Notas: EL TÍTULO ESTÁ HECHO CON MALA LECHE. Quien lo pille, desde luego sentirá una punzada en el corazón. Dedicado a mis niñas, que hoy hemos sufrido sin necesidad.


Capítulo dieciséis: Zona gris


Hacía muchísimo tiempo que Lovino no experimentaba la sensación de dormir abrazado a alguien. La última vez había sido con una de sus novias, dos años atrás, porque ella tenía el frío del invierno la estaba atacando y él había insistido en protegerla con el calor de su cuerpo.

La verdad era que Lovino solamente quería manosearla a su antojo.

Con Antonio, sin embargo, ya no necesitaba excusas burdas: ambos conocían los mecanismos de la mente masculina a la perfección, lo cual podía tener también sus inconvenientes.

—Ay, todo tu cuerpo me enamora.

—Antonio, deja de sobarme los pezones. ¡Quiero dormir!

Pero lo cierto era que ni Antonio cesó con su manoseo ni él tenía ganas de dormir. Tras un día tan agitado, sería imposible conciliar el sueño con tanta facilidad. Al fin y al cabo, no solo había logrado confesarle sus sentimientos más íntimos y cursis a Antonio, sino que encima fue correspondido. Aunque en teoría tendría que sentirse el hombre más afortunado del mundo, pensamientos negativos de toda índole no dejaron de apelotonarse en su mente y comerle la felicidad poco a poco. Era consciente de que tenía que abandonar la alegría propia de un enamorado y pensar con la cabeza fría: su relación con Antonio jamás funcionaría. En primer lugar, no sabía si el sexo con otro hombre le resultaría placentero. ¡Que tuviera curiosidad no significaba que le fuera a gustar! En segundo lugar —y más importante—, se había ido de enamorar de Antonio.

Antonio Fernández Carriedo, aquel que hundió su autoestima y le convirtió en el amargado que era. Cuando Lovino no era más que un adolescente solitario, decidió poner toda su confianza en aquel delincuente de poca monta que tanto le admiraba. Se hicieron amigos y, a decir verdad, fue la época más feliz de Lovino. Pero luego, en el momento de la verdad, su supuesto «mejor amigo» le abandonó a favor del imbécil de Arthur Kirkland. A partir de entonces, Lovino fue perdiendo progresivamente la confianza en sí mismo. No podía estar con una chica sin pensar que ella terminaría dejándole por otro hombre —lo cual solía acabar sucediendo— o, directamente, por su carácter insufrible. Ese miedo a ser abandonado estaba presente en el día a día de Lovino Vargas.

Por eso odió durante tanto tiempo a Antonio.

Y de repente, volvió a encontrarse con aquel que lo hundió en la miseria. Para colmo, se enamoró de él. ¿Cuántas veces tenía Lovino que tropezar en la misma piedra para darse cuenta de sus errores? Y lo que seguía acechando su mente era la idea de que Antonio volviera a abandonarle.

Quizás Antonio no quería nada serio con Lovino.

—Toño…

—¿Mm? —preguntó Antonio, medio dormido. Sus manos habían pasado a rodear con cariño la cintura de Lovino.

El maldito Antonio se las ingeniaba para ser la persona más dulce y cariñosa con la que Lovino se había topado. ¿Cómo no iba a tener sentimientos encontrados?

—¿Cuándo me vas a dar mi regalo? —preguntó por decir algo.

Sabía que hacerle preguntas relacionadas con lo que se le estaba pasando en la cabeza sería absurdo, sobre todo teniendo en cuenta que Antonio estaba cada vez más cerca del mundo de los sueños.


La claridad del alba logró apartar a Lovino tanto del mundo de Morfeo como del torso de Antonio. ¿En qué punto de la noche se habían cambiado las tornas? Se encogió de hombros y se levantó torpemente de la cama, dejando al pobre Antonio un poco destapado.

No pudo evitar sonreír al verlo tendido en la cama como un lirón, acurrucadito y sonriente. Aunque Lovino solía dormir desnudo, aquel día se decantó por usar su ropa interior. Tenía bien claro que no iba a dormir tal y como Dios lo trajo al mundo en la misma cama que el pulpo Antonio. De momento.

Entre bostezos, Lovino salió de la habitación y cerró la puerta con cuidado para no despertar al «bello durmiente». Cuando iba a la cocina a tomar un tentempié, se topó con Govert con el gabán y la bufanda puestos, ya preparado para salir.

