Bieeen… ¡Volví! Hoy tuve mi primer día en la U, aunque dudo mucho que las clases empiecen como corresponde hasta en unas dos semanas más. ¡Muchísimas gracias por sus palabras de aliento y felicitaciones! Me hacen muy feliz.

Pondría una advertencia sobre este capítulo pero ya estaba escrita en el primer capi… así que no la repetiré… no quiero hacer spoilers, muahaha.

Bueno, ya saben, Beyblade no me pertenece ni tampoco sus personajes, pero sí las situaciones que se describen en este fanfic -porque todos estos desvaríos salieron de mi cabecita.-

Espero les guste.

Besos.

Ángel

Capítulo XI

Hitoshi Kinomiya despertó esa noche para encontrarse solo, sumido en la penumbra de una habitación que creía no haber visitado antes en el tambaleante transcurso de su vida. La oscuridad en el cuarto frío y silencioso en el cual se encontraba era tan insondable, que se vio forzado a parpadear reiteradas veces para asegurarse de que en verdad tenía los ojos abiertos. Los cerró con tal fuerza que sus párpados parecieron enterrársele en los globos oculares, y luego los abrió de manera dolorosa y desmesurada. Su corazón comenzó a dar saltos y giros histéricos en su apretado pecho a medida que los segundos avanzaban – porque avanzaban, ¿verdad?- y sus ojos se abrían y cerraban tragando más y más oscuridad como dos grandes bocas de peces desolados que no dejan de engullir agua.

Se mordió el labio inferior con fuerza, esa misma que tiene sus raíces en el miedo y que puede provocar un dolor demasiado intenso pero imperceptible a la vez, al comprobar que en verdad estaba despierto. Solo y despierto en un lugar que, de momento, no era capaz de identificar.

Se quedó sobre donde estaba recostado –porque vaya que eso sí sabía bien, estaba recostado sobre un colchón para nada cómodo- sin atreverse a mover más músculos que los que guiaban a sus ojos asustados de un lado a otro del lugar en el que se encontraba, recorriendo de cabo a rabo esa oscuridad inescrutable sin lograr descubrir algo más decidor que esa absorbente tonalidad negra.

Respiró hondo muchas veces antes de cerrar sus cansados ojos por propia voluntad. Tal vez la respuesta no estaba en esa oscuridad que se lo estaba tragando de la misma manera en la que el portento de la soledad sin precedentes se llevaba la cordura de los internos del centro psiquiátrico en el que trabajaba. No, claro que sus respuestas no estaban ahí; en la penumbra sólo iba a encontrar más soledad y miedo, y no quería, en su fuero interno, más miedo, más soledad, ni tampoco más penumbra. Si buscaba respuestas, de seguro estas se hallaban en su cabeza, así que tenía que hacer acopio de fuerzas para lograr hacer remembranza de los últimos acontecimientos que residían en su obnubilada mente.

-¿Cómo llegué acá?-

Se preguntó a sí mismo en un susurro fútil e imperceptible mientras echaba a correr sus recuerdos de manera lenta. Vio en ellos a su hermano, su madre muerta, su padre, su abuelo, corredores blancos con decoraciones ostentosas por los cuales muchas veces había caminado compungido y cabizbajo a sabiendas de que estaba haciendo las cosas mal. Dio vuelta por esos pasillos y entró por una puerta que daba a un enorme comedor. Sabía dónde estaba ya, y encontró dentro del gran lugar al cual acababa de ingresar a Max, a Rei, su hermano de nuevo, y una veintena más de caras que, si bien conocía, no se le hacían en realidad demasiado simpáticas.

Ahora sabía, estaban en el comedor del centro psiquiátrico y el rubio, que era en esos momentos su paciente, había… ¿qué había hecho? Le restó importancia y prefirió pasarlo por alto, no parecía un detalle demasiado importante en sí. Lo importante había sido que, gracias a ello, había tenido que ir a buscar algo en la cocina.

La cocina.

Pasó saliva con dificultad y dejó la boca entreabierta de puro estupor al llevarle sus recuerdos a esa habitación blanca y enlozada. En la cocina, en sus recuerdos, estaba él. Y no había sido un sueño –una pesadilla- ni tampoco producto de su imaginación. Era de nuevo él. Sonriendo. Hablando. Escupiendo palabras hirientes, abominables y exactas. Inyectándole veneno directo a la sangre con su lengua afilada como una enorme aguja que, de modo invisible, le había atravesado la piel a Hitoshi sin escatimar los daños.

¿Qué le importaba a Brooklyn Masefield escatimar los daños?
"Mientras más, mejor"

Cada una de las palabras que habían sido pronunciadas por el inglés con un acento exacerbado, cargado de rabia y resentimiento, regresaron a los oídos de Kinomiya como si todas las frases las estuviera diciendo el mismo Brooklyn, en esos momentos, a su lado, inclinándose con aires maternales sobre su rostro mientras le sujetaba la cabeza con ambas manos. Pero Hitoshi estaba solo con el recuerdo de esa voz que comenzó a rebotar en su cráneo, haciendo ruidosos ecos y formando imaginarias risas en su cabeza.

