*Suena "Route 66" de Chuck Berry*

Shade: *Entrando con una guitarra y la toca como Chuck Berry* ¡Hola! ¿Nos extrañaron? ¡Ya no desesperen, hijos míos: aquí les traemos otro nuevo fic!

Sess: Antes de que volvamos a la triste realidad, Shade a la Universidad y yo a clases, presentamos esta parodia de un gran libro, Tom Sawyer.

No será un fic de terror, así que los que ya corrían por sus vidas, se pueden quedar tranquilos (Público Random: ¡Es mentira! ¡Shade miente! -.-*)

Pairings: Noncest Rin/Len. Levísimo Neru/Len.

Disclaimer: Vocaloid no nos pertenece, a excepción de Yamaha Corporation y derivados. Las Aventuras de Tom Sawyer es creación de Mark Twain.

Dedicado a sugA u.u Te regalo un abrazo y una brocha con pintura para que empieces a pintar mí cerca, jojo

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The Adventures of Len Sawyer

Created by Shade Shaw Phantom and SessKagomeEver

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Chapter 1: Len juega, pelea y se esconde.

— ¡Len!

Silencio.

— ¡Len!

Más silencio.

— ¿Dónde estará metido ese chico…? ¡Len!

La vieja Sweet Ann se bajó los redondos anteojos y miró por encima, alrededor del cuarto; después se los subió a la frente y miró por debajo. Rara vez o nunca miraba a través de los cristales a cosa de tan poca importancia como un chiquillo: Esos eran aquéllos lentes de ceremonia; eran su mayor orgullo, construidos mas por decoración que para uso; y no hubiera visto mejor mirando a través de un par de mantas. Se quedó un instante perpleja y dijo, no con cólera, pero lo bastante alto para que la oyeran los muebles:

— Bueno, te aseguro que si logro echarte mano te voy a…

No pudo terminar su frase, porque antes de eso se agachó dando estocadas con la escoba por debajo de la cama; así que necesitaba todo su aliento para alternar escobazos con resoplidos. Lo único que logró sacar de la cama fue al gato, que salió corriendo y bufando.

— ¡No se ha visto nada igual que ese muchacho!

Fue hasta la puerta y se detuvo allí, recorriendo con la mirada las estacas donde estaban las plantas de tomate y arveja y las plantas silvestres que constituían el jardín de la casa. Ni sombra de Len. De pronto alzó la voz a un ángulo de puntería calculado para larga distancia y gritó:

— ¡Tú! ¡Leeeen!

Oyó detrás de ella un ligero ruido y se volvió, lista para atrapar a un muchacho rubio por el borde de la chaqueta y detener su vuelo de escape.

— ¡Aquí estás! ¡Que no se me haya ocurrido pensar en esa despensa…! ¿Qué estabas haciendo ahí?

—Nada.

— ¿Nada? Mírate esas manos, mírate esa boca… ¿Qué es eso pegajoso?

—No lo sé, tía—dijo Len inocentemente.

—Pues yo si sé que es—dijo Sweet Ann amenazadoramente—Es dulce, eso es. Te he dicho mil veces que como no dejaras en paz el tarro de dulce te iba a despellejar vivo. ¡Dame esa vara! —La vara se cernió en el aire. Aquello tenía muy mala espina…

— ¡Dios mío! —gritó Len—. ¡Mire lo que tiene detrás, tía!

La mujer giró en redondo, recogiéndose las faldas para esquivar el peligro; y en el mismo instante se escapó el chico, se encaramó por la alta vara de tablas y desapareció tras ella. Su tía Sweet Ann se quedó por un momento estupefacta… para luego echarse a reír bondadosamente.

