Para Aretha Atrahasis, primera lectora y mi inspiración para todos los Slytherins habidos y por haber.

Personajes de JK Rowling. Basado parcialmente en el canon de The Cursed Child (aunque quiera olvidar que esa cosa existe).


El jardín. Nunca iba más allá del jardín. Allí no había recuerdos, porque había estado demasiado asustada como para fijarse en el camino de grava, los trozos de césped bien cortado, los majestuosos árboles que crecían a la derecha y los altos muros de seto que formaban el laberinto a la izquierda. No significaban nada, no le decían nada.

Pero los muros de la Mansión Malfoy, sus escaleras, los cuadros de los antepasados, el salón...

Esas cosas las veía en sueños, y no necesitaba revisitarlas.

Siendo sinceros, tampoco debería estar en ese lugar, por mucho que el jardín no la molestase. Hermione Granger, Ministra de Magia, heroína de guerra, en la casa del enemigo. O la que había sido la casa del enemigo, aunque muchos no usaban el verbo pasado.

La herida de la guerra se curaba despacio. De hecho, tenía la sensación de que su gobierno, y el de Kingsley antes de ella, solo le había colocado una venda encima, y seguía esperando a que dejase de sangrar sola. Quizás por eso ella hacía el esfuerzo.

Aunque sin pasar del jardín. Nunca.

Hermione se recostó en el banco. Le dolía la espalda. Demasiado rato en la oficina, sentada en una silla rígida. Le picaban los ojos, y sentía el agobio propio de estar mucho tiempo encerrada entre cuatro paredes, uno que el sol del verano y la fuente que bombeaba agua ante ella no conseguían calmar.

Se encontraba en el centro del laberinto, allí dónde no podía ver los muros de la Mansión Malfoy. Esperando. Con los ojos dolidos y la espalda fastidiada y una ligera presión en la sien que indicaba que, en unas horas, tendría jaqueca.

Pensó en marcharse. Podía hacerlo, y nadie se lo recriminaría.

Pero entonces escuchó unos delicados pasitos sobre la grava, seguidos de unos andares más fuertes, y no le quedó más remedio que levantarse. Las rodillas le chasquearon. Casi cuarenta años, y en ocasiones se sentía como si tuviera cincuenta.

Él aparentaba cincuenta. La última vez que lo había visto, recorriendo el Ministerio como si le perteneciera, con la arrogancia y la confianza de siempre, parecía más joven. O todo lo joven que podía ser alguien que había vivido una guerra, en cualquier caso.

La elfina doméstica, cumplido el propósito de llevar a Draco Malfoy hasta ella, se dio la vuelta y echó a correr, de vuelta al pasillo del laberinto. Hermione la observó hasta que su espalda, cubierta con un delantal limpio, se perdió de vista. Era la primera vez que la veía, y se preguntó si Draco la había traído a la Mansión para que se ocupase de su hijo.

— Es libre. —ese fue el saludo de Draco—. No me recrimines nada.

Había acertado: Hermione tenía la pregunta sobre el estatus de la elfina en la punta de la lengua. Defecto profesional.

— ¿Cómo estás? —esa, sin embargo, era una pregunta más educada.

Él abrió las manos. ¿Para qué explicarle nada? Se veía en sus ojeras y en su piel más pálida que de costumbre y en su barba de tres días y hasta en la punta de sus dedos, dónde unas uñas al mínimo revelaban que se las mordía constantemente.

— Lo sentí mucho al enterarme. —continuó Hermione.— Te acompaño en el sentimiento.

Palabras vacías.

— Ya lo esperábamos. —respondió él, y se acercó un poco. Apenas unos pasos. Siempre permanecían a unos metros, como si hubiese una barrera invisible entre ellos—. Eres la primera de tu… grupito, que me da el pésame. —añadió Draco, con algo de reproche en la voz.

— No puedo hablar por los demás. —Hermione se encogió de hombros, como si quisiera sacudirse la culpa.

