Capítulo primero.

Días lluviosos.

Llovía desde hacía un par de días y eso les había dificultado la marcha más de lo que habrían deseado. Debajo de la improvisada tienda que habían montado al abrigo de aquella pequeña cueva, la patrulla de viaje intentaba distraerse para no pensar que les esperaba una nueva y larga noche al abrigo de aquellas frías piedras. Ese clima no era lo habitual en la región, sin embargo sí en el tiempo de las lluvias, momento del año en el que se encontraban inmersos. Quizás habían pecado de ingenuos al pensar que podrían desplazarse lo suficientemente rápido entre nubarrón y nubarrón, pero tenían prisa por regresar a la capital del reino y debían aprovechar cada resquicio de luz para avanzar.

Con el brazo apoyado en la entrada y dejado caer sobre él, Dohko observaba el ambiente. Desesperaba al ver que el encapotado cielo no daba muestras de abrirse lo más mínimo. Suspiró y dejó la frente sobre la piel caliente de su antebrazo, cerrando los ojos por un segundo. El dolor de cabeza que se le había iniciado por la mañana no desaparecía, e incluso parecía intensificarse con cada minuto de encierro. A sus espaldas, las voces de sus hombres, cada vez un poco más apagadas, le recordaban que no debían tardar; no tanto porque no fuesen a soportar un par de jornadas más de viaje, sino más bien porque ya llevaban mucho tiempo fuera del calor de su hogar. Podía comprenderles perfectamente, a pesar de que hacía mucho que se le había privado de uno propio. Pero eso no significaba que el resto no tuviese la posibilidad de disfrutar de ello.

Una presencia a su lado le devolvió de sus pensamientos, así que giró el rostro para encontrarse con unos jóvenes ojos marrones. Sonrió levemente y le pasó la mano libre por su cabellera castaña y enredada, arrancándole una pequeña risilla, que acompañó con un agitar de brazos para apartarle.

—No hagas eso, Dohko.

—¿Qué haces que no estás durmiendo, Tenma?

—No tengo sueño —el niño cruzó los brazos tras la cabeza y se dedicó a contemplar el paisaje húmedo, ennegrecido—. No puedo tener sueño.

Dohko suspiró. No hacía mucho que conocía a su joven acompañante, pero desde luego para alguien tan hiperactivo y enérgico como había mostrado ser Tenma, aquel encierro resultaba mucho más tedioso que para el resto. Incluso en ese momento parecía agitado, ansioso, con ganas de echarse a correr bajo el mar de agua que se precipitaba desde el cielo. Por temor a que lo llevase a cabo, le echó una mano al hombro y le apretó fraternalmente.

—Ya sé que no es lo que esperabas pero…

—No te preocupes, Dohko. Está bien —Tenma le miró, sonriendo ampliamente—. Esto es sólo un pequeño contratiempo. ¡Seguro que mañana mismo amanece soleado y podemos seguir con nuestro viaje! Me muero de ganas de llegar al Santuario, de verdad que sí. ¡Y empezar con mi entrenamiento!

—Cuando estemos allí no estarás tan animado, ya lo verás —rió—. El entrenamiento para ser de la guardia imperial es muy duro, Tenma.

—Lo soportaré.

—No me cabe la menor duda de que lo harás, pero te aseguro que en más de una ocasión te encontrarás pensando que quizás el haberte quedado en tu pueblo natal no habría sido tan mala idea.

—Lo dudo mucho —se sentó con las piernas cruzadas a su lado, con los ojos aún fijos en él—. Ya no me quedaba prácticamente nada allí, Dohko. Y como dijiste que tengo talento y que puedo servir a un bien mayor… ¡Además! Si me hago de la guardia como tú, podré viajar por diferentes lugares y así dar con mis amigos. Les prometí que volvería a verles —desvió la mirada de nuevo hacia afuera.

—Es algo difícil de cumplir.

