Mi Vampiro Es Un Tutor

Sebastián Michaelis es un guapo estudiante en nivel universitario. Aburrido de la vida todos los días. No hace más que hacer lo que le viene en gana a ver si con eso consigue distraerse aunque sea un poco de su cotidiano andar. Sin embargo, a la escuela llega un misterioso profesor nuevo, a mitad de año dado que el anterior catedrático de la clase murió en condiciones extrañas, que nadie hasta la fecha ha podido explicar. Y por decisiones del destino, termina siendo profesor particular de Sebastián. ¿Qué esconde el tutor?

-No eres más que una araña con malos métodos de enseñanza.

-Y tú alguien con pésima educación. Pero descuida. –Le levantó el mentón con una delgada vara de hierro en color negro mientras le sonreía y se ajustaba un par de lentes de corte elegante y rectangular. –Seré yo quien te eduque.

-Eso ya lo veremos.

-Bien, ahora sí pasamos a la página cuarenta y dos. –Un hombre realmente apuesto. De preciosos ojos color miel. Cabellos pulcramente negros y arreglados con suma gracia. Camisa de manga tres cuartos en color gris y pantalones tipo sastre en tonalidad negra. –Encontraremos que el materialismo histórico… -Caminaba de derecha a izquierda, llegaba casi a tocar con pared, daba media vuelta mecánicamente y repetía el proceso hacia la derecha.

-Ya… escucha… -El profesor ignoraba y seguía dando clase. El cuarto en sí, era un ático arreglado para el uso común de una habitación, de madera y espacioso. Había sólo dos ventanas y eran de corte triangular. Había muchos estantes llenos de libros. Incluso algunos pilares en una esquina. Un amplio escritorio de madera fina con una lámpara fina. –Escucha. –El terco estudiante era de cercanos veinte años, cabellos negro con el brillo azabache. Unos ojos que a veces podrían ser tornasol, por su claridad. Juguetones, rasgadamente inteligentes, astutos. Sus labios carnosos al estilo varonil. Pómulos ligeramente más alargados que los de su profesor. –Deja de repetir la clase de ayer. Creo que me comienza a doler la cabeza. –El oji dorado le miró seriamente. Y aquella era su mirada habitual.

-Me parece que sólo estás buscando excusas para irte de fiesta.

-¡No puedes culparme! –Se estiró. La juventud se respiraba en él. Portaba una camisa de manga larga con cuello en forma de "V" dejando ver ligeramente su bien formado pecho de piel cremosa y suave. Pantalones de mezquilla deslavados y una sonrisa intrínsecamente coqueta que terminaba de pintar el cuadro que representaba: Sebastián Michaelis.

-Ni siquiera ha pasado dos horas desde que empezamos. –Se ajustó los lentes en grácil modo.

-Escucha, profesor. Ya estoy dentro de la universidad, no tiene caso que me esté entrenando para algo en particular, obtuve las calificaciones que pediste ¿Qué más quieres? –Se recargó en el escritorio cruzándose de brazos. –Es viernes por la tarde y estoy demasiado aburrido. ¡En demasía! ¡No creo que comprendas el significado de tener mi edad!

-¿Crees que llegué a ser profesor sin pasar por tú etapa?

-Pues sí lo hiciste, parece que ya se te olvidó lo que es vivir bien.

-Defíneme el concepto de vida.

-¡No! ¡No de nuevo el tema de la filosofía!

-Sí me vas a salir con evasivas incongruentes mejor no hables.

-¿Cómo se supone que entablas conversaciones con los demás? ¿No se aburren de ti?

-Para tu decepción, eso no pasa y talves se deba a quienes tienen derecho a recibir una plática conmigo saben elegir sus palabras con cuidado. –Se fue acercando al estudiante. –Continúa retándome y sólo saldrás perdiendo. Ya probaste una ves el sabor de la derrota y lo seguirás experimentando sí no te portas dócil.

-¡Ja! ¿Dócil? Discúlpeme sabio dramaturgo, pero yo no le he pedido que me dé clases.

-Cierto, este es tu castigo por haber asesinado a mi antecesor. –Sonrió de lado. Sebastián le miró con cara de pocos amigos.

-Te vuelves cada vez más repetitivo. Ya te dicho que yo no he matado a nadie. Mucho menos a aquel sujeto que ni su nombre recuerdo.

-Pues te lo recordaría de no ser que ya perdimos diez minutos en esta discusión absurda. Toma asiento de nuevo. –Le dio la espalda.