Seguía pareciendo triste. De hecho, unas horribles ojeras acentuaban la parte terrorífica de Govert.

—Eh —Lovino lo saludó como pudo. Govert se dio media vuelta despacio y ni reaccionó al ver al «amigo» de Antonio en ropa interior—. ¿Te vas?

—¿Tú qué crees? —preguntó con desgana, alzando el paraguas para demostrarle a Lovino lo estúpida que había sido su cuestión.

—Oye… —se rascó la nuca mientras pensaba en cómo iniciar un tema de conversación sin sonar demasiado forzado— Estás hecho mierda. ¿Te pasa algo? No es que me importe, pero Antonio está preocupado por ti.

—Y no quieres ver a tu novio preocupado —abrió la puerta, dándole la espalda a Lovino—. Más te vale hacerle feliz. Luego sus lloros me los tengo que comer yo.

—¡No evites el tema! ¡Y no es mi novio!—exclamó Lovino. Luego recordó que Antonio seguía durmiendo y se sintió culpable por elevar tanto la voz.

Y Govert ya se había marchado. Lovino se quedó clavado en el sitio, sin saber bien qué hacer.


Antonio casi cayó al intentar levantarse de la cama. Sus piernas se habían enredado con las sábanas y, si no fuera porque se había agarrado a la mesilla de noche, se habría dado de bruces contra el suelo.

Se rió al darse cuenta de lo torpe que era y, aún bostezando y rascándose, salió de su cuarto. Necesitaba comprobar que Govert estuviera mejor que el día anterior. No podía evitar sentirse un poco culpable, ya que había estado tan ocupado disfrutando de su nuevo romance que había dejado un poco a un lado a su buen amigo. Sin embargo, a la única persona que encontró en el apartamento no fue otro sino Lovino. Con la misma mirada que un niño que está a punto de robar una galleta, Antonio se aproximó a él y le abrazó por detrás. Sonrió de oreja a oreja al ver que Lovino estaba preparando el desayuno para ambos.

—¡Buenos días! —le besó la mejilla y volvió a apoyar su cabeza en el hombro de Lovino— ¿Has visto a Govert?

—Sí, se marchó hace un rato. No sé adónde —continuó preparando la segunda tostada como si no tuviera a un hombre perturbador pegado a él—. Joder, ¿cómo puedes estar de tan buen humor por la mañana?

—Bueno, me despierto y lo primero que veo es a un maromo potentorro y casi desnudo preparándome el desayuno. ¿Quién no estaría feliz?

—Eres fácil de complacer —contestó con una sonrisilla. Lo cierto era que no podía evitar sentirse un poco feliz cuando Antonio lo adulaba de semejante forma.

—Pues solo tú me haces sentir así, Lovi —dijo con tal ternura que las mejillas de Lovino comenzaron a acalorarse. Se volvió despacio y se topó con la mirada maravillada y dulce de Antonio.

Por mucho tiempo que pasara, Lovino jamás sería capaz de ver aquellos dos ojos enamorados sin sentir mariposas en el estómago. Al menos no le latía el corazón a la velocidad de la luz ni tenía las mejillas más rojas que la mente de un bolchevique. De momento.

—¿Te pagan por ser un cursi? —Lovino fue aproximándose despacio a su objetivo final: los labios carnosos de Antonio. Antes de que pudiera culminar aquel beso, el ruido menos erótico del mundo los detuvo.

Las tripas de Lovino rugieron. Sentía como si todas las fuerzas de la naturaleza se metieran en su estómago y no cesaran de luchar las unas contra las otras.

—Creo que te ha picado el gusanillo del hambre —Antonio comenzó a reírse él solo con su propio intento fallido de chiste.

Cuando Antonio se giró, pilló a Lovino dándose un puñetazo en el estómago mientras susurraba la palabra «cortarrollos».


Pocas veces podía verse a Lovino sonriendo por la calle. No era una sonrisa de oreja a oreja como las de Antonio, sino la sonrisilla ligeramente socarrona propia de un triunfador nato. Quizás no era rico, famoso ni particularmente inteligente, pero al menos había logrado encontrar a una persona maravillosa que le hacía feliz.

Aunque Lovino no podía sentirse inseguro en ocasiones. O casi siempre. ¡Pero aquel no era momento de vacilar, sino de pasear con orgullo su alegría!

