CAPÍTULO 1

Otro viernes por la noche. Isabel, sentada sobre la cama, observaba entretenida el ajetreo de sus hermanas. Almudena, la mayor, se estaba probando varias faldas mientras farfullaba lo harta que estaba de trabajar con su padre en la empresa familiar. Nieves, la pequeña, jugueteaba con su melena castaña delante del espejo, musitando algo sobre un tal Jorge con su típica sonrisa seductora. Ambas tenían planes para esa noche, Isabel también, pero no llevaban incluidos música a todo volumen, cubatas ni chicos. Ella dedicaría varias horas a seguir devorando las páginas de la última novela que estaba leyendo y después se metería en la cama, con la certeza de ser despertada por las voces de sus hermanas y la del pobre Aníbal, como muchas otras noches de fin de semana. Lidia las reñiría tratando de no alzar la voz y Aníbal pondría excusas para justificar el no haberlas traído antes a casa. Isabel sonreía mientras pensaba en la cara que debía poner su gran amigo en tales circunstancias. De pronto Nieves reparó en que no la estaba escuchando.

―Así que he decidido que le pediré a Jorge que hagamos un trío con otro hombre, ¿qué te parece Isabel?

―Bien… muy bien ―replicó tranquilamente.

―¡No me estás escuchando! ―se quejó con aspavientos― Yo contándote cómo pienso seducirlo, para pedirte consejo y tú en la luna. ―Sin embargo, Isabel seguía sonriendo. Nieves era una cabeza loca y a veces demasiado frívola, pero era su hermana y la quería mucho tal como era.

―¿Pedirme consejo a mí?, si tú tienes mucha más experiencia con los chicos Nieves, no necesitas mi ayuda.

―No necesita la ayuda de nadie ―intervino Almudena― sabe muy bien lo que hacer para atraer a los chicos. ―Su tono de voz mostraba cierta irritación.

―¿Insinúas algo? ―reaccionó Nieves con el ceño fruncido y la melena a medio recoger.

―Nada, perdona… ―se disculpó de inmediato― No tuve un buen día en la oficina. Me tocó discutir con unos técnicos.

Aunque Almudena se lo callaba en presencia de su padre, no le gustaba nada su trabajo. Había estudiado arquitectura porque así debía ser siendo la primogénita del dueño de una gran empresa constructora. Antonio Lobo necesitaba a una persona con suficiente preparación técnica e intelectual para entender y dirigir las obras que su empresa realizaba y había decidido que esa persona fuera de su propia sangre, más concretamente su hija Almudena.

Pero ella no era la única de la familia con una vida programada por su progenitor, la misma suerte habían corrido sus hermanas. Isabel estaba terminando la carrera de Administración y Dirección de Empresas, algo muy útil a la hora de dirigir una empresa tan grande como la suya y las extensas tierras que también poseía; Nieves, por su parte, estudiaba derecho, otro campo fundamental para resolver con solvencia cualquier litigio que pudiera presentarse. La única que se salvaba de estas imposiciones era Rosa, que a sus trece años estaba todavía en el colegio. Sus hermanas mayores se preguntaban con frecuencia si Lobo ya tendría pensada una carrera para ella.

Isabel era la hija preferida de su padre, pese a que no lo manifestara nunca, pues Antonio Lobo era un hombre de carácter serio y hasta severo y rara vez mostraba sus sentimientos a los demás. Ella era su gran esperanza. Desde jovencita, demostró ser la más inteligente y capaz de sus hermanas, con una personalidad algo más impetuosa y resuelta que ellas. Lobo pronto tuvo claro que sería a ella a quien cedería su puesto de director general cuando ya no pudiera hacerse cargo él mismo. Almudena y Nieves también eran listas pero algunos rasgos de sus personalidades las hacían menos adecuadas. La primera era demasiado idealista y soñadora para el gusto de su padre, y la segunda… poseía un carácter tan frívolo y despreocupado que no le hacía sentir demasiada confianza para darle puestos de gran responsabilidad.

―¿Vienes a darme las buenas noches? ―preguntó la pequeña Rosa cuando vio asomarse a Isabel por la puerta.

―Sí, me alegra que ya te hayas acostado, así dormirás lo suficiente y mañana podrás madrugar ―afirmaba mientras se acercaba hasta su cama.

