·Palabras: 3164.

Todo lo que tenga que ser aclarado, está al final.

¡Disfruten!


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El quiebre de la vida.

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Ivan se sentía feliz, incluso podría atreverse a decir que completo por la compañía que Anastasia le daba. Su Señorita, su princesa.

Le gustaba pasar las tardes con ella, hablando de tonterías y caminando por los interiores del Palacio. La chica, completamente contraría a su personalidad le hacía sentirse querido, tan querido como cuando pequeño él corría detrás de sus hermanas para abrazarlas. Y esa sensación que se instalaba en su pecho, grande, apacible; él la hacía desaparecer sólo cuando iba a someter a algún país para no mancillar la pureza de la compañía de Anastasia que se anidaba en su negro corazón, era algo que él mismo no sabía comprender muy bien.

Quizás se debía a que siempre estuvo solo.

Pero le gustaba, por eso protegía a su Señorita de la crueldad del mundo, impidiendo que su alma pura se ensuciara con la sangre y la crueldad que tanto le caracterizaba a él. Ella no tenía porqué saber que sus manos estaban repletas de sangre, por eso la miraba con firmeza cuando se atrevía a preguntar sobre los motivos de Rusia para atacar a otros países. Anastasia no debía saberlo, no debía nunca indagar en la oscura alma de Ivan. Ella debía quedarse sólo con la imagen de un Ivan benevolente que se esforzaba por mantener a Rusia en pie, quizás no era lo correcto, pero él tenía miedo de que si Anastasia descubría aquella faceta suya, ella se alejara de él y lo dejaría solo.

Como sus hermanas lo habían hecho hace siglos…

—¿Te quedarás para siempre conmigo, Ann? —preguntó un día, sonriendo como siempre lo hacía para ella, hasta los ojos. La pequeña Anastasia de diez años dejó de dibujar en su block y elevó la vista, con un adorable rubor adornando sus regordetas mejillas.

Ivan vio como la mirada de ella se encendía en amor, haciendo destacar sus ojos como grandes soles. Su corazón palpitó con fuerza, culpa de la emoción que le generaba aquella niña.

—Para siempre y más, Señor Ivan —contestó ella sonriendo, iluminando el cuarto. Sólo para él.

El ruso le acarició los largos cabellos, ella se dejó llevar.

Él se prometió protegerla y cuidarla para mantener esa promesa. No dejaría que nunca nadie le arrebatara la nueva familia que había encontrado en su Señorita Anastasia.

Pero como siempre había sido en su vida, el destino le llevaba la contraria y a medida que Anastasia crecía, él fue nuevamente involucrándose en eventos armados (la Guerra Mundial entre ellos) y proteger a Anastasia de ese mundo se tornaba cada vez más difícil, pero él seguía en pie, necio y terco como siempre a mantener la pureza de la chica en la cúpula de cristal en la que siempre había crecido. Pero el descontento de Rusia con la guerra hacía todo más difícil.

—Los obreros planean algo —murmuró el zar sentado en su escritorio con las manos entrelazadas al frente. Ivan se movió, inquieto en el despacho—. Últimamente algunos zaristas están escuchando murmullos de la prole, murmullos que incitan a una revuelta…

—Hay que acallarlos. Rusia no puede permitirse levantarse y cubrirse en sangre otra vez —mencionó, dando grandes zancadas por el lugar, aludiendo en sus palabras a la caótica fecha del Domingo Sangriento.

El zar se encogió en su puesto, indeciso.

—Quizás involucrarnos en la guerra no fue lo mejor…

El hombre suspiró y se puso de pie. Ivan detuvo su andar y le observó con solemnidad.

—Ivan, sé que no he sido el mejor zar de toda mi honorable dinastía, pero confío en que mi gente entenderá que la guerra sólo la aceptamos por Rusia.

El ruso se acercó hasta y se inclinó, mostrando su respeto.

—Lo entenderán, lo harán porque usted es el zar. Y su palabra es la ley.

Nicolás II sonrió.

Ninguno vio los ojos de Anastasia detrás de la puerta.

