Hola! Bueno, pues aqui estoy de nuevo con otra historia, esta vez es un Albus/Draco que me ha encantado escribir y que espero que si le dais una oportunidad, os entretenga y os haga descubrir una nueva pareja, que a mi entender da mucho juego. Como siempre, cada comentario es agradecido, mucho, y como siempre, os responderé por privado. Habrá actualizaciones semanales, cada jueves, cuando empecé a publicar hace tiempo siempre usaba este día y creo que voy a rescatar la costumbre. Os recuerdo que siempre acabo las historias, ésta de hecho está terminada y en fase de últimas correcciones, así que no vais a quedaros a la mitad, son unos siete capítulos. Y por favor, leed las advertencias, hay escenas de sexo entre hombres, explícitas, si no os gusta, no sigaís, eso si, los personajes son ambos adultos. Saludos y espero que os guste y que si es así, me lo hagais saber.


Disclaimer: Harry Potter y su mundo pertenecen a J.K. Rowling y Warner Brothers. No se infligen los derechos de copyright de forma intencionada.

Título: Premio Anual

Pairing: Draco Malfoy & Albus Severus Potter

Rating: NC-17.

Palabras: ~26.383~

Resumen: Albus siempre ha sentido algo muy especial por el padre de su mejor amigo, Scorpius Malfoy. Después de mucho tiempo sin tener contacto con Draco, se le presenta la oportunidad de convertir sus sueños en realidad. ¿Podrá borrar la imagen del chico inmaduro que le robó un beso con quince años? ¿Será capaz de demostrarle que es el hombre indicado para él?

Notas y Advertencias: EWE. Este fanfic contiene leguaje adulto y escenas de sexo explícito entre dos hombres, si no te sientes cómodo con este tema, por favor no leas.

Beta: Rohoshi y HermioneDrake.

Dedicatoria: Para Lucy, que no necesita bonitas palabras, para mis betas, sin las que esto no estaría como está y porque casi me he ahogado de la risa leyendo sus notas, sois las mejores y me siento honrada y afortunada de teneros para ayudarme.


I


La nota era escueta y no intentaba ocultar su procedencia, a pesar de haber transcurrido la friolera de veinticinco años —¿eran tantos ya?—, Greg seguía teniendo aquella letra infantiloide, inconfundible para alguien que, como él, le había visto luchar con las plumas durante buena parte de su infancia y adolescencia. La frase, si se la podía llamar así, era corta e iba directa al grano: Deberías haber sido tú, cobarde.

Arrugó el pergamino y, tras una rápida llamada por flú a Scorp y otra a los dos magos que le vigilaban sin que el joven lo supiese para cerciorarse de que todo estaba en orden, se encaminó al vestidor de su dormitorio. Escogió el traje gris jaspeado de corte muggle que acababan de ajustarle en el atelier de Burberry en Londres, tomó la camisa blanca de hilo y, prescindiendo de la corbata, se enfundó un fino jersey de cuello vuelto negro. Se pasó la mano por el cabello, los cortos mechones del frente quedaron dispuestos en un calculado desorden. La túnica de gala era también negra, pero decidió que sólo la usaría en la cena formal. Desde hacía años se había extendido la costumbre de usar ropas muggles entre los magos y Draco era un entusiasta de la versatilidad y comodidad que le proporcionaban esas prendas.

El vestíbulo del hotel Knightbridge, a sólo unas manzanas del museo Victoria Albert, estaba a rebosar de magos y brujas. La mayoría eran conocidos, si bien no los consideraba amigos, ya que a pesar de que hacían negocios con Malfoy&Co. eso no quería decir nada. En la mayoría de los casos aún persistía un frío trato que Draco no había insistido en suavizar. No le interesaba, era tan sencillo como eso, se contentaba con lo que había logrado con el paso de los años, con ver que su hijo, a diferencia de él, había tenido una buena infancia, amigos y disfrutaba de una vida como cualquier chico de veinte años. Sus ojos se vieron atraídos hasta un rostro conocido y amable entre la concurrencia. Cabellos oscuros, alto, vestido de forma casual, sus largos dedos haciendo clicks con la cámara de aspecto muggle consiguieron hipnotizarle. Una sonrisa de labios llenos. Albus Potter, el mejor amigo de Scorp y el becario estrella del Wizard´s Weekly.