―¿Hoy tampoco sales con Almudena y Nieves? ―La pregunta de su hermana era bastante habitual, Isabel ya estaba acostumbrada.

―No, prefiero quedarme en casa, mañana tengo mucho que estudiar.

La respuesta de Isabel no la convenció demasiado pero prefirió no insistir. Se besaron en la mejilla y se desearon felices sueños.

A pesar de su corta edad, Rosa era una persona muy sensible a los sentimientos de los demás y sabía que a su hermana le cambiaba ligeramente el gesto cuando le preguntaba. Rosa era la única en aquella casa que notaba que algo sucedía con Isabel, algo que se esforzaba en ocultar, pero que en la soledad de su habitación podía dejar ir libremente.

Comenzó siendo niña, y no sólo no se detuvo sino que fue en aumento. Nunca se vio igual que sus hermanas, preocupadas por los chicos desde el inicio de la adolescencia. A ella le llamaban la atención sus amigas, sus profesoras, las actrices de la tele…

Tardó un tiempo en comprender que lo que le pasaba no era del todo extraño, y que le sucedía a más chicas, pero eso no lo hacía menos duro siendo una Lobo. Su padre era el hombre más tradicional y chapado a la antigua que podía haber en España, tanto era así que a veces todas bromeaban con que se sentían atrapadas en una novela de la época victoriana.

Y era por esto que Isabel se había empeñado con todas sus fuerzas en luchar contra sus impulsos y sentimientos. Si no podía ser como sus hermanas, por lo menos no sería diferente a ellas de manera demasiado evidente. Pero llevar esto a la práctica le había supuesto tremendos sacrificios, como por ejemplo cambiarse de colegio cuando empezó a sentir demasiado por su mejor amiga. Alguna vez había pensado en hablar con su padre, sincerarse y ser ella misma, pero aquellas palabras de Lobo cuando ella apenas tenía catorce años la disuadían de hacerlo, estaba convencida de que la repudiaría.

"―El hijo de los Ventura es maricón… pobre gente… no sé lo que haría si me saliera un hijo maricón. Pegarle un tiro a él o pegármelo yo. Por fortuna, mis hijas son normales."

Grabadas a fuego en su memoria, se habían convertido en la principal barrera que tenía a la hora de dejarse llevar por sus impulsos. Isabel se había convertido en una chica bastante retraída e introvertida, le costaba mucho hacer amistades, especialmente con las mujeres. Su mejor amigo había sido y seguía siendo Aníbal, con el que había aprendido a montar a caballo e incluso a disparar, aunque su padre no lo viera del todo bien.


—No deberías haber bebido tanto Nieves —reprendía en voz baja Aníbal mientras la ayudaba a caminar hacia la puerta de la casa. Almudena los seguía unos pasos detrás, se encontraba perfectamente sobria, a diferencia de su hermana.

—¿De qué te quejas?... —balbuceaba Nieves con dificultad— Así puedes tocarme… mientras me ayudas como todo… un caballero —afirmó con una media sonrisa y ojos entrecerrados. —Aníbal rodó los ojos.

—Gracias por hacerte cargo de ella —intervino Almudena con gesto serio—, a veces no sé lo que tiene en la cabeza.

―Ojalá hubiera bebido lo mismo que tú ―se lamentó el joven.

―Ya sabes que no suelo abusar del alcohol, además… mañana quiero madrugar un poco ―anunció con una ligera sonrisa.

―¿Vas a salir?, ¿quieres que te acompañe?

―No, gracias Aníbal pero prefiero ir sola ―aseveró con firmeza.

―Por lo menos dime que no te meterás en líos como Nieves ―suplicó Aníbal.

―¿Qué pasa… conmigo? ―logró pronunciar torpemente Nieves, mientras se removía un poco entre los brazos de Aníbal. Él y su hermana la miraron unos instantes.

―Tranquilo, sólo quiero pasar la mañana en el Parque del Retiro.

―De acuerdo ―replicó Aníbal con una sonrisa.

―¡¿Otra vez trasnochando y borrachas?! ―exclamó con susurros.