Los ecos parecían divertirse.

Hitoshi, en cambio, no se divertía. Desde mucho años atrás que no lo hacía.

Estaba estupefacto, perdido en sus recuerdos, con los mismos ojos opacos y huecos que tenían los internos en el Centro psiquiátrico, y asustado. Saturado por las voces en su cabeza, que se enarbolaban las unas sobre las otras y amenazaban con hacerle estallar en pedazos, buscó salida para estas y sin darse cuenta, las comenzó a repetir en un susurro.

Transformó de modo inconsciente cada una de las frases a primera persona.

-Debería ser yo quien tiene una maldita camisa de fuerza rodeándome el pecho, apretándome los brazos contra el cuerpo, cortándome la respiración.-

En el silencio de la habitación, cada respiro, cada sílaba, se escuchaba majestuosamente alta para quien lo profería, pero para cualquier otra persona que fuera un sencillo escucha, no habrían sido más que el soplido fugaz del aire. Tal vez el zumbido de los tubos de ventilación, un auto que pasaba por afuera.

El ruido de un gusano al escarbar la tierra habría sido más perceptible que los susurros de Kinomiya.

-Estorbo. Ya tuve el valor de subirme a una silla con una cuerda al cuello, ¿por qué no intentarlo de nuevo?-

¿Cuánto tiempo había pasado ya, exactamente, desde que Brooklyn Masefield había intentado asesinar, porque esa era la palabra exacta, 'asesinar' a Hitoshi Kinomiya?

El aturdido y frágil enfermero, hermano de buen corazón, golpeador arrepentido y ahora ido ser humano, no habría podido decirlo jamás, pero la verdad era que, entre el tiempo en el cual le habían sacado del psiquiátrico, sangrante, lloroso y herido más en espíritu que en cuerpo, hasta que se había despertado en la penumbra de ese cuarto, habían transcurrido diez días exactos.

Diez días en los que el enfermero había despertado reiteradas veces pero en un estado mental tan deplorable, encontrándose tan pasmado, que no había sido capaz de pronunciar palabra ni de ser consciente de que en verdad estaba despierto. Bastante parecido al momento en el que había abierto los ojos en plena noche -¿o era simplemente oscuridad?- y había terminado por perderse en el vasto y accidentado paisaje de sus propios recuerdos.

Hitoshi no sabía aquello, ni tampoco dónde estaba, qué hora era ni cómo había llegado ahí. Desde que lo habían sacado en una camilla de la destrozada cocina, había cerrado los ojos con la efímera esperanza de no volver a abrirlos.

-Sí, Brooklyn, quiero llorar porque tienes toda, toda la razón. Soy un inútil, Takao no me necesita…-

Pero ahí estaba Kinomiya, hablando casi sin mover los labios y siendo víctima de un victimario invisible, imaginario, que nadie más que él podía ver, escuchar y sentir en esos momentos.

-Mi…-

Abrió al fin la boca de manera desmesurada. La mueca que se había formado en su rostro era una mezcla de risa, amargura e insensatez.

-Mi patética… existencia…-

Se mordió los labios mientras reprimía una risotada nerviosa. No quería reír. Las lágrimas que habían comenzado a caer sendas por sus mejillas desde sus ojos que escrutaban ausentes la oscuridad a su alrededor eran clara prueba de ello, pero la carcajada seguía haciendo mella en su pecho, en su garganta, se revolvía en sus entrañas y luchaba por salir de su chueca boca.

-Mi patética… existencia… llega hasta… hasta…-

¿Hasta dónde, Hitoshi?

-Pfft… ¡hahaha!-

De entre los dientes se le escapó el aire y comenzó a reír histérico, con las lágrimas saliéndosele a borbotones de sus cuencas oculares mientras se convulsionaba entre carcajadas secas y ruidosas sobre el estrecho y duro colchón en el que se encontraba. Todo daba igual, nadie podía escucharle, y si le oían, no le importaba.

Nada le importaba en lo más mínimo.

-¿Hasta dónde? ¡Hasta acá, hasta acá!-

Un demente no caía en cuenta en momentos como esos de si alguien le oía o no.

-¡Acá, acá, acá, acá acá!-

Se incorporó, quedando sentado en el colchón que de un momento a otro pasó a ser mucho más mullido de lo que había sido antes. Sonreía de manera grotesca mientras movía sus manos, sin poder verlas, frente a su rostro mojado por las lágrimas. Había algo raro en ellas, algo que le punzaba en la piel y le provocaba una ligera molestia, un aguijoneo intermitente que se hacía más presente cuando cerraba sus puños. Era como un bebé que acababa de descubrir que tenía manos, que tenía pies, que existía y que podía hacer lo que quisiera con esas manos, con esos pies, con esa patética existencia.

