Nota de la autora: ¡AYYYY! Pero que puedo decir, pedazo de irresponsable. Si, se que me he tardado UN AÑO para actualizar este fanfiction y por eso les pido disculpas. Podría poner una gran zarta de excusas aquí mismo rogándoles perdón pero creo que ni con eso sería necesario. Les pido de todo corazón que me perdonen, pero en serio tuve problemas este año y recíen en este momento de paz vacacional me siento de humor como para retomar este fanfiction. ¡Prometo avisarles la próxima vez si es que hay inconvenientes! Realmente fue demasiado irrespetuoso y ofensivo de mi parte lo que hice y no tengo palabras que alcancen como perdón. Lo mucho que pude hacer es traerles un capítulo algo largo (funcionaría como un doble capítulo). ¡Espero que les guste y que, pese a todo lo mal que me porte, sigan del otro lado! Les pido disculpas de TODO corazón de verdad.

Muchas gracias por comprender. Aprecio mucho TODOS sus reviews, favoritos y demás que me han dejado a lo largo del año, me han dado las fuerzas para retomar este fanfction tras tanto tiempo. De nuevo, ruego sepan disculparme. Sin más los dejo con el mega largo capítulo. ¡Espero que les guste!

Disclaimer: Axis Powers Hetalia (Hetalia: World Series) no me pertenece en lo absoluto y son copyright de Himaruya Hidekaz. ¡Gracias por dejarnos jugar un rato con ellos!


Si bien podría decirse que Halloween no era más que una fecha normal en algunos países del mundo, en otros, como Inglaterra y Estados Unidos, la noche de brujas era una oportunidad única de venganza sin salir increpado con nada y por nadie en esa casa. Encima, asustar al propio inglés en su territorio era algo que a Alfred se le hacía delicioso como una hamburguesa. Bueno, casi tan delicioso como una hamburguesa.

La tarde del sábado treinta y uno de octubre no solo había sido aburrida si no que también, algo tenebrosa. Realmente, y luego de la cantidad de anécdotas que habían circulado en todo el mundo acerca de las escalofriantes bromas inglesas, a nadie se le apetecía quedarse la noche allí también. Pero, debido a las reuniones del lunes dos de noviembre -y que abarcarían toda esa semana- realmente nadie tenía la opción de negarse, ni a nadie le agradaba la idea de viajar quien-sabe-cuantas horas hasta su país para regresar, apenas, unas horas más tarde.

Bien. Hasta donde todos sabían, Francis era el encargado de la pastelería esa noche, con motivos naranjas y negros y quien sabe que ingredientes que hacían de aquellas delicatessen que preparaba destellaran en la obscuridad. De todos modos, a menos que alguien no hubiese estado en el episodio del escargot, la mayoría dudaba de que aquellos dulces fueran realmente apreciados por alguna persona.

Francis intentaba colocar con mucho esfuerzo un enorme costal de harina a medio llenar sobre la estantería más alta. No quería alejar mucho los materiales por si volvía a necesitarlos, pero tampoco podía dejar una bolsa de casi veinticinco kilos de harina en medio del paso de esa cocina tan ajetreada esa noche. Apenas pudo colocar el enorme bolsón de harina ahí arriba, pese a que peligrosamente cerca del borde, se dio por satisfecho y continuó con el resto de las tareas que le incumbían.

Definitivamente ese no iba a ser un día precisamente fácil.


La sonrisa del inglés se ensanchó un poco, sobre aquel puente de piedra. El murmullo de un río que se perdía en la espesura de un pequeño bosque urbano -rodeaba esa mansión- llenaba el aire de una suave melodía que, si bien no era repetitiva gracias a las variante de sonidos que producía el agua, era bastante cíclica. Los pajaritos parecían hacer una última ronda nocturna con la luz de ese tenue, anaranjado astro que ahora se escondía por el horizonte dejando, en el este, ya asomarse un color negro, que anunciaba la llegada de la noche.

Halloween. Día de brujas. No, no, NO. Halloween. Que había tenido sus roces con el español como para llamarle "Día de brujas". Bien...aunque la patética imagen del español se hubiera cruzado por su mente, no daba a Arthur el suficiente espanto como para que desdibujara su sonrisa siniestra y tétrica. Ese era su día favorito del año, donde espantar a la gente y ganar deliciosos dulces por ello era posible. ¡Y es que no hay edad para pedir dulces! ¡Ni siquiera para un país con más de mil años de edad! se repetía el inglés siempre que alguien pareciese cuestionar sus estrafalarios trajes.

El manto de nubes negras, obscurísimas, se había confundido ya con el gran manto estrellado que surgía más allá de ellas. Y no había nada peor en Inglaterra –pero decididamente mejor en ese día- que una gran tormenta otoñal. Con una sonrisa tétrica causante de rayos y centellas, el inglés elevó sus manos y cejas al cielo, invocando a los espíritus del bosque para que le ayudaran en esa tarea tan divertida de noche de brujas.

Lenta y espeluznantemente, figuras de hadas, fantasmas, elfos y enanos comenzaron a aparecer. Y un pequeño ciervillo que, bajo una aclaración exasperada del inglés, volvió a desaparecer por el bosque. ¡Y es que los ciervos siempre confunden las películas de Disney con aparecer en el día de brujas; que esto no es Bambi, Bloody Hell!. Después de un hondo desahogo mental, en el cual recordó hasta el tatarabuelo del ciervo, volvió a su misión.

En un idioma que ninguno de los humanos ni países (quizá a excepción de Noruega, que parecía tener cierta clase de conexión con criaturas "inexistentes", al igual que el inglés) dio indicaciones a sus amigos, desde los mas altos y delgados hasta los más rechonchos y bajitos, quienes respondieron con asentimientos de cabeza y sonrisas quizá demasiado tétricas. Era Halloween. Y ahora que todo el mundo podía verlos, por esa única noche, ninguno de los amigos del inglés quería perdérselo.

Ya verían esos extraños humanos que decían que ellos no existían si de verdad no lo hacían.

Un nuevo relámpago los inundó de su luz.


Si bien podría decirse que no era de madrugada, la noche en si estaba bastante avanzada. La mayoría de los huéspedes de la casa se sorprendieron de que no hubo ningún llamado a la cena, aún si eran más allá de las diez de la noche y que, en casa del inglés, se comía bastante temprano (mal que les pesara a muchos). Los nubarrones negros como el carbón habían terminado de cubrir el cielo, claramente visible desde la cristalera de cualquier ventana o, en algunas salas como el comedor, el cielo raso.

El fornido rubio de origen germánico se hallaba caminando de una punta a la otra de la habitación, una o dos gotas de sudor recorrían cada lado de sus sienes, sus pasos nerviosos resonaban gracias a aquellos mocasines de cuero negro que había adquirido algunas semanas atrás. Estaba tenso, se acomodaba sus gafas de lectura -y de disfraz- de vez en cuando, y se colocaba a leer nerviosamente por uno o dos minutos, dejando de lado el libro cuando, frustrado, se daba cuenta de que no podía leerlo.

Ludwig estaba inquieto. No es que el le temiera a esas cosas inexistentes que habitaban en la casa del inglés. No. ¡Directamente no la habitaban porque no existían! Alemania intentaba convencerse de que las leyendas que había oído, por alguna extraña razón, y en igual de extrañas circunstancias, por parte del norteamericano eran falsas. Que los fantasmas de espíritu perturbado, que criaturas deformes y místicas que dejaban locos a quien los mirase, que hadas de aspecto tierno pero malvadas de corazón y quien sabe cuántas historias más eran falsas, y solo pertenecían a los sueños más locos de los escritores ingleses a los cuales consideró, muchas veces, escasos de lucidez.