―Borracha Tata, en singular, yo vuelvo sana y salva a casa ―bromeó Almudena haciendo sonreír a Aníbal. Pero le duró poco la alegría en cuanto Lidia le dedicó una mirada severa.

―Creía que habías entendido bien las palabras de Lobo. Se suponía que tenías que traerlas pronto y en buen estado.

―Lo siento, yo…

―No es culpa de… ―Almudena había empezado a defenderlo pero su hermana la interrumpió. Nieves alzó la cabeza y habló con toda la coherencia que pudo.

―Fui yo… quise probar varios cócteles… y bueno… se me subieron un… un poquito a la cabeza… Aníbal me dijo… que no lo hiciera… pero lo ignoré olímpicamente ―acabó su intervención con una sonrisa triunfal. Aníbal la miró con sorpresa por el arrebato de sinceridad de la joven, más aún cuando lo había tenido para defenderlo. Normalmente se divertía provocándolo y sacándolo de quicio, pero eran instantes como los de ahora los que lo convencían de que estar enamorado de Nieves Lobo no era una completa locura.

Lidia suspiró con resignación, sabía muy bien que decía la verdad, cuando Nieves quería hacer algo nadie podía convencerla de lo contrario.

―Anda, deja que la lleve a su cuarto, que como su padre se entere se nos cae el pelo a los cuatro. ―Hubo risas por lo bajo.

―Buenas noches… caballero… ―Nieves le dedicó una torpe despedida con la mano a Aníbal, que la miraba embelesado. Almudena sonreía en silencio en medio de la escena. Todos en aquella casa sabían de los sentimientos de Aníbal por Nieves, todos excepto Lobo y la propia Nieves, que nunca parecía tomarlo en serio como hombre.


El sábado por la mañana, Almudena dejó la casa muy temprano, tal como le había dicho a Aníbal. Recogió su caballete y sus pinturas y se llevó su coche. No es que odiase la arquitectura, pero su verdadera pasión era el arte. La parte artística de su carrera se la hizo más llevadera, pero cuando terminó, todo el trabajo que tenía que hacer, en la empresa de su padre, era firmar proyectos aburridos que otros diseñaban y discutir con algunos técnicos que no la consideraban suficientemente preparada para tomar algunas decisiones. Así que, para olvidarse de su triste vida laboral, aprovechaba los fines de semana para salir con su hermana y sus amigas, y para pintar.

Incluso su ropa era distinta a la que llevaba en el trabajo, donde siempre vestía de manera elegante y sobria. Ese día llevaba una sencilla camiseta y una falda larga hasta los tobillos plagada de colores, y se ató un pañuelo negro en la cabeza. Nadie podía adivinar que esa chica, de aspecto bohemio que dibujada paisajes en medio de un parque, era en realidad una de las herederas del millonario Antonio Lobo, y a Almudena eso le encantaba. Odiaba que la gente se acercase a ella por su dinero, cosa que había sucedido con frecuencia durante sus años de universidad. Pero su padre jamás le habría permitido estudiar Bellas Artes, como era su sueño desde niña, pues según él, era una carrera inútil sin prestigio ni provecho, y no formaba parte de los planes que tenía para su primogénita.

Estaba decidida a no pensar en cosas tristes, así que se concentró en su dibujo. Ya había empezado a darle color con acuarelas, cuando de pronto algo hizo sonar algunos de sus botecitos. Almudena se volvió hacia ellos y descubrió al causante, un perro de raza Golden Retriever la miraba con la lengua fuera y todo el hocico coloreado de azul, junto a sus patas, había un pequeño recipiente volcado, el agua azulada que antes contenía estaba ahora derramada por el césped y sobre el animal, que le meneaba la cola y movía ladraba tratando de llamar su atención.

―Pero mira cómo te has puesto ―dijo entre sonrisas mientras se acercaba al perro―, deja que te limpie. ―Almudena cogió un trapo de la mochila y empezó a tocarle el hocio, el animal la recibió encantado, pensando que quería jugar con él y se removía ente sus manos. Pero unos gritos cada más cercanos lo hicieron echarse atrás unos pasos.

―¡Odín, no molestes a la chica, ven aquí! ―El joven detuvo su carrera al llegar hasta Almudena― Lo siento, normalmente no suele avasallar a nadie.

