Hola chicas/os :) Primero que nada, quería comentarles que con éste fic no quise ofender a ninguna madre soltera. Sostengo que las madres o los padres solteros son las personas mas fuertes y más valientes, y que gracias a ellos, a pesar de no contar con la ayuda de su pareja, muchos chicos pudieron salir adelante. Asi que este fic va para todos ellos :)
Los personajes pertenecen a Stephenie Meyer, yo solo los uso sin fines de lucro. La historia es puramente mía, por favor, que se mantenga así. Gracias.
¡Ojalá les guste!


Un encuentro un tanto embarazoso

Nuestra historia comienza cuando una muy, pero muy joven Bella, está a punto de dar a luz a una pequeña niña, sola.

Sola porque el padre de dicha niña la abandonó con dos meses de embarazo. Sola porque ese hombre nunca la quiso.

Sola, desesperada, nerviosa y llorosa, sale de su departamento en el centro de Nueva York lo más rápido que su estómago de ocho meses y medio se lo permite, le grita que pare a un taxi, de esos amarillos y negros tan feos. Porque, verán: ella estaba por tener a su hija. Sola, por si no lo sabían.

—¡Señora! No va a dar a luz en mi taxi, ¿verdad? —el pobre conductor se encontraba en un estado de horror un tanto intenso. ¿Qué teme, que le manche el tapizado? Pensó Bella, que nunca había sido una persona con muchas vueltas.

—¡Pero, no, hombre! MANEJE —chilló. ¿Lo ven? Sin vueltas. Estaba adolorida, sudorosa y las contracciones llegaban cada pocos segundos.

Él hizo lo que le dijo, condujo tan rápido que ella tuvo que sostenerse del asiento para que su estómago no chocase contra algo. No objetó nada con respecto a la velocidad, puesto que no estaba tan segura sobre lo que le había dicho al tipo, y realmente, realmente no quería tener a su hija en un sucio taxi.

Cuando llegó al hospital, todo el mundo comenzó a movilizarse ante sus ojos, abiertos como platos.

—¡Señorita Swan! ¿Ya es hora? —una enfermera medio boba, medio novata, preguntó.

—¡No, Cindy, usualmente tengo contracciones por diversión! ¡No te explico cuán divertido es! —gruñó. La chica, asustada, le trajo corriendo una silla de ruedas y la llevó hacia la sala de partos.

Comenzó a llorar, sentía dolor, su vida pasó repentinamente frente a sus ojos. Pensó, como tantas veces antes, que la niña crecería sin un padre, sin nadie que la subiera a sus hombros, ni que le enseñara a conducir, o que tuviera celos de sus novios.

Claro que ella podía hacer todo eso, pero no de la forma en que un padre lo haría; porque una madre no es un padre, por más que lo intente.

Y a pesar de todo lo malo que había vivido, a pesar de una infancia difícil, de una vida complicada, de un novio que terminó abandonándola embarazada, ella trataría de darle todo a esa niña no nacida, todo. Lo juró en su mente mientras dos enfermeras más competentes la subían con cuidado a la camilla, y se lo juró al doctor cuando checó los centímetros de dilatación. Éste la miró con cariño y le dijo:

—Estoy muy seguro de que lo harás, Bella.

Ella asintió, orgullosa, con el rostro repleto de gotitas de sudor por el esfuerzo y el dolor. Allí, en esa camilla de hospital pulcra e impersonal, en donde seguramente habían nacido miles de niños y niñas con dos padres que los amaban, pensó que su situación era horrible, pero también que podía ser peor. Sintió un agradable calor en el pecho al pensar en su bebita, y en cuánto deseaba verla, abrazarla, tenerla para siempre en sus brazos y protegerla de todo, de todos. Se dio cuenta de lo difícil que iba a ser su situación. Aún más difícil que los pasados meses, aún más difícil que superar pérdidas irreparables. Mucho más complejo que cuidar de sí misma desde que tenía memoria. Más que eso, iba a ser difícil como no poder dormir tranquila por los siguientes dieciocho años, por lo menos. Difícil como hacerlo sin nadie a su lado para compartir su dolor, su angustia, su felicidad, su orgullo por una niña a la que iba a darle todo lo que tenía a su alcance y lo que alguna vez podía llegar a tener.

