Ummm hola… A ver… Lo cierto es que estoy nerviosa por cómo va a ser acogido este fic…Es mi primer fic de Inuyasha. Hasta la fecha llevo escritos unos cuantos, todos de Harry Potter, así que este, no es solo el primero de Inuyasha, sino también el primero de anime que hago.

En realidad, sólo es una idea… pensé en hacerlo de Harry Potter, pero luego me di cuenta de que los personajes que acudían a mi cabeza estaban más bien hechos para Ranma y Akane o para Inuyasha y Kagome… Así que surgió esto. Espero que sea de vuestro agrado y si no lo es… bueno… siempre podéis decírmelo y borraré el prólogo de la historia, ¿de acuerdo?

Un besito para todos y disfrutad con la lectura siempre. Recordad que sólo es el prólogo y que los personajes no me pertenecen… a ver qué os parece… Nos leemos pronto!!

Prólogo.

Escuchó como su hermano mayor lo llamaba. Ni siquiera se movió de la rama del árbol donde estaba. No tenía ninguna intención de ir a casa. No tenía ninguna intención de estar en casa cuando su madre entrara con su nueva hermana en brazos. Era lo suficientemente mayor para saber que no era su hermana de verdad, sólo… su madre se había cansado de tener hijos varones y había decidido acoger legalmente a la hija de la tía Atsuka después de que ésta resultara muerta en un accidente de avión y no tuviera a nadie más en el mundo.

Nadie le había preguntado. Nadie le había preguntado si quería tener ningún otro hermano. Ya era suficiente con haber tenido a Miroku y a Kouga después de él sin preguntarle como para tener que aceptar ahora a una niña. Arrugó la frente. Conocía a las niñas de su colegio. Eran… raras. Vestían vestidos de flores y lloraban cuando alguien les dejaba una lagartija sobre la mesa. Y se enfadaban sin ninguna razón y luego, el domingo, se vestían y revoloteaban alrededor de su hermano mayor pestañeando de forma exagerada mientras Sesshomaru les sonreía delicadamente con aquella extraña frialdad que ambos compartían y que habían heredado de su padre, ya muerto.

-¡Inuyasha! –gritó de nuevo Sesshomaru.

El niño de doce años volvió a ignorarle. Él no había pedido otra hermana, ni siquiera aunque no fuera su hermana. Su madre se lo había explicado. Iban a acogerla hasta que cumpliera los veinticinco años, se lo había prometido a su hermana, Atsuka, una promesa de hacía muchos años y que ella iba a cumplir ahora.

Pero a él eso le daba igual. Estaban bien como estaban, incluso era demasiado tener que ocuparse de Miroku y Kouga… cuando esos dos se ponían de acuerdo para hacer trastadas tenía que mantener un ojo sobre ellos cada segundo. La última vez que los perdió de vista fue en el picnic que se realizaba cada año por la primavera en la pradera de Lirios, Kouga y Miroku terminaron en el establo, a punto de ser pisoteados por una yegua que, si no hubiese sido por Inuyasha que acudió a tranquilizarla, les hubiera partido la crisma.

Pero a pesar de quejarse de ellos… les quería. Bueno, quizá no lo demostrara de forma tan abierta como su madre desearía que lo hiciera pero él les quería… a su modo. Les protegería. Les protegería siempre de todo. Se lo había prometido a sí mismo cuando habían nacido y hasta el momento lo había cumplido, del mismo modo en que Sesshomaru había prometido cuidar de su madre desde que su padre había muerto hacía pocos meses, algo que, sinceramente, ninguno de los dos hermanos había lamentado.

Kouga y Miroku eran demasiado pequeños para darse cuenta, pero ellos no. Aún tenían bien presentes el modo en que su padre llegaba a beber, el monstruo en el que se convertía y las palizas brutales que les propinaba a su madre y a ellos si alguno de los dos intentaba interponerse.

Quizá por eso Inuyasha había prometido proteger a los más pequeños que él y no era extraño que apareciera en casa con animales heridos desde pájaros hasta serpientes, cualquier criatura viva que estuviera siendo lastimada de un modo u otro, encontraba en Inuyasha Taisho la protección que necesitaban.

-¡Inu! –esta vez frunció el ceño y miró a través de la rama del árbol en la que estaba apoyado al pequeño Kouga de cinco años que parecía saber exactamente donde estaba, porque, aunque sabía que era imposible que pudiera verle, Kouga se había dirigido hacia el árbol y miraba hacia la copa-.¡Inu!