—Lo sé, pero no me importa. Yo siempre cumplo mis promesas —sentenció.

Dohko se quedó observándole un poco más. La verdad era que le tenía cierto cariño al muchacho, a pesar de que no hacía ni una semana que se había unido a su grupo. Incluso había llegado a sopesar ciertas posibilidades si de verdad iba a entrar a ser uno de los suyos. Se puso de cuclillas junto a él y le dio un par de palmaditas en la espalda.

—No tardes en irte a la cama, Tenma. Mañana nos despertaremos temprano.

—Está bien. Si quieres puedo levantarme antes para hacer la ronda.

—Ni lo sueñes, enano —dijo con una ceja alzada. Tenma hinchó los carillos y le encaró.

—¡Quiero hacer la guardia!

—Cuando tengas pelos en el pecho, chaval —interrumpió uno de los hombres de Dohko al fondo de la cueva, haciendo reír al resto de soldados.

—Preocúpate de llegar descansado a nuestro destino —volvió a revolverle el pelo—. No te entretengas.

Se irguió para caminar hacia la improvisada y mal lograda fogata que habían hecho lejos de la humedad de la entrada. Tomó el asiento que le cedió uno de ellos al echarse hacia el lado, aceptando de buena gana un vaso de cerveza y un trozo de pan con queso.

—¿Está seguro de que hemos hecho bien en traerle, jefe? —un hombre joven, al que sus compañeros habían apodado "Cuervo", se puso de cuclillas junto a Dohko, comiendo un trozo de carne reseca—. Reconozco que es un crío fuerte, pero ya es mayor para empezar a entrenarse.

—Eso no tiene nada que ver —el que le había cedido el asiento a su superior, uno al que llamaban Cerbero, intervino—. ¿Acaso no sabes que el general Aldebarán tenía quince años cuando entró a formar parte del cuerpo de soldados rasos? La edad no es un impedimento para comenzar nuestro entrenamiento. Sólo el poder de uno mismo.

—Bien dicho, Cerbero —alabó Dohko—. Aunque incompleto. No sólo es sólo el poder lo que determina tu camino entre nosotros. Recuérdalo.

—Sí, maestro.

A pesar de que a muchos no les sacaba más que un par de años de edad, Dohko había revisado sus entrenamientos y preparaciones, al menos durante el corto tiempo que solía permanecer entre los muros del Santuario, de cada uno de ellos.

—¿Pensáis encargaros de su preparación personalmente, maestro? —preguntó Van, el más prudente y joven de los que le acompañaban.

—Quizás —sonrió de forma enigmática, y Cuervo soltó una carcajada.

—¡El capitán como siempre con sus misterios! ¿Nos contará hoy alguna de sus historias, jefe?

—Es muy tarde y mañana nos espera un largo día.

—¿De qué? ¿De permanecer sentados cogiendo moho en esta apestosa cueva? Vamos, señor. Lo cierto es que eso nos animaría bastante. Vuestras hazañas son siempre enriquecedoras, maestro.

—Auriga, deja de hacer la pelota. Tienes tantas ganas como el resto de escuchar alguna historia de tripas desgarradas —bromeó Cerbero.

Tenma, que se había levantado y pasaba junto a ellos, se quedó paralizado detrás de Dohko, haciendo reír al resto. Cuervo lo cogió de la muñeca y lo arrastró hacia el fuego, obligándolo a hacerse sitio entre uno de sus compañeros y su capitán, sentándolo allí, apretándole los hombros con las manos.

—¡Quédate con nosotros un rato, muchacho! ¡Así el capitán te deleitará con una de sus historietas de juventud! ¿Por qué no nos narra esa en la que aparecía aquella chica que les regaló a usted y al señor Shion aquel espejo encantado?

—¿Shion? —preguntó Tenma en voz baja.