Dolor. Dolor profundo desde el centro mismo de su ser. Se abrazó el estómago y soltó un gemido.

—Estas lista, Bella. A la cuenta de tres, quiero que respires hondo y que pujes lo más fuerte que puedas.

Ella asintió y escuchó contar al médico, intentando tranquilizarse. Inhalar, exhalar, inhalar, exhalar.

En medio de la décimo quinta exhalación, y torturante, torturante dolor, una persona entró a la habitación como una ráfaga de viento, aunque en ese instante Bella no fue capaz de notarlo.

El hombre de cabello cobrizo, ahora tapado con un gorro de enfermero y cubierto con ropas finas y pulcras de esas que usan los doctores al entrar al quirófano, y guantes, miró a la parturienta, asustado. No era.

—¿Usted es el padre, señor? —preguntó Cindy.

Él negó con la cabeza débilmente, horrorizado, pero no pudo hacer más que dejarse arrastrar hacia el lado izquierdo de la camilla de esa mujer, quién, en medio del griterío de "¡puja!" y de la voz del doctor contando las respiraciones, no se dio cuenta que le tomaba la mano a ese desconocido con una fuerza descomunal.

Él, notando que la chica estaba completamente sola, se quedó. Se sentía totalmente fuera de lugar –porque, en realidad, lo estaba-, pero le dijo a la mujer que todo estaba bien, que ya iba a pasar.

Ella lo miró, extrañada, en el pequeño lapso entre una contracción y otra. Él clavó sus ojos verde esmeralda en los de ella, color marrón, brillantes, emocionados.

Y aunque estaba desarreglada, sudada, despeinada y cansada, a él le pareció hermosa.

Le sonrió dulcemente, mientras seguía sosteniendo su mano, ella le devolvió el gesto inmediatamente, justo antes de que una fuerte contracción hiciera a un grito de dolor brotar de sus labios.

—¡Vamos, Bella, es la última, puja! —dijo el doctor. Ella chilló, esforzándose al máximo por sacar al pequeño bultito de su interior, Edward la vio anonadado, sin saber cómo calmarla, pero siguió aportando su mano para que ella la lastimara todo lo que quisiera. Así de masoquista fue su pensamiento.

Un agudo llanto colmó la habitación. Bella se recostó en su almohada con cansancio, mirando el lugar desde donde salía el sonido. ¡Se llevaban a su hija! ¿Dónde? ¡Ella quería a su nena!

Miró a su costado y vio al misterioso hombre sostener su mano. Le preguntó, desesperada:

—¿Mi bebé? ¿Por qué no me dejan verla?

—La están limpiando, ahora te la van a traer —susurró con ternura. La pobre mujer estaba exhausta. Tomó el borde de su camisa y le secó el rostro dulcemente. Ella sonrió.

—Me encantaría saber quién eres, pero antes: gracias —murmuró.

—Edward Cullen, esta situación es un poco extraña.

—Dímelo a mí. Soy Bella —frunció el ceño, confundida sin poder evitar ese característico brillo de diversión en sus ojos.

—Hola, Bella, felicitaciones.

Se sonrieron por unos segundos, analizándose, midiendo el nivel de rareza de la situación, dándose cuenta de que no tenía límite. La voz del médico distrajo sus pensamientos:

—Bella, su hija está en perfectas condiciones, no tiene de qué preocuparse. Ahora se la voy a dar, y luego las enfermeras se la llevarán a la unidad neonatal para que permanezca un día en incubadora, pero mañana ya pueden irse ambas a casa, si no hay ningún inconveniente.

—Gracias, doctor.

Él le entregó al pequeño bultito que se movía parsimoniosamente dentro de una mantita rosa. Ella lo acomodó en su pecho con muchísimo cuidado. ¡Era tan diminuta! Miró las pequeñas mejillas y la boquita abierta, y sus ojos grandes que se habían abierto de un segundo a otro. Movía los bracitos lentamente, y se le cerraban los párpados. Su madre la miró como si fuera el mismísimo centro del universo.

