LUCES DE NAVIDAD

Dramatis Personae:

Archie: un mago vetusto al que conocemos porque durante los Mundiales de Quidditch no quería usar pantalones. En mi fic "Una de altos (y bajos) vuelos" pasa unas vacaciones en Almería, allá por el verano de 2007.

Mopsy: una bruja británica, amante de los perros que se quedó en el cajón de la Rowling porque finalmente consideró que era mejor dejar a Sirius convertido en perro en una cueva cerca de Hogsmeade que bajo los cuidados de esta "typical Brit witch".

Cecilia Pizarro: Una bruja española, madre de cuatro hijos, que por alguna misteriosa razón ve cruzarse su destino de vez en cuando con Archie.

Parte de la numerosa parentela de la anterior.

Cláusula de Descargo... y de Copyright:

Archie pertenece claramente a Rowling. Mopsy también. La mencionó en entrevistas, aunque no tengo seguridad de que finalmente la registrara, como una amante de los perros que en principio se iba a hacer cargo de Sirius cuando está escondido en Hogsmeade, durante el Cáliz de Fuego. Como siempre, la sorgexpansión española es mía y solo mía....

Capítulo I

Un domingo de primeros de diciembre de 2009, Londres.

Archie esperaba pacientemente, bien plantado con las piernas separadas y los brazos cruzados mientras su acompañante enganchaba sombreros y los descartaba tras mirarse en el espejo. Por supuesto, había gente que le dirigía miradas clandestinas. Eso siempre le había ocurrido, desde que tuvo uso de razón. Ocurría con los de su clase, especialmente si además pertenecían a un antiguo clan escocés, con histórico tartán de cuadritos y todo. En realidad, Archie pensó que era pura envidia. Los muggles, enfundados en aquellos pantalones estrechos... ¡Qué horror! ¡con lo bien que se estaba sin apreturas por la tripa!... ¡y con una fresca y revitalizante corriente de aire en..., bueno, ahí mismo!

Además, a ella le parecía estupendo que él vistiera así. La había llevado a Marks&Spencer, su tienda muggle favorita, porque su sombrero de lana tejida tenía un agujero por el que podían meterse un par de dedos. Ahora su chica estaba escogiendo uno que lo reemplazara. Con suerte, le duraría todo el invierno.

Una amplia sonrisa apareció junto a ella en el espejo. La bruja, coqueta, hizo un gesto como si se ruborizara. Encantadora, pensó Archie, y sonrió aún más mostrando su lustrosa dentadura postiza.

La había conocido en Hogsmeade a principios de otoño, y desde entonces, no había dejado de verla ni un solo día. Era una bruja ligeramente más joven que él, de unos ochenta o noventa años. No le había preguntado la edad, porque a las chicas eso no les gustaba. Además, cuando uno ya pasa de los cien, década arriba, década abajo da igual. Era muy alta – le sacaba prácticamente la cabeza y eso llevando zapatos planos -, muy delgada, casi carente de caderas, con una cabellera cana y encrespada que llevaba medio domesticada en una especie de moño del que se salían rebeldes pelos por todas partes, cosa que a él le gustaba mucho, y tenía unos enormes ojos azules pálidos. Mopsy vestía largos vestidos de estampados inverosímiles, usaba sobreros de punto de lana. Bueno, mejor dicho, sombrero. Lo usaba constantemente, fuera o no fuera con la ropa que llevaba, hasta que se rompía.

Sobre todo, lo que más le gustaba de Mopsy, excepción hecha de que no le diera importancia al asunto de los calzones, era que ella era casi tan extravagante como él. Tenía fama bien merecida de "amante de los perros". Eso, entre los magos, podía considerarse ligeramente peyorativo. Los magos eran aficionados a gatos, lechuzas, sapos y hasta ratas. Pero ¿perros? Los perros no eran precisamente animales muy vinculados al imaginario mágico popular, y cuando lo están, es para mal, como el caso de los Grimm. Pero Mopsy pasaba de todo ello y amaba a los cánidos. Por eso, porque él amaba a Mopsy y ella a su vez amaba a los perros, había transigido para hacer aquel viaje, aunque no tenía ni buena opinión ni buenos recuerdos de ese país.