Sin embargo, nada más llegar a casa, se topó con una escena un tanto peculiar: Heracles estaba sentado en el sofá, con la vista clavada en el techo. Hasta ahí todo normal. Lo que ya sobresalía un poco era el hecho de que llevaba dos coletitas que le daban un nuevo significado visual a la palabra ridículo.

—Heracles, ¿qué cojones estás haciendo con tu vida? —Lovino soltó una risita y se sentó al lado de su primo— No sé cómo aún no te han desheredado.

—Oh, hola, Lovino —le saludó con una sonrisa casi imperceptible.

—¿Y las coletas? —alzó una ceja mientras tocaba una de ellas. Le gustaba aquella forma de cola de cerdito.

—Me las hizo Emma —se adelantó nada más ver que Lovino estaba abriendo la boca para formular una pregunta—. Está en su cuarto con Escroto.

Lovino necesitaba ver ya a Emma. Quería compartir su júbilo con alguien que no tuviera una lechuga como corazón. ¿Quién sería mejor que Emma? No tenía pensado comentarle exactamente que la causa de su alegría desmesurada era Antonio —no era el momento oportuno—, pero podía manifestar su buen humor de otra manera.

Aunque tendría que actuar con inteligencia para esquivar las posibles preguntar curiosas de la cotilla de Emma.

Antes de poder entrar en el cuarto de su amiga y deslumbrarla con una sonrisa más propia de Antonio que de un amargado como él, ella apareció por la puerta con aquella típica expresión que le hacía parecer un gatito travieso.

—Mira quién está aquí —le dio un codazo amistoso—, ¡pero si es el Casanova!

Las ganas de Lovino de responderle mermaron al fijarse en las ojeras que afeaban el precioso rostro de ella. Al darse en cuenta de lo que estaba pensando Lovino, Emma soltó una risita para restarle importancia al asunto mientras se palpaba despreocupadamente la cara.

—¿Oh, te has fijado? Jo, es cierto eso de que los chicos con novia son más observadores —fue a sentarse al sofá, no si antes intercambiar una mirada nerviosa con Heracles—. Va, ¡tienes que contarnos a Herc y a mí todo, todito sobre tu novia y tú!

«Mi novia mea de pie, eructa y básicamente tiene pene», fue lo primero que le sugirió el cerebro de Lovino. Evidentemente, no iba a soltar tal barbaridad y menos delante de Emma.

A Heracles y a Escroto, que ya había entrado en el salón para escuchar el cotilleo, daba igual traumatizarlos. Esos dos ya habían visto y oído de todo en sus vidas, pero Emma era alguien a quien Lovino quería proteger de la imbecilidad masculina.

—No tengo ninguna novia —espetó Lovino de mala gana. A pesar de estar diciendo una verdad como un templo, no pudo evitar sentirse como un mentiroso—. ¿Y tú no has dormido o qué?

—Es que estaban dando un maratón de pelis de Kubrick y, ya sabes, Kubrick es Kubrick —dio una palmadita en el sofá a modo de invitación para que Lovino tomase asiento también. A él le dio la sensación de que su amiga le estaba mintiendo descaradamente—. Y no me cambies de tema: has pasado la noche fuera. ¡Detalles!

—Estuve en casa de Antonio —intentó poner una mueca de tedio, pero de alguna manera le salió una sonrisilla socarrona. Solamente le faltaba que se le pusieran los ojos en forma de corazón para que tanto Emma como Heracles (o incluso Escroto) descubrieran su «secreto»—. Estuvimos viendo una peli y como era tarde para volver, me dijo de quedarme con él. ¡Nada de novias!

La ilusión inicial de Emma se fue disipando a medida que escuchaba aquella verdad a medias. Escroto maulló.

—¿Y dónde dormiste? —preguntó Heracles con un tono aparentemente tranquilo, pero en sus ojos se podía percibir la chispa de la hijoputez. Antonio le debió de contar en algún momento que eran tres en casa y que Govert y él compartían cama. ¡Maldito universo conspiratorio!

—En el sofá —se apresuró a responder con cierto alboroto. Emma alzó una ceja, perpleja por aquella reacción tan inesperada—. Iba a dormir en la cama de Ludwig, porque no estaba, pero me daba asco.