-Arg. Pero talves te maté a ti. –Masculló jalando la silla con coraje y plantándose en ella sumamente enfurruñado.

-Tu libro está al revés. –Sorpresivamente aparecía detrás de Sebastián, muy cerca de su oído, cosa que molestó a éste.

-Puedo leerlo así. –Le contestó sin mirarlo. –A no ser que el grandioso Claude Fausto se ponga a remilgar sobre mis habilidades.

-¿Tienes alguna virtud? –Bufó. –Estás muy ocurrente el día de hoy. –Sebastián se enojó más.

-¿Sabes qué? Olvídalo, yo me largo de aquí. –Tomó su mochila y se la colgó al hombro. Pero en ese instante, aparecía Claude poniendo seguro y llave a la puerta, (la única, cabe agregar) y la guardó en su pantalón. -¿Vuelas, o algo así? –Preguntó intentando aplacar su furia.

-Déjame castigarte, Sebastián. –Eran raras las veces que el profesor llegaba al nivel de llamarle por su nombre.

-No te aproveches de que esta es tu casa.

-En la tuya he hecho lo mismo. –Golpe bajo. –Así que… ya sabes las reglas, sí logras quitarme la llave con gusto te dejo ir.

-Bah, dejémoslo así. Ya sé que será imposible. Siempre que sé dónde la guardaste, aparece "mágicamente" entre un libro, ¿Crees que se me olvida la faceta de mago que tienes?

-Tomaré eso como tu falla. Así que continuemos.

-¿Es en serio?

-Al parecer planeas hacerme perder el tiempo.

-¿Por qué no dejamos de engañarnos? Puedes decir al rector que cumples y yo no diré nada, estaremos separados, yo no tendré deseos de matarte y tú podrás salir con toda la horda de diplomáticos ancianos y decrépitos que tanto te gustan.

-Te dejaré tarea doble por declarar semejante oferta.

-¡Sólo eso me faltaba! –Chocó su cabeza contra el mueble. -¿Por qué no me matas?

-Claro que tengo deseos de matarte, pero no de la forma que tu quieres.

-Ah, claro. Pasaba por alto que te encanta la metáfora. –Claude se cansó de ese numerito, caminó hasta donde estaba el estudiante y le obligó a levantarse. -¡Oye! ¡¿Qué te pasa?

-Dime todo lo que quieras, anda.

-¿Qué?

-Dime lo que deseas. –Llevaban siendo estudiante y maestro cercanos dos meses, y discusiones como estas eran todas las tardes, pero hoy en especial la paciencia del catedrático estaba más baja que la niebla.

-Quiero que me dejes en paz.

-¿Por qué?

-Me tienes encadenado a ti.

-¿Realmente te molesta?

-¡Por supuesto que si! ¿Por qué habría de preferirte a ti? hay miles de personas que podría elegir, y tú no estás siquiera en la lista.

-Entonces hagamos un trato. –Sebastián enarcó una ceja. –Conseguiré en una semana que mi convivencia contigo sea amena, dejaremos las clases hasta que lo logre.

-¿Qué gano yo? –Se miraron seriamente.

-Formularé mi renuncia ante rectoría. –Sebastián casi brinca de la emoción y ya estaba por cerrar el trato cuando Claude se lo impidió. -¿Qué?

-Falta lo que yo gané.

-Ah… pues seré obediente.

-¿En qué termino y forma?

-Hasta que acabe la carrera o hasta que te canses. Y será en todo lo que quieras. –No le tomó importancia a lo que decía. Estaba tan eufórico por su victoria autodeclarada que no prestaba atención a los detalles. Claude ensanchó una enorme cara cuando tomó la mano derecha de Sebastián y la mordió. -¡O-Oye! ¡Eso dolió!

-Muerde la mía. –Haciendo alusión a la muñeca de su mano diestra.

-¿Eres una especie de sádico o satánico?

-Deja de decir tonterías. Quieres librarte de mí ¿Si o no? –No tuvo que decir más. Sebastián mordió la mano de su tutor, hasta que sintió el sabor metálico bordearle los labios y penetrar su garganta. Sintió un cosquilleo más molesto de lo normal. Pero tampoco prestó verdadera atención.

-Que el juego comience, profesor. –Claude se daba la vuelta y cubría su mano. No dejó ver a Sebastián la tremenda cara de euforia que tenía. Y mucho menos mostró que la herida en su mano se curó instantáneamente.