Se tocó primero la palma derecha con su mano izquierda y descubrió, abriendo la boca con curiosidad, que estaba conectado a través de un pequeño y flexible tubito a lo que probablemente era un suero. Rió con más fuerza, disfrazando de carcajadas un apenas disgregado grito de dolor mientras se sacaba a la fuerza la aguja que le perforaba la piel para llevar quién sabe qué sustancias a su organismo, abriéndose con dicha acción una herida en la muñeca que no le importaba tanto como los estigmas de incompetencia propia que Brooklyn se había encargado de grabarle a cuchilladas en las manos. Brooklyn era el origen de su dolor. Y lo amaba, amaba el dolor amargo con el que había impregnado hasta los últimos recovecos de su sinuosa vida.

Se desconectó de otro par de tubitos flexibles y delgados que estaban en su mano izquierda, mientras continuaba riendo y dando leves patadas, echando hacia atrás las mantas que le cubrían el cuerpo para poder abandonar el colchón sobre el cual yacía.

Con pasos tambaleantes, avanzó entre la oscuridad del cuarto, descalzo y siendo cubierto sólo por una bata holgada. El piso estaba frío, pero su propia temperatura corporal era tan alta que sentía que el suelo se iba a derretir bajo la planta de sus pies.

-Hasta acá llega, Brooklyn…-

Avanzó a tientas por el lugar, con los brazos frente a sí, dando tropiezos de tanto en tanto, buscando una salida, una puerta, una perilla con la cual pudiera dar el tono inicial a su marcha fúnebre que había comenzado ya el ritmo inicial con carcajadas, lágrimas y murmullos inconexos e incomprensibles para lo que la sociedad consideraba una persona 'cuerda'.

Pero, ¿qué era una persona 'cuerda', después de todo? ¿Quiénes eran los que se hacían llamar sanos? Un montón de lunáticos que reprimían sus deseos más profundos y recónditos, que los ocultaban, pisaban y olvidaban para poder encajar en una sociedad más animalesca y terrible que la misma jungla. ¿No era eso más reprochable? ¿Cómo pretendían sanar un enfermo cuando quien lo atendía estaba igual o incluso peor?

Hitoshi no sabía las respuestas, y tampoco estaba interesado en encontrarlas. Terminaría sus días de la misma forma en la que muchos de los pacientes del psiquiátrico habían terminado las suyas. Hablando solos, inconscientes de su inconsciencia y felices en una locura que para ellos era la realidad.

¿Felices? ¿Eran en verdad felices?

Hitoshi sí lo era, y lo fue más cuando encontró la perilla de la puerta, alargada, metálica y fría, que tanto había estado buscando. Una risa áspera y temblorosa salió de sus labios entreabiertos. Esa era la clave, el inicio del fin. La libertad.

Clic.

La puerta se abrió dejando entrar a la penumbra de la habitación una luz que de seguro en otras horas del día era aún más incandescente. Parpadeó varias veces dejando que sus ojos lloraran con más intensidad ante el inusitado cambio de ambiente hasta que los ojos se acostumbraron y dejaron de arder ante los haces de luz que le empequeñecían la pupila hasta volverla casi tan nimia como la cabeza de un alfiler.

Salió al exterior mirando a su alrededor como el cavernícola que abandonaba su caverna tras haber visto durante toda su vida solamente las sombras del "mundo real" proyectadas en una pared. Estaba fascinado. Era libre, fuera de la oscuridad. Una nueva realidad se abría ante él.

Y esa realidad era un pasillo desabrido, blanco, largo y lleno de puertas, camillas y sillas. No era algo que no hubiese sospechado antes, estaba donde debía estar; en un hospital.

Con pasos un tanto menos vacilantes que antes, comenzó a caminar a lo largo del pasillo. Estaba desierto, parecía no haber ni un alma a su alrededor, ningún ruido que perturbara su paz aparte de un insistente "tic-tac" que parecía salir desde su nuca y retumbar en el blanco corredor. Se volteó sobre sí mismo para averiguar la procedencia del molesto ruido. No quería que nada perturbara su paz ni la perfección que se había posesionado de su mente logrando que sus ideas fueran sumamente claras, por lo menos a sus ojos.

Tras él, colgando de la pared, un reloj redondo con manillas negras y grandes números del mismo color, se alzaba con majestuosidad, implacable y orgulloso. Era como una aparición divina que en su idioma indicaba que eran las 3.17 de la madrugada. Tenía que ser de la madrugada, o el pasillo no estaría tan desierto.

Una risa muda salió de sus labios resecos, partidos y continuó caminando por el lugar. De vez en cuando se detenía a escuchar si habían más ruidos que el ahora dulce tic-tac que le seguía los pasos como si fuera una bomba de tiempo instalada en la espalda.

Varias veces escuchó gente acercarse, pasos presurosos que amenazaban con arruinar el feliz comienzo del final de su demencia, y se ocultó metiéndose en habitaciones que, por fortuna estaban en la misma penumbra que la suya.

Sonrió gustoso cuando una voz cansada, anciana y adolorida habló a sus espaldas en plena oscuridad mientras esperaba que el ruido que hacían unos tacones al chocar contra el suelo se alejara del pasillo por el cual sólo unos segundos atrás había estado caminando.

