…

Y que ella empezaba a conocer en aquel instante…

Sin soltarla, apareció en el hueco que hacía de puerta. Los caballistas, una docena en total, invadían todo el contorno. Al verlos en la puerta, se miraron unos a otros.

—Estamos vivos —le gritó Inuyasha—. Regresamos ahora a la hacienda.

El capataz, tímidamente, murmuró:

—Creímos que se habían perdido en el bosque, señor. Una noche entera…

Inuyasha apretó a Kagome contra su costado, y sin que nadie le oyese, dijo cerca de su rostro:

—Nuestra noche de bodas, Kagome bonita. Entre truenos y lluvia… No la olvidaré en toda mi vida —y en alta voz, para que todos le oyesen, con un acento de voz mucho más humano, causando en todos un cierto asombro agradable—: En marcha, muchachos. Llevaos el caballo de mi mujer, que a ella la llevo yo conmigo a la grupa.

—El reverendo Totosai está en el palacio, señor —le dijo Miroku—. Ha llegado ayer noche, y como llovía tanto, se quedó en casa a dormir. Parece ser que desea verle a usted.

—Bien. En marcha todos —y asiendo a Kagome en vilo, la llevó hacia su caballo—. Podré abrazarte aún más —dijo riendo, cuando estuvo erguido en la silla, manteniendo el cuerpo de su mujer apretado contra sí—. Te sentiré palpitar y pensaré que sigo oyendo tu voz… —bajó la cabeza hasta fundirla con la de ella—. «Te quiero, Inuyasha…» ¿No decías así?

—Te quiero, Inuyasha. Te amo más que a mi vida. Te lo diré todos los días y a todas horas. Nunca he querido a hombre alguno más que a ti.

Inuyasha espoleó el caballo y apretó aquel frágil cuerpo que era suyo, contra sí. Fuerte, fuerte, como si tuviera miedo de que alguien o algo se lo arrebataran.

Llovía menos, pero todos los caballistas en tropel, desafiaban la inclemencia del tiempo, y sin saber concretamente por qué, intuían que acaba de resucitar al señor Kirryo, su noble amo.

—Muchachos —bufó el reverendo—. Qué susto me disteis. Si venís empapados.

Kaede estaba allí, junto al reverendo, pero no se atrevía a pronunciar palabra.

Veía la arrogante figura de Inuyasha frente a ella y la frágil figura de Kagome prendida con ambas manos al brazo de Inuyasha.

¿Qué pasaba allí?

¿Qué nuevo horizonte se abría para aquellos dos, para todos?

—Señor —susurró— está usted mojado.

Inuyasha lanzó una risotada al estilo del señor Kirryo.

—No me trates de usted —dijo sin dejar de reír—. Y llámame niño Inuyasha.

Kaede lanzó un suspiro.

Empezó a moverse nerviosamente. Hablaba como si le dieran cuerda.

—Diré a Shaori que prepare la ropa de la señora. Y tú, niño Inuyasha, hazme el favor de cambiarte. Mira que pasar la noche fuera de casa. ¡Y qué noche! El reverendo y yo casi la pasamos rezando hasta el amanecer. ¿Un café caliente, señora? ¿Y tú, Inuyasha… un whisky?

El reverendo la miraba complacido. Kagome con emoción, y Inuyasha, de súbito se puso muy serio, fue hacia ella, la besó en la frente y dijo bajísimo:

—Llora, Kaede, llora. Vete a llorar. Yo sé que tienes ganas…

—Niño Inuyasha.

—Anda, Kaede, ve a llorar y luego vuelve, cuando hayas llorado.

Kaede lloró, pero antes salió huyendo.

¡Cómo la conocía! Ella sabía cuánto y cómo la conocía su niño Inuyasha.

Al quedarse solos los tres, hubo un silencio. Emocional, embarazoso.

Lo rompió el reverendo para decir:

—Te traigo una carta, Inuyasha. La escribió tu tío pocos días antes de morir. ¿Quieres leerla?

—No —dijo Inuyasha bajo—. Ya no…

Y Kagome se ruborizó, como si el reverendo estuviera con ellos en el refugio.