—¡Potter! —le gritó Jacob Podmore, con una vuelapluma al lado de su hombro huesudo cubierto por una túnica desgastada de color gris acero. Albus masculló una palabrota y recogió los pergaminos que había dejado caer por el sobresalto—. Menos mal que no te tocó a ti salvarnos, chaval, qué manazas eres. Te busca Dawnish.

Albus se pasó la mano por el cabello oscuro y lacio, colocándose los mechones, que eran del mismo color azabache que el pelo de su padre, aunque por suerte el suyo era tan suave y domable como el de su madre. Había sido Jamie, su pelirrojo hermano mayor, quien heredase el nido de pájaros, como a menudo decía en son de burla Scorpius, su compañero de Ravenclaw. Repasó la lista de preguntas que tenía anotadas en el pergamino, gruñendo por no haber tenido la precaución de llevar consigo su precioso portátil al interior del edificio del Wizard´s Weekly, la revista semanal más vendida en el Reino Unido.

Mientras caminaba hasta el ascensor, repasó de forma mental las notas que había tomado de cara a la reunión, sabía que eran innecesarias, conocía de primera mano toda aquella información, no por nada había visitado a Scorp desde que ambos coincidieron en Hogwarts; podía enumerar con los ojos cerrados hasta los más mínimos detalles acerca del hombre sobre el que iba a girar el número especial, sobre el empresario del momento. Como cada septiembre desde hacía quince años, el Ministerio de Magia, junto al Círculo de Empresarios, otorgaba un reconocimiento especial a aquellos emprendedores que con su trabajo demostraban ser creadores de riqueza y generadores de progreso dentro de la sociedad mágica inglesa, aún algo aletargada a causa de la guerra del 98. En esta ocasión el Premio Anual había recaído en Draco Malfoy.

Con un estremecimiento, volvió a recordar la noche de la gala, acontecida cinco jornadas atrás. Albus había acudido en calidad de reportero para cubrir el evento, ya que la sección de economía era la hermana fea dentro de la revista y él, como novato, se había encontrado con el trabajo entre las manos. Nadie sabía que casi había bailado de felicidad al aceptar la labor. Nadie... quizás el único que conocía parte de sus sentimientos era su padre, con el que Al mantenía una estrecha relación llena de complicidad. Harry sabía una pequeña fracción de la verdad, le había escuchado con calma, le había aconsejado que saliese por ahí, que se diese la oportunidad de conocer a nuevas personas, que creerse enamorado de alguien mayor de hecho era bastante común.

Se apartó el cabello de los ojos mientras se examinaba en el espejo encastrado en el lateral de una de las paredes del ascensor, se parecía bastante al héroe, tenía fotos que lo demostraban, pero era consciente de que el rasgo que compartían con más fuerza era la cabezonería. Se mordisqueó una uña, lo que el padre de su mejor amigo le inspiraba no era sólo deseo, Merlín sabía que había mucho de eso también, pero lo que aleteaba en el fondo de su estómago cada vez que se encontraba con Draco Malfoy desde que tenía quince no era nada más y nada menos que amor. Un estúpido, irreflexivo y apasionado amor, amor sin esperanzas, sin futuro, doloroso a veces, hiriente, siempre frustrante, pero no por ello podía dejarlo en el olvido; formaba parte de él desde aquella noche ya tan lejana, sobre la que a menudo reflexionaba en la soledad de su cama, mientras escuchaba los ruidos apagados del restaurante tailandés que abría las veinticuatro horas. Sumido en el olor de las especias y el curry, siempre acababa rememorando esa minúscula fracción de tiempo que había cambiado su vida.


