Los aplausos resonaron al unísono como un estruendo avasallador entre las ocho paredes oscuras que conformaban el pequeño antro. Una masa de personas, aullidos, gritos, silbidos, sudor, cabellos alborotados y coloridos, saltos y cerveza arrojada por los aires conformaba, al igual que todas las noches del penúltimo día de la semana, el saludo final que su público le dedicaba apenas terminada su última canción. De los altavoces se escuchó una despedida casi ininteligible, y unos pocos, desprevenidos, se dirigieron tambaleantes hacia las estrechas escaleras de hierro que los llevarían a la salida, aún exaltados por los efectos del alcohol y la música. El resto, probablemente fanáticos y asiduos seguidores, aguardaron con escasa paciencia lo que bien sabían que sucedería. No precisaron esperar demasiado antes que las luces se reencendieran, descubriendo con sus destellos multicolores una centena de jóvenes exaltados, deseosos por dar comienzo al ritual que infaltable seguía cada concierto. Se deshicieron de sus ropas de cuero tan rápido como se arrojaron unos sobre otros, ignorando todo género y edad, belleza o fealdad, pues lo único que sus sentidos discernían en ese momento era la necesidad de satisfacer su sed de lujuria provocada por los excesos de las drogas y el rock.

Envy observaba aquél espectáculo desde una esquina oscura y solitaria, con un cigarro y una botella de cerveza como únicos acompañantes. Sabía que si se exponía a la luz, no tardarían en echársele encima y violarlo entre cinco o seis y, aunque como líder de la banda no había sido otro sino él mismo el de la idea de instaurar semejante costumbre luego de sus recitales, ese día no sentía ni la menor gana de lanzarse a tal desenfreno. Buscó vagamente con la mirada y, tras unos minutos, logró hallar a Greed entre la multitud: se encontraba sentado al borde del escenario, sus ojos bailando de un lado a otro, intentando esconder patéticamente y sin éxito el hecho de que se estaba masturbando bajo el pantalón.

El muchacho bufó, molesto, a sabiendas de que si su pareja, si es que se podía llamar así, no sospechara que él lo estaba vigilando de lejos, se lanzaría a los brazos de la primer persona que le pasara por delante. Porque después de todo, así era Greed. Más allá de sus incansables esfuerzos por establecer una relación medianamente formal, era imposible ocultar que se moría de ganas por entregársele a cualquiera. Envy lo sabía porque él era exactamente igual, cosa que lo llevaba a preguntarse una y otra vez qué demonios se le había cruzado por la cabeza a la hora de comenzar su amorío.

Se abrió paso entre el enardecido público, esquivando y dando puñetazos a más de una nariz, hasta que logró alcanzar la salida. Respiró aliviado una vez en la calle desierta, la cual lo recibía con un viento helado que le caló los huesos, pero también con la promesa de alejarlo por unos instantes de aquel mundo bullicioso y desmedido. La falta de aullidos y ese movimiento constante de cuerpos le resultó tan sedante que terminó por echarse a los pies de un portón vecino, sin haberse percatado anteriormente que a pocos metros suyos se encontraba un joven sentado en el suelo. Permaneció un largo rato observándolo, embobado por el singular detalle de la luz amarillenta de los faroles centelleando en algunos de sus mechones rubios. Parecía estar también algo ausente, su mirada fija en quién sabe qué cosa. Entonces, emitiendo una especie de quejido, giró su cuerpo en dirección a Envy, revelando un rostro cargado de agotamiento que éste, más allá de considerarlo extremadamente bello, creyó descubrir en él algo tan atroz que lo hizo acercársele de un salto y tomarlo de las mejillas para inspeccionarlo, sin que el supuesto extraño, a causa de su estado de embriaguez, se alterase en absoluto. Ojos dorados, cabellos finos y blondos, y esas facciones tan únicas e inconfundibles. Tragó saliva, apenas pudiendo pronunciar las palabras que con tanto esfuerzo salieron de su garganta: —Tú... ¿qué haces aquí?—preguntó quedamente, sin obtener respuesta. Lo zamarreó, indagando una y otra vez acerca de su presencia, hasta que un destello de razón le hizo concluir que encontrándose tan borracho como estaba, ni él debía saberlo. Pero ya casi no le cabía ninguna duda, pues el rostro de su medio hermano había permanecido en su memoria como una fotografía clara e inalterable por el paso del tiempo. Se habían conocido varios años atrás, cuando éste apenas acababa de cumplir los once años, durante la última y desagradable ocasión en la que había visitado al maldito de su padre.

—Edward...—musitó su nombre con tanto asco que el muchacho finalmente pareció tener una leve reacción, sufriendo una especie de estremecimiento.

Lo sujetó fuertemente del cuello de su chaqueta, arrastrándolo hasta un callejón sombrío, balbuceando que qué carajo estaba haciendo allí, y quién mierda se creía para estar siguiéndolo. Nadie transitaba por allí en el momento en que comenzó a desgarrarle las vestimentas con una pequeña navaja que guardaba en su bolsillo, con el único deseo de apuñalarlo y abandonar su cadáver desnudo allí mismo. En pocos minutos, ya había hecho trizas su chaqueta ajustada y su pantalón de vinilo negro, sin prestar el más mínimo cuidado en evitar cortarlo. El joven se defendía inútilmente de las continuas tajaduras, dando manotazos en el aire mientras Envy se ocupaba de arrancarle lo poco que le quedaba de ropa. Podría haber reído hasta quedarse sin aire frente a la divertida situación que le mostraba su visión borrosa, pero en lugar de ello, su ira aumentaba más y más tras cada instante. Presa de la cólera más profunda, lo tomó de los cabellos ya algo ensangrentados, y lo arrojó boca abajo sobre el pavimento, bajándose la cremallera y preparándose para humillarlo de la mejor forma que conocía.

—Déjame... déjame...—logró pronunciar finalmente el agredido al sentir dos dedos introduciéndose violentamente en su ano.

Envy hizo caso omiso a su pedido, retirando sus dedos tan sólo para volverlo a colocar boca arriba y penetrarlo con su miembro, empujando con firmeza frente a la resistencia que le oponía su cuerpo. Entonces, las fuerzas del muchacho cedieron casi por completo, al tiempo que éste profirió un alarido tan estremecedor que Envy tuvo que sofocarlo con la palma de su mano para evitar que lo oyeran. Y así, con una mano sujetando sus muñecas y otra sobre su boca, lo embistió duramente una y otra vez, con la esperanza de matarlo de dolor, y con su sangre escurriéndose entre sus piernas como el mejor regalo que podría otorgarle la noche.

—¡Quisiera que fueras él! ¡Quisiera que fueras él!—vociferaba, inmerso en la más cruenta de las locuras, mordisqueándole y marcando su carne sin saber de qué otra manera aumentar su sufrimiento.

Despertó varias horas después, cuando la claridad del día ya se asomaba por las cimas de los edificios más bajos, probablemente habiéndose desmayado tras el orgasmo. Su joven víctima yacía de espaldas a su lado, quizás muerto, quizás no, y luego de que en su mente aparecieran imágenes de lo poco que recordaba acerca de la noche anterior, escapó de allí sin animarse a confirmar si aquél realmente se trataba de quien él había creído.