Platónico, Plutónico, Plutárquico

N/A: No tengo nada, salvo mi imaginación. Así que los personajes no son míos ni los uso para lucrarme (ojalá, ¿no?). La historia gira en torno al amor platónico de Oliver Wood. Y bueno, digamos que la pareja se me ocurrió a raíz de un fic excelente que se llama La Guerra de las Bromas que os recomiendo que leáis, por cierto, aunque lo esté traduciendo yo y lo haga a duras penas jaja. Aunque en ese fic la pareja principal no sea ésta, sino un Draco/Hermione, en él se cuentan ciertas cosas que me hicieron creer en ella. No os diré más, por si acaso os lo leéis… tampoco es cuestión de arruinarlo.

Sumario: Oliver Wood tiene un amor platónico desde hace tantos años que le faltan dedos para contarlos. ¿Decírselo? Quizá. Pero sólo cuando dejen de sudarle las manos. Comedia romántica: Oliver Wood/Hermione Granger.

Advertencias: pues… yo lo pondría para mayores de catorce, más o menos, pero no hay nada realmente fuerte en este fic. Teóricamente no me he fijado en los años que en los libros se lleva Wood con el trío. En este fic se llevan sólo dos años, ok? Lo digo por si alguno se siente descolocado con eso, porque de verdad no me acuerdo y pensé que me vendría mejor esta diferencia de edad que la real (que creo que son tres o más, no?). Pues eso... Pretendo que no sea excesivamente largo porque tengo más en proyecto, pero ya sabéis cómo funcionan estas cosas… no prometo nada ;)


Prólogo

- Ella lloraba-

A Oliver Wood le encantan los perros. ¿Qué pasa? Tampoco es un pecado. A él le gusta llevar la contraria a la mayoría de los magos, que no se fían del mejor amigo del Muggle. Esos chuchos babosos. Siempre con la lengua de fuera. Solícitos y amaestrados. No tienen nada de interesante. Nadie comprende por qué ese amor de los Muggles.

Nadie, menos Oliver, que cuando –por fin- recibió la ansiada lechuza del colegio de magia y hechicería, incluso escribió a Dumbledore. Quería pedirle, por favor, que le dejara llevar a su Plutárquico. Porque un niño no es nada sin su perro. Porque gatos en Hogwarts ya hay a patadas. Lo mismo que ratas, lechuzas y sapos. ¿Qué tiene de malo un perro?

Querido profesor "Dumblebore" (escribió mal su nombre, con esa letra redonda de cuadernillo que calzan los niños).

Ya sé que los perritos están prohibidos en Hogwarts. Yo tengo una lechuza y una rata y hasta un ratón. Vive en nuestra cocina, ¿sabe? Mamá se vuelve loca intentando cazarlo, pero Pimpi es listo (así le he llamado yo). Se esconde debajo de la pila de los cacharros y si mamá intenta darle con la sartén, sale corriendo. Yo no quiero decirle a mamá dónde vive, porque entonces mamá mataría a Pimpi. Usted no se lo dirá tampoco, ¿verdad?

Mi perrito se llama Plutárquico. Es muy bueno y no haría daño a nadie. Ni siquiera a los gatos de los otros estudiantes. Es blanco, tiene las orejas muy grandes y mueve la cola cuando está contento. Seguro que cuando lo vea, usted también se pone contento. Aunque usted no tenga cola, claro.

¿Podría llevármelo? ¿Por favor?

Atentamente,

Oliver Edward Wood

Dumbledore todavía se ríe cuando recuerda esa carta. Y la verdad es que le hubiera encantado dejar que aquel educado y encantador niño procedente de la saga de los Wood se trajera a su –dicen- adorable perrito. Pero las normas eran las normas y Plutárquico tuvo que quedarse en casa con sus padres. Lloró el perro y lloró el niño a la hora de la despedida. Incluso el primer día en Hogwarts Oliver soñó con sus aullidos en medio de la noche, ladridos desvalidos en llamada de su amo. Pero a los dos días se le pasó. Justo en el momento en el que llegó Madame Hooch y le puso un palo de escoba entre las piernas.


