Las cabezas giraban para él.

¿Has visto cómo colisionan los planetas? El profesor Uzui es una galaxia tras colisionar, todos los colores que vinieron después del profundo negro del vacío ahí están. Es imposible no mirarlo.

Escuchaba los rumores y alzaba más la barbilla, innecesario remarcar lo lejos que estaban todos de él, de sus ojos en esa cortesía anticuada quizá, pero que para él suponía mucho más. Si nadie era lo suficiente alto para mirarlo a los ojos, significaba que seguía estando acurrucado entre las nubes, listo a dormitar en su percepción de ser un dios. La arrogancia que se alimentaba de las miradas en los pasillos, en medio de sus clase que significaban puntos menos, tiempo menos para responder los exámenes. Rozaba con la coquetería y los límites de lo correcto en la forma en que sonreía, en la forma en que alargaba de más las palabras cuando lo miraban o cómo se pavoneaba por todo el salón de clases justo como una pasarela. La clase de artes, no podía caber en ningún lugar mejor. Mirar estatuas les roba algo de su belleza atemporal, le había cubierto de la misma pintura que conservaba los cuadros en los museos y se había mimetizado hasta volverse él mismo una pieza de arte. Lo sabía, no necesitaba ser humilde. Todas las cabezas volteaban hacia él para recordarle que no necesitaba serlo.

-La teoría del color de Goethe- comenzó a escribir en la pizarra, con esa letra pulcra y pareja como sus dientes- esta difiere de la ...- ahí estaba. Puntual, como cada jueves, ese espejismo de oro en medio de la clase de gimnasia. Sobresalía del mar negro, con sus destellos naranja en las puntas que le recordaban los círculos de aceite de linaza que hacía el óleo. Lo estaban mirando y todo el mundo sabría dónde estaban encallando sus ojos. Podía ser que se perdiera entre los demás muchachos que corrían, mucho más rápido que él, más enérgicos. Podía excusarse diciendo que simplemente estaban distrayéndolo por tanto ruido. Pero si alguien miraba justo ahí, a esos ojos de arena con miel, a esos labios delgados sonrientes, a esa lengua lamiéndolos, podrían ver lo que estaba pasando.

La tiza se partió ante la presión de sus dedos, viendo al muchacho darse la vuelta, justo hacia la ventana y levantar, dos, cinco centímetros su short de deportes, dejándole ver apenas insinuada la redondez de su trasero antes de volver a echarse a correr. Intentó aclararse, volver a las palabras pero sus ojos violeta repasaron uno a uno a sus alumnos. Todos lo miraban a él, con curiosidad, pero sin haber percibido nada de la piel que estaba dando vueltas afuera, bronceándose al calor del mediodía. Se aclaró la garganta, alzando la voz.

-Estos estúpidos niños son demasiado ruidosos- masculló, garabateando un círculo en medio de la pizarra- la teoría del color...- retomó, jalándose la piel muerta de sus labios secos, jalando de más hasta hacerlos sangrar.

-El profesor Tomioka es demasiado permisivo, siempre deja que los de su grupo hagan lo que quieran- escuchó una voz y sólo atendió al nombre. Quizá más tarde podría preguntarle a su colega por el nombre de aquél chiquillo que desde hacía tres meses no perdía la oportunidad de intentar llamar su atención cada que lo descubría mirándolo.