Escroto volvió a maullar. Aquel gato debía de saber algo.

—Hablando de Lud —Emma captó la atención de sus amigos—, Fel tampoco pasó aquí la noche. ¿Están en el piso nuevo?

—Sí, decorando.

—Decorando… —repitió Lovino, más para sí mismo que otra cosa. Le extrañaba que Feliciano no le hubiera llamado para ayudar, aunque resultaba relativamente comprensible debido a la riña del día anterior. Estúpido Feliciano, ¡Lovino ya no estaba enfadado con él!

Mientras Emma y Heracles comenzaban a charlar sobre la comida de Escroto (¡menudo cambio de tema tan radical!), Lovino cogió el teléfono móvil y envió un mensaje a Feliciano para preguntarle sobre su paradero «desconocido». Pronto recibió una respuesta y, tal y como había asegurado Heracles, estaba en el dichoso apartamento que les había regalado el hermano ricachón de Ludwig.

«Lud es un poco torpe con esto. ¡Necesitamos tu buen gusto!» fue el mensaje que leyó Lovino unos cuantos segundos después. Quizás se pasaría más tarde por aquel piso y se reiría de las patéticas elecciones de Ludwig. Una cosa era que le pareciera precipitada aquella boda y otra muy distinta era permitir que aquella patata pútrida destrozara por completo el futuro hogar de Feliciano. ¡Eso sí que no lo iba a tolerar!

Además, no tenía nada mejor que hacer. Antonio estaría ya en el trabajo y no tenía ganas de pasar la tarde en casa con Heracles y el gato cotilla.


Cualquiera que supiera un poco acerca de Lovino podría afirmar que su vida a veces rozaba lo estrafalario: convivía con su primo treintañero y vago, una chica de la que apenas sabían nada, un hermano pequeño que nunca abría los ojos y un gato con complejo de periodista del corazón. Para colmo, el empleo del desdichado Lovino era el de predecir el futuro.

Sí, su vida era peculiar. Pero no tanto como para acabar dándole una nalgada a su amigo «íntimo» en un ascensor.

O quizás sí.

Lovino había salido de casa y no tardó en llegarle otro mensaje al móvil. Creyendo que el pesado de Feliciano se había olvidado de algo, no pudo evitar sorprenderse al ver que se trataba de Antonio. «¡Hoy estoy libre! No tengo curro». Evidentemente, Lovino le llamó inmediatamente para pedir explicaciones. ¿Al muy imbécil le habrían despedido?

Al parecer, Nicolei «tenía problemas y cerraría aquel día la pizzería».

Y me lo dijo con un hilito de voz, casi temblando y todo. Estoy preocupado —confesó Antonio en medio de su conversación telefónica.

—Que se joda —Lovino frunció el ceño—. Hacer negocios con la mafia rusa es peligroso.

Antonio parecía ansioso por ver a Lovino de nuevo, a pesar de haberse separado unas cuantas horas atrás de él. Lovino le explicó la situación y, en apenas treinta minutos, ya se habían encontrado ante el antiguo apartamento de Gilbert.

—¡Perdón por el retraso! —exclamó Antonio nada más ver a Lovino.

—No pasa nada, siempre supe que tenías pocas luces —rió un poco al ver el semblante desconcertado de Antonio, el cual cambió rápidamente al entender el chiste y se transformó en una expresión risueña.

Lovino miró el telefonillo con desconfianza, pasando el dedo por varios botones pero sin presionar ninguno. Antonio, sonriendo juguetonamente, tomó la mano de Lovino y con ella presionó el botón del 11—B.

—Si no sabías el piso, ¿por qué no me preguntaste?

—¡Sí que lo sabía, botarate! —Lovino apartó su mano de la de Antonio— Simplemente no me acordaba.

¿Quién? —sonó la voz de Ludwig al otro lado del aparato.

—Un testigo de Jehová que quiere venderte una aspiradora —contestó Lovino de mala gana. Tuvo que darle un pequeño codazo a Antonio para que no se riera—. ¡Abre!

Hola, Lovino —suspiró y abrió la puerta del portal.

Antonio y Lovino entraron victoriosos, como si acabasen de haber logrado un triunfo deportivo. Al entrar en un ascensor casi microscópico, notaron cómo un ambiente tenso se formaba entre ambos. Supusieron que era la reacción típica de dos personas que entran en un ascensor.