Suspirando, se froto los ojos por debajo de sus gafas. A pesar de no haber comido desde el mediodía sentía un increíble nudo en el estómago que le impedía tener hambre y, de paso, también le impedía concentrarse. Rindiéndose dejó sus gafas sobre el escritorio, señalizando la página del libro en donde había quedado y levantándose para ir, nuevamente, de un lado a otro de la habitación, hasta que dos golpecitos sonaron en la puerta.

- ¡Ve~! ¡Ludwig! ¡¿Estás ahí? - le llamó la santurrona voz del italiano. A pesar de que Alemania no tenía muchas ganas de recibir visitas, y menos del incordioso italiano que le sacaría mas los pocos nervios que le quedaban- ¡Ve, Ludwig! - insistió el pequeño italiano, tocando con mas intensidad la puerta. El rubio dejó salir un exasperado suspiro de sus labios y giro la perilla parra abrir.

- ¿Qué pasa aho...? - una mata de pelo castaño de abalanzó hacia el, el rulito haciéndole cosquillas contra su mentón mientras Feliciano intentaba ocultarse bajo la chaqueta del traje del alemán, o al menos, eso parecía. - ¡I-I-I-Italia! -exclamó Alemania sintiendo como toda la sangre se volcaba en sus pálidas mejillas. Pese a haber convivido con el italiano por mas de medio siglo aún seguía sintiéndose incómodo con las muestras físicas de afecto.

- ¡Ve, Alemania, Alemania! - lloró el italiano, algo desesperado y temblando bajo el alemán quien, algo confundido, palmeaba su cabeza toscamente. - ¡Alemania! ¡Ve! ¡Estados Unidos estuvo contando historias muy feas sobre hoy! ¡Tengo miedo, Alemania!

¡Ayúdame! - lloriqueó el italiano.

- Cálmate, Feliciano - tartamudeó el corpulento alemán, intentando convencerse de sus propias palabras. - Esas cosas no existen. Las inventaron algunos escritores y luego se hicieron famosas, pero nada más...- ¡¿Es que era malo intentar tranquilizarse uno mismo con sus propias palabras? ¡No era hipócrita! Era sólo que no le gustaban esas cosas extrañas que contaba el americano, mucho menos vivir en la casa donde se habían producido todas esas historias espeluznantes y sin explicación lógica aparente.

- ¡Pero Alemania! ¡Dijo que todas las cosas extrañas comenzarían a suceder hoy! ¡Ayúdame! - reprochó el italiano, sin confiar en las palabras de su escéptico amigo. Y es que Feliciano tendía a ser muy endeble con aquellas cosas que representaran un riesgo para su débil figura, por más de que todos sabían que no era algo que hiciese a conciencia si no, más que nada, un reflejo involuntario.

- Italia, estoy seguro de que no va a pasar absolutamente nada esta noche ni ninguna otra en nuestra...- un fuerte rayo irrumpió las palabras del alemán. El cuarto, apenas iluminado con una lámpara tenue se vio reflejado por la fuerte luz azulada de aquel fenómeno meteorológico.

- Veeeeeeeeeeeeeeeee -lloró asustado el italiano, abrazándose con más fuerza al alemán - Ludwig, ¡tengo mucho miedo! - exclamó - ¡En todos los cuentos de Estados Unidos había tormentas con rayos cuando pasaba algo malo! - gritó casi histérico el castaño. Alemania dejó escapar un suspiro exasperado, pasando una mano por sus cabellos mientras la otra seguía palmeando la espalda del pequeño italiano.

- Nada va a pasar Italia... - consoló con una voz severa y grave, pero tranquila. Feliciano consiguió calmarse un poco, el escuchar como el pecho del alemán vibraba al hablar por alguna razón le relajaba bastante. Pero aún así no podía quedarse tranquilo ante el inminente peligro que planteaba el quedarse dentro de esa casa.

- Tengo miedo...- lloró el pequeño, sinceramente y sin tanto histericismo, sujetándose con mas fuerza de su acompañante. Realmente le calmaba estar al lado de su valiente y musculoso amigo porque sabía que le defendería a toda costa. Los años de amistad que habían pasado juntos los había acercado mucho, quizá demasiado para llamarlo simplemente una amistad.

Suspirando y mientras regalaba un cariño a los cabellos castaños del italiano, cerró la puerta de la habitación con delicadeza.


Después del encuentro con Francis y el accidente con un tal llamado "Paco", que más que nombre de francés le había hecho acordar del nombre de algún que otro bartender del país de Antonio, Gilbert decidió que no podía dejar de perder más tiempo ente amenazas y risas, y que era hora de pasar a la acción. Por más que disfrutara del rostro de la húngara, colorado (y que prácticamente centelleaba) con el rubor cuando este aquejaba sus mejillas, sabía que tarde o temprano esa reunión terminaría y que, por mucho que el quisiera que eso no pasara, las reuniones se verían postergadas hasta después del año nuevo.

Y para Gilbert dos meses, o más, era demasiado tiempo. Su awesome personalidad le decía que nadie podía negársele a algo, pero tener a mas de diez naciones en contra con ganas de perseguirse inocentemente...bueno, seamos sinceros, asesinarse entre si, por no decir hacerlos unos con Rusia (y se lavó la boca con jabón por pronunciar ese nombre tan espantoso para él), y con esas cosas de por medio quizá las reuniones donde pudiera verla a ella se postergaría aún mucho más.

De ese modo, por más que fuera Halloween y estuviera en territorio inglés y quien sabe que cosas contaran sobre el Día de Brujas en ese país, el grandioso y todopoderoso Gilbert se encargaría de hacer a todos saber su gran valentía al ir sin temor alguno a través de la casa del inglés sin asustarse de ninguna de sus ñoñerías de brujas y espíritus. Bueno, a menos que contratara a Rusia, pero ese era otro tema distinto, después de todo, ¡todos le tenían miedo a ese bufanditas cara de bebé! ¡No es que él fuera el cobarde! ¡Gilbert Beilchsmidt no conocía la definición de cobardía! Aunque, más bien, eso podía deberse a que casi nunca consultaba los diccionarios. El era demasiado awesome como para hacerlo y si no conocía el significado de una palabra, pues entonces directamente lo inventaba el, tenía suficiente awesomenancia como para hacerlo. ¡Pero ese no era el tema!

Bueno, primero tenía que trazar un plan. ¡Uno maravilloso! ¡Ejemplar! ¡Magnífico! ¡Que no cupieran dudas sobre su maravillosidad suprema!. Los pies de Gilbert trazaban círculos en la habitación de huéspedes del inglés, y a tal velocidad que el humo de la fricción asomaba por las zapatillas del albino. Y es que por el cerebro del ex prusiano no pasaba nada. Absolutamente nada. Es decir, ¡ni siquiera sabía porque quería ir con la marimacha! Pero algo le llamaba a hacerlo y no pensaba abandonar su cometido.

Y si quería conseguir algo que realmente funcionara, entonces la persona perfecta para preguntar, era aquel dios en tierra del amor, aquel que se jactaba de ser la pasión en persona, que se daba el afán y lujo de llamarse cupido. No tenía alternativa y, por más desagradable que sonase, tenía que pedirle consejo a esa persona que, desgraciadamente, tuvo un pequeño pleito con el, hace no mucho, y que estaba seguro que lo metería a la lavadora con sus ropas arruinadas en cuanto lo viera.

Si. Gilbert Beilchsmidt, su gran señor awesome, necesitaba desesperadamente, angustiosa y horriblemente la ayuda de

Francis Boneffoy.

Y la quería ya.

Por ende, el albino terminó conduciéndose a el mismo de corredor en corredor, con un hambre infinita (y rogando que la hora de la cena no se tardara nada más en llegar) mientras iba en busca del francés. Se sentía desesperado como para ir a rogarle a un cupido que, por más seductor que fuera, nunca conseguía mas que patadas en lugares incordiosos y algunos improperios en su contra. Pero ya no tenía otra opción, y era la única persona que, además de reírse un buen rato de su persona, al menos le daría un consejo algo factible.