Ese fue en día en el que el pueblo ruso mostró que tan de acuerdo estaba con las palabras que Nicolás e Ivan intercambiaron en el despacho. Fue el día en el que se dio inicio a la Revolución de Febrero. La gente salió a las calles emocionada, presa del nuevo espíritu de libertad que había brotado en ellas. Todos los obreros cerraron las fábricas y salieron en forma de una masa gris que escupía en las calles a la guerra y al zar, intentando darle a Rusia otra vestimenta, alejándola de la monarquía que para ellos estaba corrupta.

El cambio se respiraba en medio de la sangre derramada y el olor de las metralletas recién disparadas. El azufre se mezclaba con la nieve de los suelos.

Y como antaño, el valle ruso se tiñó de rojo, del rojo del cambio.

Mientras afuera la bestia revolucionaria atraía a sus garras al Ejército ruso, Ivan y Anastasia miraban fotos de un pasado que ya no volvería jamás a mostrarse. Pero los ruidos, ansiosos por alterar la tranquila vida del Palacio los hizo separarse; Ivan salió a ver qué ocurría, Anastasia, se escondió encontrando nada más que su propia muerte, el rompimiento de la promesa que ambos se habían hecho.

¿Estaría el representante de Rusia destinado a la soledad para siempre? ¿Sería acaso la misma Rusia la que cruel jugaba con Ivan, para recordarle mediante la soledad que su único deber en el mundo era sostener a su país, no hacer lazos fraternales?

Ivan salió afuera, la nieve lo hundía y le impedía avanzar. El calor de la gente traspasaba todo y le impedía sentir frío.

—¿Q-Qué?

Los gritos eran tan fuertes que no se dejaban oír, la masa de gente avanzaba sin compasión, quemando, matando y destruyéndolo todo. Imponiendo así su voluntad, irónicamente, de la misma forma que Ivan ponía su voluntad en los países que conquistaba.

Una bala perdida pasó cerca de su oreja, el silbido infernal se coló en sus oídos, haciéndole temblar por el fervor que se percibía del cambio. Alguien gritó algo que no fue capaz de entender y como si todo eso fuera un vil acto ensayado para confundirlo, millares de exclamaciones de victoria y felicidad se abalanzaron sobre su persona, hundiéndolo para siempre en el nuevo cambio, en el nuevo orden del que quizás no habría querido formar parte; especialmente por el duro precio que tendría que pagar sin saberlo.

—¡HEMOS VENCIDO, EL ZAR HA SIDO DESTRUIDO!

Sin saberlo, fue capaz de escuchar las victorias y lejos de hacerlo sentir feliz, le hundió en un espiral de sentimientos encontrados que no se dio el tiempo de reconocer. Se dio la vuelta, dejando que la gente siguiera avanzando, él tenía algo más importante que hacer que ser testigo del cambio de su país y tomar el control al frente de todo para ayudar a la nueva Rusia surgir.

Él tenía que saber que había pasado con Anastasia, con su Señorita, su princesita. Su Ann.

Y a la soberana mierda que su sueño de ser uno comenzara a cumplirse.

La nieve, como manifestación de lo que estaba sintiendo en su corazón se convertía con lentitud en una tormenta.

—Señorita Anastasia —llamó elevando con ligereza la voz a medida que se acercaba a la habitación de la jovencita. No hubo respuesta y su corazón latió con fuerza, asustado—. ¡Anastasia!

La puerta del cuarto estaba abierta, se extrañó, porque Anastasia nunca dejaba la puerta abierta.

¿Qué está pasando…?

¡ANN!

Anastasia, su Anastasia estaba en el piso, cubierta de sangre, con los ojos abiertos mirando al vacío.

Estaba muerta.

Sin importarle que pisos más abajo el Palacio comenzara a ser invadido, Ivan se lanzó sobre el cuerpo de la chica, estaba frío… Lo abrazó, con el mundo cayéndose a pedazos, intentando darle un poco de su calor corporal, rogando que todo fuera una broma, de esas que Anastasia solía hacer para joderle; lo único que quería era que ella parpadeara, que su corazón latiera y que le dijera Señor Ivan con ese tono de voz tan dulce que tenía sólo para su nombre. Estrujó el cuerpo entre sus brazos y las lágrimas con lentitud comenzaron a caer entre sus gritos destruidos y desesperados, llamando a un alma que ya se encontraba fuera de su alcance.

¿Valía la pena sacrificar tanto por el cambio?

—¡ANASTASIA, ANASTASIA!