—Hola, chiquitina, no te vuelvas a dormir… ya lo hiciste nueve meses, déjame ver tus ojitos —susurró con un amor desmedido, acariciando la mejilla de su hija con un dedo—. Te quiero mucho, ¿sabes? Desde el primer momento. Me alegra que ya estés aquí.

Sonrió, lágrimas caían por su rostro.

Edward miraba la escena conmovido, sintiendo que invadía un momento íntimo. Estaba por salir de la habitación cuando un murmullo, a penas una exhalación, por parte de la hermosa mujer, Bella, lo detuvo:

—No tienes por qué irte, ¿quieres verla?

Él la miró con los ojos abiertos de par en par, confundido. La sorpresa lo invadió cuando se percató de ese calorcito que se había instalado en su pecho, ese fulgor que resplandecía en su corazón. Nunca fue capaz de olvidarlo.

—Claro... —hablaban en susurros, preocupados por disturbar a la recién nacida.

Ella sonrió y se la entregó cuidadosamente, sintiendo que algo le faltaba a penas desprenderse de ella. Se limpió las lágrimas del rostro.

Edward miró a la niña con sorpresa. Nunca había sostenido a un bebé tan pequeño, tan frágil. Tenía sus ojitos cerrados otra vez, y toda la piel de su rostro y cuerpo estaba arrugada y rosácea. Unos finos pelos oscuros crecían en su cabeza. Rió quedamente, porque más que pelo parecía el penacho de un pajarito.

Bella adivinó el porqué de su risa y lo acompañó.

—Ese cabello se le va a caer, todos los bebés nacen con un poco —informó. Él asintió, sonriente.

—Es hermosa, Bella. Se parece a ti —miró a madre e hija, compárandolas—. ¿Cómo la vas a llamar?

Ella se ruborizó, pero sonrió enormemente, viendo a su hija orgullosa y murmuró:

—Sophia. Sophia es su nombre.

Edward rió.

—Es lindo, va con ella. ¿Sophie?

—Sí, así le voy a decir.

—Realmente me encanta, Bella.

Acarició la cabeza de Sophie, justo cuando una enfermera se la pidió para llevarla a la incubadora.

Los ojos de Bella se abrieron con tristeza, Edward le tomó la mano y sonrió cálidamente, tranquilizándola.

—No te preocupes, estará bien.

Ella asintió, tomó a su hija de nuevo por un segundo, besando su cabeza y se la entregó a la enfermera, renuente. Miró la puerta por donde había salido la mujer hasta que sus ojos comenzaron a cerrársele. Edward le tocó la mejilla con suavidad, y luego la besó con cariño.

—Felicidades, Bella, descansa. Te veré luego.

Movió la cabeza de arriba hacia abajo, adormilada, y Edward salió de la habitación.

Corrió por la mitad del hospital, hasta llegar al cuarto que buscaba, y en el que debería haber estado hacía una hora.

Entró atropelladamente y todas las personas que estaban en la habitación lo miraron. Algunos enojados, otros sorprendidos y la protagonista, su muy querida y chillona hermana, estaba realmente furiosa.

—¿¡DONDE ESTABAS!? —gritó. Edward se encogió en su interior, pero le respondió con valentía:

—Si te cuento lo que me pasó, no me vas a creer.

—PRUÉBAME —gritó de nuevo, hecha una furia. Edward sonrió, apenado, y le relató cada detalle de la historia, desde que entró a la habitación equivocada, hasta que sostuvo a una pequeñita rosada y cálida en sus brazos.

—Estaba sola, Alice, no la podía dejar. No había nadie, ni un familiar, ni su novio, o marido, o hermanos. Nadie. Lo siento, no pude hacer nada. Perdóname por perderme el nacimiento de mis sobrinos.

Ella lo miró calculadoramente, vio a su madre y a su padre a un costado, luego volteó la cara hacia el otro y vio a Jasper, a Rosalie, a Emmett. Unas ganas de llorar tremendas la invadieron.

Comenzó a sollozar desesperadamente y se tapó la cara con ambas manos. Todos la miraban asustados, extrañados y, Edward, sabiendo lo que pensaba, sonrió con dulzura y la abrazó.