—Qué revuelto está el tiempo.

—Ya te digo.

Maldita tensión de ascensor.


Heracles se miró en el espejo con poca sorpresa, a pesar de que sus coletitas se habían convertido en una trenza diminuta y mal hecha. Emma le sonreía de oreja a oreja, abrazándolo por la espalda y riendo por lo bajinis.

—¡Estas graciosísimo!

—Mm, Emma —frunció el ceño de modo casi imperceptible. Ella, al escuchar que su tono era más grave que de costumbre, alzó la cabeza y se topó con el reflejo suyo y el de Heracles—, ¿por qué no le has dicho nada a Lovino? Lo de tu hermanastro, digo.

—Ya sabes cómo es Lov —apoyó la cabecita en la espalda de Heracles y dejó que un suspiro cargado de pesar saliese de su boca—. No quiero que se preocupe. Además, está tan mono ahora que está de buen humor… —su sonrisa se tornó triste— No seré yo quien lo amargue ahora.

Heracles asintió débilmente con la cabeza, ya desviando su atención a otras cavilaciones. Emma, sin embargo, siguió dándole vueltas a aquel asunto. Sabía que no sería capaz de fingir para siempre que todo estaba bien.


Por algún motivo absurdo que el cerebro de Lovino no consiguió comprender del todo, Antonio se había empecinado en que no saldría del ascensor hasta que Lovino le explicara por qué no se besarían ni abrazarían en casa de Feliciano y Ludwig.

Lovino podría haberle dicho que simplemente no quería dar a entender que estaban en una relación «seria y formal» cuando en realidad no lo estaban. Tampoco quería reconocerse a sí mismo que había llegado tan bajo como para salir con Antonio Fernández Carriedo.

Por muy adorable, amable, cariñoso, alegre y comprensivo que fuera.

—¡No seas así! —protestó Antonio al sentir que Lovino intentaba empujarlo sin éxito del ascensor.

—¡Arranca! —sin siquiera pensar en lo que estaba haciendo, concentró toda su fuerza en las manos y con ellas golpeó las nalgas firmes de Antonio.

Los pucheros de Antonio se congelaron hasta que su rostro fue adquiriendo paulatinamente una expresión sobresaltada. Miró hacia atrás, con cautela, y se topó a Lovino con los brazos cruzados y mirándole burlón.

—¿A qué viene esa cara? —Lovino bufó y le dio una palmada amistosa a Antonio en la espalda para que caminase de una vez.

—Nada, nada —Antonio se acarició sus no tan doloridas nalgas con una sonrisa y un rubor casi imperceptible en su rostro. Lovino se encogió de hombros y tocó el timbre. Casi al instante, Feliciano abrió la puerta con una sonrisa tan deslumbrante que incluso parecía haber estado esperando con ansia la llegada de su hermano.

—¡Hola, Lovino! Estoy tan feliz de que hayas venido porque, ¡buah!, creía que estabas enfadado conmigo, pero ya veo que no y es que necesito tu ayuda y por qué está Toni aquí.

—Antonio, este es mi hermano cuando está de los nervios —suspiró—. Se convierte en una ardilla frenética. ¡Tú, déjanos pasar!

Feliciano rió con nerviosismo y dejó que sus invitaron entraran en su apartamento. En el salón estaba Ludwig ordenando sus figuritas de soldados en la estantería. Antonio las reconoció inmediatamente, ya que recordaba con nitidez el día en que Gilbert se las había regalado a su hermanito en su decimosexto cumpleaños. Por aquel entonces, Ludwig era un chiquillo alto, pero tan enclenque (o incluso más) que su hermano mayor.

—Eso, ni te dignes a saludarme. ¡Grosero! —Lovino cruzó los brazos y frunció el ceño, ofendido por la falta de educación de su futuro cuñado. Ludwig se volvió de mala gana y asintió con la cabeza como signo de saludo. Sin embargo, al ver a Antonio saludándolo con la mano, no pudo evitar soltar un suspiro de alivio.

—¿Y tú aquí? —le preguntó Ludwig a Antonio con un semblante más relajado.

—Le he prometido a Gil que cuidaría de su pequeño Lutz, así que aquí me tienes —sonrió de oreja a oreja, a pesar de que Lovino le estaba taladrando con su mirada asesina—. Ah, y vine a acompañar a Lovino. ¿Quieres que te eche una mano con los soldaditos?

