UN NUEVO MUNDO

Por Cris Snape

Advertencia: El Potterverso surgió de la mente de una escritora inglesa de apellido Rowling, pero toda la idea del universo mágico español está copiada de las historias de Sorg-esp. En mi defensa he de añadir que tengo su permiso para utilizarlo, así que no estoy plagiando a nadie. De hecho, este fic es la respuesta a un reto que Sorg-esp lanzó. Yo recogí el guante y me puse manos a la obra. Espero que os guste.

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PRÓLOGO

-¡Oh, me encanta esta canción!

Cuando la joven Edith se inclinó hacia delante para subir el volumen de la radio, su novio Gabriel gruñó con fastidio. Hasta hacía solo un segundo habían estado besándose con bastante entusiasmo, pero David Bowie había estropeado el momento. Y no era que Gabriel no apreciara sinceramente la música de aquel hombre; simplemente no podía quererlo demasiado cuando había interrumpido el viaje fugaz de su mano derecha por debajo de la falda de su novia. Sin embargo, el joven no era alguien que se rindiera con facilidad, así que volvió al ataque y se sintió en la gloria cuando Edith correspondió a sus caricias con la misma efusividad de antes. Seguramente Gabriel sería hombre muerto si el padre de su novia los pillara en aquella tesitura, pero adoraba correr riesgos. Además, aquel era un sitio bastante solitario.

Habían empezado a ir a la vieja granja de los Dearborn seis meses antes. Aparcaban el coche en el camino de entrada, a unos veinte metros de la casa, y se pasaban las horas muertas allí, dándose el lote. Era un lugar muy tranquilo porque la señora Dearborn había fallecido aquel invierno, su marido llevaba ya unos cuantos años criando malvas y su único hijo había desaparecido de la faz de la tierra mucho antes del fallecimiento de su progenitora y nadie lo había vuelto a ver desde entonces. En el pueblo no sabían nada del chico Dearborn. Siempre les había parecido un poco raro y como cuando cumplió once años obtuvo una beca para estudiar en un internado y sólo iba a casa por vacaciones, nadie se había parado a pensar realmente en él. Debía ser unos diez años mayor que los jóvenes Edith y Gabriel. Ninguno de los dos había oído su nombre más de dos veces en toda su vida y, quizá por eso, la chica se alarmó tanto cuando vio luz en una de las ventanas superiores de la granja Dearborn.

-Gab. Hay alguien ahí.

Aquella nueva interrupción también lo fastidió bastante, aunque no tuvo tiempo de quejarse porque, efectivamente, había gente en la casa supuestamente abandonada.

-Los Dearborn tenían un hijo –Comentó el chico, incorporándose un poco- Seguramente ha vuelto.

-Será mejor que nos larguemos. Puede molestarse si nos ve por aquí.

Gabriel estuvo de acuerdo. No le preocupaba que alguien le echara la bronca por estar en una propiedad privada, pero tenía una sensación extraña, una especie de mal rollo súbito que le había entrado en cuanto vio la luz en la casa. Así pues, encendió el motor del coche, dio marcha atrás y los dos jóvenes se alejaron en dirección al pueblo.

Sabia decisión, porque mientras los dos muggles se besuqueaban, un hombre joven metía ropa en una vieja maleta. Llevaba puesta una túnica manchada de sangre y tenía el pelo algo chamuscado. Tan solo hacía una hora los mortífagos habían atacado su casa de Londres. Caradoc había logrado escapar de puro milagro y había acudido al único lugar en el que podría sentirse momentáneamente a salvo: la casa que sus padres tenían en plena campiña.

Por desgracia no podría quedarse mucho tiempo. Ignoraba si los mortífagos seguirían buscándolo después del atentado fallido y no podía acudir a ninguno de sus compañeros de la Orden del Fénix. Hacerlo sólo serviría para ponerlos en peligro a ellos también. Caradoc estaba allí para curarse las heridas, lavarse un poco y coger algo de ropa y dinero muggle. Sus padres tenían una pequeña caja fuerte escondida en el sótano y a Caradoc no le fue difícil abrirla. Pasaría unos días en el mundo muggle, hasta que todo volviera a la normalidad, y luego se pondría en contacto con Ojoloco Moody para retomar sus misiones con la Orden.

Después de prepararse una maleta con las prendas de vestir más imprescindibles (su casa se había quemado con toda su ropa de mago dentro), Caradoc fue hasta el cuarto de baño, dejó correr el agua fría y se lavó la cara. Cuando levantó la cabeza y vio su reflejo en el espejo, se preguntó qué estaba haciendo.

Tenía veintiocho años. Era un afamado auror y uno de los mejores magos de su generación. Tenía fama de rompecorazones porque, qué narices, era un tipo guapo, y siempre se jactaba de conservar a todos sus amigos de Hogwarts. Aunque, para ser sincero, últimamente había perdido a unos cuantos. Edgar, Marlene, Dorcas y Benji. Los cuatro habían caído en pocos meses. Los mortífagos los estaban cazando como a ratas y esa noche habían ido a por él. Y había sobrevivido.

