Los personajes no me pertenecen ni consigo nada usándolos.

LUNA ROJA

Por Catumy

La anciana Kaede entró a su cabaña después de contemplar el cielo largo rato. La sensación de peligro no la había abandonado desde que vio el color que la luna tenía esa noche. El rojo era sinónimo de sangre, de muerte. El quien, el donde, eran imposibles de saber. Y ella, cansada y anciana, poco podía hacer para detener al destino. Hubiera sido diferente siete años atrás, cuando todavía era capaz de crear enormes barreras espirituales que protegían la aldea, o cuando podía contar con Inuyasha y sus amigos para ayudarla. Pero en esos momentos estaba sola. Y los años no habían pasado en balde.

Escuchó un golpe seco cerca de su cabaña y sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Luego, el sonido de un objeto cortando el aire para, finalmente, quedarse clavado en la pared exterior de su cabaña, haciendo saltar una gran cantidad de astillas. Kaede reunió las fuerzas de su envejecido cuerpo y retiró la esterilla que hacía las veces de puerta. Después salió al exterior y buscó a tientas que era lo que se había incrustado en la pared. Unas nubes ocultaban la luz de la luna y su vista había empeorado con los años. Tanteó con la mano hasta dar con el objeto, que tenía una forma conocida para ella: el Hiraikotsu de Sango.

Una sensación de peligro inminente aguijoneó su nuca, haciendo que se estremeciera. Su respiración comenzó a agitarse al sentir como alguien estaba al acecho, pero ¿Quién o qué? Sus facultades espirituales tampoco estaban en su mejor momento. Sintió como una fina capa de sudor frío le mojaba las ropas. A pesar del miedo que comenzaba a apoderarse de ella, Kaede hizo acopio del valor que le quedaba y cerró los ojos para concentrarse en las señales de su entorno. Las nubes le impedían una correcta visión pero todavía conservaba sus otros sentidos y, sobretodo, la experiencia como sacerdotisa adquirida durante años.

La noche estaba silenciosa, no se oía ni tan siquiera el habitual sonido de los insectos. La dirección de la suave brisa nocturna la mantenía resguardada de posibles depredadores aunque, si la sensación de que la estaban vigilando era correcta, fuera quien fuera sabía muy bien donde encontrarla, sin necesidad de seguir su olor.

Volvió a abrir los ojos. El instinto que nunca le había fallado tampoco lo había echo en esa ocasión. Algo o alguien estaba justo a su espalda. Lamentó el haber cometido el terrible error de salir de la cabaña desarmada. Se volvió lentamente, procurando no hacer movimientos bruscos que pudieran provocar al misterioso atacante.

- Kaede… - murmuró cerca de ella una voz gutural, casi demoníaca.

La vieja sacerdotisa reconoció la voz, aunque el extraño tono empleado le era desconocido. Las nubes apenas dejaban pasar la luz de la luna, por lo que todo lo que podía ver, y a duras penas debido a su falta de vista, era los destellos plateados de una larga cabellera y unas ropas rojas.

- Inuyasha… eres tú – murmuró ella casi sin voz.

Intentó vislumbrar los ojos del hanyou sin éxito, ya que éste mantenía la cabeza lo suficientemente baja como para que su flequillo se los cubriera. Luego, con su intuición gritándole que se alejara, miró hacia las garras Inuyasha. Estaban cubiertas de sangre. Y con una de ellas, sujetaba un pequeño cuerpo inerte que no le era desconocido en absoluto. Con el cuello fracturado entre las potentes garras del medio demonio, yacía el pequeño Shippo, a cuyo cuerpo no le quedaba ni un ápice de vida. Entonces Inuyasha levantó la cabeza y mostró unos ojos inyectados en sangre.

Kaede retrocedió unos pasos, asombrada por la visión, y miró a su alrededor en busca de ayuda. En ese preciso instante, las nubes se apartaron completamente, dejando ver la luna roja en todo su esplendor. Parpadeó para acostumbrarse a la repentina falta de oscuridad y comprobó, horrorizada, que Inuyasha se dirigía ahora hacia ella. Caminó hacia atrás desesperadamente pero sus cansadas piernas le fallaron, cayendo de espaldas, aunque sin lastimarse demasiado.