—Es uno de los magos de la corte, y un gran amigo del capitán —le explicó Van, que estaba a su diestra, en voz baja, mientras Dohko comenzaba con la susodicha narración para complacer a sus hombres—. Se trata de un tipo muy fuerte. Es un lemuriano.

Los ojos del muchacho se abrieron de par en par. Siempre había vivido en un lugar más bien apartado, donde la magia y el misticismo no habían tenido cabida más allá de las supersticiones de los pueblerinos, del mismo modo que las leyendas y habladurías iban y venían, recrudeciéndose o desapareciendo con la misma facilidad con la que cambiaban los vientos. Pero todos habían oído hablar de los lemurianos, aunque fuese lo más mínimo. Los conocimientos de Tenma eran muy limitados, desde luego; sabía que no eran exactamente humanos, que alguna vez habían librado una guerra contra ellos en el pasado, provocando que quedasen muy pocos y todos escondidos en una tierra perdida y conocida por unos cuantos. Se contaban historias aquí y allá que narraban que ayudaban en secreto a los diferentes reinos esparcidos por la tierra, pero nunca habría imaginado que dentro del suyo propio.

—¿Hay muchos lemurianos en el Santuario, al servicio de nuestra reina? —le preguntó de nuevo, tras llamarle la atención tirándole de la manga de su camisa.

—Unos pocos, pero no demasiados. Shion es mago y general de nuestras tropas. Tiene bajo su protección a un joven llamado Mu, capitán.

—¿Y por qué Shion es general y Dohko sólo capitán? ¿Acaso es más fuerte?

—Ambos son igual de diestros. Simplemente el maestro aún no ha querido promocionarse. Sin embargo, creo que no tardarán demasiado en ascenderle por la fuerza.

—¿Ha sido tutor de todos vosotros?

—No tutor exactamente, pero sí nos ha supervisado y vigilado. Algunos incluso han entrenado con él como compañeros.

—¿Entonces por qué…?

—La jerarquía dentro de la Orden es compleja. No te preocupes, Tenma, ya te enterarás.

El muchacho sonrió, empezando a sentirse ya cansado, y se pasó la mano derecha por los ojos.

—Y entonces nos encontramos rodeados por un grupo de unos veinte. Teníamos el espejo ya en nuestras manos; la joven Ipidia estaba a nuestras espaldas. Fue Shion el que se dio cuenta de que podíamos escapar fácilmente si hacíamos uso de las poleas que sujetaban las lámparas del techo. Y bueno, os podéis imaginar el resto. Unos cuantos aplastados, otros tantos muertos por los tajos de nuestras armas y de la magia de Shion.

—Me acuerdo de Ipidia —Cerbero alzó las cejas mirando directamente a Dohko, que decidió que era un momento oportuno para echar otro trago. El resto de sus hombres se echó a reír. Tenma los miró sin comprender muy bien lo que sucedía.

—Ah, maestro. Tus historias son siempre las mejores —dijo el joven Perseo, alzando su tosca copa de madera—. Oye, Tenma, ¿por qué no nos hablas un poco de ti mismo?

—¡Tienes razón! ¡Buena idea! —añadió el Cuervo, haciéndose sitio a su lado—. Si conocemos al maestro como lo conocemos, formarás a pasar parte del grupo dentro de poco. ¿Qué nos dices de ti?

—Yo… bueno…

—Dejad al crío que tiene que irse a la cama ya —sermoneó Dohko con voz ronca por la cerveza y una sonrisa cálida en los labios. – Venga, Tenma.

—Vamos, jefe, déjale hablar un poco.

Sólo eran siete hombres los que les acompañaban –los otros dos, Kain y Nobo, habían preferido reír y beber a hablar por el momento–, pero empezaron a formar tal bullicio dentro de la cueva que parecieron treinta. Incluso el prudente Van se unió al jolgorio, instigado por el ánimo sus compañeros. Dohko rodó los ojos y suspiró, mientras Tenma simplemente se sonrojó un poco, rascándose la nuca.

