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Alex mentiría si dijera que no deseaba un poquito de afecto, de ese que hace tiempo dejó de merecer (pero que necesita, esas noches en las que espectros de besos y mordidas en su carne le producen ganas de vomitar), cuando se volvió un despojo de la persona que alguna vez fue. Por eso da vueltas sobre la cama, dudosa como siempre, con la luz de la luna filtrándose por las cortinas, hasta que se decide.

Se ha vuelto una rutina el levantarse y buscarlo, recorrer sigilosamente la pequeña distancia que hay entre su habitación y el sofá de la sala, tantear en la oscuridad y dar con sus manos ásperas (que parecen esperarla siempre). Y es así desde que una noche, cuando los fantasmas de su pasado se volvieron tan nítidos que pudieron tocarla, Nicolas se acercó a su cuarto, tan imperceptible que apenas pudo notarlo cuando sus manos secas le acariciaron la frente sudorosa.

Quizás Alex fuera un retazo de lo que alguna vez fue, pero su corazón sigue latiendo por la calidez de ese tacto que, aunque áspero, le trata con delicadeza, esa que ella creyó no merecer volver a sentir.