DICLAIMER: Ni Inglaterra ni Francia me pertenecen.
01
A Arthur le dolía el cuerpo. Fue lo primero que se dio cuenta recién despierto. Después de dar vueltas intentando conseguir una posición cómoda, se percató de la irregularidad de la cama en la que estaba acostado, el colchón de tamaño king, las almohadas y las sábanas en general de un color rojo sangre, todo diferente a la sencilla cama individual de su habitación. Se sostuvo apoyando uno de sus codos y observó el resto que le quedaba por inspeccionar. Las persianas estaban bajadas y cerradas, desproporcionando la luz natural que le hubiera servido para examinarla mejor. Era muchísimo más pequeña que su habitación, pero la cama ocupaba bastante espacio, intensificando aquella impresión.
No, no era una habitación familiar. Y el dolor de cabeza le impedía pensar en una respuesta lógica para ello. Porque estaba claro que no era lo que más se temía, daba igual si sus ropas parecían ser aquel montón arrugado en una de las esquinas, y que él estuviera desnudo. Expuesto. Se levantó y, sin atreverse todavía a echarle un vistazo a quien estaba a su lado, caminó hacia la esquina y tomó sus ropas. Se las colocó con toda la rapidez que su estado le permitía, tambaleándose de un lado a otro. No encontró los zapatos. Los buscó sin éxito revisando hasta el más nimio lugar. Entonces consideró que podrían encontrarse en otras partes de la casa. Abrió la puerta y salió.
Era un apartamento pequeño, de un piso alto. Había salido de la única habitación que poseía; lo demás era un baño, una sala empequeñecida por un armario gigantesco, y una cocina minúscula con una lavadora a su lado. La única ventana daba hacia el centro, mostrando un compendio de edificios de muchos pisos y apartamentos donde los inquilinos vivían como aglutinados en cajas de cartón. En parte, daban la apariencia general de estar edificados como cajas endebles, pobres y grises, el último refugio para individuos desafortunados.
Aunque lo cierto era que nunca antes había pisado esa zona de la ciudad, quedaba muy lejos de lo que frecuentaba, ni siquiera había bares de renombre. Y, claro, tenía fama de albergar individuos de mala muerte, como para quitarle las ganas al más curioso de ir a indagar por allí.
Mientras buscaba sus zapatos, se preguntó cómo pudo terminar de ese modo. No recordaba nada de la noche anterior, sólo imágenes difusas que poco aclaraban su mente. Era extraño, pero entre la niebla de sus memorias podía recrear la textura de unos labios. Estremeciéndose, apartó aquellos pensamientos. Temía encontrarse con una verdad desagradable.
Por fin halló los zapatos debajo de la mesa de la sala; se reprochó haberlos ignorado hasta ahora. Iba a colocárselos, pero dos brazos le rodearon por la cintura. Arthur se quedó rígido mientras que el otro lo estrechaba, distinguiendo el cuerpo desnudo ante el contraste de sus ropas maltrechas. Arthur no quería mirar, aunque reconociera la blancura de sus brazos.
-¿Por qué te levantas tan temprano, cher? Me harás parecer mal amante -dijo, con un inglés afrancesado.
-Suéltame -dijo Arthur, colocando sus manos en ambas muñecas y ejerciendo presión.
-¿Y si no quiero?
-Nadie te ha dicho que puedas tocarme.
-Te prepararé el desayuno, sólo déjame vestirme y siéntate. ¿Qué te gustaría?
Francis retiró sus brazos de la cintura y fue a la cocina. Arthur se fijó en su desnudez, sin rastro de pudor. Arthur examinó su espalda con el fin de encontrar marcas que se hubieran producido anoche, por ninguna razón más
(porque lo que menos deseaba era tener que observar con atención su espantoso cuerpo, suficiente tenía con soportar su existencia)
-Déjalo. Ya me iba -le dijo, pero Francis negó con la cabeza.
-Espera, voy al baño. Oye, ¿qué te apetece?
-Desaparecerme de aquí.
Arthur se colocó los zapatos. Pensó en irse mientras Francis estaba ocupado y así evitar volverlo a ver, no fuera que quisiera seguir desnudo porque sí. Intentó dar con las llaves del apartamento, sin conseguirlas; entonces probó con la ventana, pero debían de estar en un octavo piso y no se arriesgaría sólo por huir del degenerado francés. En su lugar se sentó en la mesa.
Francis salió diez minutos después, cubierto con una bata de baño. Le dirigió una sonrisa brillante, Arthur hizo una mueca. Le sorprendía que no percatara de lo molesto que estaba en ese momento, y la repulsión que le causaba. Francis se sentó en la silla al lado suyo.
-Estoy feliz -soltó, sin venir a cuento-. No es muy común que me levante de tan buen humor. Generalmente necesito tres tazas de café para sentirme yo mismo. Si no, parezco un ogro. O algo peor. Aunque no sé qué pueda ser peor. ¿Siempre te levantas a esta hora? Es muy temprano para mí, pero podría acostumbrarme.
-¿La mañana te da por ser más absurdo de lo que ya eres? -repuso Arthur-. Ábreme, me voy.
-Es muy pronto y las calles estarán vacías. No es muy seguro. Te lo digo por experiencia.
-Si no me abres me lanzaré por la ventana. De cualquier manera me largaré de aquí.