-¿Q—Quién eres?- Preguntó la voz entre respiraciones que más bien parecían quejidos, exhalaciones por las cuales la vida se le arrancaba de a poco del cuerpo a un anciano al cual no le quedaba mucho por vivir.
-Soy un ángel.- Contestó Hitoshi con voz lacónica.- Me llamo Brooklyn.
-Te llamas como… como un sobrino mío. ¿Vienes… a… llevarte mi alma?-
-Esa tarea es de los demonios, ellos se llevan las almas y las hacen suyas. Como un ángel, yo me aseguro de proteger de los demonios. A menos, claro, que sepas que será el diablo quien te vendrá a buscar. ¿Qué tan malo has sido? No te queda mucho. Este cuarto apesta a muerto.
-¿Entonces… voy a morir ya?- La voz del viejo se quebró y estalló en lo que Hitoshi supuso era un sollozo lleno de angustia.-No quiero, no quiero… morir…
-¿No es eso egoísta?- Preguntó Kinomiya, apegando su oído derecho a la puerta, recibiendo sólo el silencio interrumpido constantemente por el tic-tac del otro lado de la madera.- ¿No es egoísta el ser tan viejo y no querer morir? ¿Crees que te queda algo importante por hacer en esta vida que no hayas hecho ya antes?

No hubo respuesta, sólo más sollozos por parte del pobre y asustado viejo.

-Yo me voy ahora, me voy y no le digas a nadie que te vine a ver. Si lo dices, lo sabré, y me enfadaré. Me enfadaré mucho y haré cosas malas, pero justas. Lo prometo. Los ángeles somos crueles cuando nos enojamos. Pero siempre somos justos y cumplimos nuestras promesas.
-Los ángeles son crueles… incluso… cuando no están enojados…-

Hitoshi rió ante el comentario y asintió con la cabeza, gesto que, debido a la oscuridad, no pudo ser percibido por el agonizante anciano.

-Los ángeles no saben… lo que es morir… postrado en una camilla de hospital.-
-Los ángeles sabemos lo que es nacer, vivir y morir postrado en una camilla. No subestimes a lo que le temes, viejo arrogante.-

Y con decir eso, abrió la puerta y salió rápidamente de dicho cuarto. Hitoshi no era Hitoshi. No hablaba como él, no pensaba como él, y le gustaba. Estaba en los zapatos de otro, y caminar le resultaba mucho más cómodo así. Todo estaba hecho a su medida. Las palabras se habían vuelto tan volátiles y tan bellas ahora que no lograba comprender por qué les había temido tanto durante toda su vida.

Había perdido la cabeza y todo gracias a Masefield, al que acababa de nombrar como un ángel. Sonrió y volvió a llorar.

La locura parecía viral.

Dobló por un pasillo y al final de este logró ver una sala de estar, pequeña, fría, iluminada con los mismos tubos alargados e incandescentes que en un principio le habían enceguecido. Se mordió los labios y giró un par de veces la cabeza hacia los costados, asegurándose de que nadie estuviese por ahí. Dentro de la seguridad de su cuarto, que había sido su cárcel, no importaba si le oían, estaba en su refugio, pero una vez que se había abierto el camino a la libertad, no podía fallar, no podía dejarse ver ni oír.

Tenía que ser un fantasma.

Con pasos cautelosos, caminó en dirección hacia la sala de estar y estuvo a punto de retroceder con grandes zancadas cuando vio que un policía obeso yacía sentado, con los brazos cruzados y la cabeza gacha sobre su pecho. Pasaron un par de segundos para que Kinomiya cayera en cuenta de que el sujeto estaba dormido. Profundamente dormido.

Avanzó en silencio hacia el lado del policía mirando con los ojos muy abiertos todos los costados de la estancia. No había nadie más ahí, de momento, que no fuera el policía y él. El policía, él… y la pistola del policía que yacía igual de dormida que su dueño junto a un precioso cartucho de carga en un bolsillo en su cinturón.

Hitoshi no se cuestionó el hecho de que, en Japón, disuadían del uso de armas de fuego en agentes de policía en la mayoría de las veces. Qué suerte había tenido de encontrarse con alguna de esas excepciones. Tal vez aquel oficial trabajaba en alguna zona especialmente peligrosa. Pero eso en verdad no le importaba en lo más mínimo.

Los labios de Kinomiya formaron una "oh" que luego se transformó en sonrisa. Con dedos ágiles y la rapidez de un ladrón, comenzó su viaje hacia el robo del arma del oficial y no se detuvo hasta que la pistola y el cargador sin uso estuvieron en sus manos temblorosas de júbilo. Quiso echarse a reír ahí mismo, pero resistió el impulso y se puso a andar con paso apresurado hacia otro lugar. Tal vez un baño. Tal vez su cuarto.