Caradoc pensó en lo afortunado que había sido esa noche. Si una sola de las barreras de su casa hubiera fallado, estaría irremediablemente muerto. Apenas había tenido tiempo de levantarse de la cama y echar mano de su varita cuando la pared que daba a la calle saltó por los aires y dos encapuchados comenzaron a lanzarle hechizos. Caradoc había pensado en Edgar y Marlene, que también fueron atacados en plena noche y que habían tenido que preocuparse por sus familias antes que por ellos mismos. Por suerte, Caradoc no tenía a nadie y pudo pelear con la cabeza despejada. Pero la lucha había sido desigual, los mortífagos lo habían arrinconado y él apenas había tenido tiempo de parapetarse contra unos arbustos antes de que la casa explotara. Había sido terrible y era un milagro que hubiera salido prácticamente ileso, pero lo había hecho y ahí estaba, preguntándose por primera vez en su vida si eso tenía algún sentido.

Se miró a los ojos. Era un hombre joven, apuesto, preparado. Un buen mago. Si no hubiera sido por la guerra, su futuro habría sido muy prometedor, pero en ese momento sólo era un objetivo. Alguien le había señalado con una cruz y ahora tenía a un montón de psicópatas corriendo detrás de él para matarlo. Y, aunque hasta esa noche había estado seguro de que quería mantenerse en esa lucha todo el tiempo que fuera posible, ahora tenía dudas. Porque no era justo y él estaba tan cansado que la idea de largarse para siempre no le resultó mala en absoluto.

¿Qué pasaría si simplemente desaparecía? ¿Y si los mortífagos lo habían dado por muerto? ¿Y si no volvía a ponerse en contacto con Moody nunca más? ¡Oh, era una idea tan atrayente! Podía irse al continente. Allí a nadie parecía interesarle mucho la guerra en Inglaterra. Podría no volver a dar señales de vida y empezar de cero, hacer las cosas que una vez soñó que haría y ser un hombre nuevo. Un hombre que tendría una oportunidad de vivir en paz.

Caradoc suspiró, apoyó la cabeza en el espejo y se sintió miserable por tener la osadía de pensar en aquello. ¿Qué clase de Gryffindor cobarde era? ¿Cómo podía estar planteándose la posibilidad de abandonar a sus camaradas? Sin embargo, esa sensación sólo duró un instante porque volvió a ver su reflejo y tuvo la certeza de que la decisión que estaba a punto de tomar también requería de un gran valor. Después de todo, Caradoc Dearborn siempre fue un luchador y esa noche renunció a serlo para siempre.

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No había leído el periódico. En lugar de eso, había pasado gran parte de la noche borrando cualquier rastro que pudiera quedar en casa de sus padres y se había deshecho de la varita. Había sido duro. Llevaba diecisiete años haciendo uso de ella y destruirla había sido aún más difícil que planear su huida.

No necesitó pensarlo mucho para darse cuenta de que su mejor opción era desaparecer al estilo muggle. Por eso había ido al pueblo de su infancia y había cogido un autobús que lo dejó en Londres bien entrada la tarde. Caradoc, que por primera vez en varios años no utilizaba ropa de mago, no tardó en mezclarse entre los muggles como si fuera uno más. Un taxi lo había llevado directo al aeropuerto y el joven había comprado un billete para el primer avión que salía hacia el continente. Poco le importaba su destino. Lo único que quería era abandonar Inglaterra lo antes posible.

Cuando se acomodó en su asiento de clase turística y miró por la ventanilla, supo que no volvería. El vuelo iba a Madrid, en España. Caradoc solo sabía que en ese país había sol, playa y vino de Jerez y se preguntó si sería un buen sitio para vivir. Quizá, cuando todo se tranquilizara un poco, y si España no le gustaba, podría probar suerte en Francia o Alemania. El hombre suspiró y apoyó la cabeza en el respaldo. Llevaba casi dos días sin dormir y estaba cansado. El vuelo no sería demasiado largo, pero quizá podría dormir un rato, cualquier cosa para no pensar en lo que estaba haciendo. Porque realmente no podía creerse lo que ocurría. Estaba huyendo como un cobarde, abandonando a los pocos amigos que le quedaban a su suerte. Aún estaba a tiempo de volver atrás, pero entonces una de las azafatas comenzó a explicar cómo tenían que abrocharse los cinturones y Caradoc agradeció la distracción porque, antes de que pudiera darse cuenta, ya estaba volando hacia su nuevo futuro.

Una vez en el aire, Caradoc disfrutó de la visión de un Londres sobre el que empezaba a cerrarse la noche. Era bonito y peligroso y seguramente lo echaría de menos. Cuando ante sus ojos desapareció cualquier rastro de tierra, Caradoc cerró los ojos y no los abrió hasta que una nueva ciudad iluminada apareció ante él.

El avión llegaba a Madrid con cierto retraso y mientras el brujo ponía sus pies en una de las terminales, se preguntó qué hacer. Realmente no había pensado demasiado bien dónde iría después de abandonar el país, así que tendría que improvisar. Así pues, Caradoc salió al exterior, tomó un taxi y fue directo al centro de la ciudad. Agradecía más que nunca el ser hijo de muggles, porque de otra forma no habría tenido la más mínima idea de cómo actuar. Y quizá esa noche no fuera el hombre más seguro del mundo, pero no tardó en encontrar una pensión. Cuando se acostó, pensó en que sí. Lo había hecho.

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