- But darling, they adore dogs. – le había dicho ella, poniendo unos ojazos lánguidos como los de un perro pachón.

Archie alzó una ceja y sólo pronunció una frase. Eso si, con su marcado acento escocés.

- I thought they only liked bulls....

Aún así, ella le convenció. En cuanto se comprara el sombrero, saldrían volando. Literalmente hablando, que para eso Archie mantenía como nueva su Barredora Classic 1900. ¡La CLIII Feria Internacional Anual del Mago y el Perro!, todo un acontecimiento mundial para el brujo o bruja amante de los cánidos. Esta feria se celebraba, como siempre por aquellas fechas, en Madrid.

Archie frunció un poco el ceño al recordar que por la tarde estaría en la capital peninsular. No tenía nada en contra de Madrid, ni de los magos y brujas madrileños, aunque ciertamente creía que los hispanos eran gente un tanto rarita. ¡Si hasta usaban euros, esa moneda del continente que ni siquiera los muggles ingleses habían sido tan tontos como para adoptar! Además, tenía cierta aprensión a la comunidad mágica hispana, en general. La última vez que estuvo allí, un par de veranos atrás, un niñato hechiceril le colocó un par de pastillitas de colorines que le hicieron desvariar en su escoba, perder a su acompañante en el Mediterráneo (una bruja sueca que parecía anclada en los psicodélicos años setenta) y exponer su trasero a todo el pasaje muggle de un vuelo de Iberia con destino Melilla y, lo que era peor, al ardiente sol andaluz, lo que le supuso problemas para sentarse durante diez días y quemaduras de pronóstico reservado.

- Isn't it lovely? – Mopsy le sacó de sus divagaciones sonriéndole bajo un sombrero de color berenjena que parecía un calcetín de elefante mal tejido. Archie sonrió, ajeno al par de señoras muggles que pasaban por detrás dándose codazos y cuchicheando.

- Beautiful, my love. You are gorgeous.

Mopsy sonrió con sus dientes descolocados. Al menos, eran auténticos y no danzaban en las encías.

- Then, no more chatting.

Archie sonrió. Sacó de un bolsillo interno de su túnica su monedero de piel de dragón y extrajo unos billetes de libras esterlinas. Salieron de M&S cogidos del brazo, tan contentos, Mopsy luciendo su sombrero nuevo con coquetería.

- Let's go back to the Leaky Cauldron. We are in a hurry.

- Yes, darling.- contestó Archie. – You're right.- Y tomándola con delicadeza por el brazo la condujo al establecimiento. Allí recogieron sus cosas, pagaron su cuenta y echaron a volar en la escoba de Archie.

Madrid, aquella misma tarde.

- ¿Que parte del vocablo NO, no entiendes? – Cecilia miró fijamente a la adolescente que tenía enfrente. Unos ojos grises, idénticos a los suyos le devolvieron una mirada furibunda. La chica resopló y finalmente, airada, soltó una contundente contestación.

- Me caes fatal.

Cecilia alzó una ceja y puso los brazos en jarras.

- Es que yo no tengo que caerte ni bien ni mal. No soy una candidata a amistad tuya. Yo soy tu madre.

Isabel, doce años a principios del próximo febrero, mostró sin ningún recato el altísimo nivel de indignación que aquellas palabras de su madre le habían causado dándose la vuelta y largándose a toda velocidad hacia su cuarto.