-He… he…-

El corazón le saltaba lleno de regocijo infantil en el pecho mientras se hacía camino en dirección a los baños para el público general siguiendo un par de letreros. Bajaba la vista para contemplar de vez en cuando la Glock 19 que yacía tranquila y aún dormida entre sus manos, que la cargaban con diligencia exagerada. Se sentía inmortal. Tenía una pistola y nadie podría hacer nada contra él. Nadie.

Ni siquiera Brooklyn.

O eso quería creer.

Entró en el baño de hombres justo a tiempo. El ruido lejano de pasos apresurándose por el pasillo, al menos tres pares de ellos, llegó desde el final del corredor y se volvía cada vez más audible. Contuvo la respiración mientras esperaba que los intrusos se alejaran.

-¿Qué fue lo que sucedió?
-Es el anciano de la habitación 306, Doctor, hay problemas con él, puede ser un infarto.-

Hitoshi sonrió y se llevó a los labios el cargador, besándolo un par de veces con cariño maternal mientras los ecos y voces se hacían más y más inaudibles.

-El viejo arrogante se murió.-

Musitó y se acercó con pasos perezosos hacia los lavabos mientras metía el cargador con cuidado en la pistola. Una vez lo hubo hecho, la dejó con cuidado en el blanco mármol y contempló su imagen en el espejo.

¿En qué se había convertido? ¿Dónde se había ido su seguridad, la determinación de la juventud, el orgullo? ¿Dónde estaba eso que la gente llamaba cordura?

-No sé, no sé, no sé. Se fue.-
-Y es gracias a mí. Lo sabes.-

Parpadeó un par de veces, confundido. La sonrisa autocomplaciente que la demencia había dibujado sobre su rostro desapareció por completo ante el sonido de esa voz. Había algo ahí que no estaba bien, no estaba saliendo como tenía planeado.

-Me tienes miedo, pero me respetas, y me harás caso.-

Observó su reflejo en el espejo. ¿Era ese en verdad su reflejo? Se tocó la cara, y la persona al otro lado de ese portal hizo lo mismo. Pero el que le devolvía la mirada no era él. Los ojos de Hitoshi no eran color verde esmeralda, su piel no era tan pálida y su cabello jamás había sido anaranjado. El que le sonreía del otro lado del espejo era Brooklyn.

Y Brooklyn tenía alas negras y la mirada ensombrecida.

-Me nombraste ángel cuando toda mi vida he sido demonio.-

Hitoshi negó con la cabeza mientras llevaba sus manos temblorosas, ahora de miedo, hacia el arma que todavía yacía sobre los lavabos.

-Y ahora me apuntas con un arma. No, Hitoshi, te estás apuntando a ti. A tus miedos le diste mi imagen, pero yo sé que sabes, yo sé que sabes que soy todo lo que vive en ti.-

Y el inglés, o el reflejo de Hitoshi, se echó a reír de forma estridente con una sonrisa imborrable de la boca.

-Mátate Hito Hito.-

Kinomiya gritó aterrado, le sacó el seguro al arma y disparó en contra de su reflejo. El vidrio estalló, trizándose en cientos de pequeñas partes, cientos de pequeños reflejos que le devolvían una mirada burlesca, verde y que seguían riendo con voces cada vez más altas.

-Mátate, Hito Hito, mátate.-

Disparó dos veces más contra el vidrio, gritando desesperado, con las rodillas temblándole de miedo mientras las lágrimas bajaban como cataratas por su rostro.

-Mátate, Hito Hito. Tic-tac, tic-tac, tap tap tap. ¿No escuchas? Son pasos, vienen a por ti.-
-Vienen a por mí.-
-Soy tu ángel y te digo que te suicides. Ahora. Ahora.-
-¿A—Ahora?-
-¡Sí, maldita sea! Ahora, ahora. ¡AHORA, AHORA, AHORA!-

La puerta del baño se abrió de golpe. El mismo oficial de policía al que Hitoshi le había robado el arma junto a dos enfermeras, habían aparecido en el umbral de la puerta.

Hitoshi besó la punta de la pistola.

-¡E—Espera!-

Jaló el gatillo.

-¡Dios mío!-

Hitoshi era libre.

Libre al fin.

XXXX

"Justo en este momento, su cabeza chocó con el techo de la sala: en efecto, ahora medía más

de dos metros. Cogió rápidamente la llavecita de oro y corrió hacia la puerta del jardín.

¡Pobre Alicia! Lo máximo que podía hacer era echarse de lado en el suelo y mirar el jardín

con un solo ojo; entrar en él era ahora más difícil que nunca.

Se sentó en el suelo y volvió a llorar.

-¡Debería darte vergüenza! -dijo Alicia-. ¡Una niña tan grande como tú (ahora sí que

podía decirlo) y ponerse a llorar de este modo! ¡Para inmediatamente!

Pero siguió llorando como si tal cosa, vertiendo litros de lágrimas, hasta que se formó un

verdadero charco a su alrededor, de unos diez centímetros de profundidad y que cubría la

mitad del suelo de la sala."