Como si le hubiera llegado un mensajero de los cielos, Ludwig abrió los ojos como platos y asintió. Se arrepintió casi al momento al recordar que Antonio era probablemente una de las personas más torpes que había conocido. No obstante, se sorprendió al ver con qué sumo cuidado trataba las figuritas. Era relajante tener a alguien que le ayudara. Feliciano y Lovino, en cambio, colocaban los libros nuevos en la estantería a medida que retiraban los antiguos.

—Feliciano, me parece increíble que dejes a tu pseudo-marido llenar la casa de juguetes —Lovino contempló el salón con horror, ya que la disposición del espacio y los objetos era pésima. No se podía colocar un cuadro naïf al lado de un póster de un submarino. ¡Inadmisible!

—Ya… —Feliciano abrió un libro sobre la forma en la que la ingeniería afectaba a la economía del este de Europa y, casi al instante, lo cerró con una expresión aburrida— Ve, pero dijo que esos soldaditos son muy importantes para él…

—No me extraña que dijeras que necesitabas ayuda —chasqueó la lengua con disgusto—. Joder, no hace falta ser un genio para darse cuenta de que ese sofá no pinta nada ahí.

—No sé si me gustará vivir aquí… —la mirada de Feliciano se posó con tristeza sobre distintos objetos que arruinaban la armonía de la sala— La sala aún se salva, pero la cocina…

—¿Qué le pasa a la cocina?

—Ve, no la puedo ni tocar —evitó mirar a su hermano mayor—. Ludwig lo ordenó todo, que a ver, está bien que lo ordene, pero es que yo no entiendo ese orden y me grita si me confundo.

—¡Coño, esta también es tu casa! —Lovino gritó, sin importarle que Ludwig pudiera escucharle. En cierto modo, esa era su intención— ¡Esto jamás será un hogar para ti si ni siquiera puedes tocar los cubiertos!

Evidentemente, aquellos chillidos no pasaron desapercibidos. Antonio dejó lo que estaba haciendo y miró a Lovino con un aire curioso, mientras Ludwig fruncía el ceño y reprimía todo tipo de respuestas hirientes que pudiera lanzarle a bocajarro a Lovino.

A Antonio le gustaría decir cualquier cosa que pudiera amainar aquel ambiente tan violento que se había formado. Intuyó que el problema había surgido incluso antes de que Lovino y él pisaran aquel apartamento. No sabía muy bien cómo era convivir con Feliciano, pero si Lovino —el quejica por antonomasia— no había dicho nada negativo al respecto, no podía ser tan terrible. Podía asegurar, sin embargo, que vivir bajo el mismo techo que Ludwig podía ser complicado, pero desde luego no imposible. Era cuestión de procurar mantener todo en un orden y no ensuciar más de lo necesario.

—¡¿Y qué tipo de marido no te deja ser tú mismo?! —Lovino alzó aún más la voz— Dios, Feliciano, ¡defiéndete y no te dejes avasallar! —dejó sus tareas y se echó en el sofá, agotado— Déjale organizar toda la boda a él y conviértete en un marido florero.

—Lovi tiene razón —Antonio procuró ser cauto con sus palabras. Desafortunadamente, siempre fracasaba en el intento—. ¿Quizás esto de la boda va demasiado deprisa porque realmente no os conocéis? —se rascó la nuca al notar todas las miradas sobre él— A ver, os vais a casar dentro de nada, como quién dice, y ni siquiera sabéis qué es convivir el uno con el otro. Mientras aquellas calaron en las mentes de la joven pareja, Lovino no pudo evitar asentir con orgullo. Luchó con todas sus fuerzas para no soltar un fuerte «¡este es mi chico!» y besar la mejilla de Antonio.

Obviamente nunca haría algo así de cursi, pero no porque le faltaran ganas.

—Y Ludwig, no deberías ser tan duro con el pobre Feli. No va a ser el fin del mundo porque una manzana roja y otra verde se toquen en el frutero —soltó una carcajada, pero nadie se le unió—. Y también podrías esforzarte por escuchar los consejos de Feli. Y Feli, ¿cómo sabes si lo que pone Ludwig es horrendo o no? Quiero decir, nunca abres los ojos.

Silencio incómodo.