Sin embargo el albino no pudo encontrar al francés por más que quiso y revisó en la mansión. ¿Dónde se había metido el pervertido? ¿Estaría haciendo sus...cosas en alguna de las habitaciones con valla-a-saber-uno quién? Además, ¡su genial estómago necesitaba de algo que lo alimentara awesomemente! Y Gilbert se consideraba demasiado genial como para esperar la cena con todos los demás mientras el se estaba muriendo de hambre. Sus pasos se dirigieron entonces hasta la cocina de la enorme mansión para buscar algo decente que comer (quizá alguna papa o algo de wurst).

Bajando las escaleras y atravesando el salón de ventanas acristaladas, el de ojos rubí se dirigió hacia la cocina, pasando entre sirvientas y amas de llave, mayordomos y cocineros. ¿Tanto alboroto por una cena? Desde que había arribado a Inglaterra con su hermano, nunca había visto que una cena alterara tanto a la servidumbre del inglés. Con paso decidido y una buena habilidad esquivando personas, el albino pudo hacerse hasta la cocina donde se quedó algo atontado entre la enorme cantidad de vapores, olores y ahumados que salían de ahí dentro.

- ¡¿Que carajo? - se quejó, tosiendo a todo pulmón cuando el humo del salmón ahumado inundó sus pulmones. Entre tanto plato y muchedumbre no podía ver absolutamente nada. Por supuesto que eso no fue nada amable y nada presencial entre la caballerosidad de la que se jactaba siempre el inglés, pero eso al germano no le importaba mucho (por no utilizar vulgaridades que representarían aun mejor la poca importancia que le daba).

- ¡Mon dieu, Gilbert! ¡Que ya estamos lo suficiente ocupados aquí como para que venga alguien más! ¡Me quedan unos pocos segundos antes de que el turno de los cocineros se acabe y...! - una alarma pareció sonar, interrumpiendo las palabras del normando. Todos los cocineros y ayudantes, de inmediato colgaron sus gorros y sus trajes, hicieron fila para lavar sus manos, tomaron sus abrigos y salieron disparados. Ambos países arquearon una ceja.

- Eso fue extraño... ¿qué está pasando hoy en esta casa? ¡Exijo saberlo ya! - aclamó el albino, con nula respuesta por parte de los sirvientes que, en menos de unos pocos segundos, ya habían abandonado el cuarto, dejando humos, vapores y esencias terminarse bajo un fuego nulo. Que apurados eran, pero no era cosa de dejar que todo se incendie tampoco.

Francis parecía abstraído en lo que era un sollozo interno. Más bien un llanto desgarrado e histérico. Tenía comida por doquier que terminar, salsas de un color naranja y platillos adornados con tinta de calamar para darles el toque negro que se estaban enfriando de más o incluso comida que, al estar sin buen calor, comenzaba a estropearse por no haber sido correctamente cocinada.

- Uh... ¿Francis? - llamó el albino, con miedo, econgiéndose de hombros cuando el Francés comenzó con una enorme verborragia de insultos y llantos por su desperdiciada obra maestra. ¡Es que en una cocina tan grande y con tantos invitados, ni las manos de un exquisito francés como el podrían con todo! ¡Debía admitir que esa perfección rubia de ojos azules y que todo su talento de manos hábiles no eran nada cuando se trataba de alimentar a mas de veinte personas!.

- ¡No lo entiendes Gilbert! - exclamó, tomando por el cuello de la camisa al alemán que, aterrado, intentaba escabullirse de las manos del francés. No era la primera vez que lo veía en ese estado y, juraba a todo ser más poderoso y awesome que el (que realmente dudaba que existiera) que no quería estar en una situación similar otra vez. - ¡Déjame atrás! ¡Déjame atrás con los vestigios de mi insípida derrota culinaria! ¡Déjame atrás con el fracaso de la magistral operación que mis manos francesas no llegaron a culminar! - se despechaba el francés, colocando el dorso de su mano sobre su frente y mirando al techo (a la nada, mejor dicho) como todo un actor.

- Se que no debo decir esto pero, Francis...es solo una jodida comida. ¡A nadie le importa! ¡Supéralo ya, hombre! ¡Tendrás otras oportunidades para triunfar! - El albino supo que había cometido un fatal error cuando vio la mirada del francés clavarse en sus ojos como dos dagas que lo atravesaban y descuartizaban. - M-Mein Göt...No me abandones ahora...-

- ¿Cómo te atreves? ¡¿Cómo te atreves a decir tal crueles palabras? ¡¿Cómo te atreves a herir mi corazón de esa manera, llamando insignificante a my obra maestra? ¡Oh Gilbert! ¡Oh Prusia! ¡Mi corazón llora por esas palabras que tus labios soltaron, mis ojos muestran el dolor de mi alma, mis lágrimas representan el pecado de mi corazón roto! - el francés actuaba como toda una damisela de teatro, y así había sido desde que Gilbert conoció al francés. Hacía drama por las mayores nimiedades pero a la vez parecía calmo con las más grandes tragedias. A veces no podía entender cómo personas como él mismo y el francés podían ser amigos inseparables.

- ¡Ya cálmate, joder, que me estoy asustando! - le espetó el albino con nula respuesta. El francés parecía más ocupados en los lamentos a su codiciada comida, ofreciendo todo un luto a sus obras maestras arruinadas. Gilbert, por su parte, pensó que lo mejor de todo sería dejar al francés en paz con lo suyo y, luego de tomar un plato que parecía contener papa molida, servirse una porción y tomar una bebida, el albino dejó solo al francés con sus llantos. Ya tendría tiempo más tarde para pedirle consejo.


Ni para Antonio, que era bastante distraído con la gran mayoría de los temas, pasaba desapercibido el extraño aura que parecía circundar la casa. Era de noche, la comida parecía nunca llegar (¡Y el se moría de hambre! ¡Podría comerse una huerta de tomates entera si tuviera la posibilidad!) y las pocas almas inglesas encargadas de cuidar la casa parecían tener un aire asustadizo y lúgubre. No era que a España le preocupase especialmente que le pasaba a los ingleses ni mucho menos pero, siendo sinceros, habitando en una casa como esas el día de brujas y viendo que efectivamente parecía suceder algo fuera de lo normal, no daba muy buena espina a nadie.

El moreno circundaba la casa algo molesto. Sentía como si tuviera algo en la espalda que no se pudiera quitar y seguía pensando en que no sabía que pensar para disculparse con su amado tomatito rojo. ¡Es que Antonio lo adoraba con todo su alma!¡Y si algo malo le estaba pasando a su preciado frutito colorado el iría a rescatarlo! Pero con lo desorientado que era, realmente, no sabía siquiera donde estaba él. Se aseguró de recordarse que, la próxima vez, pediría un mapa de la mansión. Aunque quizá aún así se le perdería y el terminaría perdido. ¡Joder! ¿Es que necesitan casas tan grandes?

En fin. La cuestión era que estaba perdido, se sentía incómodo esa noche y no encontraba lo que estaba buscando. ¿Acaso su Lovi-love lo estaba evitando? ¡¿Por qué haría una cosa tan cruel? Ah...cierto. Porque estaba furioso con él y no quería verle la cara nunca más en su vida y que se congelaría el infierno antes de que el sureño le perdonara. Bueno, eso era sin incluir las palabras poco apropiadas para algunos oídos impresionables. No, realmente, hasta los oídos poco impresionables quedarían algo traumados escuchando los insultos del italiano. Suerte que en su verborragia la mayoría se perdía por la misma furia que ponía al hablar.