— ¡Diablo de chico! ¿Cuándo terminaré a aprenderme sus mañas? ¿Cuántas jugarretas como ésta no me habrá hecho? ¡Y aún le hago caso! Pero, ¡Señor! Aunque Len es un pillo, me hace reír, y no soy capaz de pegarle. No puedo, ¿qué le voy a hacer? Es el hijo de mi pobre hermana difunta, y cada vez que le dejo sin castigo me carcome la conciencia, y cada vez que le pego se me parte el corazón… Esta tarde se escapará del colegio y no tendré más remedio que hacerle trabajar mañana (aunque sea sábado) como castigo.

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Len tuvo que trabajar, en efecto, y lo pasó en grande. Fue para ayudar a Gachapoid en el taller a aserrar la leña para el día siguiente y hacer astillas antes de la cena; pero, al menos, llegó a tiempo para contar sus aventuras a Gachapoid mientras éste hacía tres cuartas partes de la tarea. Rinto, el hermano menor de Len, o mejor dicho, su hermanastro, ya había terminado su trabajo de recoger astillas, pues era un muchacho tranquilo, poco dado a las aventuras.

Esa noche, mientras Len cenaba y escamoteaba terrones de azúcar cuando la ocasión se le ofrecía, su tía le hacía preguntas llenas de malicia y trastienda, con el intento de hacerle picar el anzuelo y sonsacarle reveladoras confesiones. Como otras muchas personas, igualmente sencillas y candorosas, se envanecía de poseer un talento especial para la diplomacia tortuosa y sutil, y se complacía en mirar sus más obvios y transparentes artificios como maravillas de artera astucia.

La conversación entre Len y su tía fue así:

— Hacía bastante calor en la escuela, Len; ¿no es cierto? —empezó Sweet Ann

—Sí, señora—contestó Len.

—Muchísimo calor, ¿verdad?

—Sí, señora.

— ¿Y… no te entraron ganas de irte a nadar?

Len sintió un vago recelo, una especie de alarmante sospecha. Examinó la cara de su tía Sweet Ann, pero nada sacó en limpio. Así es que contestó:

—No, tía Ann; vamos… no muchas.

La vieja mujer alargó la mano y le palpó la camisa—Pero ahora no tienes demasiado calor, con todo. —Y se quedó tan satisfecha por haber descubierto que la camisa estaba seca sin dejar traslucir que era aquello lo que tenía en las mientes. Pero bien sabía ya Len de dónde soplaba el viento. Así es que se apresuró a parar el próximo golpe:

—Algunos chicos nos estuvimos echando agua por la cabeza. Aún la tengo húmeda. ¿Ve usted? —La tía Sweet Ann se quedó perpleja, pensando que no había advertido aquel detalle acusador, y además le había fallado un tiro. Pero tuvo una nueva inspiración:

—Dime, Len: para mojarte la cabeza ¿no tuviste que descoserte el cuello de la camisa por donde yo te lo cosí…? ¡Ajá! ¡Desabróchate la chaqueta!

Toda sombra de alarma desapareció del rostro de Len. Sonrió y se abrió la chaqueta: El cuello cosido, y bien cosido.

— ¡Diablo de chico! Estaba segura que habrías hecho rabona y que te habrías ido a nadar. Me parece, Len, que eres como gato escaldado, como suele decirse, y mejor de lo que pareces. Al menos, por esta vez.

Le dolía un poco que su sagacidad le hubiera fallado, y se complacía que Len hubiera terminado por obedecerla esta vez. Pero luego Rinto dijo:

— Pues mire usted: yo diría que el cuello estaba cosido con hilo blanco… y ahora es negro.

— ¡Cierto! ¡Yo lo cosí con hilo blanco! —exclamó Sweet Ann— ¡Len! —Pero Len no escuchó el final de los regaños de su tía. Al escapar gritó desde la puerta:

— ¡Rinto, te ganaste una tunda! —Y salió corriendo. Ya en lugar seguro, sacó dos largas agujas que llevaba clavadas debajo de la solapa. En una había enrollado hilo negro, y en la otra, blanco.