Los gritos se perdían, hacían eco en el cuarto que también estaba frío, igual que el cuerpo de la jovencita. Las manos de Ivan, temblorosas, acariciaron las mejillas de hielo de la chica, lloraba sin control y no le importaba que desde hace años no lo hiciera, porque Anastasia se lo merecía, porque era la única forma que tenía de expresar algo que jamás pudo revelar.

Jamás le dijo a ella cuanto la quería, cuanto apreciaba su compañía. De sus labios nunca salió un te quiero hecho y derecho…

Y Anastasia jamás podría escucharlo. Jamás.

—Teníamos que hacerlo —murmuró un obrero a sus espaldas. La voz baja, cargada del gozo por haber derrocado a la monarquía rusa.

Ivan apretó más el cuerpo de Anastasia en el suyo.

Ella no lo merecía.

—Debe acompañarnos, Señor Ivan —continuó el obrero, ajeno al dolor del otro—. La revolución necesita de su liderazgo para tomar a Rusia bajo sus manos. Necesitamos sus manos para tocar el poder.

Maldijo, al mundo, a todos, a sí mismo, a la misma Rusia. Porque su maldito deber le obligaba apoyar esa revolución, él tenía que levantarse y tomar el poder en nombre de los obreros, del campesino y de los soldados. Porque su deber como representante era el hacer de Rusia un país apto para el cambio; y no importaban sus sentimientos, porque quizás él mismo fue en contra de los deseos de Rusia al hacer amistad con Anastasia, quizás fue su error advertido por el país, encariñarse, pero él no se arrepentía de ello. Y ahora tenía que dejar botado sus sentimientos y el cuerpo de la joven que por años aniquiló su soledad para levantar la bandera roja y decir "¡En Rusia ya no manda el zar!"

Era tan condenadamente difícil…

Y por un instante, por uno solo estuvo a punto de tirar a ese obrero y matarse para acompañar a Anastasia, pero le detuvo el pensamiento de que ella ahora estaría en un lugar distinto al que él iría cuando su hora llegara. Todo un cielo e infierno de diferencia.

Con un dolor que desde hace siglos no experimentaba su maltratado corazón, Ivan pasó por última vez su mano por las mejillas de Anastasia, acariciándolas con cuidado y subiendo a sus ojos para cerrarlos. Durante todo ese tiempo no fue capaz de mirarlos. No lo habría soportado.

—Perdóname, Anastasia…

Ann.

Se levantó y dejó el cuerpo allí.

Tenía una revolución que liderar.

Su rostro, aún estaba anegado en lágrimas de dolor, de la sangre que había salpicado el cuerpo inerte de la chica.

Su corazón, roto por una promesa que jamás podría cumplir.


{...}


El tiempo siguió e Ivan logró con el pueblo de Rusia tomar el control, todos ajenos a su dolor interno le llevaron a la cúspide, haciéndolo alzar la bandera roja, derrocando a la imperialista.

Él tomó entre sus brazos la bandera de la nueva Rusia, conocida ahora como URSS y la hizo ondear, con el orgullo de la gente detrás, con las exclamaciones de victoria atravesando su corazón al recordar la muerte de Anastasia. Cerró los ojos con dolor al rememorar como ahora pasaba las tardes encerrado en su despacho, observando el dibujo de si mismo que su Señorita le había regalado hace años, perdido en sus memorias de tiempos que jamás volvería a tener…

Regresó a su despacho, a su refugio y volvió, como siempre a contemplar su reflejo en papel. Acarició con sus manos enguantadas el cristal, recordando las sonrisas y los sonrojos de aquella persona que tanto dio por él. Levantó la vista con dolor al sentir la condenada punzada que llevaba tiempo instalada en su corazón. Su despacho estaba compuesto por grandes ventanales que le permitían ver toda Rusia y él había colocado su escritorio al lado de los vidrios, para poder tener siempre en sus ojos a su país; miró el paisaje y bajó la vista; abajo se encontró como su nueva y antigua familia se reunía Dios sabrá para qué.

Sonrió con amargura.

Ahora sus hermanas estaban de vuelta con él y por si fuera poco, Toris, Edward y Raivis también habían pasado a formar parte de su gente —casi como esclavos, pero parte de la URSS al fin y al cabo—, incluso personas como Yao y algunos de sus parientes orientales se unieron —también el tipo que representaba a Cuba, pero no solía ir con frecuencia a verle—; y aunque se sentía nuevamente acompañado, la falta de su Señorita se sentía como una dura estaca en su alma.