El moreno se pasó una mano por el cabello, suspiró inquieto, y pasó por un pasillo por como... ¿cuánto? ¿Enésima vez? De lo poco que iba enterado y que repasaba en su cabeza es que, después de que el estadounidense le llenó la cabeza a la argentina con historias que sucedían en la casa del inglés prefirió retirarse de vuelta a su país, que Feliciano había corrido a brazos de Ludwig cuando el americano le contó el porqué de la huída de Argentina de vuelta a su nación y que Arthur llevaba desaparecido casi toda la tarde.

Suspirando rendido se detuvo, soltando su cabello exasperado. Había pasado toda la tarde para hablar con su querido italiano, pero no sólo no lo encontraba por ninguna parte, si no que directamente parecía haber desaparecido de la faz de la tierra. Tampoco llevaba su guitarra como para entretenerse en el camino, ni estaba con alguno de sus dos malos amigos como para hacer algún destrozo de camino, ni disfrutaba de la compañía de Feliciano que, casi siempre por celos, atraía aparejado al mayor de las italias.

Antonio Fernández Carriedo se rascó la nuca cuando, súbitamente, un relámpago segó su visión, seguida de tres o cuatro rayos a intervalos de cinco minutos. En ese momento, la luz de todo el edificio pareció irse, y protestas indignadas, gritos aterrados y algunos insultos comenzaron a oírse de todas las habitaciones.

Pero si algo le preocupaba al español, era el destino de su Lovi-love. Sabía que no había cosa que le aterrara más que un enemigo al italiano que la obscuridad causada por falta de suministro eléctrico. Sin dudarlo ni un segundo, comenzó a correr por los pasillos iluminados por los rayos temporales y algún que otro relámpago gritando el nombre del italiano mientras se perdía, aún mas, por los pasillos de la mansión del inglés.

-¡Por la sagrada alma de Beethoven, ¿que diablos está pasando aquí? -escuchó la voz del austríaco gritar irritado al verse sin luz para tocar las obras maestras del pasado. Pese a lo desesperante de la situación, el comentario del austríaco hizo que el español lanzara una risotada sin ninguna angustia. No era que la situación le diera gracia, ni que estuviera en extremo nervioso como para reírse de esa manera, pero el tan esperado comentario del austríaco, en medio de una noche tormentosa, cuando lo mínimo que te esperas es insultos, es en verdad cómico. Desde siempre recordaba al moreno de ojos violáceos como alguien estirado y, jamás de los jamases, le había escuchado decir un improperio.

Corriendo por los pasillos, el español desapareció en la obscuridad, escuchando por unos momentos, la tenue voz del italiano del norte y la ruda y seca del alemán discutiendo aunque, si el moreno debía ser sincero, no tuvo tiempo para oír exactamente que era lo que traían entre ambos.

- ¡No, Ludwig! ¡Ve! ¡No salgas, es peligroso! ¡Tengo miedo! - protestaba el italiano, obteniendo como respuestas tironeos del alemán. ¿Tironeos por qué? Porque el italiano estaba aferrado como garrapata al musculoso antebrazo del germano y parecía no querer soltarlo por nada del mundo.

- Feliciano...- el italiano ni tiempo le dio para que contestara.

- ¡No, Ludwig! ¡Separarse es malo! ¡Siempre es malo! ¡En todas las películas y cuentos e historias que escucho y que son de miedito y cosas así siempre pasan cosas feas cuando la gente se separa! ¡No te separes Ludwig! - lloraba a todo pulmón el italiano, si aflojar para nada su agarre. El rubio tenía que admitir que se sentía extraño y le daba una sensación cálida que el italiano fuese tan aferrado a él, y aún mas cálida era la sensación de sentirse necesitado por alguien, apreciado por alguien.

- I-Italia. ¡Compórtate, soldado! ¡S-solo iré a revisar los fusibles, por si hay daño eléctrico! ¡Su misión es defender la base por mientras! - intentó ser severo pese que, aunque no lo sabía con certeza, su corazón de derretía por el italiano que lloraba con esas duras palabras. Con un poco de esfuerzo logró sacarse, palmeando la cabeza del italiano (que aunque para el significara aprecio, realmente fueron rudas y fuertes).

Feliciano vio, entre lágrimas de miedo, como el rubio se perdía por los pasillos, iluminando con la linterna que el siempre llevaba. Es que era mejor prevenir que lamentar, de eso estaba seguro. Italia, sin embargo, vivía mas relajado y despreocupado e, inconcientemente, terminaba dependiendo de otros como su contraparte alemana cuando las cosas salían mal. ¡Es que la vida no está hecha para ir preparados contra los problemas, si no pasar de ellos e ignorarlos, ¿no es así?.

Feliciano estaba temblando. No tenía linterna, no había velas encendidas por ninguna parte, no había ningún aparato que tuviese a mano para ayudarle y sinceramente, quedarse solo en la obscuridad, no le daba buena espina.

- ¡Ve! ¡Espérame Ludwig! - gritó aterrado el italiano, caminando en dirección a su amigo rubio e, internamente, rogando encontrarle lo más pronto posible. Y así como el español y el alemán, el de cabello castaño se perdió entre las sombras de lo que comenzaría a ser la mayor pesadilla para muchos.


Más abajo, el inglés ingresaba a la casa vestido con aquella túnica larga y negra que solía utilizar para sus sesiones de magia. Detrás de él, fantasmas, espíritus, gigantes, enanos y hadas, comenzaban a desfilar dentro del salón del inglés como ya era costumbre luego de tantos años. El director de todas esas criaturas, sonriendo casi macabramente, cobraría venganza por los siglos de siglos en que le habían considerado "loco" y "maniático" que habla con cosas imaginarias y que no existían ¡Ya verían esos payasos si esas cosas maniáticas no existen! ¡Les daría una probada de su propia medicina!

Y así sería. Todas las criaturas y él habían estado preparando eso desde hacía mucho tiempo. El ofrecer su casa para la reunión, el convencerlos, el lograr traer a la mayor cantidad de personas posibles. ¡Claro que no era un juego del todo limpio! Pero, ¡lo merecían! ¡Claro que sí! ¡Que ultragio más grande que el de dejar morir a millones de haditas con sus estúpidas palabras! ¡Ellos no entendían que el mundo mágico estaba cada vez mas limitado por culpa de sus infracciones verbales! ¡Por culpa de su falta de fe! ¡Era hora de demostrarles a todos quien era Arthur Kirkland, y quiénes eran sus amigos!

Por eso es que sonreía tan alegremente, con esa socarrona mirada de ojos verde manzana que centelleaban con cada rayo que hería el cielo con su luz de metal. Inglaterra sentía que un fuego en extremo fuerte le corría por las venas, le hacía hervir la sangre. Era la adrenalina, aquella fuerza que nos hace capaces de todo. ¡Ja! Ya verían esos ingratos el poder real de su furia. Sufrirían los tormentos de un inglés enfadado y de millones de sus amigos que habían sufrido las opresiones de niños, niñas y seres humanos en general durante décadas. ¡Era hora de cambiar las reglas del juego!

Bueno, si. Muchos podían decir que el estaba loco. Un poco. Solo fuera de sus cabales, si no queremos sonar agresivos. Arthur Kirkland tenía cierta clase de obsesión con la preservación de los seres mágicos. Después de todo, esas pequeñas hadas que cumplían deseos, los fuertes gnomos y los fríos elfos, las dulces ninfas y almas del bosque, los tenues y atormentados fantasmas que contaban miles de historias a quienes estuviesen listos para escucharles… Miles de personas se perdían ese fantástico mundo solo por jactarse de ser escépticos! ¡Era realmente indignante!

Pero ahora no era tiempo de arrepentimientos ni de dudas. Arthur sabía que debía seguir adelante con la operación que llevaba meses planeando. El poner a sus amigos más valiosos de nuevo en el lugar que les correspondían, siendo adorados por los niños y respetados por los adultos y, en algunos casos, incluso temidos. Era una chance que no se volvería a dar y una misión en la que, especialmente, no quería cometer ningún error y, por menos, fallar. Sería no sólo catastrófico para su moral, si no que quizá nunca podría ayudar a sus amigos otra vez de una manera que afectase a tantas personas al mismo tiempo. Bueno, a tantos países al mismo tiempo.

