Advertencias (generales): palabras feas que los niños buenos no deberían decir. Universo alterno. Nombres humanos usados (Emma para Bélgica y Govert para Holanda).


~¡Sálvese quien pueda!~

Advertencias (en este capítulo): Acento sueco. Problemas estomacales de un minino.


Capítulo uno: Y Lovino se quedó sin pies


Cualquier persona habrá experimentado alguna vez esa sensación de despertar y sentir que será un día espléndido y repleto de fortuna. La gente solía denominarla levantarse con el pie derecho. Por el contrario, quien contaba con la desdicha de levantarse con el pie izquierdo tendría seguramente una jornada repleta de desavenencias que sólo provocarían un anhelo irrefrenable de regresar a la cama y no salir de ella nunca más.

Aquel día, doce de febrero, Lovino Vargas se había levantado con el pie derecho.

No era un hombre optimista, ni mucho menos, pero por algún extraño motivo que no sabría explicar tenía claro que algo bueno sucedería aquel día. ¿Quizás Emma —su encantadora y radiante compañera de piso— caería rendida a sus pies? Otra opción casi tan maravillosa sería que su jefe le ascendiera. ¡Así podría despedirse de aquel trabajo tan poco motivador!

Lovino se desperezó con una sonrisa boba en el rostro. Iba a ser un gran día.


Se puso sus pantuflas de Winnie the Pooh —se las regaló Emma y él no tenía tan mal corazón como para rechazarlas— y se rascó la barriga entre bostezos. Abrió la puerta de su cuarto lentamente y, tal y como se esperaba, el aroma del desayuno llegó hasta él, invitándole a que acudiese a la cocina para saborear las delicias que había preparado Emma para él.

Antes de que pudiera sentarse en la silla y darle los buenos días a su encantadora y radiante compañera de piso, un tufo se mezcló con el aroma delicioso del desayuno.

Aquella era la señal que indicaba que Heracles, su primo, acababa de despertar.

Si no fuera porque aquel día Lovino estaba de buen humor, le habría espetado a Heracles que se duchase de una vez para que aquel inconfundible olor a pedo no se impregnara en la casa.

—Heracles, haznos un favor y dúchate —Lovino se tapó la nariz, asqueado.

Quizás aquel olor a flatulencia había logrado que una parte del buen humor inicial de Lovino se hubiera esfumado.

Heracles, aún algo aletargado, se olió los sobacos y, al no detectar ningún olor perturbador, se encogió de hombros y tomó asiento. Emma les fue sirviendo un café recién preparado con una sonrisa en el rostro.

—Buenos días, chicos —se sentó junto a ellos—. No quedan magdalenas, así que tendremos que tomar galletas. ¿Os importa?

En vez de responder, Heracles simplemente mojó una galleta en el café y la comió sin rechistar.

—Qué va —contestó Lovino, algo asombrado por la apariencia asquerosa de la galleta. Observó la caja y, muy a su pesar, comprobó que sus temores no eran infundados: ¡las galletas eran alemanas!

Si no fuera porque aquel día Lovino estaba de buen humor, habría tirado la galleta al suelo y montado un discurso sobre la pésima calidad de los productos teutones.

—¿Y Fel? —preguntó Emma, preocupada al notar que el café del muchacho iba a enfriar.

—Duchándose —Heracles respondió con la boca llena, provocando una risilla en Emma.

Continuaron desayunando, cada uno inmerso en sus propios pensamientos. Heracles se cuestionaba qué tipo de champú podría comprar para Escroto, el gato de la «familia». Emma, en cambio, intentaba recordar qué marca de comida había comprado para el minino la última vez.

Lovino, ignorando por completo a Escroto, se centró en aspectos realmente importantes de la vida de todo hombre. O quizás no y simplemente estaba insultando mentalmente al maldito gato que le miraba con aquellos ojos enormes.

Ahí residía el dilema: ¿qué era más importante, su odio desmesurado por aquellas galletas alemanas o el desprecio que sentía hacia el animal?

Antes de que pudiera responder, se dio cuenta de que ya le estaba dando disimuladamente algunas de las galletas.

—¿Alguna vez os habéis planteado por qué los españoles queman cosas? —Heracles rompió el silencio con aquella cuestión.

—¿Qué tipo de cosas? —Emma lo miró interrogante.

—Sí… —clavó la mirada en el techo, como si no supiese cómo plasmar sus ideas— De pequeño vi un documental sobre España y había una fiesta… en que… —permaneció callado durante un par de segundos— en que quemaban algo así como estatuas. Me sorprendió.

—Pues porque son raros, ¿por qué va a ser? —Lovino terminó de beber el café. Emma sonrió— Son como italianos, pero de peor calidad. Más feos, más brutos y con dotes artísticas sacadas de un culo infectado.