Inuyasha realizo un movimiento brusco con el brazo, alejando el pequeño cadáver a un lado. Kaede cayó entonces en la cuenta que tanto la Tessaiga como el collar de cuentas del hanyou habían desaparecido. Ahora sería imposible devolverlo a su estado normal. Si tan solo Sango o Miroku pudieran hacer algo… El hanyou miró a su derecha y sonrió de forma amenazante. Kaede no pudo evitar seguir la misma dirección de esa mirada.

Allí, en medio de una enorme depresión en el terreno, descansaba el cuerpo de Sango. Había tanta sangre a su alrededor que era imposible que estuviera con vida. Su espalda estaba atravesada por cuatro marcas de garras. A su lado, estaba la cabeza mutilada de Kirara. No le hizo falta mucho tiempo para darse cuenta de que era lo que había provocado ese enorme cráter. Miroku también había muerto.

- ¡Termina de una vez Inuyasha! – gritó una voz femenina, fría y sin ninguna emoción aparente, cerca de ellos.

El hanyou hizo una especie de asentimiento y avanzó hacia Kaede. Pero la vieja sacerdotisa había dejado de mirarle. Su atención estaba centrada en la mujer que acompañaba a Inuyasha en su carnicería. Era Kikyo. Pero ella no era la única superviviente. Arrodillada a sus pies, y fuertemente agarrada por el cabello por la que fue la protectora de la Shikon, estaba una magullada y derrotada Kagome. Kaede miró a la jovencita a la que había querido como a una hija y comprendió que ambas iban a correr la misma suerte que los demás. No apartó la mirada de los enrojecidos ojos de color chocolate hasta que sintió como algo le atravesaba el estómago. Finalmente, había llegado su hora. Solo lamentaba no haber podido ayudar.

La muchacha venida del futuro gritó sin poder contener las lágrimas que surcaban su rostro hinchado a causa de los múltiples golpes recibidos. Frente a ella, los cadáveres de sus amigos yacían causándole un impacto que jamás lograría superar. Y todos habían muerto a manos de una misma persona, esa persona a la que había amado con todas sus fuerzas, pero cuyos instintos asesinos habían terminado venciendo en su interior. Un tirón de pelo más fuerte la obligó a echar el cuello hacia atrás.

Kikyo la miró con frialdad durante un instante y luego sonrió. Una sonrisa tan carente de vida como su cuerpo hecho de tierra y huesos. Kagome no quiso que su última imagen antes de morir fuera la cara de esa mujer, de modo que volvió sus ojos hacia el cielo, donde la luna teñida de rojo seguía, imperturbable, su acostumbrado recorrido. Luego sintió el punzante filo de un cuchillo recorriéndole el cuello.

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Un grito resonó en medio de la noche. Kagome se incorporó en la cama jadeando y cubierta de sudor. Instintivamente, se llevó las manos al cuello, buscando alguna herida en su piel, sin encontrar nada que se le pareciera. Miró a su alrededor en busca de alguna amenaza pero, una vez acostumbrados sus ojos a la oscuridad, descubrió que estaba sola. Pero tenía la certeza de que no volvería a dormirse aunque lo intentara. De modo que se levantó.

Se dirigió al baño y encendió la luz. La imagen que le devolvía el espejo era más que horrible. El cabello enmarañado por lo que se había agitado en sueños, el sudor empapándole la fina tela del pijama y unos profundos surcos oscuros bajo sus ojos hinchados. Suspiró y después abrió el grifo del agua fría. Metió las manos bajo el chorro y luego se lavó la cara. Una vez terminada su tarea, se dirigió a la cocina.

El reloj de la pared marcaba casi las cuatro de la mañana. En realidad, llevaba más de una semana teniendo esa pesadilla, aunque era la primera vez que era tan nítida, como si se tratara de una película. Normalmente era fragmentos sueltos que revelaban la muerte de sus amigos en circunstancias extrañas, pero era la primera vez que lo veía todo. Todo. Los cadáveres, la sangre, los gritos de terror… Se llevó una mano a la frente tratando de sacar esos pensamientos de su cabeza.

Abrió la nevera y sacó un cartón de leche, para luego llenarse una taza que puso a calentar en el microondas. Suspiró. Si estuviera en casa, en el templo, su madre la abrazaría y le acariciaría el cabello hasta que se quedara dormida de nuevo. Pero ni vivía en casa de su madre ni seguía teniendo quince años. Ya era una mujer de veintidós años, madura e independiente. Y prefería que la torturaran antes de volver a acercarse al pozo sellado.

