INSTINTO

Por Jocasta de Tebas

Al Capitán Negro, por pensar en la posibilidad que jamás se me habría ocurrido, y a Némesis. por su amor incondicional a Milo.

Y a Arcadia y a Pleasy por su apoyo desde la distancia.


AIORIA

—Ya hemos llegado a la Avenida Dionissius, señor. Son 18 euros y la voluntad.

Aioria rebuscó en sus bolsillos y dejó sobre la mano del taxista un billete de veinte. Se apeó de un salto, cerró la puerta y se echó la chaqueta al hombro para enfilar el sendero que lo llevaría a la entrada oeste del Santuario. El amanecer había pintado de amarillos y naranjas el cielo, y el sol se encargaba de espantar los últimos vestigios de oscuridad. Apolo debía estar de un humor excelente al concederles un nuevo día rebosante de vida, aunque tanta luz contrastaba con su humor, que se agriaba a medida que pasaban las horas.

Se cruzó con un par de borrachos que echaban pestes contra el gobierno griego, pero se ignoraron mutuamente. El León siguió caminando, franqueó el propileo y sacó su pase para enseñárselo al guardia.

—Que Atenea te guarde, Stavros.

—Que así sea, señor. Parece que hará otro día de calor, y eso que aún estamos en abril.

El ateniense le dio un par de chicles y miró hacia la Torre del Reloj, que marcaba las siete de la mañana.

—¿Ha llegado el caballero de Escorpio?

El hombre negó con la cabeza.

—No, señor. Usted es el primero al que he visto desde que inicié mi guardia.

—Gracias, Stavros.

—A sus órdenes —respondió de forma marcial.

Meneó la cabeza, furioso. Milo no sólo se había escaqueado de las guardias, sino que, además, le importaban un bledo las amenazas de Aioria.

—A ver a los cojones de quién te agarras cuando el asesino de dioses te haga picadillo, so gilipollas.

Sintió un gran alivio cuando escuchó sus propias palabras. Aquel amor no correspondido le estaba robando su esencia, y lo convertía en un ser de grises y lágrimas en vez de alguien que transmitía calor y vida. Bostezó y se estiró como el felino que era, y decidió que era tan buen momento como cualquier otro para poner punto y final a su historia con Milo.

"Que se vaya a tomar por culo. O a donde le de la gana. Pero no con el mío".

Una decisión tan importante merecía ser festejada por todo lo alto. Lo primero que haría sería asaltar la nevera y luego tumbarse en la cornisa de Leo para tomar el sol completamente desnudo.
"Espero que Telémaco esté despierto. No quiero armar un estropicio en su cocina".

Las escaleras se poblaron de escuderos y soldados que subían y bajaban con una variedad de órdenes y encargos. Algunos se cuadraron ante él, otros lo saludaron de forma efusiva, y los más cercanos recibieron valiosos consejos paramédicos sobre luxaciones y fracturas. Relacionarse con sus compañeros lo ponía de muy buen humor, por eso Mu lo había elegido como embajador de la maltrecha Orden de Atenea.

"Qué ganas tengo de echarme una buena siesta…".

Sintió la reverberación de las piedras del pórtico de Leo que daban la bienvenida a su hijo más amado. Esbozó una sonrisa mientras cruzaba el pasillo, y a medida que caminaba, el fuego de las antorchas se avivó y la armadura ronroneó en una sinfonía de chasquidos, gemidos y crujidos, como si fuera un enorme gato de metal feliz por ver a su dueño.

—Buenos días a ti también —se despojó de la ropa y caminó hacia la ducha. Su piel aún olía a hembra; la mujer había sido de lo más apasionado en la cama, y estaba seguro que la mayor parte de la planta del hotel disfrutó hasta hartarse de sus gritos y jadeos. Se le dibujó una sonrisa bobalicona en el rostro. No podía evitarlo, estaba hecho para hacer feliz a la gente.

No había dado ni tres pasos en dirección a la cocina cuando sintió una presencia a su espalda. Se giró y se quedó a contemplar la materialización del cuerpo del caballero de Aries hasta que se hizo completamente tangible. Era una técnica que le fascinaba.

—Que Atenea te proteja en este día, hermano —musitó el tibetano sin darle importancia a la desnudez del otro.

Dashi delek, y que así sea —respondió, primero en la lengua natal de su compañero, y luego con la fórmula habitual griega—. Voy a darme una ducha rápida —se metió en el cuarto de baño pero dejó la puerta abierta para seguir con la conversación—. ¿Vienes a llevarte al Pequeño Rey?

El guerrero asintió y se acercó al tótem de Leo con paso tranquilo. Acarició las filigranas del peto y las estudió con detenimiento, caracteres arcanos cincelados por los primeros forjadores. El metal lanzó un chasquido de estática, y el polvo cósmico residente en el ambiente y en las manos del guerrero de la Primera Morada flotó alrededor, reverberando con la vestidura dorada.

—La mantienes en muy buen estado —Mu utilizó una antigua técnica para leer la impronta cósmica de la armadura a través de sus manos. Las colocó en forma de triángulo, con las puntas de sus índices como vértice más alto y los pulgares como base. Generó entonces en su interior un pequeño campo de fuerza que revelaba el estado orgánico real de cada placa. Tras un rato en silencio, asintió con satisfacción—. Y está rebosante de vitalidad.

—Claro, Régulus es mi amigo —contestó Aioria con los rizos mojados y el pantalón del uniforme como única vestimenta—. Me hace sentir importante y útil —se secó el cabello con una toalla y lo invitó a entrar en su recinto privado.