Lovino recordó que estaba de buen humor, por lo que añadió una frase más:

Pero el jamón ibérico no está nada mal.

«Aunque es mejor el prosciutto», quiso decir a mayores. Sin embargo, supo que sería mejor callar en aquel momento.

Aprovechando el silencio momentáneo de Lovino, su hermano Feliciano irrumpió en la cocina y cogió torpemente una de las galletas alemanas.

—Ni buenos días ni nada, tú ya vienes a robar comida —reprochó Lovino.

—¡Lo siento, pero quedé con Ludwig y no quiero verle con el estómago vacío!

Un escalofrío recorrió de arriba abajo el cuerpo de Lovino, tal y como siempre sucedía cada vez que escuchaba el nombre de aquel maldito hombre que había osado acaparar a Feliciano como si fuese posesión suya.

Cómo no, Ludwig era alemán, al igual que las galletas.

—Espero que tengas mucha suerte, Fel —Emma guiñó un ojo.

—Suerte —secundó Heracles.

—¡Gracias, chicos! —Feliciano rió tontamente y se fue abotonando la chaqueta— Lud dijo que tenía algo importante que decirme… Espero que no se haya enfadado conmigo… —su rostro se volvió triste, pero se animó casi al instante al percatarse de la presencia de Escroto— ¡Escro, Escro!

Feliciano, olvidándose de la prisa que tenía, comenzó a juguetear con el gato como si fuera lo único que podía hacer en aquel momento. Parecía un niño que acababa de ver un muñeco por primera vez en su vida.

—¡Deja ya al gato, que lo vas a marear!

—¿No vas a llegar tarde, Fel? —recordó Emma.

—¡Ah, sí! —miró el reloj de la cocina y, acto seguido, echó un vistazo al que tenía alrededor de la muñeca. Sí, iba a llegar tarde— Me voy. ¡Nos vemos!

Dejó al gato en el regazo de Lovino y se marchó con algo de prisa, pero tampoco sin ir corriendo tal y como requería la situación.

—Lov, nosotros también tendríamos que irnos preparando, ¿no crees? —cogió su plato y lo dejó en el fregadero.

Antes de que Lovino pudiera siquiera proclamar que él sería quien se iba a duchar primero, Escroto sucumbió al mareo y vomitó.

Le vomitó a Lovino encima.

Con aquel vómito infestado de galletas alemanas.

—Lov…

—Lovino, deberías ducharte… —aconsejó Heracles, tapándose la nariz.

Lovino se olió en ese preciso instante que su día de la buena suerte no iba a ser tan bueno como él se había figurado en un principio.


Lovino Vargas trabajaba en una tienda de electrodomésticos que cualquier ciudadano de a pie conocería a la perfección: el YKEÄ. Era un establecimiento no muy grande, pero la amabilidad de sus empleados y las buenas ofertas hacían de la tienda un lugar muy interesante.

Allí trabajaba también Emma, tan encantadora y radiante como siempre. Ella, al contrario que Lovino, estaba muy satisfecha con su puesto de empleo e iba a trabajar con una sonrisa plasmada en el rostro.

El jefe de ambos, don Berwald, era un hombre que no sólo desprendía un aura maligna y diabólica, sino que tenía un acento indescifrable.

—Pero es buena persona —solía añadir Emma cada vez que don Berwald salía en conversación.

—Lo que digas, pero tiene un acento hebraico del norte que ni él mismo entiende —bromeaba Lovino con un tono cruel.

Lovino aún no se explicaba cómo, pero cada vez que decía algo hiriente sobre su jefe, este aparecía de la nada, tal y como si lo hubiera invocado.

La sensación de repelús solía permanecer en el cuerpo de Lovino un buen rato.

Voy recibir una llamá —se ajustó las gafas—. ¿Podéis tomar el recau?

«No sé qué mierda acabas de decir», pensó Lovino mientras entrecerraba los ojos.

—¡Claro que sí! —exclamó Emma, contenta.

He dirme porque mijo ha'nfermau.

—Espero que se recupere.

Acias.

Dicho aquello, don Berwald cogió su chaquetón y se marchó, preocupado por la salud de su pequeño. Lovino no supo qué acababa de suceder.

—¿Cómo haces para entender lo que dice? —preguntó, inquieto y curioso.

—No es difícil, sólo hay que entrenar el oído.

—¿Y qué dijo…?

—Básicamente que su hijo está enfermo, así que tenemos que responder una llamada que va a recibir.

Apenas media hora después, el teléfono del despacho sonó y Emma, tan rápida como pudo, fue a contestar. Lovino siguió limpiando la pantalla del ordenador de muestra. ¡La gente la toqueteaba con sus manos llenas de mugre y luego se ensuciaba de aquella manera!