Alzando una mano para dar la orden de entrar, miró su reloj. El apagón les había dado tiempo de acercarse sin ser notados a la mansión y solo faltaban las campanadas de medianoche para que la obra comenzase. Diez, nueve, ocho, y las hadas posicionaban para invadir el ala oeste junto con los fantasmas, siete, seis, cinco y los espíritus solitarios, las almas condenadas (que eran muy diferentes a los fantasmas) para el ala oeste, cuatro, tres, dos, uno, todos preparándose para correr, asustar, y recobrar su respeto.

La misión no podía fallar.

¡Cero!


Canadá sabía que hacía mal hurgando en la casa de su hermano. No le correspondía para nada robar comida de la heladera, ni aprovecharse de la intensa obscuridad del apagón para hacerlo. ¡Pero es que Kumagoshino y él se morían de hambre! Y aunque la distancia entre la cocina y su pieza era bastante grande, el delicioso olor a la comida preparada por el francés llegó con facilidad a su cuarto. Y, además, con todos ignorándole siempre...nadie extrañaría un poquito de comida, ¿no?

Con cuidado y con la linterna en mano intentaba no chocarse con los numerosos jarrones y otras decoraciones con las que el inglés había galardonado su mansión. Matthew sabía que esto no debería preocuparle mucho, otra vez, con todos ignorándole, lo menos que harían con el era echarle la culpa. ¡Si quiera lo tendrían en cuenta!. Pero, convencido de que las antigüedades que el inglés poseía eran en extremo valiosas, decidió ser cuidadoso y no romper nada.

Tras unos cortos minutos de caminata a través de la casa del anglosajón, Matthew pudo ingresar al comedor y, desde ahí, fácilmente ubicó la cocina. Los intermitentes rayos alumbraban la enorme sala, marcando y delineando las sillas con su luz azul y efímera, antes de dejar a todo, nuevamente, sumido en la obscuridad. El canadiense se encargó de alumbrar lo justo y necesario para no tropezar, caminando lentamente y casi a ciegas, cargando a su pequeño osito Kumagoreno en sus brazos. Delicadamente llegó hasta la entrada a la cocina y, con mucho cuidado, entornó la puerta.

La imagen que vio a continuación le horrorizó.

Tendido sobre el piso, en un charco de sangre, desparramado y con los ojos entreabiertos fuera de sus órbitas se encontraba Francis Bonnefoy. Canadá no pudo evitar espantarse un poco cuando, con la linterna, descubrió que la enorme mancha de sangre concurría con el pecho del francés y con un cuchillo que el mismo sostenía en la mano. El de anteojos dejó salir un grito espantoso que, como todo lo que tenía que ver con el canadiense, fue ignorado.

- ¡F-f-f-Francia! - tartamudeó mientras que daba un pasito hacia adentro. Tuvo el ademán de encender la luz pero supo que fue una idiotez cuando comprobó, como era de esperar, que no encendía. La razón por la que Matthew estuviese tan tranquilo con la muerte del francés es que, de alguna u otra manera, se había acostumbrado a las bromas de Alfred en Halloween y sabía que, aunque el francés no acostumbrara esa clase de celebraciones, no debía confiarse de nada y de nadie.

Con cuidado dejó la linterna a un lado y, arrodillándose tras la cabeza del francés examinó su pálido rostro. Lo que en verdad sucedía y que Canadá no pudo percibir con claridad era que con tantos olores, el de la salsa de tomate que había acabado cayendo sobre el francés, era casi imperceptible. Con cuidado, el canadiense se acercó a la cara del francés, tocando con el índice de su mano derecha la mejilla de su ex-tutor. El grito que siguió perpetró toda la casa.

Francis Bonneffoy abrió los ojos de par en par para encontrarse con una figura algo traslúcida mirándole desde arriba, con ojos tiernos y una expresión preocupada. Francis sabía que en Halloween la casa del inglés era no menos que una trampa mortal y aunque había confiado en Arthur cuando dijo que a él no le haría daño si cocinaba, una parte de él le había gritado que NO podía confiarse del anglosajón. Y esa parte había tenido razón.

Levantándose abruptamente, la cabeza del atontado francés golpeó con la frente del canadiense que cayó de espaldas al piso, algo mareado. Cuando Matthew puso abrir los ojos vio a un francés usando una sartén de escudo y el cuchillo "ensangrentado" como arma.

-¡Atrás! ¡Atrás espíritu del mal! - Gritaba el francés enardecido, blandiendo su arma contra el canadiense que, levantándose como podía, intentaba tranquilizarlo con una negación de sus manos.

- ¡Fr-Francia! ¡S-soy yo! -

- ¡AGH! ¡Vienes por mi alma, pero soy muy joven para ser arrastrado a tu mundo! - gritaba el francés con horros y con un drama de los que siempre armaba. Canadá revoleó los ojos, acercándose lentamente al francés como si se tratase de una bestia herida. Al ver la nula respuesta del francés, Canadá no tuvo peor idea que tomar la linterna que había dejado en el piso y alumbrarse el rostro desde debajo, ángulo que provocó que su rostro se iluminase tétricamente.

Francis no pudo evitar un chillido espantado al ver la figura del canadiense deformarse horriblemente bajo esa luz. Sin importarle nada más arrojó la sartén y el cuchillo por los cielos y pasó corriendo lo más rápido que pudo lado a un desorientado Canadá que quedó estático y con una sonrisita de "no-se-lo-que-acaba-de-pasar". Lo que ni el francés ni el canadiense habían calculado era que el enorme saco de harina que el francés había colocado al borde de la estantería horas más atrás terminaría cayendo sobre el canadiense al ser golpeado por la sartén que el normando arrojó.

Francia, por su parte, salio corriendo, chillando como una niñita asustada por toda la casa, dejando algunos destrozos al no ver por donde estaba corriendo.


Un grito aterrado llegó a oídos de los tres hermanos bálticos que caminaban rumbo a la cocina. Los tres dormían juntos en una habitación y, luego de tener una breve discusión entre ellos, decidieron ir por un poco de comida escaleras abajo. El apagón los hizo vacilar un poco más sobre su decisión pero los tres coincidieron en que les sería imposible dormirse con el hambre que tenían. Por ende y con mucho cuidado, salieron de la habitación con objetivo de alimentarse, limpiar, y volver para dormir en sus habitaciones.

Pero, cuando llegaron a la cocina, vieron algo que dejó helado a los tres hermanos y aun más alterado al pequeño Letonia, que ya de temblores parecía que convulcionaba. En el medio de la cocina manchada de "sangre", una figura espeluznantemente blanca se alzaba, siendo iluminada por un rayo efímero que circuló iluminó brevemente la cocina.

Un segundo de silencio, las miradas entre atónitas y aterradas, el sudor frío corriendo por la frente de las tres víctimas y antes de que los gritos estallaran. El lituano, el estonio y por sobretodo el letón se encontraban temblando fuertemente ante la espantosa visión del fantasma. Por un tiempo que pareció eterno, lo único que parecía rompiera el silencio eran los gritos desesperados de los bálticos y los ruegos inentendibles del canadiense. ¡¿Ahora si venían a notarlo? Pero el horror les ganaba mas a los bálticos que las palabras del canadiense, y antes de que Matthew pudiera dar explicaciones coherentes, los tres echaron a correr.

