Hola^^

Antes de nada, agradezco a los/las lectores/ras que siguen la historia con tanta paciencia, que son fieles a ella a pesar de mi tardanza. Teneis todo mi cariño y mi eterno agradecimiento. Lamento muchísimo haber tardado tanto el publicar un capítulo nuevo y espero que no vuelva a ocurrir, la verdad. Si me tirais tomatazos por ello, me lo merezco, y si veis que pasa demasiado tiempo, os permito que me mandeis un tirón de orejas :P

Bueno, respondo review de quien no puedo mandarle pm:aquario no camus: gracias por dejar tu mensaje y me alegra q te esté gustando el fic. Pronto vendrá Hyoga, ya verás jeje.

En fin, aquí os dejo con el capi que espero que disfruteis. A partir de ahora habrá cambios en la vida de Isaac, unos bastante grandes jeje. Espero poder manejarlos bien^^


CAPÍTULO 9: TRAIDOR

Los días transcurrían con normalidad en Siberia desde que Isaac hubiera visto a Yegor en la taberna del pueblo. Los niños se levantaban temprano, entrenaban, estudiaban, volvían a entrenar… No había cambio alguno e Isaac, que había intentado captar algún indicio de lo que fuera que estuviera tramando Yegor, había empezado a darse por vencido.

El mayor no solo seguía como siempre, sino que se había vuelto aún más hermético con su compañero, y ni siquiera había regresado al pueblo por su cuenta. O al menos no que Isaac supiera. El finlandés no sabía que pensar de todo aquello y, finalmente, había optado por seguir con su entrenamiento y no por ocupar su mente con pensamientos vanos que solo le distraían. Se dijo a sí mismo que aquel día, Yegor solo había curioseado un poco en ese lugar para adultos y había logrado quedarse allí un rato, tal vez sin motivo aparente.

Isaac estaba impaciente porque su maestro Camus había hecho alusión a la posibilidad de ir a entrenar en el océano y aquel cambio le ponía de buen humor. Siempre le había gustado el agua helada, desde que tuviera uso de razón. Se sentía bien contemplando el mar y por eso pasaba horas al pie del acantilado en el Santuario, viendo las olas estrellarse contra la roca. Sin embargo, en Siberia todo estaba helado y la monotonía de visualizar una y otra vez los paisajes de tundra a veces aburría.

Aquel día, mientras los niños estudiaban dentro, Camus había salido, sin dar demasiadas explicaciones, solo comentando algo al respecto de un asunto importante. Incluso les avisó de que podría estar fuera casi todo el día. Tanto Isaac como Yegor eran conscientes de que debían esperar hasta que regresara, con sus tareas firmemente repartidas.

Isaac estaba empezando a embotarse cuando se dio cuenta de que llevaba demasiadas horas delante de unos libros, leyendo datos interesantes sobre constelaciones y estrellas, fascinantes pero extensos. Sin embargo, no se movió, consciente de su deber. Yegor, en cambio, se pasaba el día levantándose de vez en cuando, ya fuera para ir al baño, para tomar algo de comida, para dar un breve paseo o mirar por la ventana. Isaac se ponía las manos sobre la cabeza y trataba de no mirarle para no desconcentrarse.

—Voy a por leña —avisó el mayor. Isaac no le respondió, consciente de la impaciencia de su compañero, que probablemente se aburría. Siguió leyendo la historia sobre una constelación llamada Circinus, preguntándose quién habría decidido dedicarle un lugar en el cielo a un compás y como sería dicha armadura.

Estaba tan sumido en su lectura y en sus pensamientos al respecto que no se dio cuenta de cuánto tiempo había transcurrido solo en la estancia. Levantó la cabeza, sintiendo como se le había entumecido de estar en la misma postura, y recorrió la cabaña con la mirada. El silencio sepulcral se había apoderado del lugar, el fuego en la chimenea estaba casi consumido y, lo más llamativo, Yegor no estaba por ningún lado.