—Toma —dijo el reverendo como si no entendiera—. Quizás un día desees leerla. Es muy corta. Unas pocas líneas. Tu tío te conocía. Cuando me lo entregó, me dijo muy bajo: «Désela, pero quizá cuando llegue el momento, él ya no la necesite. Al menos… eso espero yo.»

—Tenía razón —cortó Inuyasha con ronco acento.

Y apretando contra sí el cuerpo húmedo de Kagome, añadió bajísimo, al tiempo de mirarla fugazmente:

—Está mojada… Voy a ir con ella…

—Sí, sí, muchachos. Yo ya me voy. Tengo el auto esperándome —los abrazó a la vez—. Un día u otro tenías que darte cuenta, Inuyasha… Estáis como hechos el uno para el otro. Me agrada saber… que ya tenemos dos castellanos para este imperio, donde tu tío trabajó y bregó hasta dejar la vida.

Lo acompañaron silenciosamente hasta el auto.

Y después, cuando aquel emprendió la marcha por la avenida de los tilos, hacia la verja que Matías mantenía abierta, ellos dos, juntos sin soltarse, giraron sobre sí y entraron en la casa.

Allí estaba Kaede.

Tan alta, tan enlutada, tan tierna, con aquella mirada brillante, fija en ellos.

—Vamos a descansar, Kaede —dijo Inuyasha quedamente—. Que nadie nos moleste. Mañana al amanecer nos iremos de viaje. Dile a Miroku y a su hijo que se ocupen de todo. Volveremos… dentro de un mes… de dos… No lo sé. Y después… ya no nos moveremos de aquí.

—Sí, sí, niño Inuyasha.

—Gracias, Kaede —susurró Kagome, besándola inesperadamente.

—Oh —sollozó ésta—. Oh, señorita Kagome…

—Tú… tú… —casi lloraba— llámame Kagome. Sólo así. Como a él. O niña Kagome.

—Dios mío —susurró Kaede como si rezara—. Dios mío… tanto como yo le pedí a Dios…

Ellos ya no la oían.

Paso a paso, los dos, sin soltarse, subían las escalinatas alfombradas, y sus pies mojados iban dejando una huella húmeda…

—Puedo yo… Te estoy mojando, Inuyasha. Te aseguro que… que… puedo yo…

Inuyasha sonreía. Una sonrisa traviesa, llena de una ternura tan íntima, que resultaba contagiosa para ella.

—¿No lo estoy yo?

—Pero…

—No seas tonta…

—No… no has leído la carta.

—No me interesa leerla. Sé más de ti, que cuanto pueda decirme mi difunto tío.

—Inuyasha.

—¿Sí?

—Yo lo haré.

No se lo permitía.

La empujaba hacia atrás y le quitaba las botas y le desabrochaba el vestido. Y lo dejaba todo tirado en el suelo.

—Estás… estás… —¿qué le pasaba a Kagome que casi no se oía su voz?— estás mojando la alfombra.

Él no miró la alfombra. La miraba a ella. Se tendía a su lado y decía quedamente:

—Me parece imposible y es cierto. ¡Cierto, mi amadísima Kagome!

Kagome no podía más.

Cerraba los ojos y se enredaba en sus brazos y le pasaba los suyos por el cuello y le besaba interminablemente.

Era maravilloso estar allí, y sentir que el agua volvía a caer golpeando los cristales, y que todas las persianas estaban caídas, y que parecía de noche, y que Inuyasha estaba junto a ella, volviéndola loca.

No se veía nada.

Sólo sentía a Inuyasha y sus besos que eran como promesas. Y la carta sobre el tocador, y la muda estancia donde sólo se oía la tenue voz de Inuyasha y el suspiro suave de ella.

Nunca abrió aquella carta. Nunca le interesó lo que decía… Sabía que Kagome Higurashi, su mujer, estaba seguro, que jamás fue una Kirryo…

Fin

Aquí esta el final! Espero que les haya gustado…espero sus reviews con sus opiniones…gracias por leerme :3

Gracias a:

gaby,Sasunaka doki, p0pul4ar,Taijiya Sango Figueroa , telier, saryenles, arianawh0a, Katy, aome'23, Guest, Cristy R, sesshomarusama, Minako-Sama13, SangoSarait, Marianux, Miu-nia, kira sakurai, , Lilianajm, TheInuyasha, elianamz-bv, Morgaine la Chistera! Gracias por todos sus comentarios!