Traducción al español del fanfic: "Fallen" de mamishka, archiveofourown(punto)org(/)works/226432/chapters/343087

La imagen de la cubierta de Moonblossom: archiveofourown(punto)org(/)works/500823


Prólogo

Cuando los ángeles aman, es algo puro, simple y etéreo. Cuando los humanos aman, es algo desastroso, complicado e ilógico. Tal vez eso sea lo que más se cuestiona John. Las diferencias entre las dos creaciones conscientes de Dios. Sus compañeros, Ángeles de la Guardia, todos han amado a quienes estaban a su cargo, pero como piezas de arte vivientes, que respiran. Efímeros y fugaces, destinados a una vida corta, algunos más corta que otra. Algunos eran hermosos y elegantes, otros feos y retorcidos. Todos ellos eran defectuosos.

Las elecciones de sus humanos no eran juzgadas, y si lo eran, ciertamente no públicamente. Eso no era ni el privilegio ni la carga que los ángeles tenían que soportar. Ellos guiaban a sus humanos lejos de todo daño lo mejor de lo que eran capaces dentro de las limitaciones de las Reglas, les daban tantas oportunidades como fueran posibles para que hicieran las elecciones correctas, pero al final, asisten a sus encargos de forma casi desganada. Amor sin emoción, tan frío y clínico como el filo de un cuchillo.

Pero por alguna razón, John se estaba volviendo... diferente. Él lo sabía, hacía todo lo posible para esconder ese hecho, pero estaba tan claro para él que desde hacía un tiempo, su cariño por sus encargos se estaba convirtiendo en cada vez menos un amor de ángel y cada vez más como el de un humano. O al menos, eso es lo que creía. Nunca podía confiar demasiado en entender de verdad lo que es ser "humano", solo podía observar las acciones y las elecciones que hacían a lo largo de los siglos. Pero más de una vez se había descubierto a si mismo experimentando cosas que solo podían llamarse "emociones": ira, frustración, decepción, instinto protector, lealtad, y, bueno, amor. Al menos estaba bastante seguro de que era amor. Era algo difícil de saber cuando todos tus compañeros no son como tú. O más bien, cuando de repente no tienes nada que ver con el resto de tus compañeros.

John no estaba completamente seguro de durante cuánto tiempo había estado creciendo este cambio en él. Quizás había sido un siglo, tal vez, solo unas pocas semanas, cambiándolo poco a poco, desarrollándose, manifestándose. O tal vez era su actual encargo lo que le había traído esta inexplicable diferencia en él. Después de todo, su humano era quizás el humano más hermosamente imperfecto que había estado al cuidado de John.

En el momento en el que meditaba sobre todo esto, John estaba encaramado a un andrajoso sillón en el piso de su encargo. Los pies en los cojines del asiento, sentado en el respaldo, las alas desplegándose y enrollándose lentamente mientras estudiaba al hombre tumbado en el sofá delante de él, que tenía un brazo extendido dramáticamente sobre los ojos. La luz del sol se deslizaba por un lado de la habitación, atrapando motas de polvo que se arremolinaban y flotaban perezosamente por el aire, sin ser perturbados por el batir de las alas de John. En este mundo, pero no de este mundo. En un momento de deseo irracional, flexionó sus apéndices alados con más fuerza, pero las diminutas motas de polvo no le hicieron el menor caso. Con un suave suspiro, sus ojos volvieron a su actual encargo.

Sherlock Holmes. No solo el único detective asesor del mundo, sino algo más, e igualmente raro. Un Adepto.

La mayoría de los humanos en esos días eran totalmente conscientes de que los seres mitológicos no eran solo fantasiosas creencias de sus ancestros, sino que existían, viviendo por encima, por debajo y alrededor de ellos. El nacimiento de la ciencia, una cosa humana completamente maravillosa, había desviado su atención en otra dirección, y de forma lenta pero segura, se olvidaron de ver las fuerzas mágicas que los rodeaban, cómo usarla, darle forma y de reconocer a otros que podían hacer lo mismo.

Una vez más, Sherlock distrajo a John de sus propios pensamientos cuando se sentó, recorriendo sus largos y delicados dedos por sus rizos oscuros, tirando de la raíz mientras se movía sin descanso. Ecuaciones, rituales, encantamientos, formulas, observaciones, información, deducciones, todo pisoteándose y compitiendo por un lugar en su mente hasta que está a punto de estallar. Se puso en pie de golpe, salió disparado hacia la ventana y corrió las cortinas con dureza, como si la suave luz del sol fuera repugnante para él. La habitación estaba bañada en una suave penumbra y con un gruñido de frustración, el humano de John se tiró de vuelta al sofá, la mesa de café ante él temblando ligeramente por el impacto, el equipo científico tintineando suavemente en señal de protesta y causando en John una dulce sonrisa durante un momento.