En ese momento fue consciente de la situación. Yegor había dicho que iría a por leña, pero no había vuelto, se apreciaba en las condiciones de la casi inexistente lumbre. Se incorporó de repente, pasándole miles de ideas por la mente, miles de posibilidades de lo que podría haberle ocurrido a Yegor para no volver. Se acercó al perchero junto a la puerta, donde siempre colocaran sus abrigos y se dio cuenta de que los clavos pertenecientes a su maestro y a su compañero estaban vacíos. Solo estaba colgado su propio abrigo, laxo y solitario. Tiró de él con fuerza y poniéndoselo encima, salió de la cabaña.

Hacía un viento frío, pero no estaba nevando. La temperatura era estupenda, aun tratándose de Siberia. Rodeó la cabaña hasta detenerse en la pila de leña. Seguía amontonada y no había ni rastro de Yegor. Frunció el ceño y recorrió con la mirada los alrededores. Todo era tan blanco, que sabía que el abrigo oscuro de su compañero podría verse desde su posición. Pero, como era de esperar, Yegor tampoco estaba cerca.

Entonces algo le llamó completamente la atención. Había un hueco en un lateral del montón de leña, como un espacio abierto. Se acercó para mirar con más detalle, cuando se dio cuenta de que un trozo de tela de color rojizo se había rasgado y enganchado en una punta del tronco. Lo arrancó y lo revisó entre sus dedos, dándose cuenta de que se parecía mucho a la bolsa de tela donde llevaran comida cuando iban a entrenar lejos de la cabaña.

Un destello fugaz pasó por la mente de Isaac. Sin pensárselo dos veces, corrió hacia la aldea. Una vez allí, se detuvo ante la puerta de la taberna. De repente todas las piezas del puzle se habían encajado. Yegor no había demostrado interés por volver al pueblo ni a la taberna, pero tampoco había tenido una gran oportunidad como ahora. Camus estaría ausente por un largo rato, era el momento propicio para hacer lo que estuviera tramando, lo que llevaba tiempo tramando.

Isaac, apretando los dientes por no haber sido más perspicaz, se asomó por la ventana. La taberna estaba casi vacía y solo una mujer, la misma que le hubiera echado la otra vez, barría con furia el suelo entablado. En la barra había un hombre, hablando con el tabernero, frente a él. La mujer levantó la vista al ver la cara de Isaac tras la ventana y, aun con la escoba, se dirigió hacia la puerta. Abrió de forma brusca, sobresaltando al niño, que ya iba a marcharse.

—Largo de aquí —le gruñó ella, haciendo aspavientos con la escoba—. ¿Por qué tenéis tanto interés por lo prohibido?

—Señora —dijo Isaac acercándose, pero guardando cierta distancia—, ¿ha visto aquí a mi amigo Yegor?

—Mmm ¿ese muchacho grandote que siempre va contigo? —preguntó, pero sabiendo la respuesta. Todo el mundo allí conocía a Camus y a sus alumnos, aunque no fueran conscientes de sus nombres.

—Sí, ese. ¿Ha venido aquí hace poco?

—Se marchó con los hombres —dijo, volviéndose para entrar de nuevo por la puerta, mientras barría un poco de suciedad junto a la entrada. Isaac se alarmó.

—¿Qué hombres? ¿Cómo que se marchó? —preguntó a su vez, avanzando y subiendo un par de escalones. La mujer se volvió y le apuntó con la escoba, como impidiéndole que siguiera adelante.

—Sí, niño. Se fue con unos comerciantes.

—¿Qué comerciantes?

—Los que van a otros pueblos, hacen intercambios, nos traen comida, animales, todo eso…. ¿Eres tonto o qué?

Isaac intentó hacer caso omiso del insulto y se detuvo a pensar en la nueva información. Estaba estupefacto. Si Yegor había hecho los suficientes contactos como para poder marcharse con algún tipo de comerciante que viniera aquí, fuera el momento que fuera, llevaba planeándolo mucho tiempo, incluso meses. Ahora tenía sentido que hubiera estado inquieto durante todo el día. Y su encuentro con hombres en la taberna tiempo atrás solo había sido una parte de aquello, la única que había visto Isaac.