Tenía quince años y por primera vez sus padres le habían permitido pasar dos semanas completas fuera de casa durante las vacaciones de verano. Scorp le esperaba impaciente, charlando con James y Ginny, que no dejaba de hacerles recomendaciones. Albus se detuvo en lo alto de la escalera, agitando la cabeza mientras su madre volvía a decirle a su rubio amigo lo mucho que sentía lo de su madre... enrojeció de vergüenza. Merlín, con lo reservado que era Scorpius, la mención del divorcio de sus padres no debería de haberle hecho demasiada gracia. Se precipitó escaleras abajo, ganándose un regaño más antes de que un elegante Draco Malfoy hiciese su aparición en el umbral de la puerta de su casa.

Al era gay, lo había sabido desde que, con cinco años, se enamoriscó de un niño en el jardín de infancia, cuando aún no sabía que existía otra forma de sentir, cuando con doce se declaró a aquel Gryffindor que le mandó a paseo y que provocó que James se ganase una expulsión por defenderle, enfadado por la falta de tacto de su compañero de casa. Fue entonces cuando entendió que a veces no todo el mundo iba a verle con naturalidad así que se lo contó a la persona en la que más confianza tenía en todo el mundo: su padre. Harry era su héroe, ese que le dejaba dormir con él pese a las protestas de su madre, ese que le llevaba a volar en escoba o que le invitaba a comer aquellas deliciosas pizzas en el centro del Londres muggle, donde abundaban los restaurantes de comida rápida. Y no le falló: con calma, le dejó desahogarse, su mano caliente y ligeramente encallecida acariciándole el cabello, asegurándole con la voz ronca que siempre iba a apoyarle, en todo, que jamás creyese ni por un solo instante que había nada malo en lo que Albus sentía; eso sólo le reafirmó en su idea de que, mientras el resto del mundo valoraba al Elegido como una figura casi irreal, eran pocos lo que conocían la verdadera dimensión acerca de quien era en realidad el Niño que Vivió. Era afortunado porque, al igual que aceptaban su sexualidad, sus padres habían acogido con cariño a Scorp, el hijo de Draco, el nieto de Lucius, con todo lo que ello implicaba. Era la primera vez que el padre de su amigo visitaba su casa, ya que hasta ahora había sido Astoria la que se había ocupado de aquellos menesteres, pero como ese mes Scorpius lo pasaba en Malfoy Manor, el encargado de recogerles era el antiguo Slytherin.

Alto, espigado, vestido con un traje veraniego en tono gris perla, camisa azul marino, sin corbata o túnica, Draco Malfoy estrechaba la mano de Ginny y Harry, que había aparecido llevando aún el uniforme de auror. Tras intercambiar saludos y despedidas, se encaminaron al brillante Bentley plateado que, para sorpresa de todos, el sangrepura conducía con evidente pericia.

—He pensado que sería agradable un pequeño paseo hasta Wiltshire, odio usar la red flú, ¿qué opinas, Albus?

Los ojos grises, orlados de pestañas color miel, eran aún más hermosos que los de Scorp, que había heredado el desvaído celeste de Astoria. Por un segundo, el joven Potter perdió el resuello. Aquel sería el primer indicio de lo que ocurriría a lo largo de esas semanas.

—Estupendo, mi abuelo tenía un Ford Anglia, que está en el patio de la Madriguera desde que tengo uso de razón, aunque no tenemos ni idea de lo qué pasó con él —explicó, aún pendiente del reflejo del apuesto rostro del mago a través del espejo retrovisor. Scorp dormitaba ya, con la rubia cabeza apoyada sobre su hombro.

—¿Sabes...? Tengo una ligera idea acerca de eso... —le confió, con la vista clavada en el tráfico de la autopista. La risa profunda, de barítono, de Draco reverberó en su pecho. Se mojó los labios, repentinamente secos, mientras algo cálido se aposentaba en el fondo de su estómago. Nunca había oído un sonido como aquel, rico, grave, lleno de resonancias que parecían vibrar hondo, llegándole hasta la médula.

Apretó las manos en su regazo, recorriendo con hambre la dorada fisonomía del empresario. Merlín, ¿qué le pasaba? No era la primera vez que se encontraba en su compañía, y aunque en los últimos tiempos apenas si habían tenido saludos y palabras, casi por compromiso, no recordaba haber experimentando aquella tremenda desazón; por primera vez en su corta vida, Albus sintió algo que se parecía al deseo y eso le asustaba bastante.