- Y no se te ocurra dar un portazo.- Cecilia tuvo la entereza de soltarle antes de que traspasara la puerta de la habitación. Isabel estaba todavía más indignada, pero no osó enfrentarse también en eso a su madre. Su adolescencia estaba empezando, y en correlación con el desbarajuste hormonal, en fase inicial, algo de respeto por su progenitora todavía le quedaba, aunque Cecilia sabía que sería por poco tiempo. En su lugar, la tomó con Mencía, su hermana, que estaba leyendo sentada en el suelo, con la espalda apoyada en el borde de su cama.

- ¡Lárgate! – le soltó mientras los ojos se le llenaban de lágrimas. Isabel necesitaba el cuarto para ella sola, para poder llorar a gusto un rato mientras se sentía la persona más desgraciada e incomprendida de todo el planeta.

Mencía la miró como si fuera un insecto. Tenía varias amigas con hermanas mayores en la clase de Isabel, y desde que había empezado el curso las había observado con curiosidad. De repente, se habían vuelto especímenes rarísimos que experimentaban episodios extraños continuamente. Normalmente, alternando un profundo enfado con el mundo mundial con las más amargas lágrimas. Mencía suspiró, metió un dedo entre las páginas y salió del cuarto sin decir nada.

- Mamá...

Cecilia dio un respingo antes de dirigir una mirada aprensiva a su segunda hija, escaneando vestigios del inicio del mismo proceso en ella. Solamente se llevaba quince meses con Isabel, así que era de temer que la adolescencia hiciera su aparición en Mencía un día de éstos. Cecilia respiró hondo tras constatar que seguía teniendo delante a la niña delgada y larguirucha de siempre. Durante el pasado verano, Isabel había experimentado muchos cambios a una velocidad vertiginosa. En primer lugar, había crecido mucho. De hecho, Cecilia, que era una mujer alta, ahora solamente le sacaba un palmo escaso. Pero además, se había hecho mayor. Desde hacía un par de meses ya tenía la regla. Aquello había sorprendido a Cecilia, porque a ella no le había ocurrido hasta los trece, y a su hermana Almudena casi hasta los quince, claro que Almudena siempre fue una cría muy menudita y aniñada. Cecilia había leído que la pubertad se adelantaba en promedio entre las chicas, pero aún así le cogió desprevenida. Y no la tranquilizó en absoluto saber por otras madres que estaban en las mismas, algunas incluso desde hacía bastantes meses.

- ¿Qué pasa?

- ¿Te importa si quito la tele? Es que estaba leyendo un libro y me distrae.

Cecilia respiró hondo otra vez y la miró con devoción. De alguna manera, Mencía le recordaba a su propia hermana.

- Si, claro. Tus hermanos pequeños se van a ir ahora a ver las luces de Navidad, y papá está en su despacho trabajando, así que...

Mencía asintió con la cabeza y no esperó que su madre terminara la frase. Se fue directa a por el mando, que descansaba sobre una mesita de rincón, y apuntando al televisor lo apagó, para proceder a continuación a sentarse en el sillón ergonómico de su padre, encender una lámpara halógena de pie y sumergirse de nuevo en su lectura.

Cecilia echó un ojo a la tapa del libro. Crepúsculo. El mundo casi se le vino encima. Menos mal que sonó el timbre de la puerta.

Alberto y Cristina, los dos hijos menores de Cecilia, salieron disparados de no se sabe dónde.

- ¡Bisoooooo!

Cecilia corrió detrás. Tenían estrictamente prohibido abrir la puerta de la calle, pero lo cierto es que no se fiaba ni un pelo. "Biso" era como sus niños denominaban al abuelo materno de Cecilia, una forma abreviada para distinguirlo de la Bisa. Aunque en este caso, Cecilia suspiró con cierta melancolía, ya no tenía mucho sentido. Su abuelo se había quedado viudo en agosto del año anterior, después de más de sesenta años de feliz matrimonio. Y aunque fue él el que hizo el mayor esfuerzo por animar a sus descendientes, lo cierto es que todos notaron el bajón. Hasta entonces, el abuelo de Cecilia había tenido la apariencia de un señor veinte o treinta años más joven. Ahora, su pelo, por ejemplo, se había vuelto blanco como la nieve. Y al principio a veces parecía que andaba un poco encorvado.