—Eres importante y útil, Aioria —movió los dedos para relajar los tendones tras el esfuerzo—. Lo que me lleva a preguntarte sobre un asunto relacionado con el equipo asignado a Leo. Telémaco me ha comentado que te encargas tú mismo de realizar las labores de mantenimiento del templo. ¿Hay algo que quieras contarme?

—Veinte personas me parecen una barbaridad —gruñó mientras ponía una tetera a calentar; sabía que el té era el símbolo de hospitalidad del pueblo de Mu y le gustaba complacer a sus invitados.

—Es la dotación mínima para una Casa. Órdenes de nuestra señora.

—Está muy bien que Atenea se involucre en este tipo de cosas, pero ¿para qué cambiar lo que funciona? —le comentó mientras servía la infusión—. Me gusta hacer reparaciones, y Telémaco se encarga de llenarme la barriga. Es la simbiosis perfecta.

—La misma que tienes con Milo —contestó tras tomar un sorbo de té.

—Siempre hemos sido amigos —replicó el León de forma brusca.

—Por eso le cubres las espaldas en todo momento: cuando se salta las Imaginarias, cuando saca a golpes a los que se atreven a entrar en su templo en busca de sexo… —Mu jugueteaba con el informe sobre la misión de reclutamiento en Mykonos mientras le enumeraba al Felino las andanzas de su compañero de armas—. Supongo que lo haces porque sois amigos, y este tipo de cosas es lo que se espera de un amigo. ¿Verdad, Aioria?

El caballero de la Quinta Casa apretó los puños. Trató de buscar una excusa para desviar su atención hacia otro tema, pero sabía que no tenía escapatoria. Mu era psíquico, y él demasiado transparente como para intentar engañarlo. Le sirvió un platito con bollos y tomó uno para mordisquearlo, pero lo abandonó al instante. No quería enfrentarse a él porque, en el fondo, no tenía razón para hacerlo.

—Ya sabes que Milo lo ha pasado mal, y sus reacc…

—¡No defiendas lo indefendible, por Atenea! —cortó el alquimista—. Tú lo has pasado tan mal como él, y no te dedicas a saltarte las órdenes cada vez que te apetece.

—¿Vas a encausarlo por haber faltado a una guardia? —el ateniense estaba tan tenso que sus vértebras podrían interpretar la Danza del Sable.

—No quiero llegar a ese extremo, pero si sigue por ese camino, no me quedará más remedio que tomar cartas en el asunto. Sin ir más lejos, ha llegado a mis oídos una noticia que me parece preocupante —Mu dejó la taza vacía sobre el plato—. Hyoga lleva en Atenas más de una semana, pero hasta ayer no se presentó en el Santuario.

—No tenía idea de que Hyoga se hubiera instalado en Acuario antes de la toma de posesión —sabía que la situación rayaba lo vergonzoso, pero aunque el espartano hacía caso omiso a todos sus consejos y amenazas, no sería él quién lo dejara sin coartada.

—Por los dioses, Aioria. Hyoga murió en Acuario —recalcó Mu—. Yo no tengo los arrestos suficientes para impedir que viva en ese templo hasta que vista esa armadura. ¿Tú los tendrías?

El caballero de Leo desvió la mirada en un gesto de incomodidad.

—Sí, tienes razón —confesó—. Pero, ¿estás seguro de que estuvo en el Santuario?

Si el alquimista hubiera tenido cejas, las habría arqueado de pura estupefacción.

—No me tomes por tonto, caballero de la Quinta Casa —lo reprendió con severidad—. Mentir se te da fatal.

—Lo siento, Mu. No pretendía faltarte al respeto.

Se removió en la silla, nervioso. Aquello iba contra su propia naturaleza. El anterior Patriarca y capitán era un hombre desconsiderado y ruin, pero Mu no merecía ese trato.

—¿Me lo contarías si en vez de verme como capitán, lo hicieras como amigo?

Aioria notó cómo el nudo de su pecho se deshacía por completo. No se arrepentía ni de haberle declarado su amor a Milo, ni del paseo por el Santuario junto a él, ni de las risas hasta la zona de copas de Atenas. Había sido un león fiel y amable, su confesor y amante más ardiente, y se sentía bien por haber entregado tanto de sí mismo sin pedir nada a cambio. Aioria era generoso, algo tan innato en él como los rizos rubios y los ojos verdes, pero no idiota. Y estaba comportándose como uno bien grande.

—De amigo a amigo —su rostro se ensombreció. Una parte de él estaba traicionando a Milo, pero se lo merecía, por comecoños—. Por lo que sé tuvieron una…pequeña trifulca.

—¿Por qué no me cuesta imaginarmelo? —Llenó la taza hasta los bordes ante la atenta mirada de Mu, que degustó la bebida con gesto de satisfacción. El Felino se distrajo en elucubraciones sobre las dimensiones de su vejiga, de su próstata, y por último, de sus testículos. El sonido de la taza contra el plato lo sacó de la espiral en la que él solo se había metido.

"Solo me falta el ovillo de lana".

—Y de amigo a amigo —replicó el guerrero de la Primera Morada—, aunque no conozco los prolegómenos de la relación de Milo con el difunto Camus, aún recuerdo cuándo se plantó en Acuario, se fracturó los dedos y el resto de sucesos que vinieron después, incluido su traslado al Undécimo Templo y las discusiones con el paciente Teseo.

—Eso fue antes de la batalla contra Hades —replicó con rapidez.

Mu sonrió de forma enigmática, se inclinó y se acercó al caballero de Leo.

—No es momento para entrar en valoraciones sobre su comportamiento, porque si Atenea decidió que, entre los trece, sólo volviéramos nosotros, sus razones tendrá y no soy quién para cuestionarla. Ahora, te voy a dejar algo bien claro, y queda de tu cuenta el comentárselo a Milo o no —lo miró a los ojos durante un instante, tiempo suficiente para que Aioria se sintiera desnudo—. Pasaré por alto el día de hoy, pero no pienso permitirle ni un acto de insubordinación más. Y si, aún así, decides encubrirle, le harás compañía en el calabozo.