Todos parecían estar analizando aquellas palabras e intentando darles un verdadero significado. Lovino sabía que era su turno de poner todo en orden, como buen hermano mayor que era, y dejar clara cuál era la moraleja de toda aquella historia. Sabía que debía hacerlo, pero en el fondo estaba convencido de que aquello dejaría a Feliciano desolado.

Aunque lo hacía por su bien…

—¿Cómo pretendéis pasar el resto de vuestras vidas con alguien a quien no conocéis?—espetó al fin Lovino. Quiso sonar enfadado y firme, pero su tono fue decayendo a medida que contemplaba la mirada aterrorizada de su hermano.


Antonio mentiría si dijera que no se sentía un poco mal por haber presenciado aquella escena, pero lo que realmente le había dejado mal sabor de boca era la tristeza de Lovino. Parecía muy afectado por ver a su hermano tan decaído y desesperado. Lo peor de todo era que hiciera lo que hiciera, no podía subirle el ánimo.

—Lovi —le pasó un brazo por encima del hombro nada más salir a la calle—, no te pongas así. Estas cosas siempre pasan antes de una boda.

—¿Pero viste cómo se hablaban? ¡Parecían adolescentes! —se movió de tal forma que se zafó del agarre cariñoso de Antonio— No están preparados para vivir juntos y menos casarse…

—Todo saldrá bien —le sonrió con dulzura. Lovino casi pareció creérselo—. Sí, fijo que les costará, pero los dos madurarán con todo esto y luego comerán perdices en su casa artístico-militar.

—Dios te oiga…

Siguieron caminando en silencio, sin saber bien de qué hablar. Llevaban las manos metidas en sendos bolsillos y sus miradas estaban clavadas en el suelo. Mientras uno se devanaba los sesos sobre el futuro de su hermano pequeño, el otro cavilaba sobre su vida amorosa. ¿Quizás debería darle ya el regalo a Lovino?

—Oye, Lovi —le dedicó una sonrisa tierna—. Si vienes ahora a mi casa, te doy tu regalo. ¿Qué te parece?

Quiso reír cuando vio cómo los ojos de Lovino se iluminaban de un modo que rozaba lo infantil.

—¿Voy a tomarme eso como un sí? —Antonio acabó rindiéndose y rió.

—Ya era hora de que me lo dieras —Lovino apuró el paso para llegar antes al apartamento de Antonio—. Más te vale que sea algo digno de ser recordado. ¡¿Qué es?!

—¡Ya lo verás! —contestó con un tono cantarín.

—Como sea una mierda, te mato —le dio un puñetazo de broma en el brazo.

Y con aquel comentario, nacieron las inseguridades de Antonio.


Muchas comparaciones se pasaron por la cabeza de Antonio al ver a Lovino dando saltitos impacientemente en el ascensor, pero decidió no soltar ninguna y reírse para sus adentros. Cuando por fin fueron liberados por aquella cabina del demonio, abrieron la puerta y no tardaron en ver la figura de Govert comiendo galletitas caseras.

Mala señal.

Con cautela, Antonio se acercó y le susurró algo a Govert, que asintió con desinterés y se colocó unos cascos que protegieran sus oídos de lo que aquellos dos tortolitos fueran a hacer. Dos segundos después, Antonio ya estaba tomando la muñeca de Lovino entre risas para conducirlo a la habitación.

Quizás Lovino no era tampoco muy perceptivo, pero sabía muy bien cuando lo estaban llevando al huerto.

—Vale, ¿estás preparado? —preguntó Antonio con la alegría de mil soles.

—Tú de pequeño eras el sol de los Teletubbies, ¿verdad?

—¡Eso quiere decir que estás preparado! —sacó una mochila del armario y de ella una bolsita. Antes de que pudiera hacer nada con ella, Lovino ya se la había arrebatado de las manos.

Nervioso y vacilante, Lovino sacó un objeto envuelto con un papel que guardaba cierta relación con la bandera francesa. A juzgar por la forma y dureza del objeto, parecía una taza.

Pero era imposible que Antonio se hiciera tanto de rogar para acabar dándole una vil y cochambrosa taza.

Arrancó el envoltorio de cuajo mientras Antonio lo miraba expectante. El corazón de ambos latía a toda velocidad, cada uno sintiendo una emoción distinta. Antonio aún recordaba el día en que había comprado aquel presente: dudaba sobre si sería idóneo o no para Lovino, sobre todo cuando sus amigos —Gilbert y Francis— no cesaban de incordiarle al espetarle lo descarado que era.