Era la penúltima noche en compañía de los dos Malfoy y, tras disfrutar de una rápida visita a París, donde Draco les había mostrado el barrio mágico al pie de la torre Eiffel, habían regresado, cansados, llenos de bolsas con ropas, ingredientes para pociones y libros. Scorpius había recibido una llamada por la flú de una de sus numerosas amigas y Albus, para su incomodidad, se encontraba solo en la casa. Decidió bajar y salir a dar un paseo por el parque que rodeaba la mansión. La enorme luna llena iluminaba la cálida noche estival mientras las plantas nocturnas inundaban el ambiente con densos y exóticos perfumes. Perdido en las caóticas ideas que le había acosado de forma vergonzosa durante las dos últimas semanas, caminó hasta llegar a una de las terrazas adyacentes a la casona. Se descalzó y desvaneció los zapatos, desplazándose lentamente, disfrutando del calor que aún conservaban las baldosas de barro cocido bajo sus pies.

Pudo olerle antes de ser capaz de verlo, el ligero aroma especiado del tabaco turco le llegó en lentas vaharadas. Se giró y observó la figura alta y delgada de su anfitrión apoyado en la balaustrada de mármol. La brasa del pitillo relumbró, pintando de cobre sus facciones. La luz azulada de la luna recortaba sombras oscuras sobre los planos de su pecho desnudo, haciendo que su pelo sedoso y liso pareciese oro blanco.

—¿Qué haces levantado a estas horas, Al? —preguntó sin dejar de contemplar el cielo. Albus era unos centímetros más bajo y, desde aquella escasa distancia, podía notar el calor que desprendía el cuerpo masculino que tenía cerca de su flanco derecho. Se negaba a sentirse apabullado por la perfección que derrochaba, por su tranquilidad, por su indiferencia. Apretó los puños, era sólo un niño, el señor Malfoy jamás le miraría ni le tendría en cuenta... no como ansiaba.

—Scorp está charlando con Johanna Smith —explicó, con una voz que no parecía la suya. Carraspeó y le examinó de reojo, el pantalón del pijama confeccionado con simple algodón color beige cubría las largas piernas, el bajo tapaba flojamente los pies descalzos. Ávido, recorrió la curva del trasero redondo, la hondonada de los riñones, la musculatura lisa de la espalda, el perfecto collar de la columna, la elegante forma de su nuca desnuda donde el cabello recortado brillaba satinado, la mandíbula delicada, el modo incitante en que la nuez se marcaba mientras el empresario alzaba la cabeza una vez más, mientras miraba al cielo tachonado con unas pocas estrellas.

—¿Llamaste a tu casa? —Los ojos grises destellaron un segundo mientras exhalaba una bocanada de fragante humo, que le hizo lagrimear—. Tus padres pidieron que te comunicases con ellos cuando regresáramos de la Central de Trasladores Internacionales.

—Ajá, gracias por el viaje, han sido unos días estupendos —comentó, frotándose los párpados.

—¿Te molesta...? —indagó; girándose para apoyar las nalgas contra la baranda, chasqueó los dedos y desapareció el cigarrillo a medio consumir—. ¿Mejor?

—Sí, gracias —asintió, deseando ser mayor y más mundano, deseando ser capaz de no ruborizarse, deseando ser capaz de apartar sus ojos de aquel pecho de piel cremosa, casi lampiña, de la sombra oscura del ombligo, del cuello elegante, de esos hombros lo bastante anchos para ansiar abrir los dedos y deslizar las palmas por ellos... Merlín.

—Me alegro que lo hayas disfrutado, la última vez que fuimos Scorp se pasó el viaje diciendo lo muy aburridos que éramos su madre y yo, discutiendo cada cinco segundos, y lo cierto es que tenía razón —aclaró con un susurro conspirador, una ceja rubia arqueada con un gesto de ironía—. Has sido una excelente compañía, Al.