El griego se quedó estupefacto ante la dureza que escondían las palabras amables de su compañero. Habían peleado juntos en más de una ocasión, y aunque reconocía que era poderoso, no se había percatado que bajo su capa de bondad y calma latía un corazón con convicciones tan fuertes y enérgicas como el signo que lo regía. Asintió, aliviado; podría hablar sobre lo sucedido la noche anterior, ya que estaría cumpliendo las órdenes de su capitán.

—Milo ve a Hyoga como un Camus en miniatura —le explicó—. Hyoga llegó a su casa, habló de veneno, de adicción y de que necesitaba una cura, y lo demás ya te lo puedes imaginar.

—¿Sabes si Milo usó Antares? —el alquimista se retorció los nudillos—. Sentí una reverberación cósmica importante, aunque de naturaleza no violenta.

—Sí —reconoció el León.

—¡Por todas las constelaciones! —exclamó—. Debería haber estado en Aries para interceptar al muchacho —se lamentó, visiblemente afectado—. Pero desde que el jefe de logística decidió, sin consultarme antes, que el taller estaría mejor en la antigua residencia patriarcal, me paso más tiempo subiendo y bajando las escaleras que trabajando. Espero que ahora entiendas por qué me teleporto tan a menudo.

Aioria comprendió por qué a Mu no le gustaba la nueva ubicación de su lugar de trabajo. En el patio del templo Patriarcal había muerto Atenea tras clavarse la daga de oro. En su interior, Milo ajustició a Kanon con sus catorce Agujas Escarlatas. Saga había abierto un cráter en el suelo de la Sala de Los Doce con uno de sus ataques a distancia y aún se notaban las marcas. La innumerable cantidad de improntas violentas debía constituir una agonía para la mente del alquimista.

—Quizás debas quedarte en Aries de forma definitiva —comentó el ateniense—. La reconstrucción lo ha dejado como nuevo.

—La restauración ha quedado perfecta, sí, pero las piedras continúan con el aura ensombrecida. Todavía puedo sentir la colisión cósmica de mi maestro contra el viejo maestro de Libra —el tibetano se levantó, dando por finalizada la conversación—. Espero que los nuevos sellos sean más efectivos y que pueda hacer el traslado lo más pronto posible.

—En cualquier lugar donde estés harás un buen trabajo. Como alquimista y como capitán, sabes que tienes mi apoyo.

El caballero de Aries asintió con un deje de rubor, como si no supiera cómo encajar un cumplido.
—Te agradezco la confianza. Pero aún queda mucho trabajo por hacer; no podemos bajar la guardia.

Cruzaron el pasillo hasta llegar al pórtico. Allí, el sol bañó a su hijo más amado y la piel del griego brilló mientras su cuerpo se recargaba de energía bajo la atenta mirada del tibetano, que cubría su cuerpo con un manto violeta.

—¿Por qué la armadura de Acuario?

No pudo detener su propio torrente de voz, quizás porque el sol había despejado todo recuerdo de la noche anterior. Mu lo miró como si estuviera esperando esa misma pregunta.

—Barajo algunas hipótesis sobre la conveniencia de que sea Hyoga el primero en ser ascendido a caballero de oro en detrimento de los otros jóvenes de bronce. ¿Te apetece oírlas? —le preguntó, esbozando una tímida sonrisa.

—Puedo acompañarte hasta Aries si lo deseas.

—Vamos, entonces.

Descendieron el primer tramo de las escaleras situadas entre Leo y Cáncer hasta llegar a uno de los descansillos. Una vez allí caminaron hacia la gruta que daba paso al entramado de pasadizos subterráneos excavados en la roca. Miraron hacia ambos lados por si algún aprendiz despistado los veía, pero estaban completamente solos. Mu desactivó el sello de protección y ambos caballeros franquearon el umbral, que estaba completamente a oscuras. Aioria colocó la mano extendida sobre un antiguo control esculpido en la piedra y dos filas de antorchas iluminaron el pasillo encendiéndose a la vez. El sello volvió a activarse con un siseo, y el lugar quedó preservado de la curiosidad de los jóvenes de rangos inferiores.

—Es la primera vez que cruzo desde… ya sabes.

El alquimista caminaba a su lado, con paso tranquilo y firme. Cuando llegaron a la primera de las bóvedas que hacían de cruce de caminos, se detuvieron. Un hilo de agua caía desde lo más alto, y había borrado parte de un fresco que representaba un cielo de verano antiguo, con los nombres de las constelaciones escritas en sumerio. El olor a humedad era intenso y el eco de las gotas retumbaba como los pasos de un gigante.

—Elegimos Acuario por una razón muy simple: Shiryu acaba de ser padre recientemente, por lo que Libra queda descartada; el joven Shun no comulga con la ideología de la Casa, y aunque la propia vestidura lo cubrió en los Elíseos, no podemos ignorar las tradiciones de Virgo —añadió—. Para Leo existe otro postulante, Ikki, pero tú no has presentado tu renuncia, así que no hay lugar para él en el templo.

—¿Y Seiya? Haría un gran papel como Sagitario. Nadie mejor que él para suceder a mi hermano.

—Lo sé, pero Hades le infligió una herida divina que ni los médicos ni nuestra señora han sido capaces de curar.

Aioria clavó los ojos en los de su compañero, visiblemente preocupado.

—Nadie me informó de que aún estaba convaleciente —gruñó—. ¿Cuál es su estado actual? —manoteó, ofendido—. ¿Estás seguro de que no tiene cura? —hablaba de forma atropellada—. Quiero ayudarlo, aunque signifique desplazarme a Japón. Ya sabes que no sería la primera vez que voy a ese p….