Interrumpió sus cavilaciones cuando vio a la mujer a punto de cerrar la puerta. Subió los escalones y con una mano, se lo impidió. Ella le miró por la abertura, frunciendo el ceño.

—Niño, te dije que te fueras…

—Solo quiero saber una cosa, señora —dijo Isaac mostrando una de sus mejores sonrisas—. ¿Hacia dónde fueron esos comerciantes?

—Hacia allí, hacia el océano, ¿a dónde sino? —señaló con el dedo. Acto seguido cerró la puerta en las narices del finlandés, que miraba fijamente a lo lejos en el horizonte.

Mientras Isaac corría como si se lo llevara el demonio, pensaba en si estaba haciendo lo más correcto. Sabía que lo mejor era contactar con Camus, pero también era consciente de que no tenía forma alguna de hacerlo. Ni siquiera sabía dónde se encontraba. No estaba seguro de cuando regresaría su maestro, pero tampoco quería detenerse a comprobar si había vuelto a la cabaña. Tenía poco tiempo antes de que Yegor llegara al océano, se subiera a un barco y huyera lejos de allí.

Pasada una eternidad, se dio cuenta de que no tenía claro que la ruta que hubiera elegido en ese momento fuera la que le llevara hasta el océano. Nunca había ido hasta allí y se había limitado a seguir la línea del dedo de la señora. Estaba perdido, pero no quería darse por vencido. Sabía que Yegor había obrado mal, que estaba huyendo… desertando…

Se detuvo un momento cuando sintió un nudo en el estómago. Yegor era un desertor… era un traidor… Y, tal cual él mismo se lo hubiera dicho, solo había un destino para los traidores. Se preguntó si su compañero de entrenamiento, aunque conociera la teoría, era realmente consciente de la repercusión de sus actos. Camus era un caballero de oro y, como tal, Isaac estaba seguro de que no sería burlado tan fácilmente. Yegor parecía calculador y listo y, de seguro, había preparado su huida con minuciosidad desde hacía tiempo, esperando la oportunidad adecuada. No quería la armadura, no quería ser un caballero de Atenea…

Isaac se dio tiempo para apartar los pensamientos de su mente, los que le nublaban y le llenaban de una mezcla de impotencia y rabia. Revisó lo que le rodeaba, intentando ser práctico. Trató de situarse, sin saber exactamente hacia donde estaba el océano. Solo se había limitado a correr, enajenado por su enfado. En ese momento recordó las lecciones de Camus acerca del poder de los sentimientos y se dio cuenta de cuánto tenían de certeza.

Sacudió la cabeza, enojado ahora consigo mismo, y entonces recorrió el perímetro hasta que, a lo lejos vio algo inusual en el horizonte impoluto: huellas de trineo. Aunque se hubieran formado hacía horas, aun estaban ahí, permanentes al no haber tormenta que las borrara.

Se dirigió hacia ellas y, corriendo de nuevo, las siguió, viendo como se perdían en el horizonte. No supo cuanto tiempo caminó, hasta que, a lo lejos, vio a un grupo de personas, viajando en trineos. No parecían demasiados. Isaac no supo si detenerse o qué hacer y, enojado, se limitó a gritar, a poca distancia del grupo.

—¡Yegor! ¡Yegor!

Los hombres detuvieron el par de trineos y uno se apeó al oír el ruido. Isaac, al ver que era un adulto y nadie se movía, pensó si se habría equivocado de grupo. En ese momento se sintió exhausto, dándose cuenta de que había corrido como nunca en su entrenamiento y durante demasiado tiempo seguido. Ya iba a darse por vencido y volver tras sus pasos cuando se fijó en una figura algo más pequeña, que se apeó del trineo, separándose de los demás. Mientras Isaac esperaba intentando recuperar el aliento, vio como Yegor caminaba hacia él, hasta detenerse a un par de metros del finlandés. Tenía la mirada airada, con una mezcla de odio y rabia que Isaac no le había visto nunca.