—Es… —Lovino contempló su regalo con los ojos abiertos de par en par.

—¿Sí…? —Antonio preguntó ilusionado.

Una taza —respondió con sus esperanzas rotas en miles de pedacitos—. ¡Tanto esperar y tanta mierda para una taza de pacotilla! ¡Fijo que la compraste en los chinos!

Aunque tenía que reconocer que el bigote que había era bastante gracioso. ¡Pero una espera tan larga se merecía algo más épico!

—Lovi, mira el mensaje que hay al otro lado —comentó con timidez.

Timidez. Antonio. No computable.

Lovino obedeció y, gruñendo y mascullando insultos y todo tipo de maldiciones, fue girando poco a poco la taza hasta encontrarse con una frase escrita en italiano.

—¿Me la traduces? —pidió Antonio con una sonrisa resplandeciente que casi derritió por completo a Lovino, a pesar de que ya había comenzado a fundirse nada más leer aquel estúpido mensaje.

—«Mi novio ha estado en Lyon y sólo me ha traído esta estúpida taza» —murmuró sin creerse bien lo que estaba leyendo—. Imbécil, yo no soy tu novio —dijo casi en un susurro, rehusando a mirarle a los ojos.

—Bueno, eso es fácil de arreglar, ¿o no? —fue acercando sus labios lentamente a los de Lovino, rezando una y otra vez con todas sus energías para que le respondiera con un .

Que Antonio estaba nervioso era una auténtica evidencia. Sabía a ciencia cierta que Lovino podía llegar a ser muy impredecible y, del mismo modo que en un momento parecía estar tranquilo, al siguiente se ponía hecho un basilisco ante el detalle más futil de todos. Pero eso no significaba que Antonio tuviera que desistir. Quería a Lovino y deseaba con todas sus fuerzas dar «el paso» de una vez por todas.

Y tampoco era una sorpresa que Lovino no pareciera demasiado vacilante. Miraba a Antonio con amor y dolor al mismo tiempo, como si ya fuera consciente de antemano de que se arrepentiría de sus acciones. Eso siempre había sido algo que Antonio había adorado de él: Lovino no pensaba con la cabeza fría, simplemente se dejaba guiar por sus instintos.

Aunque casi siempre acabase arrepintiéndose al cabo de un rato.

—Qué forma tan rara de pedir para salir, Toño —susurró con aquella sonrisilla que siempre volvía loco a Antonio.

—Por eso mismo no me puedes rechazar —le guiñó el ojo.

—Ojalá pudiera… —confesó Lovino con un tono tan triste que Antonio se preguntó si le había dicho algo que pudiera haberle ofendido. Sus ojos, en cambio, expresaban completamente lo contrario. Era una mirada cálida, refulgente.

Casi pudo notar un cosquilleo en el estómago al sentir sus labios rozando los de Lovino una vez más. ¿Eso era un ? ¡Lo era! Y a juzgar por cómo Lovino se abalanzó sobre él segundos después, él también parecía estar emocionado por haber hecho que su relación avanzase otro poquito más.


Notas: Sí, Kubrick es Kubrick, por eso Emma se mantuvo despierta toda la noche; es prácticamente imposible dormirse viendo películas tan amenas y dinámicas como Barry Lyndon o Espartaco.

En fin, esto lo terminé a toda leche y no lo pude revisar ni nada porque mañana me voy a Holanda (gnjrehbrhrh) y quería dejaros esto como «regalito», ya que mucha gente ya me iba preguntando por qué no actualizaba. Es el peor capítulo con diferencia, pero como digo siempre: para apreciar lo bueno, hay que tragarse primero lo malo. ¿Sabéis qué? Me gusta la lentitud, sobre todo cuando se trata de desarrollar tramas. Y ahora mismo hay tres abiertas (no sé si os habéis dado cuenta, pero haberlas, haylas).

Y muchísimas gracias por los reviews, ¡son muchísimos y no sabéis lo feliz que me hacéis con unos comentarios tan alentadores! :D Pero tengo que disculparme si no los respondo. Intentaré hacerlo cuando vuelva. Pero tened en cuenta que siempre, siempre los leo y os lo agradezco enormemente.

Nos vemos en el siguiente capítulo de este fic largo y tortuoso~