Epílogo.

Cuatro años después.

-¡Kagome, es imposible ponerse esto!

Inuyasha estaba desesperado y enfurecido. Tras diez minutos de fallidos intentos, todavía no había logrado colocarse bien la camisa bajo la chaqueta negra del esmoquin, pues decía que los volantes de las mangas no tenían solución y sería mejor cortarlos, al igual que los del cuello.

-Deja de quejarte –le sonrió Kagome con ternura mientras se acercaba y le ayudaba–. No es tan difícil.

En lugar de fijarse en la forma en que la joven estaba colocando la camisa, Inuyasha la observó a ella. Últimamente derrochaba alegría y su hermosura parecía ir en aumento.

En aquel momento llevaba un hermoso vestido violeta sencillo y sin adornos, salvo por unos volantes en las muñecas. El escote era cuadrado y poco pronunciado, pues Kagome solía decir que no le gustaba ser provocativa. De todas maneras, para él lo era y mucho, incluso después de tanto tiempo disfrutando de ella como su esposa, pensó Inuyasha.

-Chicos, es la hora –Sango entró por la puerta del brazo de Miroku con una enorme sonrisa. Con la mano que tenía libre, sujetaba la de un niña de a penas dos años y medio.

-Ya vamos –respondió Kagome radiante de felicidad–. ¿Cómo está la pequeña Rin?

La niña sonrió, acariciándose nerviosa el rizado cabello negro. Era idéntica a su madre, Sango, salvo por el color de los ojos, azules como los de Miroku. Kagome se acercó a la pequeña y le dio un suave beso en la mejilla. La niña la miró riendo, y entonces desvió los ojos hacia alguien más. Detrás de Inuyasha, y agarrado a su pantalón, estaba un niño de casi cuatro años.

-Vamos Shippo –murmuró Inuyasha agachándose junto al niño–. Saluda a Rin.

Con timidez, el pequeño se acercó a la niña y le tomó la mano con lentitud. Luego depositó un beso corto y corrió a esconderse tras su madre.

-Eres demasiado vergonzoso –dijo Kagome acariciándole el cabello negro.

-No, mamá –murmuró el niño sonrojándose y levantando con orgullo la cabeza.

-Idéntico a su padre –se burló Miroku.

-¡Bah! –Masculló Inuyasha.

Todos se echaron a reír y salieron de la habitación en dirección al gran balcón que había al final del pasillo. Kagome, que se había quedado atrás, cogió con delicadeza entre sus brazos algo que yacía sobre la cama y los siguió. La sedosa cortina roja de terciopelo que ocultaba las hermosas vistas del pueblo todavía no había sido descorrida.

-Bien, vamos –sonrió la joven.

Inuyasha se acercó a ella y observó lo que tenía entre sus brazos con tanta delicadeza: su bebé. Era su hija, nacida dos semanas atrás, y que ahora darían a conocer al pueblo.

-Mía –murmuró Shippo tirando del vestido de su madre.

-Si, cariño. Es tu hermana.

-Ahora debéis cumplir con vuestro deber. Nos veremos más tarde en la cena –Sango les dirigió una sonrisa, cogió a su hija en brazos y se dispuso a dirigirse a las escaleras para reunirse con los demás pueblerinos.

-Sí, amiga –le respondió Kagome–. Y celebraremos vuestros cuatro años de matrimonio.

Miroku y Sango no dijeron nada más, sólo sonrieron y bajaron las escaleras. Kagome se giró hacia Inuyasha, que acariciaba la frente de su hija.

-Es como tú –susurró feliz.

-Y como tú –le respondió ella–. ¿Sabes? Nunca me arrepentiré de haberme escapado de casa aquella noche y de que tú me encontraras.

-Fuiste a caer en los brazos de un demonio, y mira, ahora el diablo se ha vuelto un ángel.

-Siempre fuiste mi ángel.

Ambos se besaron con ternura y salieron al balcón para que la gente conociera a su hija. El pequeño Shippo los siguió dando cortos saltitos y tarareando una canción.

La cortina roja de terciopelo se cerró tras ellos. Finalmente habían encontrado su felicidad.


Gracias a todos por haber leído esta historia. Espero que les haya gustado ;)!

Atte: Sandritah