La campanilla del microondas la avisó de que su leche estaba caliente. Con la taza entre sus manos recorrió el pasillo de su pequeño apartamento hasta el comedor, donde se acurrucó en un pequeño diván cercano a la ventana. Distraídamente retiró la cortina que aseguraba su privacidad y miró al cielo. Los edificios cercanos y los oscuros nubarrones que cubrían la ciudad impedían que viera la luna, pero durante la adolescencia había aprendido a controlar los ciclos de la luna y sabía perfectamente que forma tenía el astro esa noche: cuarto menguante. Todavía quedaba mucho tiempo para la luna llena pero el imaginar que la luna pudiera ser roja… No podía evitar ponerse nerviosa. ¿Y si sus sueños eran premonitorios?

Pero no, era imposible. El pozo estaba sellado desde siete años atrás y ella se había mudado al centro de Tokio, no demasiado cerca del templo precisamente. Cuanta más distancia hubiera entre ella y el Sengoku, mucho mejor, aunque por eso no iba a dejar de ver a su familia. Así que, siete años atrás, había cambiado de instituto y se había ido a vivir con una hermana de su madre. Luego, al ingresar en la universidad se instaló en la residencia para estudiantes. Finalmente, una vez terminada su carrera, había podido alquilar un pequeño apartamento para ella sola a poca distancia de su trabajo como profesora de preescolar.

En la adolescencia había querido estudiar historia pero, de la forma en que fueron las cosas, el simple hecho de abrir un libro de historia japonesa le provocaba un amargo pesar. No, las cosas en el Sengoku no habían terminado nada bien ¿Tanto como para desear la muerte de sus amigos? Algunos estudiosos decían que los sueños eran el reflejo de los deseos más ocultos… Definitivamente no, pensó, ella nunca desearía la muerte de nadie, pasara lo que pasara. Ni que decir la suya propia ¿Por qué iba a desear que Kikyo le rebanara el cuello? Estaba segura de que podía descartar la hipótesis de que la pesadilla revelaba lo que estaba deseando.

Volvió a pasarse la mano por el cuello. La sensación de la hoja afilada introduciéndose en su cuello había sido muy real. "Solo ha sido una pesadilla" se dijo a sí misma. Una maldita pesadilla que la había hecho levantarse todas las noches durante esa semana. Y el cansancio empezaba a hacer mella en ella. Afortunadamente, acababan de empezar las vacaciones de verano, por lo que los niños no tendrían que rifar con una maestra distraída y ojerosa.

Eso le recordaba algo. Cuando volvió de su último viaje al Sengoku también estuvo algunas semanas sin dormir ni una sola noche entera, y no fue solo a causa de su estancia en el hospital. Hubo muchas más cosas. Cosas que prefería no recordar. Había sufrido mucho en aquella época y ahora estaba todo superado. O eso quería creer ella. Fue a beber un poco más de leche pero su taza estaba vacía

El teléfono sonó provocando un respingo en ella. Sin moverse, se quedó mirando el aparato. Algo dentro de ella le decía que no se trataba de algo bueno, y no tenía ganas de escuchar malas noticias. Se acomodó en el estrecho diván y esperó a que saltara el contestador automático.

Hola soy Kagome. O no me encuentro en casa o estoy demasiado ocupada como para coger el teléfono pero deja tu mensaje y te llamaré en cuanto pueda

La muchacha apartó la mirada del aparato y esperó. Era muy temprano para que se tratara de una encuesta o de algún vendedor pero, aún así, no sentía curiosidad. Tenía otras cosas en las que pensar.

¿Kagome? Soy mamá… Hija si estás cógelo, es importante, por favor Kagome…

Kagome se asustó. El tono de su madre era de preocupación y el hecho de que la llamara a una hora tan temprana… Algo malo había ocurrido, estaba segura. Se precipitó hacia el teléfono y descolgó antes de que el tiempo del mensaje finalizara.

- ¿Mamá? Estoy aquí.

- Kagome cariño… ¿te he despertado?

- ¿Ha pasado algo mamá? – Definitivamente, la voz de su madre sonaba muy preocupada, y el hecho de que la llamara de madrugada, empeoraba las cosas.