Mientras limpiaba, su mente se desplazó hacia el pasado más reciente: el olor a pedo de Heracles, el vómito del gato, la cita mañanera de Ludwig con Feliciano… Aquello no parecía propio de un día repleto de fortuna.

¡Sólo faltaba que le tocase un cliente tocapelotas!

—Oye —dijo una voz potente y grave tras la espalda de Lovino.

Lovino se dio la vuelta lentamente, aterrado por aquel tono autoritario y gruñón que le había llamado la atención. Ante él se hallaba, ni más ni menos, que un cliente que tenía toda la pinta de ser un tocapelotas.

Quizás Lovino tenía un poder para invocar a la gente indeseada y no lo sabía.

Observó con terror a aquel hombre: alto, musculoso, con una mirada gélida y destructora y… un peinado que guardaba cierta similitud con un tulipán.

—¿Sí…? —Lovino titubeó.

—Quiero… —miró a los lados, como si estuviese buscando algo— Quiero un MP3. El más barato.

Lovino tragó saliva y condujo a aquel hombre al estante donde estaban (mal) colocados los reproductores de música. Indicó que el más barato costaba veinte euros; sin embargo, el cliente no parecía demasiado satisfecho con aquel precio.

El cliente clavó la vista en un modelo que tenía dibujada una pequeña tortuga al lado de la pantalla. Lovino se preguntó si una persona tan impertérrita y temible como aquella podía ser un apasionado de los objetos lindos.

Aunque una tortuga no es que fuera muy linda.

—¿Cuánto? —señaló el MP3 modelo tortuga.

—Ya sube un poco más de precio…

—He dicho que cuánto.

—Cuarenta y cinco —Lovino se encogió un poco, aterrado. Si por él fuera, le plantaría cara al brabucón aquel y asunto arreglado.

El problema era que se trataba de su cliente, por lo que tenía que tratarlo con un mínimo de respeto.

El cliente, en vez de replantearse su conducta, siguió mirando fijamente el MP3 modelo tortuga. Parecía estarse devanando los sesos con un asunto tan trivial, de ahí a que Lovino llegase a la conclusión de que el tipo aquel era un rata. ¿Quién en su sano juicio no se gastaría cuarenta y cinco euros en un asombroso MP3 modelo tortuga?

—Me lo llevo. Envuélvelo para regalo.

«Conque es un regalo», Lovino intentó no estallar de la risa. Era evidente que no era un obsequio para nadie, sino que el tulipán gigante aquel era demasiado tímido como para admitir que aquel reproductor de música era para él.

Envolvió con cuidado el paquete del MP3 modelo tortuga, pero su torpeza le impedía que acabase su tarea con éxito. ¡Emma era la que siempre se encargaba de aquellas cosas! Lástima que siguiese hablando con quienquiera que hubiese llamado por teléfono.

—Lo haces mal —señaló el cliente de un modo tan despectivo que Lovino estuvo a punto de darle un puñetazo en aquel mentón tan pronunciado y… germano.

A juzgar por el aspecto del cliente, podría ser perfectamente alemán. No obstante, Lovino —que era muy observador cuando le convenía— pudo apreciar unos cuantos detalles que le hicieron cambiar de opinión rápidamente: movimientos breves y rápidos, propios de una persona con prisa. Avaro. Serio. Olor a porros.

¡Fijo que era holandés! ¡Un holandés malfollado!

—Malfolladísimo… —balbuceó Lovino entre risillas sardónicas ante la mirada oprobiosa del cliente.

—¿Qué has dicho? —preguntó lentamente, sin alzar demasiado el tono de voz.

Fue ahí cuando Lovino descubrió que había gente que tenía el maravilloso poder de dar puñetazos con presión y malas ondas, sin necesidad de emplear sus puños para nada. Sólo eso explicaría por qué Lovino se sintió tan mal de repente y de dónde había surgido aquel ambiente tan desagradable y tenso.

—Que si quiere un rotulador para escribir algo en la pegatina de dedicatoria —contestó rápidamente, nervioso por la presencia del cliente presuntamente holandés.

Cabía la posibilidad de que no fuera holandés, sino suizo, lo cual explicaría la cara de malfollado y las prisas.

Ante la sorpresa de Lovino, el cliente gigantesco y malfollado cogió de mala gana el rotulador y se dispuso a escribir con una caligrafía impecable.

«Feliz cumpleaños, Antonio»

Lovino alzó una ceja, luchando contra sí mismo por no reírse. Esperaba que el tal Antonio fuera un niño pequeño, porque de lo contrario sería humillante que un adulto recibiera un MP3 así.