—Usted también —se atrevió a decirlo en voz alta. Aquellos días habían sido estimulantes en tantos sentidos que no era capaz de enumerarlos, no sólo estaba subyugado por la obvia belleza física del Slytherin, sino por su conversación, sus sarcasmos, su humor negro, pero fundamentalmente por el hombre inteligente, culto y, a su modo, amable, que les había dedicado sus únicas vacaciones en el año y les había concedido cualquier capricho, desde realizar alguna poción que en Hogwarts no permitían elaborar, hasta jugar un partido en el campo de quidditch de los Halcones de Falmouth, del que era accionista.

De nuevo esa risa, que evocaba una serie inconexa de pensamientos licenciosos, de deseos incorrectos, de cosas que un adolescente no debería sentir por el padre de su mejor amigo. Sin embargo, allí estaba Albus, embelesado por el modo en que la luz de la habitación que tenían a su espalda iluminaba el rostro de Draco. Dejó vagar sus pupilas con libertad, consciente de que no volvería a tener aquella oportunidad, las ganas de tocarle dolían... dolían... Se mordió el interior de la mejilla, quizás aquel aguijonazo en su carne le evitase quedar en ridículo.

Descubrió varias cicatrices y, sin pensar, recorrió una de ellas, la mayor, que cruzaba como una cuchillada el pecho, una fea marca que destrozaba la perfección de la piel lechosa. El tacto rugoso y suave era diferente a todo lo que hubiese tocado alguna vez, obviamente era mágica, su padre tenía algunas parecidas. Delineó la segunda, que se detenía en uno de los pezones; para su sorpresa estaban ligeramente erectos. Jadeó y alzó la cabeza para examinarle, temeroso de la reacción del mayor.

—¿Cómo... cómo se lo hizo...? —Dibujó el camino una vez más, inconsciente de que se había acercado lo bastante para rozarle no sólo con su mano. Envalentonado por la pasividad del empresario, dejó reposar la palma, caliente y sudada contra la frescura de uno de los pectorales.

—¿Me creerías si te dijese que fue tu padre? —le confió Draco, observando al chico frente a él. Parpadeó al verle ruborizarse y, por un segundo, deseó apartar aquel flequillo oscuro y espeso que le cubría las facciones, tan parecidas a las de su némesis, pero que en esas semanas había llegado a diferenciar del héroe. Albus era bastante más inteligente y había llegado a la conclusión de que crecería para convertirse en un hombre muy interesante. El joven estaba demasiado cerca y, con algo parecido a la diversión, esperó, curioso a su pesar, incapaz de detenerle, consciente al mismo tiempo de que no estaba comportándose como debería. Él era el adulto, por amor a Morgana, tendría que estar alejándole.

—¿Papá... en serio? —Los labios rojos del muchacho eran carnosos, de aspecto turgente y, con asombro, constató que le resultaban bastante atractivos, tanto más cuando en cuarenta años jamás había sentido atracción por ningún hombre, al menos hasta ese instante—. Entonces es cierto que se llevaban realmente mal, ¿verdad?

—Sí —Rió—, creo que en realidad llevamos a un nuevo nivel la definición de llevarse mal. Sin embargo, ahora le aprecio, es una excelente persona, mucho mejor que yo —añadió con sorna, las pupilas fijas en esa yema de uñas mordidas, el dedo de un chaval de la edad de su hijo arañándole una cicatriz que pocas personas en el mundo mágico podían presumir haber tocado.

—Usted no es mala persona —susurró Albus, sus grandes ojos claros, que Draco sabía que eran de un verde mucho más luminosos que los de Harry, casi rozando el celeste según la luz, parecían incoloros, líquidos charcos enmarcados por unas pestañas de vértigo. La yema frotó uno de sus pezones. Le estaba poniendo nervioso y eso era tan ridículo que desechó con rapidez la peregrina idea. Quizás el chico quería ver si era capaz de molestarle con aquella cercanía.