—No pasa nada, Eddie —susurró Alice, sorbiéndose la nariz, pasando su mano por las lágrimas para borrarlas de su rostro. Miró a su familia y sollozó: "¡Es que yo los tengo a todos ustedes, y esa pobre muchacha no tiene a nadie! ¡Lo siento, esto debe ser la depresión post-parto! ¡¿Cómo es que se llama la chica?!

Edward rió por el último comentario y musitó: "Bella"

—¡Bella! ¡Pobre Bella! —lloró— Tiene nombre de ser amiga mía.

Todos rieron quedamente por sus ocurrencias, pero preocupados por la situación de una mujer que en la vida habían visto. Así era su familia, cariñosa y preocupada por cualquier ser humano de ese planeta, cuánto menos metros cuadrados los separaran de esa persona, más preocupación.

Su madre suspiró, triste, y susurró: "Pobrecita", al tiempo que Carlisle tomaba su mano en un claro gesto de apoyo.

Edward quiso cambiar de tema, porque temía que notaran cuánto le habían afectado el mundo esas dos mujeres, le sonrió a Alice y dijo:

—¿Dónde están mis sobrinitos?

Alice negó con la cabeza.

—Lo siento, se los llevaron a incubadoras, los puedes ver después. Ahora, jovencito, ¿qué estas esperando para ir con ella? ¡No querrás que despierte sola!

Toda su familia comenzó a gritarle que se fuera ya mismo y que lo verían después. Él no supo si reír o quejarse. Estaban todos dementes. Salió de la habitación luego de plantar un beso en la frente de Alice y caminó hacia la cafetería, Bella no despertaría hasta luego de un rato, estaba exhausta.

Se preguntó por qué su hermana estaba tan campante, fresca como una lechuga, luego de dar a luz a gemelos. Su respuesta fue: así es Alice.

Negó con la cabeza, casi riendo. La situación lo ameritaba. Es decir… ¡Vamos! ¿En serio? ¿Conoces a una hermosa mujer mientras da a luz a su hija, por equivocación? Eso sólo podía pasarle a él.

Compró un café y jugo. No sabía de qué sabor prefería Bella...

—Deme uno de cada uno —la mujer que atendía lo miró con extrañeza.

Así que compró todos.

Se sentó en una alejada mesa del lugar, pegada a un ventanal que aportaba luz y daba un sentimiento de paz inmenso. Y pensó. Pensó cuán poco podía conocer una persona a alguien y comenzar a quererla. Tenia pruebas, pruebas vivientes. Él, por ejemplo. Se quedó en una especie de trance, mirando una pequeña mancha marrón oscuro en la madera de la mesa, sin ver nada realmente. Sophie... Era tan pequeñita, tan frágil, tan hermosamente parecida a Bella. Y Bella... bueno, Bella era única. Única en el sentido de que nunca nadie había provocado cariño, admiración, maravilla y valor en él como lo había hecho ella. Y todo eso con sólo mirarlo a los ojos una vez. Sentía que estaba perdiendo la razón, así que cuando su reloj le avisó que había pasado una hora allí sentado, fue caminando hacia la habitación de la muchacha, encontrándola sin problemas.

Abrió la puerta sigilosamente y espió hacia adentro. Bella estaba sentada en su cama, con profundas ojeras debajo de los ojos, pero con un brillo de felicidad en ellos. Miraba hacia su costado, a una ventana bastante grande, por la cual se podía ver todo el sur de la ciudad. Tenía sus finos brazos sobre su estómago y cuando él entró a la habitación, sus pupilas se clavaron en sus brazos, llenos de cajitas de jugo.

Luego posó su mirada en los ojos verdes de él. Y sonrió, sonrió como hacía mucho no sonreía.

—Volviste —dijo.

Él copió su gesto y asintió, dándole un beso en la mejilla.

—¿Para qué es todo ese jugo?

Edward rió.

—Para ti, mami —dijo cariñosamente. Bella rió con dulzura.