El día de la elección, a Oliver le brillaban tanto los ojos que el sombrero seleccionador no tuvo ninguna duda cuando gritaron su nombre y le vio caminar por el pasillo.

-Wood, Oliver.

Tan viejo y taimado como siempre, el sombrero se deleitó en hacer rabiar al crío y tardó algo más de lo habitual en anunciar ¡Gryffindor! en su cabeza y para los presentes. Oliver pegó un discreto suspiro de alivio. A fin de cuentas, toda su familia había estado en Gryffindor. Salvo su tío Marcus, claro, que era un Hufflepuff. Pero el pobre sufría un ligero retraso, fruto de cuando, al momento de nacer, un nada talentoso medimago de San Mungo le aplicó un hechizo ventosa que hizo que el niño saliera como un cohete de la barriga de la madre y acabara empotrado de cabeza contra un armario. Pero lo suyo era una excepción y por eso a nadie le sorprendió que el pobre tío Marcus acabara en la casa del tejón.

-Pero recuerda, hijo, que si acabas en Slytherin tampoco pasa nada –le había intentado tranquilizar su padre el día antes de la partida del Expreso de Hogwarts. –Uno de mis mejores amigos estuvo en Slytherin. Augustus, el celador del Ministerio, ¿lo recuerdas?

Oliver asintió con la cabeza, ligeramente aliviado.

-Y si acabas en Ravenclaw estaremos igualmente orgullosos –apuntó su madre, acariciando una de sus mejillas. -¿Quién sabe? A lo mejor hay un pequeño inefable en esa cabecita tuya.

Oliver asintió de nuevo, aunque la perspectiva de trabajar en la sección de Misterios del Ministerio no le atraía en absoluto. ¿Qué interés tenía un trabajo del cual ni siquiera podías hablar? Al niño Oliver de once años la idea le agradaba tanto como comerse un zapato.

-¡Cualquier cosa menos Hufflepuff! ¿Qué le diríamos a la familia? –dijo su padre, en medio de una carcajada que subió y bajó su redonda barriga.

Sabía que estaba bromeando, pero algo dentro de él le gritaba Hufflepuff no, Hufflepuff no cuando se acercó al sombrero seleccionador.

Hufflepuff no, por favor.

¿Hufflepuff no?

No…

Ya veo... Podrías ser muy grande en la casa del tejón, ¿lo sabías? Grandes cosas te esperan. Por supuesto, tienes madera de Gryffindor, se te nota en los ojos, pero…

¡Hufflepuff no!

Está bien, si así lo deseas...

-¡Gryffindor! –gritó éste por fin, despertando los gañidos y aullidos de una de las mesas del Gran Comedor, que aplaudió complacida.

Oliver se giró, tremendamente colorado, y vio cómo Dumbledore, su Dumblebore, le guiñaba un ojo desde la mesa de los profesores. No te has traído a Plutárquico, pero te irá bien, hijo. Al final, no había sido para tanto.


Las habilidades voladoras de Oliver fueron patentes desde el primer momento en el que el pequeño Wood tuvo una escoba entre sus piernas. Fue dar una patada en el suelo, plas, y dejar a Madame Hooch con la boca abierta. A pesar de lo que cuenta la leyenda, Oliver no había tenido excesivo contacto con el Quidditch o las escobas antes de su llegada a Hogwarts. Las había visto en los escaparates de las tiendas y se maravillaba con sus redondeadas formas, la madera pulida de los mangos, las colas aerodinámicas. Por no hablar de sus precios: la más barata era más cara que la paga de Oliver en todo un año.

Veía a los niños en los parques mágicos, montados en ellas, picados por ver quién ganaba las míticas pachanguillas veraniegas.

-¿Te apuntas, Oliver?

-Necesitamos otro buscador. ¡Anímate!