Kai Hiwatari levantó la vista del libro y cerró la boca al sentir la respiración calmada de Brooklyn venir desde la cama. El inglés estaba ya profundamente dormido, con una expresión tranquila y los ojos aún levemente bordeados de lágrimas. Momentos atrás, el ahora más inestable que nunca paciente de Kai, se había puesto a lagrimear en silencio mientras hablaba con su enfermero de un lago en Inglaterra, al que había ido de pequeño varias veces con sus padres antes de que ellos murieran. Parecía tranquilo hasta que una insignificante palabra o recuerdo hizo que los buenos ánimos que ya se habían extendido por casi tres días se esfumaran inexplicablemente de su paciente. Por suerte, el ruso-japonés había encontrado un método para distraer al pelinaranja, método que resultaba bastante efectivo.

-¿Quieres que te lea un libro?- Kai le preguntó cuando vio las lágrimas aflorarle de sus orbes esmeraldas.

Brooklyn, secándose con los puños de su camisa de mangas largas los ojos, había asentido. En esas ocasiones, cuando su paciente comenzaba a llorar porque sí y a hacer pucheros casi con intenciones de hacer llorar también a quienes estaban a su lado, Hiwatari había comprendido que estaba hablando en realidad con un menor de unos diez años, que le usurpaba el cuerpo a Brooklyn, y trataba a su paciente como tal –sin entrar, por supuesto, en actitudes melosas y estúpidas. Hiwatari se mantenía frío, le concedía alguno que otro capricho y hacía oídos sordos si el pelinaranja comenzaba a hablar con el fin de manipularle de un modo descarado.-

A Masefield no parecía molestarle en lo absoluto aquel trato especial y, con una sonrisa amarga y de víctima en los labios, elegía él el libro que quería que su enfermero leyera.

Esta vez, había escogido Alicia en El País de las Maravillas.

-Hasta que te dormiste…-

Kai sonrió apenas, excesivamente cansado, y dejó el libro sobre la mesa de noche junto a la cama en la cual ahora el inglés dormía. Le cubrió con una manta y volvió a sentarse a su lado, mientras un perezoso bostezo se le escapaba de los labios.

Desde que Hitoshi se había ido, once días atrás, Kai apenas dormía y no se despegaba de su paciente. En el transcurso de la primera semana, le habían ofrecido delegarle otro interno para que pudiera descansar de Masefield, pero Hiwatari se negaba de manera rotunda, se mantenía impertérrito y sólo cuando estaba a solas en su habitación se daba la libertad de poner esa expresión facial abatida que en verdad le identificaba. No quería dejar a su paciente solo, mucho menos ahora que había notado cómo todo el mundo lo evitaba y le observaba como si fuera una clase de asesino serial. Eso por parte de algunos enfermeros. Los psicólogos que se paseaban por ahí los saludaban y hacían como que nada había sucedido, pero personas como Rei o Mystel simplemente observaban a Brooklyn con una mezcla de desconfianza y rencor en la mirada.

Y, para el inglés, aquello obviamente no había pasado desapercibido. Por la misma razón había comenzado a pedirle a Kai que le llevara las comidas a la habitación y dejaban las salidas al jardín cuando casi no había gente dando vueltas por los pasillos. Iban o muy de mañana o después de la hora de la cena. A Hiwatari no le molestaba y ya se había acostumbrado. Se había terminado por dar cuenta que junto a Brooklyn Masefield se sentía más cómodo que con cualquier otra persona, sin importarle si habían dos, tres o veinte personalidades diferentes dentro de él.

Sí, le daba igual, porque ya había aprendido a tratar bien con dos de esas tres partes que conformaban a su paciente. La tercera –y peor de las personalidades de Brooklyn- no se había vuelto a mostrar desde que Hitoshi casi había perdido la vida e, internamente, Kai estaba tranquilo y agradecido por ello.

Ese era otro gran tema, y el que lo había desencadenado absolutamente todo. Hitoshi Kinomiya.

Los tres primeros días luego del incidente el pelinaranja no había dicho palabra a su primo que había ido a verle, ni tampoco al psiquiatra, ni siquiera a Kai, que le hablaba de vez en cuando con voz plana y tranquila, tratando de sacarle alguna frase de lo que fuera; clima, comida, libros, películas. El ruso japonés nunca tocó el tema de Hitoshi. Fingía, tal como el psiquiatra de Brooklyn le había sugerido, que nada había ocurrido y se quedó en todo momento al lado de su paciente. No había sido hasta casi terminado el tercer día cuando, con un hilito de voz, Masefield le había preguntado a su enfermero poco antes de las nueve de la noche mientras miraban las estrellas en el jardín:

-¿Qué hiciste para que no me encerraran?-

Hiwatari había fruncido el ceño y volteado a verle, negando con la cabeza. No le iba a decir todo lo que había discutido con el director del centro para evitar que lo volvieran a meter en esa habitación de aislamiento donde se suponía deberían encerrarlo si su "alter-ego" agresivo estaba ocasionando problemas. Kai estaba lidiando sólo con su verdadero paciente y esa personalidad manipuladora y nostálgica que afloraba de vez en cuando con actitudes, miradas o, en su defecto, palabras que no habían llegado sino hasta ese momento.