—Yegor, ¿a dónde vas? —le preguntó serio—. Vuelve antes de que regrese el maestro Camus. Si te vas, estás desertando y ya sabes…

—¿Cómo me has encontrado? —preguntó Yegor, ignorando las recomendaciones de su compañero de entrenamiento, apretando los puños.

—Eso no importa. Tienes que volver. Fíjate lo que pasó con Arsen… Lucharás por la armadura del Cisne y…

—¿Crees que quiero ser un estúpido caballero de Atenea? —preguntó escupiendo en el suelo con asco. Isaac se impactó—. Solo quería venir aquí para salir del Santuario. Ese idiota de Camus, sin saberlo, me brindó esa oportunidad… —añadió sonriendo abiertamente, de forma que a Isaac le pareció macabra.

Isaac no supo que decirle, porque aquella información le había impactado sobremanera, pero sobre todo le enojó que insultara a su maestro. Decidió controlar su ira y apretó los puños. No entendía como alguien, un niño de nueve años, podía haber estado ideando de forma tan fría la manera de escapar de algo que suponía la muerte. Imaginó que lo hizo porque no tenía nada que perder.

—En cuanto el maestro Camus sepa que te has ido, te encontrará y…

—Seguro que sí. Porque tú vas a decírselo, ¿verdad? —añadió el otro con su sonrisa burlona, acercándose a él. Se sostuvieron la mirada—. Hagamos un pacto, Isaac —dijo librando la distancia que les separaba—. Como compañeros de entrenamiento que hemos sido y por el favor que acabo de hacerte dejándote la armadura para ti solo, tú a cambio me darás tu silencio. ¿Qué te parece?

Yegor sonrió abiertamente y extendió la mano como para cerrar un trato. Isaac la miró y luego hacia el rostro de su compañero. No se veía capaz de traicionar así a Camus, pero tampoco sabía si lo correcto era delatar a Yegor, por muy incompetente que fuera. La dualidad de pensamientos le abrumó por un momento y se quedó en silencio, pensando cual era la decisión más correcta. Aunque en cierto modo, lo tenía claro, sabía que era lo que haría un caballero de Atenea.

—Venga, di que sí. Siempre has sido listo, Isaac —añadió extendiendo más su mano. Isaac fue a levantarla más bien por inercia, pero la detuvo a medio camino, pensando en tal vez golpearle por su osadía, por haberse burlado de Camus y de la Orden.

Sin embargo, sin darle tiempo, Yegor aproximó su mano y se la agarró, estrechándosela en la suya. Isaac sintió la fuerza de esa mano, a pesar de su edad, el poder que emanaba, un poder embrutecido.

—Chico listo —dijo Yegor sonriendo, sin soltarle.

Isaac iba a retirarse y decirle que no pensaba cooperar con él cuando, sin esperarlo, sintió como Yegor le atraía hacia él y, en un movimiento fugaz, le clavaba el cuchillo que siempre llevaba en el estómago. Isaac sintió el impacto inesperado y un dolor intenso recorrerle todo el cuerpo. Abrió los ojos sobremanera y se fijó en la sonrisa de victoria y satisfacción de Yegor, antes de agarrarse el estómago y sentir entre sus dedos un líquido caliente, su sangre. Antes de poder hacer nada más, notó como las fuerzas le abandonaban y cayó al suelo inconsciente.


Isaac se despertó con un sobresalto. Por un instante se sintió desubicado, apresado en el sueño extraño que había tenido. Abrió los ojos lentamente y al momento los cerró, sintiendo un dolor agudo en su estómago. Trató de hablar, pero solo pudo emitir un débil gruñido. En ese momento notó pasos y como alguien se acercaba a él.

Hizo el esfuerzo por comprobar de quien se trataba y volvió a abrir los ojos. Su mirada se topó con la de Camus, su maestro. De repente sintió un calor reconfortante recorrerle todo el cuerpo, a pesar de que se sentía como si una apisonadora le hubiera pasado por encima.