Era una jugarreta por parte de Sesshomaru enviar al pequeño para que lo buscara. Su hermano sabía perfectamente que era incapaz de permanecer en el árbol ignorando a su hermano y mucho menos dejar que volviera a casa solo y con los ojos azules tan brillantes que tenía a sus seis años confundidos por que él no hubiera atendido a su llamada.

Farfulló algo entre dientes y empezó a moverse; colocó pies y manos en los lugares adecuados y empezó a bajar por aquel árbol que conocía tan bien, saltando de la rama más baja a dos metros del suelo cuando llegó a ella y aterrizando perfectamente en el suelo frente a Kouga.

-¿Qué? –preguntó malhumorado.

Kouga le miró y le sonrió antes de tomarle la mano como siempre hacía. Adoraba a su hermano mayor. Era cierto que tenía un carácter de mil demonios y que nadie se atrevía a meterse con él ni a gritarle sobre todo si Inuyasha les miraba de forma gélida y fría, la misma mirada que Sesshomaru tenía y que por más que él y Miroku intentaran imitar sólo conseguían poner caras raras que acababan haciendo reír más que intimidar a nadie, era cierto… igual que era cierto que el color de sus ojos, un color parecido a la miel pero más dorados era extraño y que con su cabello negro desordenado a veces parecía un salvaje, pero él sabía la verdad y era que su hermano siempre estaba allí para él.

Inuyasha era quien le abría su cama cuando por las noches de tormenta él empezaba a llorar y era él quien había prometido enseñarle a montar a caballo y quién ya había empezado a tratarlo como un hombrecito enseñándole a pescar. No era malo. Sólo… demasiado reservado. No confiaba en nadie, y de eso, incluso un niño de seis años como él, se daba cuenta. Pero no le culpaba. No podía culparle. Sintió la mirada de Inuyasha sobre él y le sonrió.

-Sesshomaru ha traído a mamá y a Kagome, ¿no quieres conocerla?

Y antes de que Inuyasha replicara nada, el pequeño ya estaba tirando de la mano de Inuyasha hacia el interior de la casa, en medio de aquel hermoso prado y que estaba a diez kilómetros del pueblo; un poco apartado, sí, pero era un lugar perfecto para poder cuidar de los tres caballos que la familia Taisho poseía y que una vez había sido mucho más.

Era una casa grande, de pareces enlaminadas y pintadas de blanco, con puertas y ventanas de marcos blancos también que en verano siempre estaban abiertas y en invierno se cerraban con las fuertes lluvias y vientos y con un techo de tejas rojas que se cubrían en invierno si daba la casualidad de que nevara, con aquella capa blanca que también se extendía por el prado y la senda que llevaba hasta la casa. Un pequeño porche donde había un columpio en uno de los extremos invitaba a sentarse en primavera a tomar un poco de limonada recién hecha. El interior de la casa era tan hogareño como el exterior; muebles de madera de un color suave, paredes pintadas de colores pastel que invitaban a quedarse allí, sofás cómodos de colores sencillos que contrastaban con los vivos de los cojines. Un pasillo se abría cuando entradas en la casa, a un lado, un enorme arco de madera dejaba ver el interior de un cómodo salón, en el lado izquierdo; en el otro extremo, una pequeña sala que servía a la vez como despacho y que era el lugar donde su hermano Sesshomaru solía encerrarse para cuadrar los balances de la casa y a estudiar con la intención de obtener una beca y poder estudiar Economía en la Universidad de la ciudad, cuando fuera lo suficientemente mayor para ello. Al final del pasillo y comunicando con el salón, una cocina, una enorme cocina de muebles negros que siempre olía a pan recién hecho, a bollos y a galletas. A comida de verdad y no a la que habían tenido que comer durante los años en que su padre había estado vivo. Una puerta conducía al porche trasero donde un jardín de lirios y rosas aguardaba a ser admirado. Un pequeño camino conducía hasta los establos, donde tres magníficos ejemplares, tan bien tratados como humanos, habitaban. Tras el hueco de la pequeña sala, una biblioteca se comunicaba con la misma, donde los más pequeños se dedicaban a investigarlo todo antes de que alguno de los mayores los sacaran de allí reprendiéndoles por no ser más cuidadosos con los libros, una de las mayores pasiones de Inuyasha que compartía con su madre.

Las escaleras estaban a un lado del pasillo y, bajo el hueco que estas formaban, un pequeño cuarto de baño en tonos azulados y blancos que siempre estaba impecable. Subiendo las escaleras enmoquetadas de un suave color rojizo se llegaba al piso superior. Tres habitaciones a la derecha, un cuarto de baño más completo que el anterior y dos habitaciones más a la izquierda, una de ellas la de matrimonio con su propio cuarto de baño. Todo decorado con todos suaves que no dañaban la vista. Todo hermoso, delicado, perfecto. Resultaba extraño, sobre todo para Sesshomaru e Inuyasha poder ver tanto color cuando siempre habían vivido en gris.

