En una hacienda cercana al lago Michigan, en 1933

Candy alzó la mirada cuando Albert la llamó mientras la saludaba con el brazo. Se giró y le miró sonriente, aún con las rosas blancas ven la mano, y se acercó a la valla donde estaba su marido esperándola.

Dándola un beso en la frente, le cogió las flores que le había tendido y, mirándolas triste, las apretó un poco más fuerte contra su pecho; fue entonces cuando la pequeña Paunna salió de la puerta, gritando el nombre de su padre mientras corría hacía él para abrazarle. El rubio ermitaño se rio ante la efusividad de su hija, y juntos entraron de nuevo a la casa.

Candy sonrió y se quitó el sudor de la frente con la mano. Se incorporó y se sacudió la tierra de las rodillas, observando orgullosa su pequeño campo de rosas blancas, un cultivo de Dulces Candy. Aquella rosa blanca a la que aquel chico rubio de azules nombró e incluso dijo que esas flores blancas surgían cada 7 de mayo, cada cumpleaños… Y fueron 35…

Ese era el pequeño tributo que ella con sudor y lágrimas le hacía a Anthony, un recordatorio del viejo amigo como del primer de su vida. De ese muchacho que ya no estaba con ellos. Dejando las herramientas que utilizaba para cuidar las plantas, entró en la casa y, mirando una vez más al campo de rosas, sonrió aunque sus saladas la traicionaron pero no hubo sollozo ni destrozo en su voz, sólo era una mujer que lloraba como un verdadero ser humano que luego de tanto camino largo y difícil logró lo que muchos buscan y pocos encuentran: La verdadera felicidad.

Decidió caminar de vuelta a su casa y cerrar la puerta, quizás, con un poco de suerte, Anthony y Stear les acompañarían alguna vez para cenar.