—Seiya se encuentra bien —el rostro de Mu se dulcificó—. No te preocupes, está en las mejores manos.

—¡Pero yo quiero ayudarle, joder!

El alquimista le puso la mano sobre el hombro y asintió, tranquilizándole.

—Te doy mi palabra de que tendrás tiempo para ayudarle. Confía en mí.

—Nunca le importó que yo fuera el hermano de un traidor. —El griego miró al frente y suspiró. Recordó los ojos inocentes y decididos del joven, su tesón y sacrificio—. Me miraba como si tuviera frente a él a un héroe.

Guardaron silencio. El tibetano activó el panel enclavado en la roca y la plancha de piedra maciza se desplazó hacia un lado con un fuerte siseo, dejándoles el camino libre. Frente a ellos, el nuevo templo del Carnero Dorado refulgía bajo el sol primaveral y su pórtico invitaba al cobijo. Lo alcanzaron seguidos de escuderos y aprendices; Aioria oteó el horizonte en busca de Milo mientras Mu despachaba varios mensajes que requerían de su atención. No obtuvo resultados.
"Sigue sin aparecer. Lo voy a desencuadernar".

—Cuando mi maestro era Patriarca —se situó al lado del León y observó las ruinas que se extendían ante sus ojos, piedras milenarias cubiertas de polvo e historia—, una facción de caballeros que se oponían a las relaciones sexuales entre soldados de distinto rango se alzaron en armas. Estaban liderados por el primero de los Shura, el que decían que había masacrado a las amazonas en el campamento de Pirineos. ¿Lo recuerdas?

—Cómo olvidarlo —musitó el griego con hastío—. Era un tipo zafio y mal encarado. Muy distinto al segundo, aunque fuera… el ejecutor de mi hermano.

—Ya que nuestra señora pretende hacer una labor aperturista, creo que es muy buen momento para abolir tradiciones tan arcaicas como el voto de celibato. No quiero decir que tenga que convertirse en algo prohibido; en última instancia, dependerá del propio Hyoga si quiere continuar con esa costumbre o relegarla al olvido.

—Sé que cada casa tiene sus secretos y sus historias, pero, ¿un voto? No lo entiendo —profirió el León—. La virginidad de un caballero no tiene que ver con su capacidad de sacrificio o su valía como guerrero. Me parece una soberana estupidez.

—La Casa de Acuario siempre ha sido diferente a las demás —explicó Mu, con los ojos clavados en el horizonte—. Nosotros custodiamos templos de planta cuadrada o rectangular, pero la de ellos es redonda.

—Sí. El templo monópteros —contestó el ateniense como un discípulo aventajado—. Recuerdo las lecciones de arquitectura de Aiolos —sonrió con nostalgia—. Doble columnata, planta redonda, óculo en el techo para que la luz fuera refractada por los cristales de hielo en suspensión… es como si hubieran pasado mil años.

Mu asintió.

—No sé si el crío funcionará como Acuario —prosiguió Aioria—. Tampoco sé si es buena idea el que se desprenda de Cygnus y opte por una armadura dorada, a pesar de que Ganímedes lo ha reconocido como heredero de Camus.

—Sólo el tiempo puede darnos la razón de lo correcto o no de nuestras acciones.

—Palabrería —replicó Aioria—. Si los chavales fueron capaces de acabar con Hades, es porque consiguieron cruzar el espacio interdimensional, así que somos los menos indicados para separarlo de una armadura que pagó con sangre —lo señaló con el dedo—. Tengo razón, Mu. Reconócelo.

—La tienes, no puedo negarlo. Pero la élite de la Orden está formada por las vestiduras doradas. Y hasta que todos los templos tengan custodio, la guardia de Atenea continuará incompleta. Hyoga tendrá que buscar un sucesor.

El tibetano se dirigió hacia una pila de cajas y abrió algunas. Contempló con satisfacción sus nuevas herramientas estelares.

—¿Lo enviarás a Siberia? —preguntó el griego, husmeando como un gato curioso—. ¿Al culo del planeta, igual que hicimos con Camus, y con el maestro de Camus antes que él y así hasta el violador de Casandra?

Mu lo miró a los ojos.

—Ni siquiera se ha vestido como Acuario, Aioria —sonrió—. Primero veamos cómo se desenvuelve en su nueva ubicación. Pasará de vivir en una cabaña a dirigir un templo, no será una transición fácil. Cygnus reposará en el templo con su dueño legítimo. Más adelante…ya decidiremos qué hacer con ella.

El griego lanzó un bufido desaprobatorio como contestación.

—Me hago cargo de tus dudas —respondió Mu—, y las tendré en cuenta —le extendió un papel con las fórmulas arcaicas de juramentación—. Dale esto a Milo cuando lo veas.

Aioria tomó el pergamino entre sus manos y suspiró.

—Cuando todo esto termine —dijo, refiriéndose a la jura del cargo—, me gustaría disfrutar de unos días de permiso. Iré a Japón a ver a Seiya.

—Por supuesto —el alquimista mostró una sonrisa enigmática que se heló cuando vio a la delegación de KidoLOGIC subir las escaleras—. Ah, mis obligaciones me reclaman —se encogió de hombros y emprendió la marcha—. Que Atenea te guíe en este día, amigo mío.

—Que así sea —y el León se dirigió hacia los campos de entrenamiento.

Tampoco encontraría a Milo en ese lugar.