- En cierto modo si pero…

- Dios mío… Dime que estáis todos bien ¿Le ha pasado algo a Souta?

- No, no – la tranquilizó su madre – Souta está bien, estamos todos perfectamente.

- ¿Entonces? – no entendía porqué su madre parecía tan preocupada - ¿Qué es eso tan importante?

- Bueno cariño, es importante pero… No se como decírtelo.

Kagome estaba cada vez más nerviosa. Su corazón estaba avisándola de que algo iba mal, realmente mal, pero su madre no parecía decidirse a contárselo. Escuchó la voz de su hermano a través del auricular, diciéndole a su madre que no se andara por las ramas, a lo que la mujer respondió algo parecido a: 'hay que preparar el terreno antes de dar las malas noticias'. Kagome palideció.

- Mamá, dile a Souta que se ponga.

- ¿Tu hermano? No creo que sea buena idea… - la voz de la mujer se vio interrumpida por un forcejeo entre ella y su hijo pequeño. Lo que escuchó después fue la voz del muchacho.

- Kagome, lo que te voy a decir no te gustará pero tienes que saberlo.

- Adelante Souta – cerró los ojos y apretó la mano que sostenía el auricular, hasta que los nudillos se le pusieron blancos.

- El sello del pozo ha desaparecido.

Kagome sintió que se mareaba. El suelo empezó a temblar a sus pies y lo único que acertó a hacer fue sentarse en el suelo, apoyando la cabeza contra la mesa del teléfono. El sello… Ahora comprendía que era lo que su intuición le estaba diciendo, a qué venían esas horribles pesadillas… Algo malo estaba apunto de ocurrir y la desaparición del sello que impedía que nada ni nadie cruzara el pozo era solo el primer paso.

- ¿Cómo ha sido? – preguntó cuando sintió que era capaz de hablar sin que un sollozo abandonara su garganta.

- No lo sé. Hace unos minutos vimos una especie de resplandor… No sé lo que ha pasado, pero todas tus flechas habían desaparecido.

- No lo entiendo… Se suponía que solamente yo podía romper mi sello. – escuchó un murmullo al otro lado del teléfono. Su madre le estaba recordando algo al joven.

- Hemos encontrado algo junto al pozo. – Kagome no quiso preguntar – Había una flecha clavada en el techo, como si hubiera salido directamente de dentro del pozo. Y te aseguro que no es como las tuyas.

Souta siguió hablando pero Kagome había dejado de escuchar. Una flecha desde dentro del pozo. Claro, ¿Cómo no lo había pensado antes? Solo ella podía romper el sello pero ¿Acaso no había alguien en el Sengoku que formaba parte de ella? Alguien que tenía una parte de su propia alma. Alguien con poderes suficientes como para romper cualquier tipo de barrera espiritual…

- Kikyo…

- Kagome ¿has dicho algo? – Kagome reaccionó. Era necesario actuar deprisa.

- Souta, intenta cerrar el pozo. Pon maderas, cuerdas o cadenas, pero tienes que mantenerlo cerrado hasta que yo llegue ¿Entiendes?

- ¿Qué piensas hacer?

- Sellarlo de nuevo.

Sin decir más colgó el teléfono y se dirigió a su habitación. Sabía que estaba perdiendo un tiempo precioso pero no podía salir a la calle vestida solo con el pijama de verano. Se puso lo primero que encontró, unos pantalones vaqueros y una camiseta blanca sin mangas, de las que solía ponerse para hacer deporte. Y así, sin ni siquiera pasarse un cepillo por su melena, salió a la calle. Tenía que apresurarse si quería evitar que ocurriera una tragedia.

-.-.-.-.-

Justo después de colgar el teléfono, Souta corrió al exterior del templo, sin importarle la lluvia ni los gritos de su madre preguntándole que era lo que Kagome acababa de decirle. Simplemente corrió y corrió hasta llegar al viejo almacén de la parte trasera del templo. Cogió todo lo que creyó útil y volvió a salir a la intemperie. Su madre salía en ese momento de la casa con un paraguas en la mano y un chubasquero para él en la otra. Pero no tenía tiempo para detenerse. Su hermana contaba con él.

Entró en la pequeña caseta y dejó caer todo lo que llevaba entre los brazos. Su madre entró justo detrás de él y lo observó mientras comenzaba a clavar gruesas tablas tapando el orificio del antiguo pozo.