-Tu derrota apenas principia.

***Día Uno***

Amanecía como cualquier día normal. Con cierto aire limpio y fresco. Los árboles tejiendo sus ramas hacia el cielo dando una benéfica sombra a las aves que recién comenzaban su nido. De una casa de excelente construcción y diseño salía el joven Sebastián Michaelis. Con un par de libros, salía para sólo tirarlos. Los lanzó al bote de basura y se sacudió las manos dignamente.

-Día uno. –Sonrió malvadamente y miró al amplio cielo. –Ya verá ese tutor de pacotilla de lo que soy capaz.

Claude le había citado en un museo. Sebastián se había arreglado, sin exagerar, con pantalones deslavados y camisa gris. Talves podría escapársele al mayor e ir a socializar con gente de su nivel. En primer lugar, llegó tarde. Claude estaba sentado en una banca, un parque que estaba frente al museo, leyendo un libro.

-¿Se supone que llegando dos horas tarde me rendiré? –Preguntó viendo pasar a Sebastián. El joven se volvió con aire pesado. Realmente había pensado que con ese enorme retraso Claude ya no estaría allí. El sol brillaba en lo alto del cielo. El aire era cálido pero no insoportable. El profesor portaba lentes oscuros y ropas de la misma tonalidad. Un par de niños jugaban a lanzar a la pelota y a un par de metros una pareja acaramelada iba declarándose mutuamente su amor mientras caminaban tomados de la mano.

Un turibús se estacionaba temporalmente frente al museo y bajaban decenas de niños de edad en preescolar.

-Revisaste el itinerario de las visitas ¿Verdad? –Preguntó el más joven. Claude se le había adelantado un pequeño paso. Con un montón de mocosos paseándose en aquel lugar, Sebastián no vio muchas esperanzas a su plan de divague. Entonces, entraron.

Subieron las escaleras de mármol. Atravesaron los pasillos tapizado con colores vinos. Múltiples pinturas en ambos lados de las paredes. Sebastián empezó a bostezar. El guía hablaba y hablaba sin parar. Después de dos horas siendo acosado por la mirada fija de su tutor, tomaron un descanso. En un hermoso jardín. El lugar era una mansión antes de que alguna mente altruista la donase para exhibirla como pieza de arte. Claude le ofreció una bebida a Sebastián. Éste sólo le ignoró y se volteó a ver a otro lado. El profesor no se rindió y tomó asiento justo a un lado del estudiante. Sebastián chasqueó la lengua y se levantaba para irse a diferente lugar. Pero Claude le jaló el antebrazo obligándole a permanecer allí.

-Quédate. –Murmuró sin verlo.

-Vine porque tú lo estipulaste en el trato, pero aún no veo que intentes realmente mejorar algo entre nosotros. Vamos, te lo diré de nuevo: ríndete.

-Entonces déjame tomar las cosas con más velocidad. –Contestó levantándose y llevándose consigo a Sebastián.

-Oye, oye, suéltame. Puedo caminar yo solo. –Mascullaba para no llamar la atención, más de lo que por sí hacía siendo tomado como niño pequeño por ser prontamente regañado. Ambos terminaron en el baño del museo. –Sí querías venir aquí, podrías haberlo hecho tú solo. –Claude le soltó, respiró hondamente, como buscando a más personas. Por suerte los recorridos habían sido retomados así que ese lugar estaba solo. Claude cerró la puerta con seguro y se quitó los lentes. Dejando ver libremente sus joyas color miel. -¿Qué estás pensando? –Se apartó de Claude. –Déjame salir. –Exigió sintiendo un enorme enojo.

-¿Crees que he estado esperando todo este tiempo sólo para salir contigo en plan de amigos? –Confesó directamente acorralando a Sebastián contra la pared.

-Vaya, Claude Faustus, jamás pensé que fueras "ese" tipo de depravado.

-¿Depravado? –Se echó una leve risita. –Si, talves. -Se pasó el cabello con gracia. Y apartó sus lentes para que Sebastián pudiese verle a los ojos sin ningún cristal. Aquellas joyas ambarinas le penetraban el corazón calculadoramente. –Te traje para aclarar unas cosas.

-Ajá. –Le respondió sin creerle. -¿Acaso esperas que yo ponga de mi parte? Lo siento, profesor. Pero nunca hablamos sobre esos detalles. Prometiste que nuestra convivencia sería amena, pero claro está que esto incluye como activo sólo a ti.