CAPÍTULO XXX

La multitud, curiosa, se agolpaba en la plaza que daba entrada al Palacio dispuesta a presenciar el espectáculo. No importaba la edad, el sexo ni la condición para dejarse arrastrar por el morbo. Algunos miembros de la guardia contenían a la muchedumbre sacudiendo aquí y allá golpes con sus lanzas o patadas.

Un par de hombres fornidos se situaron a ambos lados de la pareja. Cada uno aferró a un mago por el brazo.

- ¡Oiga! – Intentó protestar Antioch. - ¡Suélteme!

Por mucho que gritara, no llamaría la atención entre aquella algarabía sedienta de sangre. Rudama, por su parte, permanecía muda, dejándose llevar por su guardián. Los cuatro se abrieron paso entre la multitud hasta llegar a la entrada de una calleja estrecha y oscura hacia cuyo interior los arrastraron. En seguida constataron que allí les esperaba alguien.

La figura alta y fuertemente armada que apareció les dedicó una mirada tan severa que apenas pudieron articular palabra.

- Tenéis que salir de la ciudad. Inmediatamente.

Antioch exhaló un suspiro de alivio. Lo había reconocido. Se trataba de Himuz.

- ¿Por qué?

- Es una trampa. Cuando comience la ejecución la guardia real se apostará en todas las salidas de la plaza. Una vez concluida, nadie podrá salir sin el visto bueno del visir.

- Pero...

- No hay tiempo para mas explicaciones. Yihaz y Muraz os guiarán hasta el exterior. Debéis permanecer lejos de la ciudad, al menos hasta que las cosas se calmen.

- Pero, Jacob y Raquel...

- Están seguros, de momento. Registrarán su casa buscándoos. Pero si no encuentran rastro de vosotros, no les harán nada.

- Hemos dejado nuestras cosas allí...

- No hay nada en casa de Jacob.

- Pero...

- No hay tiempo que perder. Y no hay nada en casa de Jacob.

Rudama apretó el brazo de Antioch. El mago puso su mano sobre la de ella, haciéndole saber que comprendía.

- Seguid por la calleja hasta...

- ¡Ahí! ¡Ahí está el traidor! ¡A por él!

El capitán de la guardia personal del hermano del gobernador acompañado de unos cuantos hombres se abalanzó hacia ellos. Himuz y él se enzarzaron en una lucha violenta con sus espadas, mientras Antioch y Rudama huían por el intrincado trazado próximo al zoco.

- ¡Espera! – Rudama, de pronto, se detuvo.

- ¡Qué!

- Deberíamos desaparecernos.

- ¿A dónde?

- Al exterior. Tras la puerta norte de la muralla.

Se tomaron del brazo y, sin darse tiempo para recuperar el resuello, se desaparecieron. Pero cuando volvió a hacerse la realidad se encontraron atrapados entre los muros de la muralla y un ejército preparado para sitiar.

- ¿Y ahora? Intentar una nueva desaparición es demasiado arriesgado. No sabemos hasta dónde llegan estas tropas.

- Podemos intentar pasar por entre sus líneas...

- ¿Cómo?

- ¿Un hechizo camaleónico?

- Tal vez. Pero son inestables. Al menos, los que yo conozco. Al menor roce con algo o con alguien se desvanecen.

- ¿Se te ocurre otra cosa mejor?

- Me temo que no.- Y diciendo aquello Antioch y Rudama sacaron sus varitas prácticamente a la par y ambos ejecutaron unos movimientos de varita muy similares.

Con mucho cuidado, comenzaron a caminar hacia las tropas. Miraran para donde miraran, el paisaje que veían era el mismo: soldados perfectamente alineados y silentes, con sus armas prestas para, a la orden de atacar, lanzarse contra la ciudad.