- ¡U-un fantasma! -

- ¡N-Nos va a comer vivos! -

- ¡C-corran! -

- ¡N-no! ¡Por favor, esperen! - gritó Canadá, mientras los corría sujetando a Kumajiro. Canadá sinceramente no podía creer que la primera vez que en verdad pudieran presenciarlo era porque estaba cubierto de harina. ¡Que no tenía nada de semejanza con un fantasma! ¡¿Acaso parecía uno? Es verdad que con el apagón y la única luz de los rayos y relámpagos era un bastante fácil confundirlo con un fantasma pero, ¡no dejaba de ser injusto!

Matthew seguía incansablemente a los bálticos a toda la velocidad que sus podían sus piernas, y a pesar de que se sabía de buen corredor no podía entender como los bálticos corrían tan rápido. Quizá tantos años en la casa de Rusia les dio un instinto o algo así. Matthew se estaba en verdad agotando pero ellos parecían poder correr y gritar al mismo tiempo sin ningún problema y sin síntomas de agotamiento.

- ¡E-esperen por favor! -gritaba el canadiense en extremo agotado. Sus piernas temblaban con fuerza y sentía que no podría seguirlos por mucho más tiempo si la carrera continuaba así. Lo que le llamó la atención al canadiense es que parecieron reaccionar a su llamado cuando, en la intersección de dos pasillos, se detuvieron y mantuvieron estáticos. Canadá jadeaba con fuerza. - ¡O-oigan! ¡E-eso no fue nada amable! ¡Les pedí que pararan! ¡Hacerme correr así, dios! -

Canadá frunció el ceño. Creía que ahora que podían verlo sus quejas surtirían efecto entre los tres países, pero ninguno parecía voltear. Sin embargo, ninguno de ellos dejaba de temblar con fuerza, lo único que realmente había cesado eran sus gritos aterrados. Matthew revisó con su mirada la cara de lituano, que parecía intentar decir algo pero nada salía de sus labios. Esto shockeo un poco al canadiense que alzó una ceja.

- O-oh no... por dios no...- salió por fin de la boca de lituano, y casi como coordinados, los tres bálticos dieron un paso atrás. Canadá pareció shockeado con esto porque, en la obscuridad no parecía haber nada más que eso, obscuridad. Pero el siguiente rayo que iluminó el pasillo demostró que se confundía. Y mucho.

Rusia.

¿Hace falta explicar? Canadá comenzó a reírse nerviosamente mientras daba dos pasos atrás. El ruso pareció avanzar un paso porque, en la obscuridad, sus dos ojos violetas se hicieron presentes, demoníacos y malvados. Matthew no tuvo que pensarlo más y siendo el que antes estaba atrás en la marcha, esta vez comenzó encabezarla mientras dejaba escapar un desgarrado grito. Los bálticos, por su parte, no necesitaron más para reaccionar, y se encontraron siguiendo al canadiense a la velocidad de los mismismos rayos que parecían adornar el cielo esa noche.

Rusia no sabía porque corrían. En las noches de Halloween los gatos siempre maullaban enloquecidos, los perros y lobos aullaban endemoniados, las ramas crujían con el viento, y era tarea para los rusos el hacer "kol, kol, kol".

- ¿A dónde van? - preguntó con su habitual tono juguetón mientras lo seguía a lo que parecía un trote ligero demasiado rápido. Incluso parecía que intentaba romper las marcas mundiales por como corría. - ¡Rusia quiere jugar con ustedes a un juego muy divertido! ¡Por favor no corran! - sonreía con aquella mueca que tendría cualquier muñeca malvada de película. ¡Valla que daba miedo!.

Por una cuestión lógica, el Canadiense recorrió exactamente el mismo recorrido que habían utilizado. Más que nada fue por la repentina revelación de que, si no se habían chocado con nada de momento, lo mejor era seguir por esos mismos pasillos para evitar obstáculos. Los bálticos, entre gritos, parecieron coincidir con el canadiense, porque aunque los cuatro gritaban y corrían desesperados, ninguno parecía querer cambiar de camino.

Canadá se estaba agotando realmente. Sus piernas temblaban y ya no sabía si era por miedo o por cansancio, realmente todo le estaba saliendo mal. Y verse así, corriendo de tres bálticos y un ruso, cubierto de harina en la noche de Halloween, realmente, no se lo habría siquiera imaginado. Sus pies posaron el comedor justo cuando un enorme rayo iluminó la habitación, revelando a contraluz la sombra de lo que parecía un humano.

La sombra de una figura femenina, los cabellos largos agitándose por un viento fantasmal que nadie, pero nadie sabe de donde

salió, alzando un brazo. Un brazo alzado con una mano alzada. Una mano alzada con un cuchillo en la mano. Realmente se veían bien esos cabellos rubios iluminados por el rayo que le daban un toque... ¡¿Un cuchillo en la mano? Los tres bálticos e incluso el ruso parecieron tragar saliva ante aquella forma que, lentamente se iba acercando a ellos, murmurando algo que ninguno pudo comprender pero que a medida que se acercaba se hacía más entendible.

Cásate...cásate...cásate...cásate...cásate...CASATE...CASATE...CASATE

Un nuevo rayo invadió la habitación y la figura de Natasha se hizo en verdad clara. La tensión del momento duró unos segundos eternos, en que las miradas del canadiense pasaban del ruso a la bielorrusa y viceversa. El ruso parecía estar completamente paralizado, como si hubiese olvidado sus objetivos. Bielorrusia, por su parte, miraba fijamente a su hermano mientras blandía el cuchillo ligeramente.

Los bálticos y el canadiense compartieron una mirada aterrada.

- ¡Kyaaaaaaaaaaa! - gritó el ruso antes de salir corriendo. Los bálticos ya sabían que s su amo Rusia corría de algo, ellos debían correr atrás para no ser asesinados por obstaculizar el paso. Y, con un grito desgarrador, salieron atrás de Iván también. Canadá, perplejo por unos segundos, miro a Natasha, retrocediendo sin darle la espalda hasta que, cuando la bielorrusa blandió el cuchillo amenazadoramente, reaccionó y salió corriendo atrás de los otros cuatro.

- ¡No me dejen! - gritó el canadiense. Eso si que no era de creerse. Canadá tenía en verdad muchas, demasiadas, extremas ganas de llorar.


Feliciano Vargas estaba perdido, no veía nada y además tenia mucho miedo. En lo que iba caminando ya casi le habían dado unos diez infartos por la cantidad de rayos y truenos que parecían caer esa noche. Además, no hace mucho había escuchado gritos escaleras abajo y ahora parecían aumentarse la cantidad. ¡Y ni siquiera sabía como volver a la habitación! De verdad que tenía mucho miedo esa noche. ¡Necesitaba a Alemania! No podía creer como lo había dejado atrás.

- Ve...- lloró levemente mientras se hacía paso en la obscuridad de la noche. Desde que eran pequeños, ambas Italias odiaban las noches de tormenta. Su hermano y el permanecían acurrucados uno lado al otro, apretando fuerte los ojos y rezando porque simplemente terminara. A medida que avanzó el tiempo y que los separó la historia hallaron refugios en otras personas. Feliciano primero lo halló en los brazos de Hungría y de Sacro Imperio Romano y, más tarde, en los brazos de Alemania. Romano, por su parte, había hallado refugio en los brazos del español en el cual, a pesar de todas las palabras de desprecio que le dedicaba, sabia que podía confiar.

Feliciano miró a los dos lados cuando, gracias a un relámpago visualizó que el camino se dividía en tres. O seguir adelante, o a la izquierda o a la derecha. Sinceramente tenía ganas de esconderse y llorar porque ya ni siquiera sabía si iba en el mismo camino por el que había ido el alemán y por más que llamara y llamara nadie parecía responderle.

Con un temblor Feliciano analizaba los caminos que le tocaban por seguir.

