Me queda tu sonrisa dormida en mi recuerdo,
y el corazón me dice que no te olvidaré;
pero, al quedarme sola, sabiendo que te pierdo,
tal vez empiezo a amarte como jamás te amé.


Te digo adiós, y acaso, con esta despedida,
mi más hermoso sueño muere dentro de mí...
Pero te digo adiós, para toda la vida,
aunque toda la vida siga pensando en ti.

No podía creer que tan solo faltaran tres meses...

Pero era cierto. Y ahora que ya era Abril y la primavera acababa de empezar, tan solo tres meses más me separaban del fin de clases.

Del fin de la escuela.

Para siempre.

Suspiré y dejé de mirar aquel patético cartel primaveral que algunos estudiantes habían colocado en la entrada de la escuela. ¿A caso creían que podíamos olvidarnos de que faltaban pocos meses para la graduación? Como si la idea de finalizar la escuela y partir a la Universidad no fuera suficiente presión, los idiotas de la comisión de decoración no dejaban de repetirlo.

-¡Buenos días, Helga! -oí detrás de mí la voz de Phoebe -Qué bonito día, ¿verdad?

-Ya cállate, Phoebe: no estoy de humor.

-Ah, sí. ¿Cómo está tu gripe? Veo que ha mejorado mucho.

-Si con mejorado te refieres a que me obligó a pasar todo el fin de semana en casa con mis padres... -gruñí, mientras ingresábamos a la escuela.

-Sí... es una lástima que te perdieras el día en el parque.

-Aún así estoy segura de que habría preferido estar ahogándome en flema antes que ir con ustedes.

El salón de último año estaba subiendo las escaleras. Como siempre en primavera, la escuela era un alboroto.

-¿Estudiaremos juntas hoy? -me preguntó Phoebe -No te toca trabajar, ¿verdad?

-No, pero tengo que ir donde... ya sabes.

-Oh, cierto. ¿Más tarde?

-Bien. -me encogí de hombros -Iré a tu casa cuando salga de allí.

Cuando abrí la puerta para entrar al salón, me llevé la desagradable sorpresa de chocarme con una muchacha de cabello negro y mentón apuntando hacia el cielo, como yo solía decir en ese entonces. Me sostuve de la perilla para no perder el equilibrio, pero ella cayó sentada en el suelo con un gritito de dolor.

-Maldición: fíjate por dónde vas, Helga. -me reprendió Rhonda Lloyd, al tiempo que Nadine la ayudaba a levantarse.

-Lo mismo digo, princesa. -contesté, casi pasando por encima de ella para entrar al salón comenzar a moverme entre los pupitres.

Las cosas estaban como todos los días antes de iniciar las clases: un griterío estridente y caótico al que justamente ese día no me sentía de humor para sumarme. Harod, Sid y Stinky le gritaban cosas a otros niños por la ventana. Evidentemente se trataba de una pelea interesante y en otra ocasión, de seguro yo me habría asomado a ver a quiénes proferían esos insultos para reírme con esos tres atarantados, pero como ya dije, aquel no era un buen lunes.

Y como si el camino estuviera dispuesto a apoyar este hecho, alguien corrió una silla en el momento en el que yo pasaba por ahí para ir a mi asiento, lo cual me hizo caer y dar de bruces en el suelo.

-¡Helga! -Phoebe se agachó -¿Te has hecho daño?

-Diablos, Phoebe, ¿quién fue el idiota que... ? -apoyé los brazos en el suelo para levantarme pero antes de poder terminar mi frase, subí la mirada para encontrarme con la de Arnold, quien, al parecer, había sido "el idiota" que había accidentalmente corrido su silla.

-Lo siento mucho, Helga. ¿Te encuentras bien?

-Me encontraba perfectamente bien hasta que te interpusiste, cabeza de balón. ¿A caso pretendías que me rompiera un diente o qué?

-No, discúlpame: mi silla se resbaló. -intentó excusarse con su amable y tranquilo tono habitual.

-La próxima vez ten más cuidado, sopenco, o serás tú el que acabe en el suelo.

Y diciendo esto, me alejé de él para ocupar mi lugar junto a Phoebe, quien me siguió.

Arnold: mi duda existencial, ese que últimamente me mantenía despierta cada noche, el chico del que estuve enamorada desde los cuatro años hasta ahora, a pocos meses de terminar la escuela e ir a la universidad y...

Y dejar de verlo para siempre... tal vez.

Nuestro profesor, el Señor Sherp, entró entonces al salón con sus ocho mil kilos de masa corporal y diez mil kilos de gigantescos manuales que siempre llevaba con él. Apoyé mi cabeza entre mis brazos dispuesta a aburrirme: odiaba al Señor Sherp, el hombre más aburrido que Dios hubiese podido crear. De hecho, la mayoría de los maestros que habíamos tenido en esos últimos años se pasaban de aburridos. A veces, en el almuerzo, algunos estudiantes de los de mi grupo veían al siempre alegre Profesor Simmons, el de cuarto año, y lo saludaban con afecto. Yo ya prácticamente me había olvidado de él.