"Si no es por Rinto, no lo descubre" pensó Len enfadado "Unas veces lo cose con blanco y otras con negro. ¿Por qué no se decide de una vez por uno o por otro? Así no hay quien lleve la cuenta. Pero Rinto me las ha de pagar, ¡demonios!". Len no era el niño modelo del lugar. Rinto, el niño modelo, lo conocía de sobra, y Len lo detestaba con toda su alma.

Aún no habían pasado dos minutos cuando ya había olvidado sus cuitas y pesadumbres. No porque fueran ni una pizca menos graves y amargas de lo que son para los hombres las de la edad madura, sino porque un nuevo y absorbente interés las redujo a la nada y las apartó por entonces de su pensamiento. Este nuevo interés era en el arte de silbar, en la que acababa de adiestrarle un negro, y que ansiaba practicar a solas y tranquilo. Consistía en ciertas variaciones a estilo de trino de pájaro, una especie de líquido gorjeo que resultaba de hacer vibrar la lengua contra el paladar y que se intercalaba en la silbante melodía.

Probablemente el lector recuerda cómo silbar, si es que ha sido niño alguna vez. La aplicación y la perseverancia pronto le hicieron dar en el quid y Len echó a andar calle adelante con la boca rebosando armonías y el alma llena de regocijo. Sentía lo mismo que experimenta el astrónomo al descubrir una nueva estrella.

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Los crepúsculos caniculares eran largos. Aún no era de noche. De pronto Len dejó de silbar: un forastero estaba ante él; un muchacho que apenas le llevaba un dedo de ventaja en la estatura. Un recién llegado, de cualquier edad o sexo, era una curiosidad emocionante en el pobre lugarejo de San Petersburgo.

El chico, además, estaba vestido de traje, y eso que ese no era un día festivo. Bajo el pelo corto color aguamarina tenía sombrero de copa bien coquetón; la chaqueta, de paño azul, nuevo, bien cortado y elegante; y a igual altura estaban los pantalones. Tenía puestos los zapatos, aunque no era más que viernes. Hasta llevaba corbata: una cinta de colores vivos.

En toda su persona había un aire de ciudad que le dolía a Len como una injuria. Cuanto más contemplaba aquella esplendorosa maravilla, más alzaba en el aire la nariz con un gesto de desdén por aquellas galas, mientras miraba sus ropas rotas y remendadas. Ninguno de los dos hablaba. Si uno se movía, se movía el otro, pero sólo de costado, haciendo rueda. Seguían cara a cara y mirándose a los ojos sin pestañear. Al fin, Len dijo:

—Yo te puedo.

—Pues anda y haz la prueba—contestó el chico de pelo verde.

—Pues sí que te puedo. —replicó Len.

— ¡A que no!

— ¡A que sí!

— ¡A que no!

Siguió una pausa embarazosa. Después prosiguió Len:

— Y tú, ¿cómo te llamas?

— ¿Y a ti que te importa?

—Pues si me da la gana vas a ver si me importa—escupió Len

— ¿Pues por qué no te atreves?

—Como hables mucho lo vas a ver.

— ¡Mucho… mucho… mucho!

—Tú te crees muy gracioso ¿eh?; pero con una mano atada atrás te podría dar una tunda si quisiera.

— ¿A que no me la das…?—le retó el de pelo verde.

— ¡Vaya un sombrero! —exclamó Len.

—Pues atrévete a tocármelo.

—Lo que eres tú es un mentiroso.

—Más lo eres tú.

—Como me digas esas cosas agarro una piedra y te la estrello en la cabeza—dijo Len amenazador

— ¡A que no!

Siguieron sopesándose, ahora estaban hombro con hombro.

—Vete de aquí—dijo Len.

—Vete tú—dijo el de pelo verde.

—No quiero.

—Pues yo tampoco.