—¿Qué queréis que os cuente? —empezó a juguetear con sus propios dedos.

—Por ejemplo, ¿qué es ese brazalete de flores que llevas?

—Ah… —lo observó quedamente, toqueteándolo, sintiendo que le invadía el cariño—. Es un regalo de una vieja amiga. Una que se… fue.

—¿Se fue?

—Se la llevaron cuando éramos unos niños —entrecerró los párpados—. No he vuelto a saber de ella desde entonces.

—Qué bonito —bromeó Auriga—. Un regalo de su novia.

—¡No es mi novia! ¡Ni lo fue! —farfulló, algo azorado, haciendo que los demás se echasen a reír otra vez.

—Mejor vete a tu lecho o no te dejarán en paz —los ojos turquesas de Dohko le miraron con diversión, y con un movimiento leve de cabeza le indicó que se levantase para irse.

—Le ha faltado tiempo, desde luego —comentó Van al ver cómo se alzaba del suelo y corría hacia el rebujo de mantas y sábanas raídas que restaba lejos—. Pobrecito, no sabe la que le espera.

—Si no fueseis tan cafres no tendría por qué esperarle nada.

—Si no fuésemos tan cafres sería todo muy aburrido, maestro.

—Desde luego que sí —se puso de pie, con los brazos cruzados—. Escuchadme, tropa, yo voy a reposar también un rato. El primer turno lo harán Cuervo, Kain y Nobo. Cerbero, Auriga y Van serán el segundo turno. Del tercero me ocuparé yo. ¡Así que ya sabéis!

—¡Señor, sí, señor! —gritaron todos a la vez.

—Así me gusta, muchachos. No arméis demasiado jaleo.

—¡No prometemos nada, jefe!

El joven capitán alzó un brazo y se acercó al lugar en el que reposaba Tenma, que se había cubierto el cuerpo con los lienzos y le había dado la espalda al grupo. Se sentó a su lado, pasándole una mano por el brazo para asegurarse de que estaba dormido.

—Conseguirás pegar ojo —afirmó.

—Eso espero —dijo con un suspiro—. Ojalá mañana haga mejor tiempo…

Dohko se separó de él y se recostó sobre su lecho, a la diestra del jovencito, con los brazos haciéndole de almohadas. Le dedicó una última mirada antes de cerrar los ojos y se dejarse invadir por el sopor.

—Eso espero, Tenma. Eso espero.


Al amanecer del día siguiente, tras haberse desperezado de tan incómodo sueño y haber desayunado frugalmente, sacrificaron unos pocos alimentos en favor de los dioses, que les habían concedido la buena mañana por la que llevaban clamando prácticamente dos días. El buen humor había inundado a la tropa, que preparaba los fardos sobre los caballos a la luz del sol y fuera de aquella maloliente cueva. Tenma también participaba del ambiente, bromeando y siendo víctima de las mismas chanzas a las que sus compañeros de viaje se sometían entre sí. Alejados del resto, Dohko y Van observaban un mapa de la zona, determinando qué ruta era más segura para llegar a su destino. Les separaban no más de una jornada. ¡Una jornada y estarían en el hogar! Cuervo y Cerbero entonaban una canción dichosa, el resto le coreaban con palmadas y risas.

De pronto se escuchó un grito que rasgó las voces y el silencio del bosque que les rodeaba. Tenma no pudo sino maravillarse al contemplar la rapidez con la que los hombres de Dohko dejaron la algarabía, pasando a la acción. Desenfundaron sus espadas y se dispusieron a montar a caballo, pero el capitán dio un grito que los puso a todos firmes.

—No os mováis de aquí. Ni uno solo de vosotros —cogió su sable y salió corriendo en la dirección en la que se había oído el chillido.