Volvió a reír y esa fue la perdición de Al, que, sin pensarlo, se puso de puntillas y tocó con sus labios los de Draco, que, casi de forma instintiva, alejó las manos, apoyándolas a su espalda, aferrándose al mármol. Se apartó un segundo, abrió los ojos y volvió a posar su boca entreabierta contra la de Malfoy —desterró el señor—, suspirando de placer por el tibio contacto: tiernos, secos y con un ligero regusto a tabaco, era el cielo. Notaba el martilleo acelerado del corazón del empresario bajo la palma y con un leve quejido chupó la tenue carne, guiándose por el instinto más que por su experiencia, que era lastimosamente escasa. Cerró los dientes en torno a la carne húmeda y succionó. El quejido sorprendido de Draco le tornó audaz, perdido en su propia nebulosa de apasionado anhelo, le toqueteó con la lengua, demandando en silencio más intensidad. Le quería tanto... tanto... tanto...

—Albus... —Las manos firmes le hicieron volver de forma abrupta a la realidad. Jadeando con fuerza, protestó al notar como era apartado del objeto de su deseo—. ¡Albus, por Merlín, detente!

—Señor... —Estaba avergonzado, pero la sangre en sus venas rugía, había sido su primer beso y ansiaba repetirlo, tenía que repetirlo—. Yo... usted...

Draco levantó la cabeza, intentando discernir si había escuchado algún ruido que indicase que no estaban solos. Respiró hondo y, con suavidad, apoyó una palma en la mejilla aún suave del muchacho, cuya expresión de anhelo era tan evidente como dolorosa. Se maldijo por no haberlo visto venir, por no haberlo parado cinco minutos antes.

—Escucha, Albus... me siento muy honrado de que sientas... este tipo de cariño por mí... —carraspeó y deseó poder lanzar un obliviate al chaval y dejarle ir, pues no quería ni imaginar lo que Potter haría con su cadáver si se enterase de aquel casto beso—. Pero esto es algo que no va a repetirse, que no debió pasar, ¿comprendes? No es correcto.

Acarició la mandíbula del joven con su pulgar y, luchando contra el ansia de salir corriendo, le sonrió esperaba que con un gesto que fuese mínimamente conciliador.

—Pero yo... usted... me gusta... —tartamudeó, la juvenil voz aflautada en su desesperación, las mejillas rojas le hacían parecer tan joven e inexperto como era en realidad. Draco se encontró deseando abrazarle, asegurarle que aquello era un espejismo, pero sabía que todo contacto sería un error.

—Basta, Al... eres como un hijo para mí —aclaró en un murmullo cariñoso—. Eres el mejor amigo de Scorp, te he visto crecer. Y sé que cuando llegue el momento encontrarás al chico adecuado y ese no soy yo.

—No... no lo entiende —negó, el cabello oscuro le tapó los ojos, cuajados de lágrimas sin derramar.

—Anda, regresa a la casa, Albus —pidió. Le dio un apretón en un hombro huesudo, cubierto por la tela de la camiseta gastada y puso su mejor rostro de amable camaradería. Si le daba más importancia, aquello acabaría tomando las proporciones de un verdadero problema—. Es tarde.

Le obedeció, no podía hacer más, por un lado hubiese deseado poseer el aplomo necesario para insistir, pero el miedo y el bochorno ganaron la partida y, tras un pequeño empujoncito por parte de Draco, se retiró, aún pendiente del hombre que le había dado la espalda. Cuando regresó a su cuarto, la enormidad de lo que había hecho le asaltó como un alud. La excitación por el recuerdo se mezclaba con el pánico y la euforia, creando un cóctel extraño.

Ardiente, su pene palpitaba mientras, tumbado en la cama, evocaba el tacto de los labios, el sabor, el leve roce de la otra lengua, las cicatrices, la sensación del pezón erecto apuntando al centro de su palma. Se desnudó con rudeza, agitado, incontenible, entre sollozos recogió la humedad que bañaba el glande y se masturbó con fuerza. Apenas tardó un minuto en llegar al orgasmo, resollando entre suspiros el nombre de Draco, porque desde esa noche, en su mente, el padre de su mejor amigo había dejado de ser el señor Malfoy.