—Maestro… —murmuró, notando la garganta seca.

—Isaac, ¿cómo te encuentras? —preguntó Camus, inclinándose hacia él. Su tono era neutral, pero un brillo fugaz de preocupación cruzaba su mirada.

—Yo… me duele —terminó por decir, tocándose casi con temor la zona herida.

Camus asintió y se alejó de su lado, saliendo de la habitación. Isaac dedujo que iba a buscar alguna medicina. Entonces se dio cuenta de que estaba en la cabaña, tumbado en su cama, cubierto por mantas, arropado. Las otras dos camas a su lado estaban vacías.

A su mente vinieron recuerdos de Yegor, de sus palabras, de como, traicioneramente, le había apuñalado en el estómago. Pero, por algún milagro, Isaac no seguía herido en medio de la nada, sino que se encontraba en su cama, curado y vendado, cubierto por mantas.

Camus entró con un vaso de agua y una medicina. Isaac se incorporó a duras penas mientras su maestro le ayudaba, y la tomó por inercia, bajo la mirada atenta del caballero.

—Yegor… —murmuró cuando terminó de beber—. Maestro, Yegor ha…

—Tranquilo, Isaac, tienes que recuperarte —le recomendó Camus, tomando el vaso y empujando al niño con suavidad para que se tumbara.

—Pero… ¿dónde está? Se ha escapado, él… —Isaac comenzó a recobrar fuerzas y la incertidumbre le tensó sobremanera. Sin embargo, el esfuerzo hizo que sintiera un profundo dolor y entrecerró los ojos, quedándose casi sin aliento.

—Has estado mas de tres días inconsciente, Isaac. Te encontré medio muerto, herido de gravedad y congelado en mitad de la nada… El doctor de la aldea tuvo que intervenirte y ni siquiera sabíamos si podrías superarlo. No pienses en Yegor, aun estás débil y tienes que recuperarte —explicó Camus con paciencia.

—Pero él fue el que… —Camus negó con la cabeza y fue hacia la salida—. Maestro, por favor…

El caballero de Acuario se giró y le miró desde el marco de la puerta.

—Yegor desertó del Santuario de Atenea. Espero que entiendas lo que eso significa y las consecuencias que tiene —dijo Camus mirándole fijamente, como esperando que entendiera algo más que esas simples palabras. Isaac llevaba tiempo viviendo con él y sabía que cada frase de su maestro transmitía un mensaje más allá de lo entendible.

—Yo le seguí y… maestro yo nunca haría…

—Lo sé —le interrumpió Camus—. Ahora, trata de descansar y de recuperarte.

El caballero de Acuario salió de la estancia, dejando al niño con sus pensamientos. Sabía que Camus no le diría nada, al menos nada que tuviera relación con Yegor y su destino. Isaac era consciente de que si había ocurrido algo, seguramente se resumía a que Camus le hubiera encontrado y después matado. Debía asumirlo, eso o la remota posibilidad de que le hubiera enviado al Santuario para que allí recibiera su castigo. No estaba seguro y no debía preguntar. La mirada de su maestro se lo había dejado claro, la forma en que debía leer entre líneas.

Pero, de alguna extraña manera, no podía detenerse en Yegor, sino que se sentía orgulloso de sí mismo por no haber traicionado la confianza de su maestro, porque él no le considerara también un desertor… Fuera como fuese, Camus creía que él seguiría siendo su alumno y se alegraba de haberse labrado esa reputación.