Francis soltó una risa liviana y Arthur se preguntó por qué creía que era una broma. Entonces alargó su mano hacia la de él y la apretó en un gesto que Arthur supuso era cariñoso, para luego inclinarse buscando besarle en los labios. Arthur le estampó su mano en la boca, esperando alejarlo de su malnacida intromisión. Francis sacó la lengua y se la lamió. Arthur, en lugar de quitar la mano, hizo presión, lamentándose producirle un dolor tan leve.
-¡Ay, ay, ay! –chilló-. ¡Si haces eso no podré besarte!
-Ese es el punto, idiota -replicó Arthur, impulsándole la cabeza hacia atrás, quitando su mano por fin. Se la limpió con el pantalón. Nada que le importara porque ya de por sí estaba sucio.
-¿Pero qué mierda te pasa? -preguntó Francis, tocándose ambas mejillas rojas y adoloridas.
Arthur debía admitir que el rojo le sentaba bien a aquel rostro pálido
(pero jamás lo haría, porque nunca esperaría que algo proveniente de aquel francés le resultara atractivo)
-Te he dicho que me abras la puerta. Me quiero ir de este lugar. Por si no lo has notado en estos dos años, me caes realmente mal.
-Ayer parecía todo lo contrario -observó Francis, arrugando el ceño-. Pensé que, bueno, ya que nos gustamos tanto, podríamos intentar algo. Ayer…
-¿Pero ahora qué mierda hablas tú? -interrumpió Arthur.
Se levantó de su asiento y reemprendió la búsqueda de la llave.
No quería observar el rostro de Francis, ni la expresión de desencanto y confusión que ahora se había apoderado de él, como si en serio le afectara que se estuviera negando a un cuento endeble de un amorío que
(evidentemente y pese a ciertas pruebas en contra)
nunca ocurrió.
-¿Es que no te acuerdas de nada? -insistió.
-Me drogaste. Lo dudo.
-Yo no te… Oh -Francis se quedó callado. Arthur, quien seguía de espaldas, se preguntó qué estaría pensando-. Entonces, ¿nada?
-No voy a repetirme. En serio, ¿dónde tienes la maldita llave? No quiero seguir aquí.
-Ya -soltó Francis, con tono débil.
Arthur escuchó el sonido de una mesa moviéndose. Cuando se volteó hacia él, lo descubrió sacándose la llave del apartamento del bolsillo de la bata. Francis se aproximó a la puerta, la abrió y le dejó vía libre para su ida. Arthur pensó que diría alguna estupidez más al pasarle por su lado, pero no fue así. Ninguno de los dos pronunció palabra.
El pasillo tenía otros tres apartamentos más. Las paredes eran de un marrón claro, o tal vez estaban tan sucias que se conseguía aquel aspecto. Al encontrarse frente al ascensor, Arthur se revisó los bolsillos, hallándolos vacíos. Se dio cuenta que no tenía nada de dinero, ni documentos, y a saber lo que habría ocurrido anoche. Dónde los habría tirado.
Se devolvió al apartamento de Francis. Tocó el timbre y Francis no tardó en entreabrir la puerta.
-¿Qué? -le preguntó.
-¿Ves por ahí mi cartera?
-No.
-Revisa bien. Tiene que estar por allí.
-Ayer no trajiste nada contigo. Te lo puedo asegurar. Te desvestí.
-Dame mi cartera, rana estúpida -replicó Arthur.
-Ya dije que no está.
Arthur soltó varias groserías, antes de controlar la lengua y ocurrírsele otra solución.
-Bien, supondré que no la tienes. Préstame dinero, ando limpio.
-¿No tienes ni una moneda?
-Ni una sola.
-Bien.
Francis le trancó antes de poder insistirle nuevamente. Por más que volvió a tocar, dio patadas, gritó y maldijo, Francis no apareció otra vez. Habían pasado veinte minutos.
Arthur se resignó a salir a la calle sin documentos y sin dinero para tomar un taxi, lo que le dejaba con dos opciones, o pedir en la calle o ir caminando hasta su casa, que quedaba en el otro extremo. Mientras salía del mugroso edificio, consideró que en realidad la casa de Gilbert quedaba más cerca que la suya. Redirigió sus pasos hacia allá, armándose de paciencia y de energías porque a pesar de todo seguía siendo un trayecto largo.
El estómago le rugía del hambre, desconcentrándolo de su alrededor. Casi nunca entraba a esta parte de la ciudad porque no sólo quedaba lejos incluso de la Universidad, sino de todos los sitios que frecuentaba. Era una zona francamente horrible, de estructuras viejas y descuidadas y habitantes que hacían juego con ellas. Arthur recordó que la mayoría de la página de sucesos que reseñaban los periódicos provenían o de esta zona o de las aledañas. Tal vez estuviera exagerando, pero se sentía realmente mal consigo mismo como para ser de otra manera.
No era un imbécil. No estaba tan ciego como fingió estarlo en el apartamento. Las prueban hablaron sin ningún remordimiento, la noche anterior Francis y él habían dormido juntos.
Si alguien se enteraba, su reputación caería por los suelos
(y su mundo, donde exilió al francés al apenas conocerlo, dedicándose a execrarlo dentro de su propio universo)
Se debatió entre el odiar más a Francis o comenzar a odiarse a sí mismo.
N/A: Gracias por leer a quien haya llegado hasta acá. Un gusto.