―No te preocupes. ―El chico le puso la correa y advirtió el color azul de su hocico, echó una mirada rápida y dio con el recipiente vacío en el suelo.

―Te ha tirado la pintura ¿verdad?, ¿cuánto cuesta?, te la pagaré.

―No pasa nada, era sólo agua sucia para limpiar mis pinceles ―aclaró Almudena con amabilidad, le sabía mal verlo tan apurado por una tontería.

―¿Seguro?

―Sí, de verdad ―afirmó ella.

―De todos modos siento que te lo haya volcado. Me llamo César ¿y tú? ―Le tendió la mano. Ella se incorporó y se la estrechó. César era muy alto, de cabellos negros y muy guapo.

―Almudena.

―Encantado de conocerte, aunque haya sido así ―Ambos miraron a Odín, que estaba tranquilamente sentado sobre sus patas traseras, y se rieron―. ¿Estás pintando el Retiro?

―Sí, ¿qué te parece? ―César se acercó un poco más para poder mirar el lienzo colocado sobre el caballete.

―No está mal…

―¿No está mal? ―repitió ella un poco molesta.

―Es que… aquí creo que te ha quedado la escena un poco fría, apagada, no sé… esa gente está pasando un buen rato y en tu cuadro se les ve sombríos ¿no?

Almudena se quedó callada unos instantes. Aquel tipo tenía razón, los colores que había utilizado para dar forma a las personas anónimas que había en el parque eran fríos, y transmitían más tristeza que otra cosa. Se dio cuenta de que había dejado que sus propios sentimientos empañaran el dibujo.

―Sí, tienes razón, les falta energía, alegría… ―aceptó seria.

―Oye, no te enfades por favor, sólo dije lo que vi. En realidad no tengo mucha idea de estas cosas.

―Tranquilo ―Le dedicó una sonrisa―. Estoy de acuerdo con tu crítica y voy a intentar solucionarlo. Además… me gusta la gente sincera.

El resto de la mañana la pasaron juntos. César resultó ser una compañía muy agradable. Hablaron de pintura, de música, de libros, de amigos, de perros… y el tiempo pasó volando. Almudena se comunicó con sus hermanas por móvil y les dijo que comería fuera con una amiga. Ninguna lo vio raro así que pudo pasar unas horas más con César.

Jugaron con Odín y en uno de esos juegos acabaron rodando por el césped y riendo sin parar. Cuando César la ayudó a levantarse, Almudena sintió algo en su estómago. Aquell chico le gustaba, ¿a quién se lo iba a negar?, y ella parecía gustarle a él también, sin conocer su apellido, sin saber que algún día heredaría una pequeña fortuna, sólo por sí misma. Se sintió dichosa.

Con todo recogido y ya dispuesta a despedirse, César la sorprendió con un tierno beso en los labios. Breve y superficial, nada impositivo, pero cargado de significado. Almudena cerró los ojos durante aquellos dulces instantes.

―¿Volveremos a vernos? ―preguntó impaciente.

―Yo creo que sí ―contestó ella con una sonrisa feliz.

―¿Me das tu número de móvil o tu correo?

―No… ―César frunció el ceño desconcertado―, nos veremos aquí el próximo sábado, a la misma hora, en el mismo lugar. No faltes. ―César sonrió, ya más tranquilo.

―¿Te acerco a tu casa?, he venido en moto.

―No, gracias… he venido en mi coche.

―Vale, pues… hasta el sábado.

―Adiós…

Almudena se sentó al volante sin poder dejar de sonreír. Había ido al parque del Retiro sólo para pintar un rato, y la suerte o el destino habían hecho de aquel un día inolvidable. No es que ningún chico se le hubiera acercado antes, pero ninguno que le hubiese gustado tanto como César y que además no supiera que ella era una Lobo, aunque si las cosas con él iban bien, tendría que contárselo en algún momento. Prefirió no pensar en eso todavía y arrancó el motor.


―Como te descuides voy a tener mejor puntería que tú muy pronto ―se burlaba Isabel.

―Has estado practicando sin mí, estoy seguro ―se lamentaba Aníbal.

―Que va, lo que pasa es que tengo una habilidad innata para disparar.

―Seguro que es eso. ―Aníbal intentó removerle el pelo e Isabel lo esquivó.