-No te iban a encerrar, y tampoco lo van a hacer.-

Esa respuesta parecía haber sido suficiente. El ojiverde había asentido y se había frotado el rostro con ambas manos, como si estuviera despertando de un extenso letargo que lo había mantenido con los ojos apagados el 70% del tiempo.

Y así habían pasado once largos días. Fuera de haber enfriado sus lazos con su paciente, se había acercado más a él, pero de un modo menos precipitado y un tanto más racional. Quería ayudarle en verdad luego de comprobar con sus propios ojos qué tan mal el mayor estaba y medía sus pasos y palabras con cautela. Con promesas no lo iba a hacer sentir mejor, sino con acciones.

Apoyado en el respaldo de la silla, el ruso-japonés cerró los ojos para descansar un momento, pero unos tímidos golpes en la puerta de la habitación le hicieron ponerse de pie de un salto para abrir antes de que volvieran a golpear y despertaran a su paciente dormido.

-¿Qué sucede?-

Preguntó en un susurro. Frente a él estaba Mystel, esta vez sin esa sonrisilla nerviosa y forzada de desde hacía once días a tras le regalaba a Hiwatari cada vez que lo veía. Su rostro era ahora serio, duro y con amagos de tristeza e impotencia.

-El director. Quiere hablar contigo.-

Kai mentó en voz baja mientras volteaba a ver de reojo el interior de la habitación. Masefield continuaba profundamente dormido.

-¿Es urgente?-

El ruso japonés entrecerró los ojos y chequeó la hora en su reloj de muñeca. Eran las cuatro de la tarde y Brooklyn de seguro no dormiría más de cuarenta minutos y no le agradaba demasiado la idea de que este se despertara encontrándose solo en el cuarto. Parpadeó un par de veces al ver que Mystel asentía con convicción ante su pregunta y se volteaba para alejarse caminando rápidamente de ahí.

No le quedaba entonces de otra. Cerró la puerta tras de sí y se echó a andar por el pasillo hacia la oficina del director, un hombre viejo de bigote, gordo y calvo de apellido Dickenson.

Una vez fuera de su despacho, golpeó con firmeza tres veces la madera. Esperó respuesta.

-Adelante, Kai.-

El enfermero ingresó con paso seguro y la altivez que había aparentado poseer desde que había puesto un pie dentro del lugar. Suponía que era esa misma actitud la que había logrado hacer que sus compañeros de trabajo le respetaran -¿o temieran?- Bueno, le daba igual.

-¿Me mandó a llamar, Señor?

-Sí, Kai, toma asiento, por favor.-

Hiwatari obedeció no de muy buena gana y tomó lugar en una silla frente al escritorio del sujeto que trataba siempre de hablar con un tono afable. No le agradaba demasiado. Kai pensaba que era un cínico aprovechado que sólo le gustaba hacerse con el dinero de esas personas cuyas familias les habían dejado abandonadas a su suerte.

-¿Y… qué es lo que ocurre, señor Dickenson?-

Cuestionó Hiwatari tratando de acelerar el curso de las cosas.

-Bien… Mira, recibimos una llamada hace… un par de horas del hospital donde Hitoshi fue enviado luego de que… bueno, ya sabes.-

A Kai se le hizo un desagradable vacío en el estómago al oír ese nombre y el tinte fúnebre con el que las palabras del viejo calvo comenzaban a teñirse.

-… y bueno, resulta que Kinomiya al fin despertó, ¿sabes? – Continuó el mayor luego de un par de segundos de silencio- Pero una vez despierto, salió de su cuarto… y… me temo, que terminó con su vida con el arma que le robó a un policía.

El peliazul mantuvo la misma expresión estoica con la que había ingresado. Cuando se impresionaba, los órganos podían revolvérsele, las extremidades podían sentirse más pesadas y el sopor podía cambiar la temperatura de su cabeza en una fracción de segundo, pero en su rostro nada más que un parpadeo dio como evidencia que el recién graduado se esperaba de todo menos eso.

-¿Se suicidó con el arma de un policía, dice usted? ¿No es eso… un poco…?-

-¿Difícil, inverosímil? Yo pensé lo mismo. El policía se había dormido en una sala de espera y Hitoshi le robó la pistola. Disparó dos o tres veces contra un espejo y luego se disparó en la cabeza.

Hiwatari entreabrió la boca pero la cerró inmediatamente mientras asentía y bajaba la mirada.

-Comprendo.-

Fue todo lo que pudo decir. Dickenson suspiró con pesadez y se masajeó las sienes de la cabeza con la punta de los dedos.