Sintió como la medicina iba haciendo efecto, aminorándole poco a poco el dolor. Pero a su vez, le adormilaba. Poco antes de dormirse de nuevo, dejó de pensar en todo lo relacionado con Yegor y recordó el sueño que hubiera tenido antes de despertar. Una criatura enorme, tan antigua como mítica, se expandía en el océano de agua helada, con unos ojos brillantes fijos en los suyos. Por un instante recordó como pronunciaba su nombre con voz gutural, como con sus tentáculos intentaba atraparle, agarrándole los brazos y las piernas, y él se resistía, tratando de soltarse de su agarre, luchando por no ahogarse. Había sido un sueño muy real que aun le estremecía…


Un tiempo después, la vida de Isaac había vuelto a la normalidad, recordándole a cuando entrenaba junto a Camus en soledad, sin la presencia de otros compañeros, de otros niños de su edad. La herida en su estómago ya solo era una línea rosada, comenzando a ser blanca. La consideraba su primera herida de guerra, la primera que había sufrido por haber hecho lo que creía correcto y de vez en cuando se la miraba en el espejo, orgulloso de sí mismo.

Ni siquiera se tomaba tiempo para pensar en alguno de sus antiguos compañeros. Su mundo eran él y Camus, su entrenamiento y sus estudios. Admiraba a su maestro más que nada en el mundo y cada día que transcurría, luchaba por parecerse más a él, por convertirse en un caballero de Atenea digno y seguir su ejemplo.

Así transcurrieron los meses e Isaac se preguntaba a menudo si su destino no sería el de convertirse en el caballero del Cisne. A veces se tomaba su tiempo en divagar acerca de cómo se sentiría portando esa armadura, luchando por Atenea. Revisaba una y otra vez los datos relacionados con la constelación del Cisne e incluso, iba hasta el Muro de los Hielos Eternos, aquella montaña de hielo indestructible. Se pasaba horas delante de ella, soñando con romperla y con obtener la armadura que allí reposaba.

En ocasiones se preguntaba si alguna vez volverían al Santuario o si algún otro aprendiz vendría a entrenar junto a él. De vez en cuando lo deseaba porque, aunque tuviera a Camus y a la gente de la aldea, a veces se sentía solo.

Así que, cuando llegó aquel día a la cabaña tras entrenar duramente y él y su maestro se encontraron con una presencia inesperada, en cierto modo lo agradeció.

—Milo… —murmuró Camus. Isaac miró a su maestro, consciente de que estaba tan sorprendido como él.

El caballero de Escorpio se acercó a ellos, alejándose del calor de la chimenea, pero pareció arrepentirse al instante y se detuvo donde estaba. Camus entró en la cabaña, seguido de Isaac, que cerró tras de sí.

—Camus… Odio este sitio —dijo Milo, aproximándose de nuevo a la lumbre.

—Lo que me da a entender que esta no es una visita de cortesía —respondió Camus, colgando su abrigo en el gancho del perchero y acercándose a su amigo. Isaac les miraba, mientras imitaba el gesto de su maestro. Se aproximó a ellos, pero guardando las distancias.

Milo le miró con una sonrisa burlona dibujada en el rostro.

—Así que este es el que sigue vivo —comentó. Isaac no supo que pensar de sus palabras y se limitó a mirarle. Cada vez que pensaba en Milo, recordaba las palabras que le hubiera dicho acerca de la diferencia entre amigos y rivales.

Le resultaba extraño verle allí, en la cabaña siberiana. Era como si hubieras colocado una escultura que no concordara con la decoración. Iba muy abrigado, prácticamente bien vestido y sin armadura, pero no tenía las ropas de entrenamiento que portaban él y su maestro.

Se quedó mirándole mientras Camus, tras una breve explicación, iba a la pequeña cocina para calentar la comida que siempre tomaban tras el entrenamiento, como si el caballero de Escorpio estuviera allí todos los días. Milo le devolvió la mirada.

—¿Cómo te sientes ahora sin rivales, niño? ¿O estás mortalmente aburrido en este sitio?

—Estoy bien —se limitó a responder Isaac.

—Sí, como no… —dijo mirándole fijamente—. Ya sabes… si sigues aquí es porque no eres un cobarde. Me sorprende…

—Supongo —dijo Isaac sin comprender a que venía que comentara eso y sin saber realmente si le acababa de decir un cumplido.

—Los desertores siempre han sido cobardes y débiles, incluso mucho más que los que mueren en entrenamientos. Estos al menos lo intentaron… —levantó las cejas sin dejar de mirarle e Isaac asintió.