Finalmente comenzó a caminar por el lado derecho luego de hacer "ta-te-ti" con sus dedos y frotarse uno de sus brazos. Tenía un muy mal presentimiento de todo eso. Feliciano iba, pese a todo, bastante distraído. Prestaba más atención a las sombras y, por la cantidad de ruido que hacían los rayos y truenos prácticamente continuos, los ruidos de un trote ligero que venía de frente en su dirección pasaron desapercibidos.

Desapercibidos si, hasta que Feliciano chocó con la sombra que venía en su dirección, mandándolos a ambos de trasero al suelo.

- ¡Ve! ¡Lo siento espíritu! ¡Pero no me mate por favor! ¡No me mate! ¡Aún soy virgen! ¡¿De qué nacionalidad es? ¡Seguro tengo algún familiar en su país, ve! - gritó el menor de las italias aterrado de su destino a continuación. En la obscuridad, pudo vislumbrar como tenuemente la sombra se alzó y se acercó hacia él - ¡De veras que soy virgen! ¡No es gracioso matar a alguien virgen! - gritó mientras se envolvía en el suelo. Un golpe en la nuca le hizo gritar aún más fuerte.

- ¡Feliciano, joder! ¡Por como des ese susto otra vez, te mato, bastardo! - regañó una voz familiar. Feliciano alzó la mirada cuando un rayo azotó el cielo nuevamente para ver la figura de su hermano mayor, algo lloroso de lo que suponía el miedo a los rayos y la obscuridad. - Si serás idiota... ¡Mira como me duele el trasero ahora! ¡Si que eres inútil! - pese a la cantidad de insultos, Lovino Vargas se vio envuelto de golpe por los brazos de su hermano menor.

- ¡Ve! ¡Lovino! ¡Estoy tan feliz de verte! ¡Tenía tanto miedo de que me fueras a matar pero eres tú! - canturreó felizmente el italiano, abrazando con fuerza a su hermano. Testarudo y todo, Lovino admitió para sus adentros que de cierta forma también le alegraba ver a su hermano. No le hacía ninguna gracia estar ahí, solo, ante los peligros de ese apagón. ¡Y el idiota de España no estaba por ninguna parte!

- ¡C-calla idiota! ¡No digas tonterías como esas, joder! - protestó el mayor de los italianos, algo ofendido pero agradecido por dentro. Feliciano soltó una sonrisita embobada mientras no soltaba por ninguna razón el cuerpo de Romano. - ¡Y-y ya suéltame! - terminó con sus regaños.

Aunque, si vamos a ser sinceros, ninguno de los dos tenía mucho tiempo para entablar una conversación. En menos de lo que canta un gallo un grito, cual motor de auto de fórmula uno, comenzó a aparecer, emergió a su máximo con la figura del ruso, y desapareció por el obscuro pasillo por donde había venido segundos atrás Italia del Sur. Si bien los gritos del ruso casi se habían extinguido, tres gritos mas se hicieron presente y esta vez los dos italianos tuvieron que apartarse para dejar pasar a los aterrados bálticos.

- ¡Ve! ¿Qué extraño no? ¿Pensé que los bálticos no seguirían...a...Rusia...? - Feliciano no pudo completar su pregunta. Sus palabras fueron ahogadas cuando, por el pasillo, la figura del canadiense emergió seguida de cerca de Bielorrusia, la cual llevaba cara de asesina y de sed de sangre. La sonrisa boba de Italia del norte no se borró mientras miraba a ambas figuras acercarse a bastante velocidad. - ¿Her...manito? -

- ¡CHIGUIIIIIIIIIIIIII! ¡Corre, imbécil! - gritó el italiano del sur, tironeando de la mano de su hermano menor para que este comenzara a correr. Pronto no fue necesario que Romano tironeara más de su hermano. Feliciano de verdad tenía buen ritmo al correr cuando se trataba de huir de alguien. Al parecer años de entrenamiento en "huir y esconderse" de las clases del severo alemán habían hecho resultado.

Pronto, la carrera de vida o muerte tuvo a dos nuevos participantes, que sumaron sus gritos por toda la mansión.

Antonio, por su parte, consiguió escuchar el grito que salió de la garganta de su tierno tomatito al ser perseguido. No había duda que era él, porque aquel chigui sólo era característico de una persona. Italia del sur. El español, entonces, comenzó a correr a todo lo que sus piernas podían en dirección a los gritos. Pronto, se vio sorprendido de estar persiguiendo en realidad a Natasha y se preguntó si, por algún razón, habría confundido sus cásate, cásate, cásate de la bielorrusa, pero cuando Romano dejó escapar un regaño a su hermano por dejarle atrás supo que no se había confundido.

Aunque el español no contaba con que su amado correría tan rápido para huir de algo. Usualmente, cuando era pequeño, era él siempre quien tenía que ir de un lado a otro para salvarlo. Se preguntaba si así era como se sentía de agotado Alemania cuando tenía que cuidar del pequeño Feliciano. ¡¿Pero importaba eso en ese momento, cuando su tomatito estaba siendo amenazado por una loca con cuchillo y ganas de cometer incesto? Realmente no. La mente del español solía tener esa clase de desvaríos, y era por eso que cada tanto debía sacudir bien la cabeza, sentar objetivos y perseguir lo que debía perseguir para cumplir sus objetivos.

- ¡Romano! ¡Romano! - insistió. Joder que era rápido cuando quería. Pero por nada del mundo se iba a rendir y dejar que una loca maniática tocara a su precioso tomatito chillón. Sin embargo y por más que lo llamaba los gritos del canadiense, los de los italianos, y el estruendo de los truenos y los rayos hacían imposible que la voz del español llegara a oídos del español. Y por más que llegara a oídos del italiano, sabía que este bajo ninguna razón se quedaría quieto esperándolo cuando un loca con cuchillo corría en su dirección.

Antonio aceleró lo más que pudo sus pasos, pasando a la bielorrusa sin mirarla (llegaba a ser escalofriante esa mirada sin ira, sin pasión, sin nada, pero que sabías que quería asesinarte) y alcanzó al canadiense un poco más adelante. Matthew miró al moreno con una mirada cómplice que escondía desesperación, al tiempo que tragaba saliva. Sinceramente no entendía cómo el español podía estar tan tranquilo cuando tenía una loca maniática con un cuchillo, capaz de asesinar a cualquiera que quisiese. Pero así era España: algo inoportuno a veces, distraído y con una gran sonrisa contagiosa siempre adornando su rostro.

Pasando al canadiense cubierto de harina, el español intentó llegar hasta donde los italianos. La cola que ya habían hecho los países eran realmente inmensa. Primero encabezaba Rusia, corriendo al borde del llanto por el miedo que le provocaba su hermana. Exactamente detrás iban los tres bálticos gritando horrorosamente, luego ambos italianos, el español, el canadiense y la bielorrusa. Antonio intentaba con todas sus fuerzas alcanzar a los italianos, pero justo antes de alcanzarlos doblaron en un pasillo. Antonio se quedó estupidizado viendo como se metían en una habitación vacía.

El español clamó ¡bingo! en su mente e iba tan distraído que no notó la ventana abierta frente a el y termino estampándose la cortina que había levantado vuelo con el viento, enredándose en ella y arrancándola de un tirón en lo que caía al suelo. España ahora estaba por demás atontado y no entendía en que dirección había de ir.

Algunos metros bajando el pasillo y doblando a la izquierda, los italianos se las arreglaban para acomodarse en ese pequeñito armario de limpieza en el que días antes la húngara y el prusiano se habían escondido. Peleaban rodillas contra muslos, hombros contra mentones y codos contra mejillas. De verdad había muy poco espacio para moverse y, sin poder encender la lamparilla que había sobre sus cabezas, la comodidad en ese espacio no mejoraba absolutamente nada. Ni siquiera sabían si aquello blandito que tocaban correspondía a una pierna o alguna parte menos apropiada, pero la carencia de gritos o quejas le aseguraban al otro que no lo estaban haciendo.