Y probaba, pero la experiencia no le agradaba. Aquellos niños eran crueles. Le empujaban y gritaban cuando no atrapaba la snitch. ¿Y qué sabía él de snitches? Nada. Es más, la pelotita dorada, aunque brillante y majestuosa, sólo le impresionaba en la medida en que era la llave de la victoria. Por lo demás, le parecía tremendamente molesto andar surcando los aires y entornar los ojos hasta quedarse ciego para atrapar aquel maldito diablillo con alas.

Sin embargo, el día de su primera clase de vuelo, la experiencia le pareció maravillosa. No tanto por el vuelo en sí –él ya sabía que era bueno manejando la escoba-, sino por el asombro de sus compañeros. Los vítores, los ojos iluminados, las caras de sorpresa ante la pericia que él, Oliver, había demostrado… Ah, qué placer. Probablemente era la primera vez que se sentía realmente bueno en algo. Y desde luego no tenía nada que ver con los empujones y bludgers que despiadadamente le lanzaban los niños del parque.

-Fantástico, Wood –le dijo Hooch tan pronto desmontó, a la vez que anotaba en su cuaderno con una sonrisa de satisfacción. –No me cabe ninguna duda de que estará en el equipo de Quidditch. Quizá sea un poco precipitado para su edad pero, si le interesa, tenga paciencia, jovencito. El año que viene puede que sea su año.

Y así fue. La profesora McGonagall, hincha y espíritu del equipo de Quidditch de su casa, había sido gratamente informada por la profesora Hooch de que tenían "buen material aquel año".

-El chico Wood tiene madera. Todavía le falta un poco de técnica, pero sus habilidades son innatas. No le pierda ojo para las pruebas del año que viene.

Y así fue como la propia McGonagall le incitó a probar, al comienzo de su segundo año.

-Usted vaya, Wood. Si no tiene suerte, se olvida y ya está. Pero recuerde que en Hogwarts apoyamos de todo corazón las actividades extraescolares.

Porque no había sólo Quidditch, claro. Estaba el club de teatro mágico, que a menudo interpretaba obras bajo órdenes de los fantasmas. Bueno, UNA obra. Desde hacía 150 años la única obra que los fantasmas preparaban con los alumnos era, por absurdo que parezca, El fantasma de la ópera. Pero, curiosamente, a los miembros del Club de teatro no parecía importarles demasiado. Quizá fuera por las presiones del Barón Sanguinario. Porque a ver quién era el bonito que le plantaba cara a semejante director de escena...

También estaba el club de canto, al que sólo se había apuntado un alumno en 90 años. Y es que a nadie le agradaba la perspectiva de romperse un tímpano a manos de la Señora Gorda. Incluso tenían un club literario, al frente del cual estaba Sir Cadoghan, el valiente caballero que se empeñaba en que los alumnos se dirigieran a él como "oh, capitán, mi capitán". Según Wood, un completo chalado… Y hasta el club de amigos de las criaturas mágicas, que en cinco años de existencia había tenido cinco profesores diferentes porque, por aquel entonces, Hagrid todavía no era miembro del cuerpo docente y, claro, nadie en su sano juicio –salvo el guardián de Hogwarts y algún par de locos por los bichos- quería vérselas con escregutos de cola explosiva e hipogrifos.

A Oliver ninguna de estas actividades le llamaba la atención. Pero le iba bien en los estudios y le sobraba tiempo por las tardes, así que pensó que un poco de acción no le vendría mal.

-¿Has entrado en el equipo de Quidditch?

-¡Caramba! ¡Y guardián, nada menos! ¡Bien hecho, hijo!

Le dijeron las cabezas flotantes de sus padres desde la chimenea de Gryffindor. Ambos parecían henchidos de orgullo con su pequeño.

-Estamos muy orgullosos de ti, Oli –dijo su madre.

-Cuando vuelvas este verano, practicaremos en casa de tus primos –prometió su padre.

