Capítulo V: Febrero de 2009 (ha pasado un año)

Son las siete de la mañana y pronto sonará el despertador. Javier duerme profundamente. Ayer jugaron un partido contra los Murciélagos de la Albufereta, en Valencia y regresó tarde y muy cansado. Yo no duermo. Estoy muy quieta, abrazada a él, sintiendo su respiración pausada. Fuera sopla un viento que viene de los Pirineos y que por aquí llaman cierzo y cae una espesa nevada. Prácticamente toda la Península ha estado inmersa en un temporal hasta hace dos días. Esta región, que los más nostálgicos llaman Viejo Reyno y oficialmente se conoce como Comunidad Foral, es ahora mismo presa de las inundaciones. Me había hecho una idea completamente distinta, esa de los turistas que van buscando el sol, pero, como pronto he aprendido, eso es sólo una parte de España. Mas tarde, cuando me incorpore al Hospital de San Alberto y San Felipe (San Alberto, por el santo Alquimista, y San Felipe por ser el patrón de Felipe II, un rey muy interesado en la magia), donde he conseguido trasladar mi expediente, seguramente tendré que atender múltiples accidentes de escoba provocados por los vientos y las tempestades.

¡En poco menos de un año ha cambiado todo tanto…! pienso mientras contemplo el brillo de la sencilla alianza que luzco en mi dedo anular. Por supuesto, sigue sin gustarme el Quidditch, pero a veces acudo a verle jugar. Eso sí, procuro no coincidir con Oliver, porque piensa, erróneamente, que ahora me he vuelto una entendida. Y no es verdad. Cuando voy a un partido estoy más pendiente de los golpes que recibe que del resultado, y hago inventario mental de las lesiones enumerando los mejores remedios. Alguna vez hasta me ha dado taquicardia pensando que había olvidado comprar algún remedio o fabricar una poción pegahuesos que se me antojaba absolutamente imprescindible tras verle recibir algún porrazo horrible.

Y a veces tengo que soportar charlas interminables en las cenas con los compañeros de equipo sobre tácticas, estrategias y jugadas. He asistido a la explosión de júbilo de las victorias y al silencio y la desazón de las derrotas. He visto a los niños con ojos brillantes agolparse para que les firme una túnica. Me he reído de las adolescentes gritonas que casi se desmayan con una de sus sonrisas. Y hasta he sentido lástima por Rita Skeeter, tan ridícula ella, viviendo de las insinuaciones insidiosas. Al fin y al cabo, el Quidditch es su pasión y su profesión, igual que la mía es la Sanación.

Y también hemos conocido gente, visitado lugares, hemos hablado y discutido. Hemos intercambiado puntos de vista. Nos hemos enfadado y después nos hemos vuelto a desenfadar. Hemos compartido mucho, mucho, mucho más que Quidditch.

Si ahora cierro los ojos y me pongo a pensar en él, no es su físico lo que se me viene a la cabeza. Lo que aparece en mi mente son sus ojos, sus ojos oscuros y dulces. No son particularmente bonitos, pero sin duda son una puerta abierta a su alma. Y su voz. Su voz calmada, suave. Javier es capaz de abrazar, de acariciar con su voz. Y eso que es la misma con la que abronca a sus golpeadores. Sonrío para mí. De niña, cuando soñaba con mi príncipe azul, nunca me lo imaginé montado en una escoba de competición.

Estoy enamorada. Y además tengo la certeza de que él también lo está de mí. Seguramente lo estaremos por toda la eternidad, sea bonanza o vengan tiempos más difíciles. Pero ahora, ahora sólo estamos nosotros dos y nuestra felicidad...

Bueno, no es verdad, hay algo más. Mejor dicho, alguien más. Pequeño, minúsculo, con un corazón que late desbocadamente mientras su esencia se desparrama en su particular Big Bang, dentro de mí. Ayer mismo me enteré. Y se me saltaban las lágrimas. Javier todavía no lo sabe. Se lo diré cuando despierte. Vuelvo a cerrar los ojos y aspiro su olor. ¡Qué paz! Y, sin saber por qué, me viene a la mente la imagen de nuestro bebé dormido plácidamente sobre el pecho de su papá. ¡Eso sí que es magia, y no lo que hacemos con nuestras varitas!

FIN