Milo se sentó en un sillón viejo que había cerca de la chimenea, con la vista fija en el fuego. Isaac se quedó mirándole, sin saber qué hacía allí, ni por qué había ido. Pero no se sentía con el privilegio de preguntárselo. Aquel era un caballero de oro y, como tal, sabía que debía tenerle respeto. Si Milo consideraba zanjada la conversación, él debía asumirlo y esperar a que él la iniciara de nuevo. Con la única persona con la que no guardaba ese protocolo era con Camus, y solo porque era su maestro.

Aún así, se dio cuenta de que Milo siempre soltaba alguna de esas frases que le desconcertaban. Parecía que estuviera burlándose o diciendo alguna tontería, sin embargo, transmitía un mensaje. E Isaac, sin saber por qué, lo entendía y siempre lo recordaba.

Comieron en silencio, mientras Milo intercambiaba alguna que otra anécdota. Isaac a veces se perdía con la conversación de aquellos dos e imaginaba que se conocían lo suficiente como para entenderse y leer entre líneas. Él se limitó a escuchar y tratar de deducir algunas palabras, sin lograr unificar el mensaje del todo.

Cuando llegó la hora del estudio, se quedó solo en la mesa, con los libros esparcidos sobre ella, mientras su maestro y el recién llegado permanecían junto al fuego. Había cierta distancia entre ellos, pero estaban lo suficiente cerca como para que Isaac oyera lo que decían. Sin embargo, deducía que Camus le tenía la suficiente confianza como para permitirle permanecer allí. Se sintió orgulloso de sí mismo y esbozó una sonrisa.

—Toma —dijo Milo, sacando un sobre de un bolsillo y extendiéndoselo a Camus. Isaac levantó la vista para mirar qué era, con la curiosidad propia de su edad. Se preguntó qué información contendría ese sobre.

—Debe ser algo importante para enviar a un caballero de oro a Siberia… podría habérmela mandado por correo ordinario, como todas las demás.

—¿Y que también la ignores como todas las demás?

Camus no dijo nada. Rasgó el sobre y luego extrajo un papel. Lo desdobló y comenzó a leerlo mentalmente. Isaac no dejó de mirarle, atento a la escena. Sin embargo, ambos caballeros estaban de espaldas a él y no podía ver lo que reflejaban sus miradas. Y en el fondo se alegró de ello ya que, de haber sido de otro modo, seguramente Camus le habría enviado a su habitación.

—Una advertencia —dijo Camus terminando de leer.

—Y que esperabas, ¿una carta de amor? —Isaac se impactó con las palabras, extrañado porque su maestro recibiera una carta de ese tipo de alguien, si es que la recibía.

—Ya informé de la deserción de esos dos niños...

—Creo que cuando de tres, dos se largaron, esperaba que fueras al Santuario. Es lo menos que debiste hacer.

—¿Eso te dijo?

—No me dijo nada, obviamente. Yo lo deduje… —dijo Milo con obviedad—. Me envió a mí en calidad de convence-amigos, supongo.

—¿Para qué estas palabras hagan mayor efecto en mi? —preguntó Camus mostrando el papel doblado—. Se equivocó de persona.

—Se lo habría dicho así pero… me aburría mortalmente en el Santuario y quería cambiar de aires. Era una misión interesante… y fría.

Ambos se quedaron en silencio e Isaac, temiendo que se volvieran a mirarle, fijó su vista en el libro que estaba leyendo. Pero su mente trataba de reordenar aquella información. Dedujo que el que había enviado a Milo era el Patriarca y no otro, pero no tenía ni idea de que ponía en esa carta.

—No voy a informar personalmente si pasa de nuevo —sentenció Camus—. Veo absurdo ir al Santuario. No creo que otros maestros lo hagan y mueren niños a cada instante, repartidos por el mundo. Ya hice lo que debía hacer mandando las cartas, creo que es suficiente.

—Ya sabes que le gusta controlarlo todo… y aquí estás muy perdido —dijo Milo—. Tal vez deberías visitar el Santuario cada cierto tiempo, sin dejar que pase más de un año… o dos.