Sin embargo, Tenma, muy lejos de obedecer las órdenes del adulto, se escurrió entre los soldados con la clara intención de ir tras él, dando grandes zancadas. El aire fresco de la mañana se le clavaba en los pulmones conforme avanzaba. De pronto escuchó el sonido del acero y supo que se estaba perpetrando una lucha. La adrenalina le recorrió el cuerpo, y poco pareció importarle el hecho de que iba completamente desarmado.

Así, con el corazón bombeando sangre a más no poder y el cerebro lleno de aire, saltó unos matorrales, apareciéndose justo al borde de la cruenta lucha que Dohko estaba teniendo contra un hombre enfundando en una armadura negra. A los pies de ambos, al otro lado de la escena, una niña muy pequeña –a penas si debía de tener tres o cuatro años– lloraba sobre el cuerpo inerte, pálido y desangrado de la que debía de ser su madre. Insuflado por el ambiente del momento, Tenma no lo pensó dos veces antes de rodear a los contendientes y lanzarse al lugar donde estaba la pequeña, que dejó de gemir para observarle con ojos asustadizos. Los tenía de un color azul que no había visto nunca. Alargó la mano y la pasó suavemente por su pelo, de color verdoso, intentando infundirle algo de calma.

—No te preocupes, ya estás a salvo.

La niña puso pucheros y se lanzó a sus brazos, llorando angustiosamente contra su pecho. Temblaba mucho. Estaba sucia y desaliñada. Seguramente llevaban huyendo de aquel tipo bastante tiempo.

Tras asegurarse de tenerla fuertemente afianzada contra él, alzó la vista y la posó en Dohko, que seguía luchando majestuosamente contra su rival. Ya lo había visto una vez, haciéndole frente a los tipos que habían atacado su ciudad una semana antes, pero no terminaba de acostumbrarse a lo impresionante que resultaba verle combatir de ese modo. Envistió contra su pecho y le atravesó la armadura con la espada, ensartándolo como un pavo. Lo observó caer pesadamente sobre el suelo, levantando briznas de hierba al hacerlo, y no fue hasta pasados unos segundos cuando se giró sobre sus pies para acercarse hacia donde estaban ellos, sorprendiéndose al ver a Tenma. Había estado tan absorto en la pelea que no se había percatado de la presencia del muchacho. Se puso de rodillas frente a ellos antes de girar el cuerpo de la mujer, inmóvil.

—¿Qué haces aquí?

—Te seguí.

—No tenías por qué haberlo hecho.

—Pero lo hice —abrazaba con fuerza a la pequeña, que poco a poco dejaba de llorar—. ¿Está…?

—Sí —dijo con tristeza—. Se ha ido —le apartó el pelo de la cara y la dejó suavemente sobre el suelo; luego miró a la niña, que le observaba desde los brazos de Tenma—. ¿Cómo te llamas, pequeña?

—Shunrei… —dijo, con una vocecilla suave y ahogada.

—Es un nombre muy bonito —sonrió con dulzura, haciendo que se separase un poco de su protector, algo más confiada—. Ese hombre malo, ¿os perseguía desde muy lejos?

—Sí. Vivíamos solas en el bosque. Apareció de la nada y… y…

—Tranquila —le atusó la cabeza para tranquilizarla.

—¿Está muerta?

—Sí.

Las cuencas de los ojos se le llenaron de lágrimas. Tenma se encargó de limpiárselas con suavidad además de cargarla cuando se puso de pie. Ambos observaron cómo Dohko recogía al cadáver con cuidado y le hacía una señal con la cabeza para que avanzasen a través de los matorrales. Shunrei había comenzado a llorar de nuevo, pero esta vez de un modo más silencioso y quedo, hipando de vez en cuando, aferrándose con sus manitas a la ropa del jovencito, que intentaba confortarla todo lo posible con su calor. Cuando llegaron al improvisado campamento, las voces de los hombres se acallaron, y el capitán no tardó en pedir que le ayudasen a cavar una tumba para la pobre fallecida. Van y Perseo se ofrecieron a hacerlo, mientras los demás se dedicaban a terminar de preparar las cosas para el viaje.