—¿Crees que no tuve suficientes idas al baño estos últimos tres meses? Estás equivocado, esa bebita aplastaba mi vejiga de manera incordiosa.

Él rió más fuerte.

—No sabía cuál era tu preferido, así que te traje todos.

Bella lo miró fijamente por unos segundos, y luego soltó una carcajada.

—¿Esa es tu solución? —rió— Gracias, pero podrías sólo haber traído de manzana, a todos les gusta sabor manzana.

—A mí no.

—Oh, pero tú eres un caso especial. Tú vas a partos de personas que no conoces.

Ambos sonrieron.

—No fue a propósito, pero créeme, no lo lamento en absoluto.

—Yo tampoco, gracias por dejarme apretar tu mano hasta dejarla sin circulación, fue muy amable de tu parte.

—Cuando quieras —sonrió de lado, cosa que no ayudó mucho a sus hormonas de ya-no-tan-embarazada.

Ella lo invitó a sentarse, mientras tomaba una cajita de jugo de naranja de todas las que él había traído. Vaya que tenían sabores de jugo en ese hospital.

Cuando estuvo acomodado en el sofá rosado de la habitación, la miró fijamente por un minuto y le preguntó:

—¿Cómo te sientes?

Lo pensó por un segundo antes de responder, algo incómoda con su flácido estómago.

—Vacía.

Edward le sonrió con ternura y colocó un mechón de pelo color caoba detrás de su oreja. Ella se estremeció disimuladamente. ¿Qué me pasa? ¡Acabo de ser madre, por Dios!

—Ahora puedes abrazar a tu bebita.

—Sí, ahora sí —sonrió. Luego de unos segundos, se vio obligada a soltar:— ¿Te puedo preguntar una cosa que me tiene algo… intranquila?

—Claro, adelante.

—¿Qué hacías aquí vestido de enfermero? ¿Dónde debías estar realmente?

Él se puso un poco nervioso.

—Lo que ocurrió fue que… hubo una confusión.

—Ajá…

—Bueno, yo debía estar en el parto de mi hermana, Alice y…

Ella lo interrumpió:

—¿No fuiste al parto de tu hermana porque te equivocaste de habitación?

Él la miró avergonzado y asintió.

—¡Yo le dije a la enfermera que no era el padre! Pero me arrastró hasta aquí, y vi que estabas…

—¿Sola?

Frunció el ceño tristemente. Pensaba que ya había aceptado todo el asunto, pero el dolor volvía y volvía. La perseguía.

—Lo lamento.

—No, no te preocupes, lo estaba.

Un silencio incómodo se instaló en la habitación.

—No está bien —dijo, luego de un rato.

—¿Qué es lo que no está bien, Edward? ¿Que un padre abandone a sus hijos, o que abandone a su novia embarazada? No, claro que no está bien. Pero la vida no es justa, la gente tampoco lo es, ni buena.

Él asintió y se arrodilló al lado de la camilla, sosteniendo sus manos entre las suyas.

—Aún hay gente buena. Permíteme que te ayude en lo que pueda.

Ella negó con la cabeza, obstinada.

—¡No voy a aceptar limosnas, si eso es lo que insinúas!

—¡Claro que no insinúo eso! —frunció el ceño.

—Entonces… ¿qué?

El ambiente en la habitación cambió de helado a cálido de un segundo a otro, ambos lo notaron.

—Mi amistad —sonrió con dulzura. Ella clavó sus ojos en los de él y supo instantáneamente lo que él había querido decir: Mi amistad, por ahora.

Bella lo pensó por un segundo, mirándolo a los ojos, preguntándole con la mirada si era cierto. Asintió, sonriendo tímidamente.

—¿Amigos, entonces?

—Amigos.

Él tomó con su mano derecha la suya y bajó y subió el brazo lentamente, sintiendo cómo una descarga eléctrica le recorría cada poro de su cuerpo.


Hola de nuevo :D ¿Les gustó? ¿Me dejarían un review? ¡Gracias por leer!
Tengo adelantados capítulos, así que subiré cada semana. Nos leemos el martes que viene, espero les haya gustado y lo disfruten tanto como yo lo hago al escribir (:
Besos enormes!

Caroline