El Sr. Sherp apoyó sus manuales en el escritorio del profesor, pidió silencio y comenzó la clase después de los anuncios del día que el Director Wartz daba por el altoparlante. Primero, el Sr. Sherp pidió la tarea que nos había dejado y luego comenzó con un nuevo tema.

Desde hacía tiempo que yo me sentía bastante superior a las cosas que aprendíamos en la clase del Sr. Sherp, por lo cual esa parte del día consistía por completo en tomar apuntes automáticamente, a veces hablar en susurros con Phoebe o recibir una que otra caricatura graciosa de alguno de los que se sentaban atrás y pasarla para adelante. Y, por supuesto, cuando estaba segura de que podía hacerlo con tranquilidad, mirar a Arnold.

Pero, incluso así, las clases eran aburridas.

Para mentener mi mente ocupada, ese día comencé a pensar en todo lo que tenía que hacer durante la semana: qué trabajos me tocaban y en dónde y cómo me las arreglaría para terminar las tareas que me faltaban.

Desde hacía alrededor de medio año que yo había comenzado con mi trabajo. No había sido precisamente por gusto ni porque me muriera por emanciparme ni nada por el estilo. Todo había comenzado hacía cosa de seis meses cuando, habiéndome quedado castigada una tarde, el director Wartz me había llamado a su oficina y, al entrar, sentí que estaba teniendo un dejavu, o sea, reviviendo algo que me había pasado hacía casi diez años.

En la oficina, además del anciano y decrépito director Wartz, se encontraba aquella mujer que tanto alivio me había dado una vez en la que lo había necesitado: la Doctora Blee, la psicóloga del distrito escolar con la que yo había tenido una sola sesión a los nueve años.

Se acordaba de mí y estaba alegremente dispuesta a tener otra sesión gratuita cuando yo pudiera hacerlo, dado que también era psicóloga de adolescentes. La tuvimos, pero después de conversar con ella yo había llegado a comprender lo feliz que me sentía saliendo de cada hora que pasábamos juntas en su consultorio: verdaderamente esa mujer era buena en su trabajo.

Aunque claro, la escuela solo pagaba una sesión y obviamente, no había forma de que Big Bob estuviera dispuesto a pagar para que yo visitara a la loquera de la escuela.

De modo que comencé a buscar un empleo para pagarme yo misma las sesiones.

Intenté con bastantes cosas, pero todos esos trabajos mediocres para adolescentes inútiles me frustraban. Finalmente, terminé en una tienda de artículos de cazería a la que solo tenía que ir dos veces por semana y me pagaban lo suficiente para costear las sesiones y además, tener un suministro extra aparte de mi mesada.

Ese día era lunes y en la tarde me tocaba ir a visitar a la Doctora Blee a quien veía una vez por semana. Phoebe, mi mejor amiga, era la única que lo sabía y, desde luego, le había hecho jurar sobre su propia tumba que nunca se lo diría a nadie.

A la salida de la escuela, tomé el autobús hasta el consultorio de mi psicóloga. Como siempre, tuve que esperar en la sala de espera como quince minutos de más hasta que el loco e hiperactivo niño que iba antes de mí se dignara a salir.

Cuando al fin el chiquillo salió -corriendo desmesuradamente, claro-, yo me paré rápidamente de mi asiento y entré al consultorio sin llamar.

-Siento tanta lástima por la madre de ese niño. -comenté cerrando la puerta.

-Tim es un buen muchacho, Helga. -sonrió la doctora Blee - ¿Qué tal tu fin de semana?

Me arrojé en el sofá y me puse cómoda.

-Pésimo: me dio gripe y tuve que pasarlo en casa.

-¿No pudiste ir al parque con Phoebe y los demás?

-Aún así no habría querido ir.

-¿Ya te sientes mejor?

-Sí, al menos puedo oler de nuevo.

-¿Cómo estuvo la escuela?

Le conté las pocas cosas que habían ocurrido desde la semana pasada y hablamos unos veinte minutos acerca de otros temas, como siempre.

-¿Ya terminaste el libro que te recomendé? -me preguntó entonces, revolviendo con una pequeña cuchara su taza de té.

-Ah, sí, desde el jueves. -contesté -Pero creo que, tratándose de Dickens, podría haberse esforzado un poco más, ¿no cree? Todo me pareció un poco bizarro.

-Háblame un poco del libro, he querido saber qué pensabas de él.

Teníamos bastante seguido ese tipo de charlas sobre Literatura: ella había leído muchos libros y disfrutaba recomendándomelos. Le di un breve resumen de mi opinión acerca de la última novela que había leído y luego continuamos conversando acerca de un artículo acerca de mujeres políticas que yo había leído en una revista y quería mostrarle.