HYOGA

Una mano invisible tiró de él con fuerza y lo sacó del estado onírico en el que se encontraba. Se quedó boca arriba, lánguido y satisfecho, mientras disfrutaba de la cercanía del joven que dormitaba a su lado. La luz se abría paso a través de las cortinas, como un amante furtivo que buscara deleitarse con la desnudez de ambos cuerpos. Giró la cabeza y contempló el rostro de Sócrates Venizelos, que descansaba tras el combate lujurioso de la madrugada. Hyoga se estremeció al comprender que la sensación de acostarse con un hombre era más placentera de lo que había imaginado.

"Me encanta que me follen. Camus debe estar revolviéndose en su tumba".

Se levantó con cuidado y caminó hasta el cuarto de baño. Tras la pasión llegaba la calma, y con ella tomaban relevancia una multitud de detalles que horas antes se le habían pasado por alto. Hyoga se percató de la gran cantidad de fotografías que decoraban las paredes, enmarcadas algunas, clavadas con chinchetas la mayoría. Se asemejaban a un tapiz de contenidos, de retazos de vidas anónimas o de momentos históricos, capturados en distintos puntos del planeta. Cada imagen representaba un instante único, y la mayor parte de ellas poseían tal plasticidad y belleza que invitaban a la reflexión. Una de ellas retrataba a un soldado en mitad de un conflicto bélico, con el arma en una mano y un teléfono móvil en la otra. Se vio a sí mismo en aquel desconocido, con la armadura de Acuario sobre su cuerpo y una multitud de periodistas revoloteando a su alrededor.
Se asomó al espejo y buscó algún indicio que reflejara que horas antes había gritado de placer, pero su aspecto era el mismo de siempre.

"Creí que se me notaría. Como cuando me masturbaba en Siberia".

Abrió el mando de la ducha y dejó que el agua resbalara sobre su piel. No quería volver al Santuario pero debía hacerlo, aunque eso significase enfrentarse al Escorpión. Se lo imaginó hecho una furia, increpándole por su comportamiento lascivo y asegurándole que a lo único a lo que podía aspirar era a que le pegara un buen polvo. Se agarró el pecho y tosió al comprender que sus quejidos y sus besos pertenecían al espartano, a pesar de que lo había rechazado hasta el punto de abandonar su propio templo.

"¿Tú lo sabías, maestro? ¿También te hizo pasar por lo mismo, y por eso me previniste de él?".

—¿Hyoga? ¿Te encuentras bien?

Los ojos de Sócrates eran el fiel reflejo de su alma sincera y preocupada en asuntos mundanos, ignorante de las maquinaciones de los dioses. El ruso lo abrazó con fuerza y se pegó a su cuerpo, tratando de dejar atrás esos pensamientos que se hacían más fuertes a medida que se acercaba el momento de aceptar su destino. Se besaron apresurados, mientras los sexos chocaban en una pugna lasciva, despiertos y listos para la invasión.

—Buenos… días —jadeó el griego.

Se giró y frotó sus nalgas contra el pene de su amante, que gimió ronco y alojó de inmediato sus manos en la erección de Hyoga. Cerró los ojos y buscó su boca, que devoró al instante mientras se deleitaba con los jadeos del hombre que se movía ansioso contra su cuerpo. Sintió una seguridad en sí mismo arrolladora, potenciada cuando el griego volvió a penetrarlo con el vigor de la noche anterior. Se movió como una serpiente, prodigándose en quejidos en la boca del otro, que lo taladraba enloquecido. La sensualidad que tantas veces había apagado entre los hielos siberianos hizo el resto, y Sócrates Venizelos volvió a llenar de calidez el interior de Hyoga Dirchenko, que gruñó bajo el agua como una bestia satisfecha.

—Y ahora te serviré un desayuno digno de los dioses ¡palabra de griego!.

Lo miró a los ojos, con una sonrisa de felicidad que arrancó una risotada a su compañero.

—Gracias —respondió mientras terminaba de asearse. Ya fuera de la ducha, tuvo tiempo de comprobar si le había quedado algún vestigio de la actividad a la que se había entregado con tanta pasión, pero no encontró ni rozaduras ni erosiones.

"Creí que… estaría… dolorido. Escocido. Herido".

Dejó el tema aparcado y caminó hacia la cocina. Sócrates lo esperaba con un almuerzo variado y una sonrisa en los labios.

—Dime, Hyoga de Siberia, ¿a qué te dedicas? —le sirvió un trocito de mousakka y un emparedado que el ruso no fue capaz de identificar pero que se comió con apetito voraz.

—Soy soldado —le contestó—. Un soldado especializado, por así decirlo ¿Y tú? —lo miró con la esperanza de no seguir hablando sobre su persona.

—Yo soy reportero gráfico. Los fotógrafos de antes, ya sabes —respondió con orgullo—. He cubierto un par de conflictos bélicos que me reportaron algún que otro premio —se levantó y le mostró las imágenes, recogidas en un álbum de piel—. Pero ese tiempo pasó. Ahora cubro otro tipo de eventos más… lúdicos y menos peligrosos —sonrió—. Hace tres años que envié mis trabajos a National Geographic y ahora me tienen en nómina. ¿Conoces la revista?

Hyoga dejó el tenedor a un lado del plato y se llevó la mano al muslo, que temblaba sin parar. Sabía que la prensa gráfica estaría presente en la jura de su cargo, pero hasta ese instante no fue consciente de la cercanía del acontecimiento. No le importaba dejar la reserva y volver a estar en activo, pero le aterraba el hecho de hacerse relevante para la opinión pública.

—Sí —respondió, intentando mostrar una tranquilidad que no tenía—. ¿Tienes algún trabajo en perspectiva? —si seguía por aquel camino se quedaría terriblemente delgado, pero era incapaz de comer un bocado más.