-¿Cómo está Plutárquico?

Era su perro, a fin de cuentas. El que había abandonado para ir al castillo.

-Oh, está perfectamente, hijo. Te manda ladridos –fue su madre la que habló, con un tono poco convincente que su retoño, en aquel momento, ni siquiera notó.

Cuando las dos cabezas se esfumaron y en su lugar empezaron a chispear las llamas que calentaban el salón principal de la Mansión Wood, su madre hundió la cabeza en el pecho de su padre.

-Lo sé, lo sé. Tranquilízate –intentó calmarla él, mesando tiernamente su larga melena. –Cuando venga, se lo diremos. Pero esperemos al verano, ¿sí?

La madre sollozó en silencio. Desdeñaba tener que mentirle a Oliver. Pero, a veces, las mentiras son necesarias para salvaguardar la felicidad de los hijos.

A Plutárquico lo enterraron en el jardín posterior de la casa, aunque Oliver no visitó su tumba hasta el verano siguiente. Sobre ella depositó una reluciente gema negra que aún hoy relumbra en las noches de luna llena.


Aquel verano, el ya no tan niño Oliver lo pasó en los arrabales de Londres, en una pequeña urbanización de Oxford en la que vivían la hermana de su madre junto a su escandalosa familia. A Oliver le caían bastante bien sus primos, aunque no soportaba a su tío. Siempre estaba hablando de la pureza de sangre, de cómo las cosas irían mucho mejor si…

-…Dumbledore no estuviera al frente de ese dichoso colegio. Está empeñado en aceptar a los mestizos y sangre sucia. ¡Si incluso tiene empleado a un semi- gigante! ¿Qué será lo siguiente, eh? ¿Un hombre lobo?

-Roger, por Merlín, déjalo ya, estamos comiendo…

Pero ni las miraditas e indirectas que decían "no es el momento, acuérdate de con quién estás hablando" conseguían que su tío se diera por vencido. Para él era una cuestión de vida o muerte. Para Oliver, apenas significaba nada. Comprendía la magnitud de la guerra, pero apenas acababa de nacer cuando ésta ya había terminado. Con todo, a pesar de su juventud, aquellas cosas de "sangre sucia" le sonaban a demagogia barata. Ya era bastante difícil con ser uno mismo.

Había un parque muy cerca de la casa de sus tíos. Y allí mismo se refugió la primera vez que se escapó tras una discusión con uno de sus primos.

-¡Oliver es un mariquita!

-¡No lo soy!

-¡Claro que lo eres! ¡Mírate, niña bonita!

Y todo porque era el más guapo de la familia. A Oliver le hubiera gustado partirle la cara. Pero no lo hizo. Sólo se fugó durante un par de horas, aunque a él le parecieron una eternidad. A cualquier adolescente le parecerían una eternidad. Todos se enfurruñan, se airean dos o tres horas y vuelven a casa cuando ya excede la hora de la cena. ¡Pues claro! Es que tenía hambre.

Oliver se escondió en aquella casita que había en el parque, la que tenía una rampa extraña para bajar por ella. No sabía muy bien para qué servía el tobogán, pero se le antojó ponerse justo debajo, como si así estuviera resguardado de la reprimenda que, seguro, le daría su madre cuando volviera a casa. ¡Me tenías preocupada!, diría ella (todas las madres dicen lo mismo).

La primera hora pasó relativamente rápido. El enfado le ayudó a quemar los minutos. La siguiente media hora estuvo demasiado concentrado ahogando las protestas de su estómago. Pero después… empezaron las dudas. No quería volver a casa, pero era casi de noche. Tenía hambre, tenía frío y estaba aburrido.

Aburrido.

Él nunca estaba aburrido.

