Tinta roja

Las imágenes del terror, la sangre, el fuego, pueblan sus sueños. Ya no son pesadillas y el color rojo despierta su apetito antes que el terror.

Ahora Seras Victoria es una bestia nocturna y lleva las marcas del demonio en el interior de sus huesos, el gusto por la carne humana en el fondo de su garganta.

El recuerdo de su amante se afinca debajo de una montaña de cadáveres. Todos se han vuelto igual de efímeros. Pero aquel que corre por sus venas es especial.

Es gracias a ese mercenario francés que recuerda su humanidad, la raíz de todas sus debilidades.

Nada puede hacer por él, aunque le deba sus nuevos poderes, el que sea capaz de salvar a su Amo.

Un beso, solo un beso y eso que Victoria nunca se consideró demasiado atractiva. Una especie de traición. Siempre le gustó Pip, era la primera vez que tenía a alguien que no fuera a destrozar tan cerca desde la conversión. Que no fuera su Maestro.

Lo hubiera cubierto con mortajas y lo habría besado una vez más, de haber tenido más tiempo.

Al surcar el cielo la primera noche, él se movía por dentro de su piel. Tararearon juntos una canción de amor y putas que a Seras le parecía grosera pero de alguna forma adecuada.

No hablaba de vida (la que obtenida a ese precio valía menos) ni de la muerte tan cercana que le pisaba los talones, incluso después de oficialmente muerta.

Asentía para sí misma, imaginando la copa de Pip levantada en su honor. Lo veía desde adentro. Lo escuchaba, como un eco desde una llanura distante y tenía sus recuerdos.

Era menos que una canción: un susurro de a dos.

Un amanecer que no le cegara hubiera coronado con perfección esa noche eterna.

Ya no era Victoria la muñequita de Alucard, hecha a su medida como un juguete para matar el tiempo.

Podía erguirse con voluntad propia y hacer su propio nombre de ahora en más.

Escribir con sangre (suya y de Pip, mezcladas gozosamente en una) las páginas en blanco que el destino le tendía para conquistar.