-Es difícil, pero creo que lo mejor para todos los que estamos acá, Kai, es trasladar a Brooklyn a otro centro donde le proporcionarán un tratamiento aún más extensivo. Ya lo conversé con su primo, o tutor, como prefieras llamarlo, y está de acuerdo. Cambiar de ambiente lo beneficiará a él y…

El ruso alzó la vista de apoco mientras sentía las palabras zumbarle en la cabeza de manera entrecortada y dolorosa. ¿Llevarse a Brooklyn? ¿Alejarlo de él? No, no podían hacer eso. Tragó saliva y abrió la boca, buscando las palabras con cuidado, intentando no sonar desesperado ni cortante.

-¿Otro centro?-

-Naturalmente, Kai. Y a ti te dejaremos a cargo de otro paciente. Tal vez podrías encargarte de Max Mizuhara que ha tenido que ser cuidado por Rei Kon en los últimos días. Él ya tendrá bastante trabajo encargándose de Takao una vez que este se entere de lo que le pasó a su hermano…

-Preferiría trasladarme… con Brooklyn, si es posible. Usted mismo ha dicho que, a pesar de las crisis que mi paciente pueda haber tenido, he sido el único enfermero al que no ha dañado.

Era un descaro solicitar algo como eso tal vez, pero no podía dejar que lo alejaran de su paciente. De ningún modo permitiría eso.

Dickenson se quedó callado por unos instantes, escrutando con sus pequeños ojos al muchacho joven, fuerte y, a sus ojos, decidido, que tenía en frente.

-Bueno, sí, han podido sobrellevar bastante bien las cosas… pero… ¿Estás seguro de que quieres seguir atendiéndolo, Kai?-

Si enviaba un enfermero particular con Brooklyn al nuevo centro, no dudarían en decir que sí, Dickenson estaba completamente seguro de ello. Nadie quería cuidar a alguien como Brooklyn Masefield en realidad.

-No puedo dejarlo así.-

El director sonrió mezcla de ternura y amargura y asintió con la cabeza.

-Está bien, preguntaré, para ver qué podemos hacer. Eres muy noble, Kai, muy noble.-

Hiwatari no perdió el tiempo en agradecer ni preguntar nada más. Miró hacia otro lado mientras el mayor asentía levemente para luego soltar otro suspiro. El enfermero hacía lo posible para mantener su temple y no fruncir aún más el ceño.

-Si vas con él al centro podrías hacerte cargo incluso de llevarlo tú. Te proporcionaríamos el dinero para cargar bencina y pasar a comer a algunos lugares, debido a que el viaje es un tanto largo.-

Eso a Kai le daba exactamente igual. Si podía irse de ahí con Masefield era capaz de llevárselo en brazos… bueno, tal vez no precisamente en brazos, eso sería una exageración, una humillante exageración. Se limitó a asentir y a observar con firmeza a Dickenson. No quiso preguntar dónde quedaba el otro lugar al que irían. No quería calentarse más la cabeza. Tenía la mente demasiado turbada por el recuerdo intermitente de un loco suicida que haría, de manera indirecta, empeorar a su paciente.

-¿Es todo, Señor?-

Hiwatari pronunciaba casi con desidia la palabra señor. No era muy fanático de las jerarquías de ninguna clase, pero estaban en Japón y eso se respetaba, aunque Kai no solía hacerlo precisamente como correspondía.

-Es todo, puedes retirarte.-

XXXX

Hitoshi muerto. En definitiva, era eso lo único que faltaba para terminar de arruinar todo. Era la cereza que faltaba en la decoración de esa torta de desastre que se había armado desde antes que él, Kai Hiwatari, hubiese ingresado a trabajar como enfermero en el Centro.

No pudo evitar preguntarse, mientras, con la mano firmemente apretada en torno al pomo del cuarto del inglés, abría la puerta tras haber salido del despacho del director del psiquiátrico, si las cosas habrían terminado o no del mismo modo de haber sido otro el que hubiese llegado a cuidar al Brooklyn.

Reprimió un suspiro de cansancio y preocupación y observó la figura aún dormida del pelinaranja sobre el colchón.

Al menos alguien descansaba.

Cerró en silencio la puerta nuevamente y se sentó en la silla en la que había estado antes de que Mystel llegara a buscarle para decirle que Dickenson le había llamado. De ahí, se quedó mirando el rostro de su paciente que respiraba plácidamente sumido en un sueño que parecía tranquilo y reconfortante.

-¿Por qué estoy haciendo esto?-

Un mechón de pelo naranja cayó sobre los ojos del mayor, ocultándole traviesamente los párpados detrás de una fina cortina de cabello. Kai lo removió con cuidado con la punta de sus dedos y, de forma disimulada, le regaló al inglés una caricia en la mejilla.

-Me haces hacer demasiado, Masefield.-

Susurró y negó con la cabeza, mientras cerraba los ojos y echaba la cabeza hacia atrás para reposar la vista un rato.

De haber abierto los ojos en esos momentos, Hiwatari se habría dado cuenta de que Brooklyn – por llamarlo así- tenía ahora abiertos los ojos, y observaba con dureza y una sonrisa levemente torcida al agotado y por un momento distraído enfermero.

-Vas a hacer más Kai…-

Pensó el inglés.

-Mucho más.-