Mientras un sol devastador deshacía en polvo la cubierta; la prisionera, atada al palo mayor, respiraba lentamente, sedienta y cansada. Vestía una camisa blanca, unos pantalones de hombre, y el pelo rizado caía tapando su cara.

De pronto, notó como una mano la tomaba del mentón y tiraba de él para levantarla la cabeza, reparó en que las cuerdas que la sujetaban se aflojaban, y antes de desvanecerse solo alcanzó a ver unos brillantes ojos negros.