El viento soplaba con fuerza, frío y cargado de la humedad del mar. A mitad de la noche , Yorda despertó.

La princesa se incorporó un poco, confundida. Tardó unos segundos en entender por qué sus manos no alcanzaban los barrotes de la jaula, por qué sentía la arena suave de la playa bajo sus rodillas. Miró alrededor. Estaba oscuro, pero no tanto. Los restos de una fogata encendida frente a ella todavía emitían algo de luz y calor a pesar del viento. Reconoció la fogata, y reconoció la figura que, poco más adelante, hacía guardia sentada de cara al océano.

- Ico... -susurró, más para sí misma que para ser oída.

Ico, de espaldas a ella, no respondió. La luz de la fogata iluminaba su camisa y lo que quedaba de sus cuernos, partidos y todavía un poco sangrantes. En silencio, como un centinela, vigilaba el mar y sostenía entre sus manos, a modo de arma, una rama partida.

A pesar de no poder ver su rostro, Yorda se dedicó a observarlo. Esa cautela, esa determinación a cuidar de ella, la sorprendía y azoraba a cada instante.

Así era él, se encontró diciéndose Yorda a sí misma. Sólo habían pasado dos días, pero ya sabía que así era él. Ninguno de los dos se encontraba del todo bien; Ico había recibido más golpes de los que cualquiera resiste en pie y había perdido ambos cuernos, mientras que ella por poco no había perecido en el mar tras el derrumbe del castillo. Pero era Ico quien se había puesto de pie primero, aún tambaleándose, y quien la había ayudado a ponerse en pie, aún con menos fuerza en las manos de la que ella recordaba percibir. Se había asegurado de que el camino fuera lo bastante fácil para ella, había conseguido fuego y comida. Así era Ico. Así hacía él las cosas. A pesar ser poco más que un niño, luchaba ofuscadamente, testarudamente, contra la idea de resignarse. Él sencillamente tenía planeado seguir adelante.

Y, al parecer, seguir adelante con ella.

Ico, sentado, se estremeció. Yorda levantó la vista. El viento empezaba a tornarse realmente frío. Ella llevaba ahora el tabardo del muchacho sobre los hombros, y se preguntó si él no estaría pasando frío por su causa.

- Ico - volvió a nombrarlo, un poco más fuerte.

Él no respondió.

Yorda dudó unos instantes. Luego, suavemente, apoyó las manos en la arena, se ayudó a ponerse en pie y avanzó hacia su compañero, envolviéndose tímidamente en el tabardo.

Ico dormía. Se había quedado dormido en posición de guardia, empuñando la rama, vencido por el cansancio.

Yorda lo miró largamente. El fuego iluminaba su perfil serio y tranquilo. El muchacho respiraba suavemente por la boca entreabierta, como si ningún sufrimiento hubiese turbado jamás su vida, y sin embargo también corría casi hasta su boca un hilo de sangre seca, bajando desde sus cuernos mutilados.

Algo muy puro conmovió a Yorda, algo cálido y algo humano. Despacio, con cuidado de no molestar a su guardián, Yorda se arrodilló en la arena junto a él. Dudó una vez más, pero no demasiado, antes de extender las manos y atraer a Ico hacia sí misma. Ico, dormido, descansó la cabeza naturalmente contra su pecho.

- Yorda... - murmuró, en un breve momento de conciencia. Pero el cansancio que llevaba era tal, que enseguida volvió a dormirse.

Yorda se quedó allí sentada, sosteniéndolo, asegurándose de que estuviese cómodo. Ya podía ella permanecer despierta y vigilar, para que el muchacho que por ella había enfrentado a las sombras con un simple palo de madera descansara. Ya podía ella, por esta vez, ser la guardiana.