Lo más preocupante era que desde noviembre del año anterior, más o menos la fecha de Todos los Santos, se había animado bastante. Ahora volvía a caminar erguido y se peinaba la nívea melena con bastante estilo. Hasta la vecina de su madre, una señora viuda de buen ver, abría la puerta en cuanto lo oía en el rellano soltando cualquier excusa tonta. El contestaba amablemente, y ella insinuaba que a ver cuándo se tomaban un café. Su hermana Almudena se reía con ganas con aquellas cosas. Pero ni a Cecilia ni a su madre les hacía mucha gracia la vecina ligona.

La madre y las tías de Cecilia estaban un tanto preocupadas porque seguía hablando de su mujer en presente. Cecilia y su hermana habían notado, además, que cuando estaba solo, o creía estarlo, hasta hablaba en voz alta como si fuera con ella.

Después de darle muchas vueltas, Cecilia pensó que si aquello ayudaba a que remontara el dolor, entonces lo mejor era no buscarles más entersijos. Además, había notado otro pequeño detalle: sus hijos menores estaban deseando quedarse en su casa con él. Tenían una especial empatía con él.

Suspiró. Echaba de menos a su hermana pequeña. Almudena ahora vivía en Italia, y aunque se verían por Navidades, no era lo mismo. Antes, ella se hacía la encontradiza en el Ministerio, donde las dos trabajaban, y la obligaba a ir con ella a tomar café o a comer. La añoraba. De repente se puso melancólica al pensar todo lo que le habría contado de haber seguido en España: los desvelos que le producía Isabel, o los progresos que Alberto, muy dado a las explosiones de magia, iba haciendo con el control de la misma, o las gracias de Cristina, la pequeñita de tan solo veinte meses...

- Hola preciosa.- Dijo su abueló mientras le daba un par de besos.

"Biso Santiago", como decían sus hijos, había venido para llevárselos a ver la iluminación navideña. Primero la muggle, y después la mágica. Hasta había pasado las sillas homologadas de los dos pequeños a su coche.

Cecilia sonrió. Los dos niños daban saltitos y gritaban alrededor del mago.

- ¿Listos?

- Siiiii

- Alberto, mira tus pies.

Alberto tenía ya puesto el anorak y la bufanda, salió corriendo cuando vio que tenía todavía las zapatillas. Entonces Cristina aprovechó para entregarle un verdugo rosa.

- Coco, pone coco, biso.

El mago sonrió, se puso en cuclillas y le metió el gorro. La niña palmoteó encantada.

Cecilia suspiró. ¡Dios mío! – pensó - ¡Lo que me queda! ¡Y encima para cuando Cristina llegue a la adolescencia estaré en la menopausia! Y de repente, tomó la decisión.

- Abuelo ¿Me admitiríais en esa excursión?

- Claro que si. Pero date prisa, estamos impacientes. – dijo él con una sonrisa. Cecilia también sonrió, animada como si volviera un poco a su infancia, y salió disparada a su dormitorio, se calzó unos zapatos cómodos y enganchó un anorak. Antes de marcharse, dio un par de golpecitos en la puerta del despacho donde Alberto estaba encerrado trabajando.

- Me voy. Vigila a las dos mayores. Y sobre todo, Isabel NO tiene permiso para salir esta tarde.

- Bieeeen.- Murmuró Alberto padre sin levantar la cabeza de la pantalla del ordenador.

Cecilia no estaba muy segura de hasta dónde había alcanzado la atención de su marido, pero no quiso indagar. Había decidido relajarse, y eso iba a hacer.

- Ya estoy.

- Muy bien. ¡Nos vamos a ver las luces!