Fue entonces cuando escuchó pasos. El parque estaba vacío y se asustó un poco. ¡Podía ser cualquier cosa¡. Un bogart, un dementor, un mago oscuro fugado de Azkaban. Son raros estos magos. No piensan en rateros ni en violadores ni en sisadores de carteras. Ellos van más allá, porque hay cosas mucho peores en cualquier bosque prohibido. Incluso en los parques prohibidos. Así que Oliver olvidó por un momento que estaba en un entorno Muggle y pegó un respingo. Sin embargo, el bote no hizo que saliera de su escondrijo. Permaneció allí, con los ojos abiertos, la varita bien sujeta aunque estuviera en su bolsillo, el rostro pálido y la respiración entrecortada.

Alguien pisó un charco y Oliver apretó la espalda contra la madera de la casita. Tras unos segundos estiró levemente la cabeza para ver si podía ver algo.

Era una Muggle.

Una niña chiquita, menuda, sentada al lado del charco que había pisado. Tenía la melena más despeinada que Oliver había visto en su vida. Y estaba llorando. A pesar de la noche que caía, a pesar del miedo, a pesar de las farolas semi encendidas… Oliver comprobó que estaba llorando. Era un llanto quedo, apenas una lágrima o dos que corrían sin permiso por sus mejillas. Los ojos le brillaban humedecidos. Grandes, marrones y profundos. Y Oliver creyó ver algo en ellos. Algo tan diferente y tan igual. Algo que hacía a esa Muggle más parecida a él que cualquier otro Muggle.

Se quedó un rato observándola, tentado a salir de debajo del tobogán y abrazarla. Se sintió extraño. Era la primera vez que deseaba abrazar a una niña. Hasta entonces, las niñas no eran niñas. Eran demonios con faldas. Puñeteras, lloronas, babosas, manipuladoras… a Oliver no le gustaban. Hubiera creado el club anti mocosas de Hogwarts. Pero aquella… era diferente. Tan caótica, tan despeinada, con esas lágrimas furtivas, resbalando por sus mejillas suaves, levemente sonrosadas.

Oliver se movió sin hacer ruido, aunque permaneció acuclillado en su escondrijo. Se sentía como el ladrón que está controlando a su presa. Quería moverse, ir hasta ella, pero no podía. Había algo en la escena, algo maravillosamente inocente y mágico que le hacía contemplarla como el fisgón que asiste a una función a la que no ha sido invitado.

Se quedó un buen rato mirándola. Y la luna cayó y su luz se reflejó en su cara, blanca, pálida. Una cara que ya no olvidaría. Porque incluso el día más nefasto, el más doloroso de tu hasta entonces corta vida, puede ser el día perfecto para enamorarse. Sí, Oliver pensó que no lo admitiría, pero finalmente aquel había sido un gran día.

-¿Dónde te habías metido? ¡Estaba preocupada!

-Estuve por ahí.

-¿Por ahí? ¿Por ahí? ¡He estado a punto de llamar a la pofilía!

-Se dice policía –corrigió su tía a su hermana.

-Como se diga. Me da igual. Vete a tu cuarto, estás castigado.

El dedo índice extendido. La orden incontestable que Oliver obedeció. Estaba demasiado ensimismado para replicar y tan excitado que se hacía difícil dormir. La escena se repetía una y otra vez en su cabeza. Pasaron las horas de largo y los sueños y el descanso y en un momento determinado, en un instante no deseado, un extraño se coló entre sus mantas.

Algo duro, erecto, creció dentro de él. Algo inesperado. Algo que no había ocurrido antes. Un bulto entre sus piernas.

¡Vaya susto!

Pensó que estaba enfermo, que estaba acabado, pensó en el libro Las mil y una enfermedades mortales y su cuerpo se puso rígido. Pero allí estaba, imponente, estirada y aquella respiración entrecortada... Pero no… No se sentía enfermo. Se sentía bien. Era un sentimiento nuevo, cálido, que recorría todo su cuerpo cuando pensaba en ella. Y sin saberlo, sin saber qué diablos estaba haciendo, Oliver se metió la mano en los pantalones del pijama y comenzó a acariciarse. Lento, suave, lento. Aquella chica. Arriba. Lloraba. Abajo. Lloraba. Más rápido, cada vez más rápido… Oh sí, lloraba.