—Siberia es así. Ya era consciente de las dificultades que tendría entrenar aquí y de todas estas posibilidades. El Patriarca también.

—O tú lo supones… En fin, no vayas si no quieres, pero si te pregunta, que no se te olvide mencionar que yo intenté convencerte y que incluso te amenacé con mi Agua Escarlata y con una posible Guerra de los Mil Días… —añadió con un tono sarcástico.

Continuaron hablando de algo que Isaac no escuchó más que como un murmullo, porque se centró en sus propios pensamientos. Se preguntó si su maestro debía haberse presenciado realmente en el Santuario cuando Arsen y Yegor desertaron y si aquello le supondría algún castigo. Solo eran unos aprendices, pero era seguro que Camus debía informar de ello. Se preguntó si su maestro realmente estaría expuesto a problemas por no ir al llamado del Patriarca, el más alto cargo en el Santuario. Desobedecerle sería equivalente a hacerlo a Atenea y Camus parecía lo suficiente sensato como para no hacerlo.

Isaac dedujo que aquello solo se trataba de una advertencia, por si ocurría de nuevo. Pero si ese fuera el caso, el que moriría sería él mismo, el único alumno de Camus… Aquello era poco probable si hablaba de traición, a no ser que fuera por alguna otra cosa… Isaac decidió no pensar en aquello, pero tenía presentes las palabras de Camus acerca de la dificultad de entrenar en Siberia. Él lo estaba viviendo personalmente y sabía que tenía razón. Igual que sabía que aquellos dos niños se habían marchado porque no soportaban los duros entrenamientos. Ni siuqiera el fuerte de Yegor…

Milo permaneció junto a ellos un par de días más y la rutina continuó, como si el caballero de oro no hubiera estado presente. En ese tiempo, Isaac apenas si había hablado con él, pero apreciaba que Camus y él eran bastante amigos, tenían complicidad, la propia que se forja tras años de roce y amistad. Se preguntó si él conocería en su vida a alguien que llegara a ser su amigo, así como lo eran los dos caballeros de oro. Alguien que le entendiera, leyera entre líneas lo que dijera, tuviera complicidad y, por supuesto, que le mostrara total y absoluta confianza.

—Isaac —dijo Camus, interrumpiendo sus cavilaciones. El niño, que había estado sentado fuera de la cabaña en su rato de descanso, mirando a la nada, se sobresaltó. Levantó la vista, recorriendo el trayecto del cuerpo de Camus, desde sus pies hasta detenerse en su rostro.

—¿Si, maestro?

—En breve, otro aprendiz se unirá a nosotros.

Isaac se asombró y, con un acto reflejo, se levantó del sitio, quedando frente a su maestro. Aquella era toda una noticia, demasiado inesperada cuando había dado por hecho que seguiría entrenando solo.

—¿Vamos a ir al Santuario? —preguntó, dándose cuenta de que el caballero llevaba en la mano una carta.

—No —Camus negó con la cabeza—. Vendrá aquí.

—¿Cuándo?

—Aún no lo sé con certeza. Pero debemos esperarle en cualquier momento.

Isaac asintió, sintiendo una inquietud extraña en el estómago. Sabía que otro chico significaba otro rival, pero estaba cansado de haber entrenado casi un año solo, desde que hubiera desaparecido Yegor.

—¿Sabes quién es? ¿Un chico? —preguntó sin ocultar cierto entusiasmo, mirando el sobre en las manos de su maestro, como si tuviera las respuestas a todas sus preguntas. Camus sonrió brevemente ante su actitud, transmitiéndole a Isaac una gran calidez.

—Sí, así es. Es de tu edad y se llama Hyoga.

—Hyoga… —murmuró.

Era un nombre muy extraño, pero Isaac supo que quería conocerle cuanto antes. Esperaba que él fuera valiente y no desertara como los otros, que fuera un compañero, tal vez un amigo o sino… un rival digno.

Continuará...