— ¿Ni siquiera por tu marido?

— Él ni sabe que estoy aquí. Como siempre…

— Alguna vez podrías contárselo. —Hermione negó con la cabeza—. ¿Problemas en el paraíso?

No, pero solo porque el matrimonio no era un paraíso. Era más bien una montaña rusa, que subía y subía solo para bajar bruscamente, con tanta fuerza que le provocaba un golpe en el estómago. Pero luego volvía a ascender, y, a veces, se quedaba en las alturas mucho tiempo.

— No puedes reprocharle esto. Nunca has buscado su amistad. —en ese momento, debía admitir que ella y Ron se encontraban en la subida, así que sintió la necesidad de defenderlo.

Fue una mala idea. A él se le empañaron los ojos.

Una esposa leal. Justo lo que Draco acababa de perder.

— Pero incluso él es capaz de sentirlo. —dijo Hermione—. Era tan joven... Y todo por algo que ella no hizo.

Las maldiciones de sangre eran injustas. Pasaban de generación en generación, y mataban sin discriminar. Astoria Greengrass no tenía la culpa de cualquier ofensa que podría haber cometido su antepasado, pero la había debilitado hasta el instante de su muerte.

— Y Scorpius... También los siento por él, es...

— ¿Me estás haciendo un resumen de la situación? —Draco resopló—. Porque ya me la conozco.

— Estoy dándote mis condolencias. —lo dijo con tanta mordacidad como él. Nunca se quedaba atrás en ese aspecto.

Se produjo el silencio. Un silencio largo. Esa era la fórmula que usaban cuando llegaban a un punto de enfado, cosa que ocurría a menudo. Disipaban la tensión escuchando el rumor de la fuente, el piar de los pájaros y los gritos de los pavos reales que se paseaban por el jardín.

Para ser justos, él siempre le había contado a Astoria que se reunían, o eso creía Hermione. Había acudido por primera vez a los pocos días del nacimiento de Scorpius. Ella misma había sido madre solo tres meses atrás, y quizás eso le había disparado la sentimentalidad… o quizás había ocurrido porque las medidas de conciliación de Kingsley no funcionaban. A lo largo de toda Gran Bretaña se sucedían ataques contra los sangre pura, fueran verbales o, en los peores casos, físicos.

¿Cómo podía enterrar el hacha de guerra un país, si los que lo dirigían no daban ejemplo?

Había sido un encuentro breve. Apenas unas palabras, intercambiadas en ese mismo lugar. El centro del laberinto, el único espacio de la Mansión Malfoy que se atrevería nunca a pisar.

Hermione no había pensado en volver, pero lo había hecho. Una, y dos, y luego tres veces al año. Hasta ese momento.

— Y te lo agradezco. —Draco rompió el silencio. Fue tan repentino que casi consiguió sobresaltarla.— Gracias por venir.

— Es lo mínimo que podía hacer. —respondió ella.

— En realidad... podrías hacer algo más por mi. —Draco se aclaró la garganta—. Tu hija... Tiene loco a Scorpius.

Hermione sonrió. Las cosas siempre eran más fáciles cuando hablaban de sus niños. No recordaba haber intercambiado nunca una palabra con Scorpius, pero sentía que lo conocía. Era un niño más adecuado para Hufflepuff que Slytherin, considerado, justo, tímido, trabajador. Draco temía que le hubiese pedido expresamente al Sombrero Seleccionador ser colocado en la casa de las serpientes, obligado por algún tipo de presión ancestral. Pero Hermione veía en él cierta ambición, un deseo de mejorarse a sí mismo... Y una convicción en perseguir a su hija cuando otros ya se habrían rendido. Porque Rose era todo desprecios, ceños fruncidos, e incluso insultos. Y todo porque Scorpius llevaba el apellido Malfoy.

— Lo intentaré. —le juró a Draco—. Aunque...

No se atrevió a decirlo.

— Aunque... ¿Qué?