Habían veces, como esa en las que le gustaría poder llorar cuál niño pequeño para expresar su pena.

Se estiró en su silla, pensando en que debía seguir adelante, como siempre lo había hecho, tratando de dejar atrás su pasado repleto de sangre y muerte.

Pero el destino, el condenado destino parecía tener algo en su contra…

Y llegó la Guerra Fría y con ello la separación de la familia que había mantenido unida durante años.

—¡Maldita sea!

Estaba solo. Solo…

Solo…

¿Qué había hecho para merecer tal castigo? Él se había esforzado desde pequeño por ser grande, por crecer y mostrarse orgulloso, por ayudar a Rusia a salir adelante aún a costa de la sangre de otros y de ella misma. ¿¡Qué había hecho mal! ¿¡Qué error había cometido para ser castigado así!

¿Por qué Rusia? ¿Por qué?

Gritó, lloró y maldijo como nunca antes. El destino riéndose en su cara, mientras él se dejaba acariciar por la frialdad de la nieve, buscando así endurecer su corazón para dejar de sufrir. Quería sacarse el alma, quería morir.

—Quiero dejar de ver este valle maldito lleno de sangre…

El viento sopló y la nieve caía en forma de granizo, mezclándose con la lluvia que le empapaba, quiso desear que sus sentimientos desaparecieran mientras a lo lejos la bandera roja de la URSS se quemaba. No quiso reconocer a los bálticos bajo ella, con una antorcha encendida, como tampoco a sus hermanas que nuevamente lo dejaban solo en aquel frío lugar. Golpeó la nieve, sin lograr nada. Sus lágrimas confundiéndose con la lluvia que en vano intentaba extinguir el fuego que destruía la nación por la que tanto había sacrificado.

La muerte de Anastasia no había servido de nada, todo se volvía cenizas.

¿Qué sentido tenía todo?


{...}


El transcurso de los días y de los meses se había hecho un soplo de viento en su cuerpo. De la nada, Ivan no estaba arrodillado en la nieve, completamente destruido, sino que miraba su despacho con aire ausente, ajeno a todo el mundo. Se dejó caer en su escritorio, agarrándose los cabellos con desesperación y hundiendo la cabeza entre los brazos; desde que todo su mundo se había destruido con una tortuosa rapidez, nada tenía sentido y se pasaba las tardes allí, recordando los tiempos en donde nada le afectaba.

Unas lágrimas traicioneras resbalaron por sus mejillas, Ivan sintió el calor en su cara mientras la sustancia salina caía sobre un documento que supuestamente estaba revisando. Apretó el agarre de su cabello, odiaba llorar, detestaba mostrarse tan vulnerable, tan débil… Pero no podía evitarlo, ya no le quedaba nada a lo que aferrarse.

Suspiró, jalándose las hebras claras en el proceso, regañándose mentalmente por la estupidez que acaba de pensar.

—No es cierto —murmuró mientras levantaba la vista y se secaba las lágrimas con fuerza, haciéndose algo de daño en el proceso. Se puso de pie y avanzó hasta el ventanal, colocó una mano en el cristal y miró hacía el horizonte, donde el atardecer comenzaba a irse—. Los tengo a ellos.

A su gente. A Rusia.

A su mundo.

Sonrió, roto, aún quebrado por dentro, pero con un gusanillo alegre intentado escabullirse entre toda su pena.

Sin borrar ese gesto se acercó al escritorio y hurgó entre los cajones, aprovechando la nueva chispa de vida y determinación que había aparecido en su interior; cuando logró sacar lo que buscaba, se sentó y comenzó a hacer un rectángulo, después, trazó tres franjas de igual dimensión en su interior. Observó con el ceño ligeramente fruncido y con el pecho doliéndole por el dolor de los latidos de su corazón, pensando en cómo haría a la nueva bandera que se elevaría sobre Rusia.