La mirada socarrona de Lovino se borró de su faz nada más percibir el ligero rubor que adornaba el pálido rostro del malfollado mientras añadía unas palabras más en algún idioma extranjero. Aun con el sonrojo, el cliente fruncía el ceño y gruñía como si fuera un perro al que le tiraron del rabo mientras comía un suculento plato de sobras.

Cuando por fin se marchó el cliente, Lovino suspiró pesadamente. El suspiro típico de una persona que aborrece su empleo y desea que las horas pasen volando para volver al hogar. Si no fuera porque tenía que pagar el alquiler del piso y, además, mantener a su hermano Feliciano, ¡otro gallo cantaría!


Se rascó la nuca y abrió la puerta del despacho para comprobar si Emma seguía hablando o no por teléfono. Para sorpresa de Lovino, su amiga estaba sentada en la silla del jefe, con la cabeza enterrada en sus bracitos. Más que cansada, parecía triste.

—¿Emma…? —Lovino se acercó lentamente a ella, mirándola con curiosidad y preocupación.

—¡Ah, Lov! —sobresaltada, Emma se levantó y fingió una sonrisa que no hizo más que aumentar la intranquilidad de su compañero— ¿Sabes quién llamó al jefe? Un tal von Bock, que al parecer confirmó la compra de aquellos ordenadores portátiles, ¿recuerdas?

—No.

—Don Berwald nos lo contó el otro día —dibujó una sonrisa que, según Lovino, parecía la de un gato malvado pero adorable—, pero como tú no entiendes lo que dice…

Lovino no sabía decir si odiaba o adoraba aquellos momentos en que Emma le vacilaba. Por una parte demostraba lo bien que se llevaban y la confianza que los unía, pero por otra parecía que él no era más que un hermano pequeño para ella.


La vuelta a casa siempre era la mejor parte. Emma y Lovino siempre compraban unos chupa chups en una confitería cercana y los tomaban lentamente mientras charlaban sobre todas las trivialidades que se les pudiera pasar por la mente.

El pastelero, por algún motivo que ambos desconocían, siempre solía mostrarse gruñón con ellos —especialmente con Lovino—, pero ellos optaban por ignorarlo.

Lovino tenía bien claro que no iba a permitir que nadie le hiciese perder los estribos ante Emma.


El mundo volvió a castigar a Lovino Vargas nada más llegar a casa, puesto que en el sofá estaba sentado Ludwig con su querido novio Feliciano a su vera. Heracles, en cambio, acariciaba en el sillón al gato Escroto con una sonrisa serena.

La escena era grotesca, al menos desde el punto de vista de Lovino.

—¡Por fin has llegado, hermano! —Feliciano se revolvió en el sitio, sonriendo y aferrado a la mano de su novio— ¡Tengo algo maravilloso que contarte!

El corazón de Lovino emitió un sonido chirriante y desagradable. Eso o Emma se había sentado en un taburete.

La mirada recelosa de Lovino se fue a posar sobre las manos de los dos tórtolos.

Había algo en ellas que casi le provocó un ataque al corazón.

Un anillo.

Un anillo de compromiso.

—¡Ludwig y yo nos vamos a…!

—Escroto… no me arañes los vaqueros —dijo Heracles, ajeno a lo que sucedía a su alrededor.

Los labios de Feliciano se movieron y, probablemente, fueron acompañados por la voz del joven. Sin embargo, Lovino no oyó nada. Estaba demasiado ensimismado cagándose en todo lo cagable como para prestar atención a Feliciano y sus… felicianadas.

Cualquier persona habrá experimentado alguna vez esa sensación de despertar y sentir que será un día espléndido y repleto de fortuna. La gente solía denominarla levantarse con el pie derecho. Por el contrario, quien contaba con la desdicha de levantarse con el pie izquierdo, tendría seguramente una jornada repleta de desavenencias que sólo provocarían un anhelo irrefrenable de regresar a la cama y no salir de ella nunca más.

Aquel día, doce de febrero, Lovino Vargas se había levantado con el pie derecho.

Día en el que descubrió que salir de la cama siempre trae consecuencias negativas. ¡Siempre!


Notas: Aunque no lo parezca, hay una trama xD A pesar de que Toño aún no haya aparecido, el fic será predominantemente Spamano.

Por cierto, los títulos y yo nos llevamos mal y se nota. Esta vez estaba sin ganas de pensar y dije: «venga, pondré el título de la canción que salga en el iPod~». Resultado: Sálvese quien pueda, de Vetusta Morla. La siguiente canción en aparecer fue Picadura de la cobra gay y, la siguiente más, Sufre Mamón. Creo que el iPod me hizo un gran favor al no poner ninguna de esas dos canciones al principio xD

En resumen: el título en realidad no tiene nada que ver con el contenido. Jeje~

Soy una cotorra. ¡Hasta la vista~!