Eso era probablemente lo más destacable de Sherlock Holmes: abrazaba ambos mundos. Era tanto un hombre de ciencia como un hombre de magia. Desarrollaba experimentos y hechizos con idéntica elegancia y facilidad, e incluso en ocasiones, combinaba las dos fuerzas supuestamente opuestas y las elaboraba para que trabajaran en armonía una con la otra. Incluso ahora, vasos de precipitados y quemadores Bunsen estaban rodeados por un elaborado círculo de contención y junto a ellos un libro de hechizos. Ningún otro Adepto había logrado combinar la magia y la ciencia, excepto Sherlock. Era, simplemente, brillante.

Bueno, no lo era tanto en ese momento. Justo ahora, Sherlock se está preparando una alta dosis de morfina.

John observa impotente como Sherlock saca una caja negra de madera ya demasiado familiar, y la abre, revelando dos drogas a su elección y una jeringuilla en un envoltorio de plástico. Las alas de John baten el aire con fuerza mientras esos delgados dedos flotan sobre las dos opciones. ¿Concentrar su mente o apagarla? Ni siquiera se da cuenta de que está conteniendo el aliento hasta que Sherlock elige la morfina y prepara la aguja, pinchándola en la botella y extrayendo el líquido del interior. Tampoco es que los ángeles necesiten respirar.

- Eso es demasiado, Sherlock. Sabes que es demasiado – murmura John quedamente, pero con determinación, como si pudiera solo por voluntad hacer que Sherlock devolviera algo de la solución a la botella.

No le está hablando al hombre. Con toda su brillantez y talento, Sherlock es de algún modo tan ciego como la mayoría de los humanos. No puede ver a John, no puede oírlo. Su Ángel Guardián no le está hablando a Sherlock sino a una minúscula parte del hombre, bien enterrada bajo capas de obsesión, deducción, determinación y aburrimiento. Una pequeña chispa que en ocasiones arde como un fuego enfrente de un viento feroz, casi extinguido. Esa pequeña parte de Sherlock que dice: ¡Quiero vivir!

La mayoría de los humanos tienen un alto sentido de la supervivencia. Sherlock apenas lo tiene. Ser su Ángel Guardián es un trabajo a tiempo completo y nunca, jamás, aburrido.

Las manos de Sherlock dudan mientras estudia el fluido de la jeringuilla de una forma que es a la vez extrañamente desapasionada y de adoración. Los ojos de un gris mercurio parpadean cuando sopesa el ruido de su mente con el contenido de la jeringuilla. Este último caso había sido brutal, del tipo que lleva a Sherlock a sus limites físicos y exponen su mente a distintos supuestos y a la magia de la variedad más brutal. Está al límite. Está dolorido. Solo quiere desconectar por un tiempo. Y una diminuta parte de él quiere desconectar... para siempre.

Tomando una profunda inspiración, Sherlock coloca la aguja contra su brazo y la desliza a su sitio con práctica. Otra inspiración y presiona el émbolo hacia abajo, hasta el fondo.

Levantándose en un arrebato de la silla en una ráfaga de plumas, John exclama:

- ¡Santo Dios, Sherlock! - y de forma igual de repentina, se queda completamente quieto y en silencio. Tomar el nombre del Señor en vano. Eso es nuevo.

Se estremece, su cuerpo lleno con algún tipo de energía que solo ha sentido en tiempos de guerra... pero hace miles y miles de años que no ha levantado su espada contra ningún demonio. No desde que la tierra era nueva. Pero esto es diferente. Esto... duele. Los ángeles no sienten dolor. Ni cuando son golpeados o heridos en batalla, jamás. Pero John siente lo que solo puede suponer como dolor, alrededor de dónde estaría su corazón si fuera humano. Sherlock ya está dando bocanadas de aire y marchitándose, estirando su alto cuerpo a lo largo del sofá mientras la droga penetra en su sistema en una nube de felicidad mortal.

Arrodillándose a su lado, John levanta la mano para acariciar el pelo de Sherlock cariñosamente, observando con una sensación de dolor como la droga recorre el sistema del humano, sometiendo al hombre que está ante él. Por supuesto, no hay una conexión tangible. No puede sentir a Sherlock más de lo que Sherlock puede sentirlo a él. Pero por Dios, John siente algo por este hombre, aunque se supone que no. Y después de un segundo sabe que si alguien no encuentra a Sherlock, y pronto, puede que no lo consiga esta vez.

Se inclina hacia delante para dejar un beso en la frente de Sherlock antes de levantarse, chasqueando sus alas al abrirlas una vez más. John se impulsa hacia arriba y sale del lúgubre y pequeño apartamento, elevándose mientras localiza, para poder tocar, las mentes de aquellos que pueden preocuparse lo suficiente como para acudir en ayuda de Sherlock. Son tan pocos. Tan condenadamente pocos.

