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Él huele a cigarrillo y pólvora, quizás también un poco a dulces. A Faye le molesta que tenga un aroma tan característico, porque sabe que es él, sin siquiera tener que mirarle. Empero, a veces eso le resulta bastante útil, como las veces en las que quiere evitarlo.

Sucede que, en ocaciones, no le resulta satisfactorio ver su rostro, herido hasta el punto de llegar a ser irreconocible tras tantos vendajes. No le gusta ver su cuerpo magullado tirado sobre el sofá, tan tranquilamente como si no hubiese estado al borde de la muerte.

Le disgusta, le llena de una rabia exasperante que no desea dejar salir (porque eso solo dejaría en evidencia cuánto le importa él), por eso decide levantarse e irse. Tal como lo hace Spike, decide que no le importa su existencia.

Sin embargo, cuando lo ve dormido en el mismo sofá por las noches, con la oscuridad como su máxima aliada, le acaricia el cabello y se permite llenarse del aroma que tanto odia.

(Ella sabe que él está despierto y se deja hacer. Él sabe que ella lo prefiere así.)

Disfrutan de la compañía del otro en el silencio nocturno, con el manto de las estrellas cubriendo esa intimidad que se ha vuelto una rutina, sin que ellos mismo se dieran cuenta.

Al otro día, ella sigue odiando ese aroma tan especial y él sigue observándola tras una revista.