―Voy a montar un rato a Lucero ―anunció.

―Lucero no está en su cuadra.

―¿Cómo que no?

―Están haciéndole una revisión… ―informó con voz queda y evitando mirarla a la cara.

―¿Está enfermo? ―se preocupó.

―No, tranquila, es que…

―Aníbal ―Llegó hasta él y lo obligó a mirarla―, ¿qué ocurre?

―No has hablado con tu padre ¿verdad?

―¿De qué?

―Va a vender a Lucero, lo están revisando ahora porque el comprador quería información reciente del animal.

―¿Cómo?, pero… eso no puede ser. Lucero es mi caballo favorito, papá lo sabe.

―Al parecer el comprador es un tipo extranjero, muy rico, y le ha ofrecido una gran suma.

―No puede venderlo, ¡no puede! ―Isabel apretó los puños― ¿Dónde está mi padre?

―Salió esta mañana. Tenía que cerrar unos negocios en Aranjuez. Me dijo que volvería el lunes.

―No pienso esperar al lunes. No puede vender a Lucero, ¿en qué hotel se hospeda?

―¿Vas a ir a verle?, ¿no es mejor que primero hables con él por teléfono?

―Me dirá que está ocupado y que no puede atenderme ―Más de una vez había utilizado esa excusa cuando recibía llamadas de sus hijas―. Si me presento delante de él no podrá negarse a hablar.

―Como quieras… ―dijo Aníbal derrotado. A veces Isabel era más terca que una mula.

―Y no me mires así, no le diré que me lo has contado tú.

―Gracias.


Ni Lidia ni Nieves la convencieron de no ir a Aranjuez. Rosita no lo intentó, porque la apoyaba, sabía lo mucho que su hermana adoraba a ese caballo.

Isabel cogió su coche y llegó a su destino en menos de una hora. Con la ayuda del GPS dio con el hotel NH Príncipe de la Paz, donde su padre se hospedaba. Entró en el espacioso vestíbulo, se presentó como Isabel Lobo y preguntó si su padre estaba en su habitación en esos momentos. El recepcionista, después de examinar el carné de indentidad de Isabel y ver que ella conocía el número de habitación, no dudo de la veracidad de sus palabras e hizo una llamada.

―Muy bien, gracias ―Tras colgar miró a Isabel―, su padre está en su habitación.

―Estupendo, entonces voy a subir a verle, muchas gracias. ―El chico le dedicó una amplia sonrisa e Isabel se preguntó si estaba siendo amable o intentaba ligar con ella. Algunos hombres lo habían intentado, pero nunca le dio la menor oportunidad a ninguno. Simplemente, no le gustaban, ¿qué podía hacer?

Tocó a la puerta un poco ansiosa. Tras unos segundos de silencio, la puerta se abrió, pero no fue su padre quien la recibió. Isabel se encontró cara a cara con una mujer joven, hermosa y desnuda, salvo por una camisa masculina que llevaba sobre los hombros. La prenda estaba totalmente desabrochada y mostraba todo su cuerpo. Instintivamente, Isabel la miró de arriba abajo. Y siguió mirándola unos segundos más, como extasiada, incapaz de apartar su mirada de ella, recorriendo cada centímetro de piel con sus ojos azules.

―¿Quién eres? ―logró preguntar la joven Lobo después de recuperar la compostura.

―Eso mismo podría preguntarte yo a ti… ―replicó la desconocida con cierta picardía― "¿me está mirando las tetas?, no puede ser…" pensó divertida.

―¿Dónde está mi padre? ―exigió mientras se metía en la habitación. La mujer no la detuvo y se limitó a cerrar la puerta y volverse hacia ella.

―¿Eres una Lobo? ―formuló mientras se atusaba con tranquilidad los largos cabellos negros todavía húmedos. A Isabel le dio la impresión de que había salido hace poco de la ducha. La desconocida prosiguió― Tu padre está duchándose, ¿quieres que lo llame? ―añadió con descaro.

Entonces, sin amago de ocultar su cuerpo desnudo bajo la camisa, caminó hasta la cama, donde se sentó de manera provocativa. Isabel fueron casi como una tortura.