Ojalá supiera cómo se llama.


El verano transcurrió fastidiosamente despacio entre lechuzas de sus amigos, partidos de Quidditch con sus primos y un enfrentamiento encarnizado con uno de ellos. Porque, para maricón, tu padre. Ja, si supiera lo que hago por las noches, no se atrevería a llamarme marica. Porque Oliver, desde el encuentro en el parque, pasaba noche y día entregado al monstruo que a todas horas despertaba entre sus piernas. Ella lloraba, para él lloraba a todas horas. La niña despeinada se colaba en su mente y Oliver quería consolarla. Pero su recuerdo, aquella imagen grabada a fuego, le hacía sentir grande, inmenso, inconmensurable. Aquel verano Oliver se hizo tan mayor que se la machacó más que cualquier mago adolescente en su despertar sexual.


El día que llegó a Hogwarts, malditas ganas tenía de otro discurso de Dumbledore. Llevaba dos a sus espaldas y siempre eran lo mismo. Los de primero: prohibido el Bosque Prohibido. Pues eso, que por algo se llama "prohibido". Los demás: ya me habéis oído.

Oliver ocupó su sitio de siempre en la mesa de Gryffindor. Hubo saludos, qué pasa tío, qué tal te ha ido el verano, y reencuentros con las caras antiguas antes de tener que acostumbrarse a las nuevas. La profesora McGonagall empezó a llamar a los novatos. A su comienzo del tercer año ya pudo notar la diferencia: qué pequeños, que enanos, qué jóvenes le parecían…

-Brown, Lavender.

-Esa de mayor va a estar bien buena, tío. Yo digo que Gryffindor –apuntó su amigo Fling, dándole un codazo con excitación.

-Sí, puede ser…

No estaba mal, pero no era la niña que lloraba.

¡Gryffindor!

Fling pegó un salto de alegría en el banco y dio un sonoro grito de aprobación antes de que McGonagall siguiera con el riguroso orden alfabético.

-Finch- Fletchley, Justin -dijo la profesora de Transfiguraciones.

-Un Hufflepuff…

-Sí, irremediablemente Hufflepuff. Le doy mi más sentido pésame… –convino Oliver acordándose de su tío Marcus.

¡Hufflepuff!

-Granger, Hermione -fue el siguiente nombre.

Una chica menuda, pequeña, muy muy despeinada se dejó ver en medio del pasillo. Pero Oliver no la vio en ese momento porque estaba haciendo bromas con otro de sus compañeros de casa. Hermione Granger caminó ufana, con seguridad, orgullosa de haber llegado a Hogwarts a pesar de ser una nacida de Muggles. Se sentó sobre la banqueta y justo cuando McGonagall le iba a poner el sombrero seleccionador en la cabeza, Oliver la vio.

Lloraba.

Se quedó estupefacto, con la boca ligeramente abierta, pestañeando rápidamente, como si intentara comprobar que, efectivamente, estaba ocurriendo. Y entonces se acordó de sus ojos llenos de lágrimas, tan diferentes pero tan iguales. No era simplemente una Muggle.

-Fea… ésta es fea –afirmó Fling, sacándole de su ensimismamiento. –Y despeinada. Tiene pinta de empollona. Yo creo que Ravenclaw. ¿Tú qué dices?

Yo creo que es maravillosa...

Pero Oliver no contestó. Apenas le escuchaba.

-¿Oliver? ¿Estás con nosotros?

¡Gryffindor!

-Oh, mierda, ya tenemos otra empollona… –se quejó Fling.

Una sonrisa se dibujó en la cara de Hermione, que se fue rauda y veloz hacia la mesa que ahora le estaba aplaudiendo. Oliver trató de aplaudir, pero las manos no le respondían, se quedó con ellas suspendidas en el aire. La chica se sentó en un extremo, demasiado lejos, demasiado lejos… pero allí era donde se sentaban los nuevos y Oliver, que la quería cerca, tuvo que conformarse con mirarla en la distancia. Fue entonces cuando se acordó de que no había prestado atención a lo más importante de todo.