—Esta tarde tengo que ir a… —encendió su agenda electrónica y comprobó el lugar— sí, aquí lo tengo. Avenida Dionissius. Justo a las faldas del Partenón. La invitación decía algo así como "increíble" y "espectacular". Me muero de curiosidad —reconoció.

Hyoga sintió cómo se le agolpaba la sangre a las mejillas. De todos los hombres de Atenas, se había acostado con uno de los fotógrafos que cubriría el momento más emotivo de su vida como soldado de las huestes de Atenea. Las sienes le palpitaban con un endiablado ritmo de tambores de guerra; su lengua se volvió metal líquido y sus venas, un incendio incontrolado. El mundo se convirtió en un lugar frío y oscuro, aunque algo en él había cambiado. Era, quizás, el hecho de haberle entregado a otro hombre lo que le correspondía por derecho a alguien que no había tenido las agallas suficientes para tomarlo. Sacó fuerzas de flaqueza y apretó los puños, sobreponiéndose a una situación de la que estaba harto. Milo podría hacerle la vida imposible pero él era el caballero del Cisne, y próximamente el dueño del templo de Acuario. Le plantaría cara, se enfrentaría a él y si llegaba a darse el caso, lo golpearía. Se secó el sudor del rostro con la manga de la camisa y miró a su amante, que estaba muerto de preocupación.

—Esta tarde presenciarás el juramento de fidelidad a la casa de Acuario del caballero del Cisne, en el recinto patriarcal de la muy antigua Orden de Caballería de Atenea —recitó, como si lo estuviese leyendo—. Se trata de un momento único porque, hasta ahora, Atenea jamás se había mostrado a la opinión pública. Ni ella ni sus guerreros. Y yo, Sócrates —finalizó, con la mano en el pecho y la voz llena de orgullo—, soy el próximo caballero de Acuario, protector y custodio del Templo de la Vasija.


MILO

El sol ya había llegado a su cénit cuando Milo abrió los ojos. Frente a él, la ciudad bullía de actividad; cientos de turistas cruzaban hacia la estación de autobuses Omonoia pertrechados con máquinas de fotos y bolsas de recuerdos, más interesados en las ruinas arqueológicas que en los indigentes que dormitaban en las esquinas. Dos trabajadores del servicio de limpieza municipal amontonaban cartones y obligaban a los pedigüeños a buscar otro lugar para descansar.

—¡Arriba, bellas doncellas! —el más bajo miró al Escorpión con desprecio mientras le daba pataditas con la punta de la bota—. ¡Apolo os bendecirá con una vida larga y llena de comodidades!

El griego no le contestó. Estaba más ocupado en agarrarse la herida del abdomen que en decirle cuatro cosas a aquel ignorante sobre dioses y bendiciones. Cojeó hasta el interior del callejón y se abrió la camisa. El corte no mostraba indicios de cicatrización, y la piel de alrededor empezaba a ponerse morada y le ardía como si estuviera sumergida en alquitrán hirviendo.

"El veneno no está trabajando. Debe ser por la mierda que me tomé anoche. Sí, eso debe ser".

Apretó la herida para ver de qué color era la sangre, pero el dolor fue tan intenso que terminó de rodillas y maldiciendo la hora en la que se había puesto a comerle la boca a aquella zorra.

"Debí comérsela a Aioria. Es mucho mejor estar pegado a una pared lleno de arañazos que apuñalado y entre contenedores de basura. Que las Parcas me lleven por ser tan idiota".

—Me gusta.

Giró la cabeza y se encontró con unas botas negras que habían conocido días mejores. Su dueño estaba de pie y lo miraba entre curioso y divertido.

—Me gusta —repitió, con un acento mezcla de eslavo y griego.

—¿Te gusta? —Milo pegó la espalda contra la pared y buscó una vía de escape de forma instintiva. La encontró tras los contenedores de basura orgánica; un callejoncito que desembocaba en una de las arterias principales de la ciudad—. ¿Qué es lo que te gusta?

El hombre se agachó y sonrió; era alto y fornido, con una llamativa colección de cicatrices y quemaduras en el cuello y pecho, y algo que contrastaba con lo pobre de su atuendo: tres dientes de oro.

—Tu cruz— La mano encallecida acarició el emblema cristiano con cuidado. El dibujo de una serpiente sobre dos cuchillos cruzados destacaba entre el pulgar y el índice.

"Por Atenea. Cómo me suena ese tatuaje".

—Dámela.

El espartano se incorporó lentamente, ignorando el dolor de su abdomen. Aquel tío olía y vestía como un indigente, pero sus movimientos eran precisos y coordinados. No encajaban con el hedor a bebida barata que despedía su ropa.

—De puta madre, tío. A mí también me gusta —le contestó—. Por eso la llevo.

"Y con todo lo que me ha pasado con su dueño, como que te la voy a dar. Claro que sí. Anda y jódete, puto cabrón".

—Dámela —insistió.

—Solo si me la chupas un rato —replicó con una sonrisa altanera, mientras se preparaba para salir corriendo. Enfrentarse a otro civil era lo que menos necesitaba, aunque el tipo estaba pidiendo a gritos que le pegaran un buen par de hostias.

—Dámela, niñato —ordenó el indigente—. Ahora.

Milo se lanzó sobre una pila de cartones llenos de desperdicios en el preciso instante en el que el vagabundo extraía un cuchillo de entre sus ropas y lanzaba un tajo que terminaría clavándose en la pared. Sacudió la cabeza para despejarse; el veneno no estaba funcionando a la velocidad acostumbrada y tenía los sentidos embotados.

"Todo esto debe ser parte de la venganza de ese hijoputa Culo Helado por no haberle pegado la follada del milenio. Por no haber saciado sus malditos instintos".