―No… ya… ya lo llamo desde recepción… ―Isabel apartó sus ojos de la bella morena, habló con torpeza más que evidente, haciéndola sonreír con vanidad, y se dirigió a la entrada de la habitación. Necesitaba salir de allí.

―Por favor, cierra la puerta al salir ―exclamó. Pero Isabel ya no escuchaba, sus piernas apenas tenían fuerzas para caminar, y su mente era incapaz de pensar en otra cosa que no fuera la desnudez de esa mujer.

Ya en el pasillo, a unos metros de la habitación de su padre, Isabel se llevó la mano al pecho. Su corazón latía desaforado. Respiró hondo varias veces y siguió caminando, pero la imagen de aquella hermosa desconocida se negaba a abandonarla. Su mente reproducía una y otra vez los movimientos de su cuerpo y los gestos de su rostro, incluso volvía a escuchar su voz.


Antonio Lobo salió de la ducha a medio vestir y se encontró con su joven acompañante excesivamente sonriente.

―¿A qué viene esa cara? ―demandó sin delicadeza.

Podía decirle que una de sus hijas se había presentado en la habitación, y que se había quedado embobada mirándola, pero decidió callárselo.

―Acabo de leer un mail muy divertido de una amiga.

Lobo apenas le dedicó atención mientras terminaba de vestirse.

―¿Me vas a llevar a cenar a algún lugar bonito? ―preguntó como una niña ilusionada.

―¿Crees que he venido hasta aquí sólo para estar contigo? ―La sonrisa se esfumó de su cara― Tengo una cena de negocios y cuando vuelva prefiero que no estés, necesitaré dormir.

―Está bien ―musitó.


Al llegar al vestíbulo, el recepcionista se preocupó al verla.

―¿Se encuentra bien señorita?

―Sí… estoy bien, gracias.

―¿Ha podido hablar con su padre?

Pero Isabel no contestó. Toda su atención estaba concentrada en su interior. Tanto tiempo peleando contra aquellos impulsos y pensamientos, y cuando parecía que los estaba controlando mejor aparecía aquella belleza del Sur para tirar sus esfuerzos por tierra. Porque estaba segura de que era del sur, su acento era demasiado característico. ¿Desde cuándo su padre se veía con una mujer andaluza casi de la edad de sus hijas?, ¿y por qué demonios le importaba a ella si al fin y al cabo era un hombre viudo?

Pero por encima de todo eso, ¿por qué había sentido un deseo tan intenso al verla? Hacía mucho tiempo que no sentía eso por ninguna mujer, incluso pensaba que podría sobrellevar su condición sin demasiada angustia. Pero eso había sido antes de verla a ella.

"Esos ojos… esos ojos claros de mirada seductora… ―pensaba internamente― Pero ¿qué me ha pasado?, mierda".

Isabel ya se había colocado el cinturón de seguridad y estaba a punto de encender el motor cuando recordó que el asunto de Lucero seguía en el aire. Lo había olvidado por completo por culpa de… de ella. La idea de volver a entrar en el hotel se pasó por su cabeza, pero ¿con qué cara iba a mirar a esa mujer después de haberse comportado como una tonta en la habitación? Entonces pensó que lo mejor era hablar con su padre primero, por teléfono, tal y como Aníbal le había sugerido. Al fin y al cabo, la venta de Lucero se iba a formalizar la semana siguiente, todavía tenía un poco de tiempo.


―Nunca me hablas de tus hijas ―afirmó.

―¿Qué quieres que te diga de ellas?, te pago para que te acuestes conmigo, no para hablar de mis hijas ―Ella no replicó―. Toma, cómprate algún vestido.

Lobo le ofreció varios billetes de cincuenta euros que ella cogió.

―¿Mañana quieres que venga?

―Sí, mañana todavía estaré aquí, ven por la tarde.

―Muy bien.

Cuando Lobo cerró la puerta, ella se tumbó en la cama y miró el techo.

"Así que ésa era una de tus hijas. Por lo menos tiene buen gusto ―Sonrió de satisfacción al recordar lo nerviosa que se había puesto al verla desnuda―. ¿Te contará que me ha conocido?". Se dio la vuelta, rodando sobre sí misma, y se puso a contar los billetes que tenía sobre la mesilla de noche.

CONTINUARÁ…