—¿Y esa niña? —le preguntó Cuervo a Tenma, quien se había sentado en el suelo. Shunrei no hacía ademán de separarse de él siquiera.

—Es la hija de la mujer —añadió con un susurro, peinándole el pelo con los dedos.

—¿Y qué vamos a hacer con ella?

—No lo sé. Supongo que la llevaremos con nosotros. ¿Tienes algún trapo o algo? Me gustaría limpiarle la cara.

Cuervo rasgó un trozo de la tela que había usado como sábana y la humedeció con un poco de agua de su odre, tendiéndosela. El muchacho la cogió con cuidado y empezó a limpiarle con suavidad los churretes que le manchaban el rostro, sacando a relucir una piel blanca.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó muy bajito Shunrei.

—Tenma. Me llamo Tenma.

—Tenma… —susurró, llevándose una manita a su boquita de fresa.

—Sí, Tenma.

—¿Y el hombre guapo?

La pregunta le desconcertó un poco. Se fijó en que sus ojitos enfocaban primero a Dohko y luego a él, y pareció comprender, soltando una risilla muy leve.

—Su nombre es Dohko, aunque al parecer le llaman Libra.

—Dohko… —parpadeó cansadamente un par de veces y se acurrucó sobre el regazo de su protector.

Le paseó los dedos por las mejillas y la observó quedarse dormida poco a poco. Permaneció sin moverse, con la cabeza gacha hasta que el capitán se acercó a él, poniéndole una mano en el hombro en pretensión de llamar su atención. Supo que la había ganado, a pesar de que no se había movido un ápice.

—Vámonos, Tenma.

—Es tan pequeña… Y ya se ha quedado sola —Dohko le observó con el rostro triste. Sabía que Tenma podía entenderle mejor que nadie, ya que era huérfano—. ¿Qué va a pasar con ella?

—Lo decidiremos una vez hayamos llegado al Santuario. Ahora tenemos que marcharnos. ¿No te morías de ganas?

El jovencito suspiró y asintió con la cabeza, dejando a la pequeña en los brazos del adulto, que la acunó con suavidad.

—¿Sabes quién les ha atacado? — le preguntó mientras caminaba a su lado. Los segundos de silencio que se hicieron no le gustó ni un pelo—. Dohko, lo sabes, ¿no es cierto?

Asomó la lengua levemente y la chasqueó.

—Seguramente formaba parte del escuadrón que atacó tu ciudad natal —el rostro de Tenma se endureció—. Era un hombre del ejército del emperador Hades.

—Ese maldito bastardo…

No podía culpar al muchacho por su reacción. Desde tiempos prácticamente inmemoriales, ya que nadie recordaba exactamente cuándo había comenzado, habían estado enemistados con el reino de aquel al que llamaban "El rey del Inframundo", nombre dado a los soberanos que se sucedían en el trono por su tremenda crueldad y sus prácticas genocidas. Desde siempre habían intentado hacerse hueco en sus tierras para conquistarlas, buscando sumirlas en el fuego y la desesperación. La ciudad de Tenma, situada en la frontera, había sufrido el envite de una patrulla no muy numerosa de la que habían podido librarse sin demasiados problemas, pero había perdido a muchos amigos durante el ataque.

Sin embargo aquello era raro, ya que hacía muchos siglos que las expectativas del señor del submundo se habían perdido en el tiempo y no habían sufrido apenas ataques por su parte. Aquellas incursiones –ya que la última no había sido tampoco la primera– afloraban cada vez con más frecuencia, y por eso se habían demorado tantísimo en regresar, cuando su marcha se había predispuesto breve.

Respiró pesadamente, afianzó su agarre sobre la pequeña, giró el rostro y comenzó a caminar sin vacilar.