El hombre extrajo el arma de la pared y la paseó de una mano a otra, tratando de intimidar a su víctima. Milo agarró la tapa de uno de los contenedores metálicos y la esgrimió a modo de escudo, pero el cuchillo bokërse abrió paso a través del contrachapado y estuvo a punto de alcanzarlo. El indigente lanzó una carcajada sádica; era fuerte y ágil, no tenía miedo y se veía ganador en aquella contienda.

—¡Todos vosotros, griegos de mierda, maricones, no tenéis ni puta idea de pelear! —le gritó—. ¡Te voy a enseñar modales, pequeño cabrón! —aulló entre carcajadas—. ¡Pero antes me voy a divertir un rato contigo!

Lanzó tajos a izquierda y derecha, sin dejar de avanzar hacia el Escorpión. Milo sabía que aquella situación se volvería insostenible en cualquier momento, y que no debía usar su cosmos contra un civil, por muy capacitado que éste estuviera para matarlo. A su espalda se amontonaban los contenedores de papel, vidrio y material orgánico, y la única opción viable era la de salir corriendo. Sin pensarlo dos veces, le lanzó la tapa del bidón a la cabeza, tomó impulso y saltó por encima de las cubas más bajas para subirse a las del fondo, ignorando el dolor agudo que se había extendido hacia la ingle y el muslo derecho. El aprendiz de Rambo lo perseguía como una bestia enfurecida, mientras echaba espumarajos por la boca.

"¿Dónde está el hijoputa del bate de anoche? ¡Ahora es a mí a quién quieren darle por el culo, joder! ".

Se escabulló entre los cachivaches de otro indigente y llegó al final del callejón, que moría frente a la Nueva Estación de Autobuses. Los transportes llegaban y partían repletos de inocentes, y un buen montón de civiles hacían cola frente a las taquillas. Meterse en aquel lugar no era buena idea; su aspecto distaba mucho de lo que se espera de un caballero, y hedía a vómito y a suciedad.

"Los guardias de seguridad me detendrán con esta pinta y me ficharán. No. Impensable".

Barajó las opciones con rapidez: a la derecha comenzaba la calle Stadiou, llena de bancos, boutiques y hoteles y finalizaba en Syntagmatos, la plaza donde residía el presidente de la república griega. Dirigirse hacia allí era como escapar de la sartén y caer en las brasas, así que se decidió por girar a la izquierda. Podría buscar alguna otra bocacalle con edificios deshabitados para esconderse, ya que su perseguidor no tenía visos de querer abandonar el juego.

"Este tío tiene experiencia militar. Si sigue por ese camino, alguien saldrá herido. Yo mismo, por ejemplo".

Inflamó su cosmos para imponer velocidad a sus pasos, y cruzó la carretera sorteando coches y motos. El vagabundo increpó a varios motoristas, pero logró pasar segundos después, deteniendo parte del tráfico. Milo buscó un lugar apartado de la muchedumbre en una callejuela adyacente, pateó una puerta desvencijada y subió las escaleras del bloque de viviendas lo más rápido que pudo.

"De todos los cabrones que duermen en Atenas y me tiene que tocar a mí el loco desertor. Qué puta suerte la mía".

Ignoró las puertas numeradas de cada piso y buscó el camino hacia la azotea, mientras la pierna se le empezaba a acalambrar. Su cosmos estaba entorpeciendo aún más su recuperación, pero necesitaba mantener toda su atención en la huída. Ya se ocuparía más delante de coserse los puntos y de descansar.

"Vamos, vamos, ¿dónde cojones está la puta puerta de la azotea?".

La encontró al final de un largo corredor de moqueta y madera astillada. Un tragaluz con el cristal roto por el que entraban los rayos del mediodía llenaban de luces y sombras el lugar. Milo buscó el pestillo que la mantenía cerrada sin éxito; la mano le temblaba y su pulso oscilaba enloquecido. Que su perseguidor hubiera comenzado a subir las escaleras y se acercara a pasos agigantados no ayudaba a mantener la calma. Hastiado, el espartano pegó varias patadas a la portezuela pero ésta aguantó de forma estoica.

"Puta puerta. ¡Abrete, joder!"

Giró la cabeza y vio al tipo correr como un toro enfurecido hacia su posición, mientras profería todo tipo de insultos en su idioma natal. Milo comprendió que la situación era extremadamente delicada puesto que su vida correría serio peligro si aquel loco lo atrapaba, ya que tenía la fuerza suficiente para dejarlo gravemente herido. Debía concentrarse en aumentar la intensidad de su cosmos: una vez alcanzara el Séptimo Sentido, le dispararía una ráfaga de Agujas Escarlatas y el mendigo sería historia. Una historia completamente olvidable.

"He agotado mis vías de escape. Lo noquearé y me largaré, y le diré a Mü que fue un caso de fuerza mayor. Seguro que esa oveja cabrona me deja redactando informes en un cuchitril durante todo lo que me quede de vida".

El hombre se había despojado de la casaca y en la camisa, de corte militar, se veían varias insignias. Milo tragó saliva; tenía ante sí a un soldado de las fuerzas especiales de la antigua Yugoslavia.

"Si lo mato me pudriré en las mazmorras del Santuario. Atenea, te juro que no volveré a tocar un coño, ni a aspirar ningún polvito blanco. Incluso hablaré con Hyoga. Atenea, por todos los dioses… envíame una señal".

—Ya no eres tan valiente, ¿eh, putito? —Escupió con una enorme sonrisa dorada y marfil—. Ven, agáchate y cómemela —el militar jugó con el cuchillo como si fuera una navaja, pasándoselo de una mano a otra, a pesar de sus dimensiones—. Te voy a enseñar lo que es un hombre. Uno de verdad.
Se llevó la mano al cinturón y se lo desabrochó. Sus ojos, tan fríos como la maldita estepa siberiana, tenían un brillo febril, producto de la excitación.