- ¡Quita tu pierna, joder, Feliciano! - gritó enojado el sureño mientras movía las piernas acalambrado, intentando acomodarse en una mejor posición. Feliciano solo respondía con grititos inentendibles y algún que otro sollozo, pero por lo que el mayor de las italias podía entender, llamaba desesperadamente al alemán. Un nuevo golpe fue dirigido hacia Italia del norte. - ¡Ya deja de llamar a ese macho patatas! ¡Seguro todo es culpa de él! - por supuesto y como siempre, Romano al ataque para achacar al alemán con toda la responsabilidad.

Feliciano intento defender pero un nuevo grito de su hermano le hizo callarse. La verdad es que estaba temblando muy fuerte por el susto y a pesar de que Lovino al principio lo miraba escéptico, poquito después comenzó a preocuparse de verdad por su hermano menor. Parecía en verdad afectado con lo que había sucedido y, si bien no lo admitía, a Romano no había cosa que le molestara más que el hecho de que su hermano estuviese sufriendo de verdad y quizá por su culpa.

- ¿Feli? ¿Te sientes muy mal? ¿Pasó algo? - ante la nula respuesta de su hermano menor, el mayor tragó saliva, se mordió la lengua para mantener bajo su orgullo y volvió a hablar: - L-lo siento si dije algo feo Feli. ¿Estás muy mal? - preguntó con el tono de voz más condescendiente que podía. Si vamos a decir verdades, Italia del sur jamás era tan calmo con nadie, ni con España, ni con su hermano. El único hecho de que se estuviese tragando su orgullo era que quizá lo más conveniente ahora era actuar calmado con su hermanito menor para que se calmara.

- Ve... - ese "ve" tan típico salió tan pero tan triste que a Romano le afecto. Le dolió en verdad ya no poder ver (y no en un sentido literal) la sonrisa de su hermano, que se notaba hasta cuando hablaba por teléfono. Lovino no pudo continuar con sus pensamientos porque Italia volvió a hablar - Es que tengo tanto miedo...¡No me gustan las tormentas! Son feas, y hacen ruido y me dan frío... -gimió entre lagrimas el menor. Romano comprendía eso porque a él también le asustaban bastante los estruendos de los rayos pero, a contrario de su hermano menor, la ausencia del español durante algunas noches le habían dado la fortaleza suficiente como para mantenerse en relativa tranquilidad.

- Bueno. Pero no estás solo, ¿verdad? Estamos los dos juntos como cuando todavía vivíamos en Roma y el abuelito se iba a pelear con los bárbaros. ¿Te acuerdas? Y nada malo nos pasó, ¿no? - intentaba comportarse responsable mientras, resignado, palmeaba la cabeza del chico algo toscamente. Italia del Sur no gustaba de ser comprensivo, mucho menos de pedir perdón o perdonar tan fácil, pero la prioridad era calmar a su hermano menor ahora y si tenía que hacerlo por su bien, lo haría. Sin importar nada.

Feliciano, por su parte, alzó la mirada a su hermano en un nulo intento de verlo. Las sombras los cubrían a ambos y realmente la habitación estaba tan obscura como boca de lobo, pero Feliciano sintió el calor de la mirada de su hermano protegiéndole. Tenía razón, nunca había pasado nada malo cuando ellos estaban juntos. Y quizá lo mejor era arreglarse y pensar positivamente para que todo lo malo desapareciera pronto. Más tranquilos, normalizaron su respiración sin intercambiar más que algunas quejas y lamentos con el aire, ya que era suficiente la presencia del otro para mantenerlos calmados.

- España... ¿dónde estás? Te necesito, idiota... -masculló abrumado el mayor de las Italias, cruzando de brazos y sonrojándose ligeramente al pensar que Feliciano, que por lo silencioso que estaba había olvidado que estaba presente. El italiano entonces continuó con sus...esperen. Feliciano, ¿silencioso? Eso no se iba a dar ni ahora ni nunca. Aunque era inútil, por reflejo, Romano miró a dond debería estar la mirada de su hermano menor. - ¿Feli? -llamó.

Veneciano permaneció en silencio. De vez en cuando soltaba alguna que otra incoherencia que incluía al japonés, a su amigo alemán y quizás a Francia, España y a su propio hermano. Esto pareció desconcertar al mayor un poco hasta que, con un poco de cordura y lógica razonó algo que no le gustó nada.

- Feliciano, despierta, ¡joder! Que no es hora de dormir! - regañó. No podía creer como ese enano podía quedarse dormido tan rápido en una situación como esa. ¡El ni siquiera podía pensar de tan rápido que iba su cabeza y de como le empezaba a doler!. Además no le gustaba para nada la situación de estar en soledad por si algo pasaba.

- ¡Ve, pero está tan calentito y cómodo y obscuro que me da sueño, nii-chan! - hizo un pequeño puchero, frotándose los ojos.

- No me interesa, ¡tonto! ¡Qué te quedes despierto, joder! -

Y así todo había vuelto a la normalidad, como debía ser. Italia del norte haciendo pucheros ante los regaños del mayor mientras que Italia del Sur se mantenía terco en no demostrar afecto aún si lo sentía. ¡Qué eso solo se hacía en caso de emergencias! diría el. Mantuvieron una pequeña charla que realmente carecía de mucho sentido, con el objetivo de mantenerse despiertos por un rato antes de salir e ir a una habitación mas grande.

- Entonces le agregué salsa y...-

- Shh...- lo calló el hermano mayor, intentando concentrarse - creo que oigo pasos viniendo hacia aquí -susurró. Mala idea. Casi como si hubiese dicho una palabra mágica, su hermano comenzó a saltar y a protestar entre sollozos.

- ¡Ve! ¡Nos van a matar hermano! ¡Nos van a matar! - lloró fuertemente el italiano, pero se vio callado de golpe por la mano de su hermano mayor que ahogó los insultos para más tarde.

Poco después la sangre se les heló a ambos. La perilla que cerraba el armario empezó a girar violentamente, tal y cual las películas de terror que Estados Unidos solía ver. En ese punto ninguno de los dos italianos pudo evitar los gritos de terror que venían conteniendo desde que oyeron los pasos. La puerta no tardaría en ceder y ambos dos estaban demasiado paralizados como para hacer algo.

- ¡Ve! - masculló el menor contra la mano de su hermano - ¡Soy muy joven para morir, hermano! ¡Sálvame, no quiero morir! ¡Soy virgen, lo juro! - repitió el discursito, ganándose un golpe por parte de su hermano mayor.

- ¡Ese discursito ya lo dijiste, idiota! - su voz estaba obviamente quebrada por las lagrimitas de miedo que empezaban a llenar sus ojos. - ¡Y yo tampoco quiero morir en ese caso, mierda! - terminó con sus regaños al menor, mirando con horror como la puerta cedía finalmente.

Del otro lado, la obscuridad total. Feliciano y Romano esperaron mientras su presunto atacante abría la puerta lentamente, como si tratara de torturarlos antes de su muerte. Cuando finalmente la figura detrás de la puerta decidió que, aparentemente, ya era suficiente tortura para ambas víctimas abrió la puerta de un tirón y, exactamente igual que las películas, un rayo cortó el cielo.

La fría luz de metal del rayo debeló entonces la monstruosa y espeluznante apariencia del asesino, carente de rostro y de forma indefinible, que agitaba los brazos desesperado y mascullaba cosas en un lenguaje inentendible.

En ese momento hubo un tenso silencio entre los dos humanos y el espíritu fantasmal que se alzaba ante ellos. La bestia se movía lentamente, como quien trata de no ahuyentar a su presa. Los italianos sintieron helar su sangre y se quedaron completamente quietos como si fueran venados asustados. La imponente figura fantasmal se había cernido sobre ellos.

Un rayo surcó el cielo antes de dejarlo todo nuevamente en la obscuridad total.

Continuará.