Y así siguieron, cada uno apoyado sobre una pierna como en un puntual, y los empujando con toda su alma y lanzándose furibundas miradas. Pero ninguno lograba espantar al otro. Momento después Len y el extranjero de pelo verde se empujaron mutuamente. Después de forcejear hasta que ambos se pusieron encendidos y arrebatados, los dos dejaron de empujarse, mirándose con desconfiada cautela.

Luego, Len volvió a arremeter: —Tú eres un miedoso y un cobarde. Voy a decírselo a mi hermano grande, que te puede deshacer con el dedo meñique.

— ¿Pues a mí que me importa tu hermano? Yo tengo uno mayor que el tuyo y que si lo ve, lo tira por encima de esa cerca. —…No hace faltar decir que ambos hermanos eran imaginarios, ¿no?

—Eso es mentira—replicó Len.

— ¡Porque tú lo digas!

Len hizo una raya en el polvo con el dedo gordo del pie y dijo: —Atrévete a pasar de aquí y soy capaz de pegarte hasta que no te puedas poner de pie. El que se atreva se la gana.

El recién venido traspasó en seguida la raya y dijo: — Ya está: a ver si haces lo que dices.

—No me vengas con ésas; ándate con ojo.

—Bueno, pues ¡a que no lo haces!

— ¡A que sí! Por dos centavos lo haría—exclamó Len.

El recién venido sacó dos centavos del bolsillo y se los alargó burlonamente. Pero Len los tiró contra el suelo con un manotazo… En el mismo instante rodaron Len y el de pelo verde, revolcándose en la tierra, agarrados como dos perros rabiosos, y durante un minuto forcejearon asiéndose del pelo y de las ropas, se golpearon y arañaron las narices, y se cubrieron de polvo y de gloria. Cuando la confusión tomó forma, a través de la polvareda de la batalla apareció Len sentado a horcajadas sobre el forastero y moliéndolo a puñetazos.

— ¡Date por vencido!

El forastero no hacía sino luchar para libertarse. Estaba llorando, sobre todo de rabia. — ¡Date por vencido! —chilló Len y siguió el machacamiento.

Al fin el forastero balbuceó un «Me rindo», y Len lo dejó levantarse y le dijo jadeante: —Eso, para que aprendas. Otra vez ten ojo con quién te metes.

El vencido se marchó sacudiéndose el polvo de la ropa, entre hipos y sollozos, y de cuando en cuando se volvía moviendo la cabeza y amenazando a Len con lo que le iba a hacer "la primera vez que lo encontrara", a lo cual Len le respondió con mofa, y se echó a andar con aire orgulloso. Pero tan pronto como volvió la espalda, su contrario cogió una piedra y se la arrojó, dándole en mitad de la espalda, y en seguida volvió grupas y corrió como un antílope.

Len persiguió al traidor hasta su casa, y supo así dónde vivía. Tomó posiciones por algún tiempo junto a la puerta del jardín y desafió a su enemigo a salir a campo abierto; pero el enemigo se contentó con sacarle la lengua y hacerle muecas detrás de la vidriera. Al fin apareció la madre del forastero, y llamó a Len malo, tunante y ordinario, ordenándole que se largase de allí. Len se fue, pero no sin prometer antes que aquel chico se las había de pagar.

Llegó muy tarde a casa aquella noche, y al encaramarse cautelosamente a la ventana cayó en una emboscada preparada por su tía, la cual, al ver el estado en que traía las ropas, se afirmó en la resolución de convertir el sagrado sábado de descanso y diversión en cautividad y trabajos forzados.

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Shade: Me dolió mucho que Len le diera una paliza nuestro querido Mikuo, pero los que conocen este maravilloso libro, pueden respirar tranquilos de que serán muy amigos ^^

Sess: ¿Ya terminaste de spoilear? -.- Te tendré que adormecer otra vez con vodka para que no arruines las demás sorpresas ¬¬*

Shade: Ok ok… Me quedaré quieta =D

¿Qué tal les pareció? Cualquier crítica (menos las trollifieras) son bienvenidas.