-¿Cómo dijo que se llamaba?

-¿Quién?

-La nueva.

-¿Cuál de ellas, tío?

La que lloraba.

-La despeinada.

-Hermione no sé cuánto.

Hermione… la niña que lloraba.

La ceremonia siguió su proceso y aunque Oliver hacía esfuerzos por seguir con el juego, de vez en cuando echaba miradas furtivas a Hermione, que estaba de espaldas, emocionada con la selección. No es que hubiera pasado mucho tiempo, seguía igual que en el verano, pero a Oliver le agradaba verla sonreír. Tenía una sonrisa que llenaba todo el salón.

Los nombres del resto de los estudiantes de primer año se fueron sucediendo.

Como Longbottom, Neville.

Uno con cara de poco avispado.

-Un sickle a que acaba en Hufflepuff –le dijo su amigo Fling, burlándose de nuevo.

-Hecho. Yo digo que no.

¡Gryffindor!

Oliver extendió la mano y Fling refunfuñó al tener que poner el sickle en ella. Hermione aún no se había girado, ni siquiera le había mirado. Pero estaba en Gryffindor. Su casa. Su torre. Sus aposentos. Su mundo. Ella había aparecido de repente en su mundo. Por Merlín, adoraba la magia...

El tal Longbottom, el atontado, se dirigió, enjuto de hombros como era, a su recién asignada mesa. Y eso que había dicho que no por llevarle la contraria. Según Oliver, aquel chaval llevaba escrito Hufflepuff en la cara.

-Malfoy, Draco -dijo entonces McGonagall, despertando el interés de cuantos conocían a los Malfoy. Su reputación les precedía.

-Slytherin… -dijeron tanto Oliver como Fling, cabeceando, resignados.

¡Slytherin!

-Un clásico… tenía que pasar, era inevitable -argumentó Fling.

Cuando la profesora McGonagall anunció el siguiente nombre (Potter, Harry) un murmullo se escuchó en el comedor. Luego lo único que se oyó fue el silencio de las cabezas estiradas. La de Oliver también. ¿Aquel era el todopoderoso Potter?. ¿El chico que sobrevivió?. ¿El salvador?. ¿Aquella birria?. Pero cuando el sombrero seleccionador gritó ¡Gryffindor¡. Oliver también se sumó: "tenemos a Potter, tenemos a Potter". Esmirriado, esquelético, un enano, un alfeñife… pero tenían a Potter, qué carajo.

-Y, por fin, Weasley, Ronald.

-¡Percy! ¿El enano es tan estirado como tú?

-¡Qué va, Percy es la nota de color en nuestra casa!

Risas.

-Muy gracioso, Fred –contestó Percy. –Si vosotros dos tuvierais la mitad de sentido que yo, quizá mamá no tendría ese dolor de cabeza todos los días.

-Cuidado, Perc –era George, que ni siquiera le había escuchado –se te va a caer la "P" de Prefecto –se burló, señalando su insignia.

-De Perfecto Prefecto –apuntó Fred.

-P de pesado –dijo George.

-De Petardo.

-Penoso.

-Paleto.

-Pazguato.

-Palurdo.

-Pelota.

-Ssssshhhh, si no os calláis no puedo escuchar –se quejó Angelina Johnson, la única persona sobre la faz de la tierra capaz de hacer callar a los gemelos Weasley.

-¡Gryffindor! –anunció finalmente el sombrero seleccionador.

Los gemelos se abrazaron, Percy asintió con P de placer y Oliver aplaudió sin que se le escapara el detalle de que Potter, el pequeño de los Weasley y Hermione (H-e-r-m-i-o-n-e, qué bien sonaba) se habían sentado juntos. Pero ella, por fortuna, ya no lloraba.