- Eso no detendría a Inuyasha. – comentó ella de forma pensativa. Estaba acostumbrada a asociar el pozo con el hanyou de forma inconsciente.

- Lo se- murmuró Souta sin dejar de trabajar – pero le dará tiempo a Kagome.

- ¿Va a volver a sellarlo?

- Eso parece.

El muchacho clavó la última tabla con pericia. Se volvió para coger del suelo la cuerda que había encontrado en el almacén y, al levantarse, la cara de pánico de su madre lo puso alerta. Rápidamente, volvió a mirar hacia el pozo y descubrió lo que había asustado a su madre: entre las tablas recién clavadas se podía distinguir claramente una débil luz procedente del fondo del pozo. Algo o alguien acababa de viajar en el tiempo.

Souta se colocó delante de su madre para protegerla de lo que pudiera salir del interior del viejo pozo pero pronto cambió de idea. Sin dejar de mirar las tablas, todavía en su sitio, se volvió a su madre.

- Corre a la casa, mamá. Corre y avisa a Kagome de que algo ha cruzado.

La mujer no necesitó que se lo repitieran más veces. Sin preocuparse de coger el paraguas salió a la lluvia y no se detuvo hasta que llegó a la puerta de la casa. Entonces, justo antes de entrar, miró hacia atrás.

En ese momento, con un fuerte estruendo, el tejado de la vieja caseta saltó en pedazos y de las ruinas salió ágilmente una figura, aparentemente humana, que no pudo reconocer debido a la oscuridad. Cuando el ser se perdió entre los árboles la mujer cayó en la cuenta de algo ¡Souta! El muchacho estaba dentro de la caseta en el momento en que el tejado se rompió ¿Y si se había lastimado? Dudó sobre qué hacer primero: socorrer a su benjamín o telefonear a Kagome.

A su criterio, tomó la mejor decisión. La vida de Souta podía estar en peligro mientras que Kagome no podría llegar más rápido por mucho que la llamara. De todas formas, lo único que conseguiría sería asustarla todavía más.

- ¡Souta! – gritó la buena mujer echando a correr hacia las ruinas recién formadas.

Entre las sombras de la noche pudo ver como una figura masculina se acercaba hacia ella. Se detuvo en seco al pensar que podían estar atacándola pero en seguida se percató de quien era: su hijo pequeño. Corrió hacia él y se abrazó al chico, que se limitó a tranquilizarla diciéndole que no estaba herido.

- ¿Qué ha sido eso Souta?

- ¿Has avisado a Kagome? – preguntó el chico sin contestar primero. – Contesta mamá ¿has avisado a Kagome? – sin darse cuenta, el muchacho había levantado la voz.

- No – murmuró casi sin voz.

Maldiciendo para sus adentros, Souta se dirigió a la casa a la máxima velocidad que le permitían sus piernas. Sabía que su madre estaba preocupada pero no había tiempo de esperarla. La persona que había salido del pozo estaba buscando a Kagome. Tenía que avisarla.

Marcó a toda prisa el número del teléfono móvil de su hermana y escuchó uno tras otros los aburridos tonos que indicaban que el teléfono estaba conectado. Pero nadie contestó. Souta maldijo para sus adentros, sin saber que Kagome, con las prisas, se había dejado el teléfono en su apartamento.

CONTINUARA

Como se me ocurre meterme en un nuevo fic… si estoy hasta arriba de preocupaciones e historias… voy a tener que publicar mi vida en fascículos. La historia tratará de una estudiante de tercero de carrera que no tiene ni idea de administrarse el tiempo y que se pone a escuchar música, a ver capítulos y a hacer de todo menos estudiar para los exámenes finales. Aunque… dudo mucho que a nadie le interese.

En fin, que soy Catumy y que esta es otra de las locas cosas que me pasan por la cabeza. Y claro, como si no tuviera bastante con ciertas amenazas a mi integridad física, añado más motivos pa que me peguen el día menos pensado por no actualizar pronto.

En fin, lo que os digo siempre, que me mandéis vuestras opiniones, sugerencias, ideas etc y que, por favor, tengáis paciencia conmigo. Mi primer examen es el día 1 de junio y estaré bastante mal por esas fechas… Aún así, intentaré publicar algo antes de esa fecha (de cualquiera de mis fics empezados)

Besos, catumy