—Vale, vale, como quieras —replicó Milo, con los brazos levantados—. Ha sido una tontería pelearnos por una mariconada así. Acércate, que te voy a hacer la mamada de tu vida.

—Y luego te voy a reventar el culo —replicó el indigente—. Por obligarme a correr detrás de ti.

El griego no esperó más. Elevó la velocidad cósmica hasta el paroxismo y llamó a la Aguja ignorando el dolor que le atravesaba la cadera. Experimentó un extraño ardor, como si la herida le supurara alfileres desde el hueso hasta la rodilla, y toda la zona estuviera en carne viva. Esperó a ver el color rojizo de su ataque alumbrando su mano, pero en su dedo no apareció nada.

"…".

Volvió a invocar la Aguja. Otro pinchazo en la cadera lo obligó a toser y a inclinarse de dolor.

"… Por la putísima madre que parió a Hyoga y a todos los Culos Helados. ¡No tengo poderes!".

—¿Qué cojones estás haciendo? —el hombre lo agarró de la melena y lo obligó a inclinarse—. ¡Te he dicho que chupes, hijo de la gran puta!

El militar sacó una pistola de algún lugar de su hedionda vestimenta y le clavó el cañón en mitad de la frente. El arma estaba fría, y la piel quedó tatuada como si fuera un hierro para marcar al ganado.

"… Bueno, Milo. Esto debe ser el final. De rodillas frente a un cabrón descerebrado. Qué lástima de renacimiento desperdiciado, cojones".

Tuvo una visión de Camus joven, contemplando la espada de su cuarto mientras él lo espiaba desde la puerta. Luego otra de Aioria, riendo en la arena, tras una sesión de entrenamientos. De Niklas y Calíope. De su madre y de su padre. De Anterón. De Perséfone con Aiolos, paseando a la pequeña Atenea. De Dominic, el cabrón que lo rompió en pedazos. De Saga. De Kanon arrodillado frente a él, con Atenea ya adulta, gritando su nombre. De los cuerpos que había follado y los que le quedaron por follar. De Hyoga.

"Pero antes te voy a dejar eunuco. Yo chupo las pollas que me apetecen, no las que me obligan".

Lo agarró de la entrepierna y la estranguló hasta que los dedos se le quedaron blancos. El indigente apretó el gatillo pero la bala sólo le rozó el hombro; Milo había tenido tiempo suficiente para rodar por el suelo, aunque no fue suficiente. Se había quedado pegado a la pared, la ventana quedaba demasiado alta para saltar por ella y el cabrón de las pelotas de acero bloqueaba la otra salida con su cuerpo. El órdago le había salido mal, puesto que lo siguiente que sintió fue el cañón de la pistola metido en la boca.

—Di adiós, griego de mierda —escupió con asco—. Vete a reunirte con tus amigos maricones.

Alzó la mirada, buscando una señal que le impidiera dejar el mundo de los vivos de una forma tan poco honorable, pero no encontró más que unos ojos de hielo puro, que ardían como ardían los de Milo en cada contienda en la que había participado. Era la adrenalina, la droga más fuerte que había probado, y de la que era adicto.

—Suéltalo.

Milo gimió con el cañón aún en la boca, preguntándose quién podría ser tan idiota como para meterse en una refriega como aquella. No podía ver al dueño de la voz, aunque el acento se le hizo conocido, y la calidez cósmica que emanaba del recién llegado fue suficiente como para que la Aguja reaccionara.

—Lárgate, marica amarillo, y vístete como un hombre. Con esos pantalones pareces un fantoche.

—No te lo voy a repetir. O lo sueltas o disparo —replicó el muchacho.

La distracción sirvió para que el espartano pudiera asestar cuatro aguijonazos en la muñeca a su agresor, que se quedó desarmado al instante. La pistola voló hacia la pared y rebotó, cayendo entre las piernas del hombre, que aullaba de dolor y se agarraba el brazo. El griego se ovilló y rodó por el suelo en busca del único espacio que había libre, con tan mala suerte que el cuchillo voló hacia él, con la fuerza e inclinación necesarias para descabellarlo y matarlo.

¡Meteoros de Pegaso!.

Seiya lanzó una ráfaga de microgolpes que dejó al militar fuera de combate. Luego, se acercó a Milo, que maldecía a dioses y a hombres por haber sido salvado por otro maldito caballero de bronce.

—¿Eres tú, Milo? —le tendió la mano mientras con la otra sacaba su móvil de la mochila.

—Se…iya —contestó el Escorpión, entre avergonzado y furioso—. Lo tenía todo controlado —mintió—. Informa a la Policía. Es un militar bastante peligroso.

—Creí que eras un civil— le respondió—. Si llego a saber que eras tú, no habría intervenido. Te ruego que me disculpes.

—No, no importa. ¿Qué haces en Atenas? —preguntó mientras se sacudía la ropa. Se percató de que su indumentaria, adornada con restos de vómito y sangre, no era la más adecuada, pero el japonés no dijo nada. Marin lo había entrenado muy bien.

—Estoy aquí para asistir a la ceremonia de juramentación de Hyoga —marcó el teléfono de emergencias e informó de un incidente del que había sido testigo. Milo se quedó impresionado: el joven Pegaso, paradigma de la justicia, el honor y el deber, era capaz de fabricar una mentira de proporciones épicas y hacerla creíble en pocos segundos.

—¿Y luego te marcharás a Japón? —le preguntó. Lo notaba cambiado, más adulto y tranquilo. Mucho más espigado, elegante y atractivo de lo que recordaba.

—No —contestó con una sonrisa sincera—. Voy a postular para quedarme en Sagitario. Quiero ser el sucesor de Aiolos.