Pero él no era de los que dejaban una frase sin acabar.

— Rose tomó la lección incorrecta de lo que ocurrió. —contestó Hermione—. Los Slytherin... No le gustan. Puede que no le gusten nunca.

No sabía quién tenía la culpa. A Ron le gustaba exagerar la crueldad de las serpientes en sus historias. Harry hacía una mueca algo visible cuando se los mencionaba. George contaba chistes sobre los Slytherin. A nadie le había gustado que Albus acabase en esa casa.

— He intentado enseñarle a respetar. —Se disculpó Hermione—. Pero ni siquiera una madre puede luchar contra todo el mundo… Sin embargo, haré lo que pueda…

La herida seguía sangrando. Cuando parecía que habían detenido la hemorragia, esta siempre volvía a abrirse. Era tan sencillo como una redada en casas de antiguos mortifagos, un nuevo chiste del tío George, los comentarios mordaces de los niños en Hogwarts.

— Aunque no puedo asegurarte que funcione. —tuvo que añadir, matizando sus palabras. No podía prometer nada.

— Bueno... Todos podemos vivir con algo de decepción. —dijo Draco.

Una chispa en esos ojos cansados. Hermione trató de descifrarla. ¿Era tristeza? ¿Rabia? ¿Decepción? Tal vez un poco de todo.

¿Por qué no hablaban de sus reuniones secretas? ¿Por qué era tan extraño que ella visitase a un hombre que acababa de perder a su esposa? ¿Por qué no podían ser amigos?

— Lo que hizo Astoria… Lo que tú hiciste, con vuestro hijo… —Hermione vaciló un instante, buscando las palabras correctas—. Fue muy loable. Puede que no consiga quitarle a Rose esas ideas de la cabeza, pero ten por seguro que la culpa no es del chico. Lo habéis educado… Bien. Y sé que eso debió costar lo suyo, considerando…

— ¿Mi propia educación? —la interrumpió él, con una mueca.

En realidad, Draco nunca le había pedido perdón. Por los años de abuso, por las palabras sangre sucia, por su participación en la guerra. Pero ella no estaría ahí si no viera ese arrepentimiento escrito en su rostro cada vez que sacaban el tema. Si Scorpius no fuera un niño decente, uno que no comprendía por qué la sangre podía ser un prejuicio.

Pero la sangre se había derramado. Y al igual que la maldición que se había llevado a Astoria, el conflicto había sido cruel y había matado a quién no debía. Si un solo periodista saltase en ese momento los setos del laberinto y consiguiese una fotografía de Hermione Granger, Ministra de Magia, heroína de guerra, en la casa del enemigo, podría darse por despedida de su cargo.

Y por eso nunca serían amigos.

Nunca serían nada.

Otra vez silencio. Por un instante, había conseguido olvidarse del dolor en su espalda, en los ojos, en la sien y en las rodillas, pero ahora volvía a notarlo.

— Será mejor que me marche. —decidió. El Ministerio estaba alterado, como ocurría en muchas ocasiones, y había rumores de un giratiempo ilegal dando vueltas por los pasillos del Departamento de Seguridad. Tenía que ocuparse de eso.

— Gracias por venir, señora Ministra. —Dijo Draco—. Sepa que voy a escribir una carta a El Profeta quejándome de los nuevos recortes en la Brigada de Aurores.

Y ahí estaba él, incluso de luto, arrogante y confiado. De vuelta a los orígenes.

— Prepararé la respuesta, entonces. Tan energética como siempre.

Y con esas palabras, Hermione dio por finalizada la reunión. Apenas unos minutos, lo que solían durar. Pero… Se podían decir muchas cosas en esa cantidad de segundos.

— ¿Seguro? —dijo la voz de Draco a sus espaldas—. La veo cansada, señora Granger.

Tuvo que ahogar una risa, mientras se adentraba en un laberinto que ya se había aprendido de memoria, pero en el que, a veces, aún le costaba transitar.


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