Después de un buen rato de esta cháchara intelectual, yo me callé y ella, entonces, llevó a cabo la pregunta de siempre:

-¿Y cómo se encuentra Arnold? -Me encogí de hombros -¿Qué me dices de él, Helga? Llevas un tiempo sin mencionarlo y sabes que no tienes que ocultarme nada. ¿En qué has estado pensando?

Suspiré.

-Como si no lo supiera.

-¿Es en la graduación? -asentí con la cabeza - ¿Piensas que debes decirle todo antes de graduarte? Porque recuerda lo que ya te he dicho, Helga: puede ser tu última oportunidad para esto y no querrás vivir el resto de tu vida con esa carga.

-¡Ya lo sé! -refunfuñé, levantándome del asiento -Es solo que... no he pensado en cómo decirle.

-Dile la verdad, como te salga.

-Ya intenté algo espontáneo una vez y no resultó muy bien que digamos. -gruñí -Además, antes era distinto.

-Yo creo que la graduación es el momento ideal. -me animó -No debes temer a su reacción porque, si resultara que él no te ama, no volverías a verlo y aunque se lo contara alguien, cosa que yo no creo que haga, eso no te afectaría porque ya habrías terminado la escuela. Y además ¿qué pasaría si todo resulta bien?

Volví a recostar la cabeza en el sillón.

-Es solo que... -fruncí el ceño -Ha sido toda mi vida... Desde siempre utilicé distintos planes locos para conseguir que él se enamorara de mí y nunca ha funcionado y... me siento nerviosa, siento que ya no hay tiempo. ¡Maldita graduación!

-Aún tienes tres meses hasta la graduación.

-¿Está consciente? No podría en tres meses lograr lo que no logré en toda una vida.

-Claro que podrías. ¿A caso no lo conoces bien?

-Sí, sí lo conozco. -admití -Pero... Oh, rayos, ¿podemos cambiar de tema? -me crucé de brazos.

-Muy bien, como quieras, Helga. -sonrió -Pasemos a otra cosa. ¿Has hablado con tus padres de la universidad?

-¡Oh, vamos! -tampoco tenía ganas de hablar de eso.

-¿Stanford? -se rió - ¿Enviaste el formulario de admisión?

-No, nisiquiera lo solicité.

-¿Y cuándo planeas hacerlo?

Fruncí la boca.

-Helga, no me digas que crees que no puedes entrar a Stanford. Tú sabes muy bien que eres una maravillosa estudiante. ¿No sacaste en tu prueba de aptitud una calificación tan alta como la de tu hermana Olga? ¿No has dicho mil veces que puedes lograr cualquier cosa? Yo misma diría que Stanford hasta te queda chica.

-No es que crea que no pueda entrar. -traté de explicarme -Pero me cuesta hacerme la idea.

-Es curioso. Veo esto en muchos adolescentes, pero nunca pensé verlo en ti: no quieres dejar la escuela atrás. O mejor dicho...

-No lo diga.

-No quieres dejar a Arnold atrás. -resoplé y ella volvió a sonreír apaciblemente -Envía la solicitud a la universidad de una vez o yo misma te conseguiré una. -miró el reloj -Bien, nuestro tiempo se ha acabado por hoy.

Salí del consultorio de la Doctora Blee y me dirigí a casa de Phoebe. La encontré en la cocina de su casa, llenando solicitudes universitarias. Tomé una con interés.

-¿Oxford? -le pregunté, divertida.

-Ya lo veremos. -me contestó de buen humor, tomando ella la solicitud y metiéndola en un sobre -¿Ya has mandado tú las tuyas?

-No y olvídate de hablar de eso hoy, Phoebe. -comencé a caminar hacia la lacena -Dime que tienes galletas o algo por el estilo o moriré: no como nada desde el almuerzo.

-Claro, Helga: están en ese frasco. ¿Quieres estudiar Historia?

Llevé el frasco de galletas a la mesa y me senté con ella. Estudiamos y también conversamos un rato hasta que, casi sin darnos cuenta, se hizo la hora de la cena.

Me despedí de mi amiga y salí de su casa corriendo, ya que sabía que corría el riesgo de que mis padres comenzaran a cenar sin mí. Mientras cruzaba las calles de la ciudad a los tropezones, de nuevo volví a pensar en lo que la Doctora Blee me había dicho.

Sí, definitivamente, a como diera lugar, antes de la graduación yo tenía que decirle a Arnold lo que sentía por él.

No podía resignarme a decirle adiós y a perderlo para siempre.


Bueno, este es mi primer fanfic de Arnold y Helga y también el primero que publico en este foro. Estoy aprovechando las vacaciones para hacerlo, así que no me tardaré en publicar. Espero que el primer capítulo les haya gustado a quienes lo lean. Ojalá reciba algunos reviews, jeje.

En cuanto al poema que puse al principio, aclaro que es un fragmento modificado de uno de Ángel Buesa, un gran poeta que me recomendó una gran escritora que conocí en este foro :)

Saludos a todos y gracias por haberme leído ^^