Buscó dentro de sí mismo, intentado hallar el ámbito de unión entre él y su país. Recordándose a bases de latigazos mentales que debía de salir del hoyo en el que estaba metido, que sus lágrimas y su dolor no traerían a su Ann a la vida ni a sus hermanas a su lado —aunque le costase admitirlo, ellas seguían siendo sus hermanas y con el doloroso paso del tiempo habría comprendido (no mucho, se negaba a ello) que ellas seguían con él de forma distinta—, y que tenía el deber de levantar la cabeza para ayudar a Rusia a seguir adelante, en ese nuevo camino. A la mierda su dolor.

Tenía que dar la oportunidad.

Puso el lápiz que usaba cerca de su boca, en un tic que indicaba que pensaba aún en los vínculos para formar la nueva bandera.

¿Qué sería?

Recordó en un fugaz momento los colores que componían a la bandera de lo que antes fue el Imperio Ruso.

Su sonrisa rota, se quebró aún más en un gesto amargo.

Pintó los colores que correspondían a la bandera: blanco, azul y rojo y al lado del rectángulo escribió tres palabras, completando el significado de la nueva bandera rusa.

El blanco, puro, hermoso y limpio sería Natasha, su hermana menor; porque ella representaba ese color —a pesar de sus obsesiones con él, de su psicopático comportamiento que a estas alturas era parte de la herencia familiar—. El azul, fuerte y claro sería Yakaterina, porque representaba la fuerza de los hermanos soviéticos, de la crianza que ella les dio. Su mano tembló al escribir el último nombre y su respectivo significado; el rojo, sangre, mortal y orgulloso, sería él mismo. Rusia. Ivan. Ambos en uno solo, porque ese rojo representaba a su país y a la sangre que se había regado por sus campos desde siempre y lo representaba también a él mismo, porque su destino y su vida estaban escritos con esa tonalidad.

Al terminar, su cara tenía una mueca imposible de entender.

Debajo de todo, anotó el nombre de Anastasia, porque ella fue la fuente que le inspiró a crear esa nueva bandera.

Miró el dibujo de Anastasia, imaginando que entre esos girasoles y entre su dibujo, aparecían sus hermanas y le tomaban de las manos, feliz, sonriendo y entregándole su amor como cuando era pequeño. Y los girasoles florecían y se multiplicaban, haciendo del cuadro un marco perfecto.

—Espero, que podamos llevarnos bien nuevamente como hace tiempo…

De verdad, lo deseaba.


Notas aclaratorias/finales:

Más que nada, explico el origen del semi-AU:

Bien, la Revolución de Febrero nunca fue algo que surgió de la mañana así como así, porque el zar sabía que la gente estaba molesta (por decirlo de alguna manera suave) por la guerra y que lo único que deseaba era paz. Además, él siempre fue consciente de que los motines querían su renuncia, pero intentó extender la abdicación hasta lo imposible, causando con mayor ahínco la sentencia de muerte sobre él y su familia. Sí, podrían simplemente haberlos expulsados del país o algo similar; pero eso a tener verdaderamente muerta a la Monarquía en toda la extensión de la palabra, no es lo mismo.

Por otro lado, la familia Romanov murió un año después de la Revolución de Febrero, es decir, en 1918. Yo me adelanté un año y le puse a Anastasia 17, no 16 como debería (porque ella murió a esa edad y quise respetar eso). También la familia no murió en el Palacio de Invierno, fue en otro lugar. Murieron fusilados y sus cuerpos fueron enterrados en una fosa común de un bosque, también les habían echado ácido para que no los reconocieran. De aqui la leyenda de que Anastasia sobrevivió.

Ahora, en el fic pasé a llevar esas fechas y lugares por el hecho de que Ivan no estaría presente en la muerte de Anastasia (seguramente andaría ocupado con lo que concierne a los cambios de la nueva Rusia o algo parecido), por ello y para el desarrollo del fic, pasé a llevar esas cosas ligeramente.

Creo que era todo lo que tenía que explicar, de todos modos, cualquier duda que quieran hacerme, las respondo con gusto.

Lo releí pero no cambié gran cosa, porque este fic tiene un valor ta profundo para mí que hacerle cambios sería como pasar a llevar todo lo que desencadenó su escritura y publicación en aquel tiempo. Lo único que le cambie fueron errores ortográficos que se escurrieron por allí, con la intención de hacerlo ver más presentable.

Gracias a Yin-Tiempo por soportar mis ataques y ser mi beta en este fic. También a Akane Miyano por la revisada flash que dio.

Los comentarios se agradecen mucho (:

¡Gracias por leer!