—Controla tu lengua y tu ira. Utiliza esa energía para luchar a favor de la verdad. Ahora vámonos. Ya hemos perdido mucho tiempo aquí y tenemos mucho de lo que informar.

Había dejado de llover. Sin embargo, los ánimos, en ese momento, se encontraban completamente ensombrecidos.

No demasiado lejos de allí, el cadáver del hombre que había derrotado Dohko yacía en el suelo, expuesto a las inclemencias del tiempo y del lugar. Varios animalillos se habían acercado a él y lo olisqueaban, intentando averiguar si se trataría de algo comestible o no. El viento soplaba, mezclando el olor de la sangre que empezaba a secarse con el propio del bosque. De pronto un frío helado lo inundó todo, y cuanta criaturilla viva había cerca de allí salió corriendo despavorida, instigada por el temor a algo que no podían ver ni comprender, pero que igualmente les insuflaba un miedo atroz.

—Vaya, vaya, vaya. Menuda tragedia… —unos pequeños pies aparecieron de la nada, enfundados en unos zapatos negros, y comenzaron a caminar sobre la hierba. La persona que los vestía se colocó al lado del cadáver e hincó una rodilla a su lado—. Qué mala suerte has tenido, Raimi. Mira que caer tan pronto… En fin…

Una nueva figura hizo acto de aparición, colocándose al lado de la primera, que le miró con una sonrisa en los labios y le indicó con la mano que actuase. Esta última, posó la suya propia sobre el cuerpo muerto y empezó a rodearse de un aura violácea que entró poco a poco en el cadáver, insuflándole vida. Segundos después, el soldado negro abrió los ojos y empezó a toser y jadear.

—¿Contra quién has caído?

El recién resucitado se tomó unos instantes para recuperar el aliento y así poder hablar de forma entendible.

—Era Dohko. Libra.

—Vaya. Así que Libra…

—Al parecer venían desde las fronteras con nuestro país —la primera persona que había llegado, una mujer de larga cabellera negra, se puso de pie y giró sobre sí misma, pasándose la mano por el pelo—. Supongo que se están sintiendo inquietos con todo lo que está sucediendo últimamente.

—Eso parece —el hechicero que había traído a la vida a Raimi se irguió también, limpiándose las manos con un pañuelo blanco—. ¿Serías capaz de seguirles hasta su capital? – le preguntó al resucitado.

—Desde luego, mi señor Thanatos. No se enterarán de que estaba tras ellos.

—Si se percatan tanto como de tu presencia aquí, tu vida terminará rápido de nuevo. Y yo no concedo segundas oportunidades.

El hombre tragó lentamente, se levantó con premura e hizo una reverencia, perdiéndose a toda prisa entre los árboles y matorrales. La mujer soltó una carcajada y movió grácilmente la mano, dando un toque en el aire con el dedo índice, abriendo así un óvalo de color oscuro y del que provenía un frío soberano.

—Sois muy cruel, mi señor.

—Cierra la boca, Pandora. No deberíamos ser tan clementes con los inútiles.

—No, no deberíamos. Pero por ahora es mejor que lo seamos. Ya correrá la sangre, mi señor Thanatos, cuando llegue el momento. Volvamos al palacio; nuestro emperador Hades debe de estar impacientándose.

Thanatos observó cómo sus formas femeninas y sinuosas se perdían al otro lado del portal que acababa de abrir con su magia, y sonrió. Sonrió, tétrico y altivo, recapacitando sobre las palabras de la mujer, deleitándose al pensar que quizás no tenía ni idea de cuanta verdad había en ellas. Sin demorarse un segundo más, se abrió paso entre el verdor de la hierba para hacer lo mismo que ella, cerrando tras de sí, dejando el campo sumido en tal silencio y soledad, que nadie, jamás, habría podido afirmar lo que allí acababa de suceder.