Su hermano Mycroft es el primero, un pensamiento se desliza cuidadosamente entre sus otros muchos complejos y atareados pensamientos, y es que hace ya un tiempo desde que ha visitado a Sherlock y ¿quizás debería considerar hacerle una llamada? O mejor aún, ¿pasar por allí y llevarlo a comer? El pobre chico ha adelgazado mucho últimamente. Está demacrado, la verdad. Lástima que sea tan irracional, pero Mycroft prometió a Mamá que cuidaría de él.

John espera a ver si la idea arraiga y crece, paseando por la oficina elegantemente decorada donde Mycroft está sentado estudiando archivos. Un breve asentimiento de reconocimiento es intercambiado con el Guardián del funcionario de alto cargo que es tan tranquilo y apacible como su encargo. Ahora se encuentran muy raramente, cuando los hermanos lo hacen, es decir, casi nunca. El hombre echa un vistazo a su reloj y suspira. Es un día completo. Reuniones y sesiones seguidas hasta el anochecer. Y no es como si Sherlock le diera la bienvenida a su presencia o a la interferencia en su vida, no importa cuán benigna y bien intencionada sea la intención.

Mañana, se dice a si mismo. Mañana visitará a Sherlock.

Con un gruñido de irreconocible frustración, John levanta el vuelo una vez más hacia la otra mente que puede preocuparse lo suficiente para hacer algo.

Lestrade está igual de ocupado, pero una parte de su mente, y no una pequeña, está fija en Sherlock, mientras ojea el expediente del caso ante él, haciendo pequeños pero cruciales cambios al informe, ya que de otro modo lo encerrarían en el manicomio. Tiene que hacer que suene realmente creíble para aquellos que no están enterados.

El Detective Inspector es casi un ser humano tan raro como Sherlock. No es un Adepto ni un Sensitivo, pero es de lejos mucho más listo del crédito que le da el detective asesor. Sin embargo, lo más impresionante, es que es capaz de aceptar que cuando lo imposible se ha eliminado, lo que queda, por improbable que sea, debe ser cierto. Incluso aunque no pueda ver a los demonios, a los monstruos y a los seres que habitan la Tierra junto a los humanos, puede reconocer que existen. E incluso más inusual, reconoce cuando algo está más allá de sus límites y necesita ayuda. Así que en casos donde los autores del crimen parecen estar más allá de las capacidades humanas, se traga su orgullo y llama a Sherlock para desvelar esa improbable verdad y luego hacer todo lo posible para ocultarlo una vez resuelto.

Con un asentimiento al Ángel Guardián de Lestrade en señal de silencioso saludo, John avanza por la pequeña y simple oficina para llegar junto al hombre. Normalmente se habría tomado su tiempo para hablar con Luthiel. Él y su compañero ángel han pasado mucho tiempo juntos en mutua compañía desde que Lestrade y Sherlock empezaron a trabajar juntos. Pero en este momento tiene asuntos más urgentes que atender.

Extiende una mano y roza suavemente con sus dedos el pelo plateado del Detective Inspector en un gesto nada parecido al que le ha dado a Sherlock antes de irse. Si John tuviese que elegir a otro humano para proteger del que está obligado, sería Lestrade. De los hombres que John se ha encontrado, él es uno de los buenos. Uno que se merece todo el cuidado posible. Levanta la vista hacia Luthiel un momento, dudando, pero el silencioso asentimiento le da todo el permiso que necesita.

Es muy fácil deslizar el pensamiento entre la permanente inquietud de la mente de Lestrade. El Inspector ya lleva una saludable dosis de preocupación por Sherlock, conociendo su drogodependencia para lidiar con sus habilidades y su tendencia a trabajar hasta el borde del desmayo. Realmente es casi obsceno, lo fácil que es manipularlo. Una vez que la semilla de la inquietud está plantada, florece rápidamente. Recogiendo el informe con un ceño ligeramente fruncido, Lestrade se impulsa hacia atrás con el escritorio y golpea con los dedos la superficie de madera una cuantas veces antes de tomar una decisión.

Descuelga su chaqueta del perchero y se lo pasa por encima del hombro al salir de su despacho, Luthiel y John siguiéndolo detrás. Se detiene un momento junto al escritorio de su Sargento para explicarse:

- Solo voy a salir un rato, repasar un poco los último detalles con Sherlock antes de archivar el informe.

Ni siquiera espera por la mirada de disgusto de Sally, la persistente astilla de la inquietud convirtiéndose en verdadera preocupación mientras se dirige al coche, su paso cambia del caminar al trote.

John observa al D.I. desaparecer dentro del ascensor antes de suspirar suavemente aliviado, las alas aleteando una vez más antes de elevarse y salir de allí, volando de regreso al lado de Sherlock para ofrecerle el poco consuelo que puede hasta que Lestrade lo encuentre.