Dejó que Kouga lo condujese hasta el salón después de colgar la chaqueta en el perchero que había en la entrada e ignorando la mirada de advertencia de los ojos de Sesshomaru que él, se limitó a responder enarcando una ceja, retándole a que dijera algo. Sesshomaru, demasiado acostumbrado al carácter explosivo de su hermano pequeño, se limitó a encogerse de hombros.

-La próxima vez le enviaré a él directamente –se limitó a decir-. Vamos, pasa, mamá está deseando que la veas.

Esa simple frase bastó y los dos hermanos lo sabían. Inuyasha jamás haría nada que pudiera hacer enfadar a su madre. Nunca.

Miroku la observaba desde detrás de su madre, poniendo caras tontas y raras para hacerla reír, él sonrió. Miroku era capaz de sacarle una sonrisa a cualquiera si se lo proponía; era increíble la fuerza de voluntad, en ese aspecto que el niño de ocho años tenía.

Miró a la pequeña escuchando como Sesshomaru entraba detrás de él en el salón y sintiendo como Kouga soltaba su mano, como siempre hacía al llegar a casa, y sentirse protegido y a salvo.

Estaba aferrada a la parte delantera de la blusa de su madre. Sentada en su regazo y mirándolo todo con grandes ojos. Unos ojos marrones, dulces, como el chocolate que tantas veces había tenido que confiscarle a Miroku para que no despertara al día siguiente con dolor de estómago. Era pequeña, tres años, si no recordaba mal era lo que su madre le había dicho que tenía, pero era físicamente pequeña… Frunció el ceño. Delgada y con el rostro blanco dejaba ver unos bracitos delgados que se aferraban con fuerza a la tela de la camisa. El cabello, negro como la noche tenía cierto color azulado, como el río cuando brillaba bajo la luna en verano. Y parecía triste y confundida, incluso melancólica… como si una niña de tres años pudiera recordar algo de su pasado.

La miró fijamente frunciendo el ceño y la niña dejó de mirar a su alrededor para fijarse en él. La mujer le sonrió con dulzura.

-Inuyasha… ven… tienes que conocer a tu nueva hermana…

Desconfiada, temblorosa y triste. Inuyasha conocía aquellos síntomas. Recordó lo que su madre le había dicho antes de hablar con los cuatro para decirles que acogería a esa niña hasta los veinticinco años.

¿Cómo podría alguien pensar siquiera en hacerle las atrocidades que su madre le había contado a una niña tan pequeña?

Se acercó hasta ella y los grandes ojos chocolate le miraron curiosa. Él no se apartó ni se sintió incómodo bajo aquella mirada. Sabía que eran sus ojos lo que atraían su curiosidad. Con Miroku y Kouga también había sido así, incluso Sesshomaru se le quedaba mirando a veces cuando él creía que no lo veía, y se limitaba a sonreírle cuando él le devolvía la mirada indicándole que sabía que le estaban mirando. Ojos dorados… un extraño color. Pero a él le gustaba.

-Mira Inuyasha… nuestra hermana, se llama Kagome –informó Miroku orgulloso.

Tan pronto como el niño de doce años se acercó a la pequeña, ésta, estiró sus bracitos hacia él, en un gesto que indicaba claramente que quería que la cogieran. Inuyasha, instintivamente, lo hizo y se sorprendió de lo poco que la niña pesaba. La pequeña, sonrió y acercó su rostro al pecho del niño donde cerró los ojos unos segundos antes de reír suavemente, llenando el salón con su risa y haciendo reír a Kouga y Miroku también, de forma contagiosa.

Risas. Aquella casa llevaba demasiado tiempo sin una risa sincera.

-Es curioso…-comentó la mujer de la habitación-, no me ha soltado en todo el rato, ni siquiera ha querido que Sesshomaru la cogiese –le sonrió a su hijo mayor-. Pero parece que tú le gustas.

Inuyasha escuchó las palabras de su madre. A él también le gustaba la pequeña.

-Kagome… -susurró él con la pequeña todavía en brazos-. No van a volver a hacerte daño… nunca, te lo prometo… Voy a protegerte siempre.

Y como si la niña hubiera comprendido aquellas palabras, le regaló la sonrisa más maravillosa que el niño había visto en su vida, únicamente comparable a la sonrisa de su madre.

En aquel instante, Inuyasha se juró a sí mismo que iba a mantener esa promesa. Eternamente.