Hola! Este es mi primer fic y esque en cuanto lo vi supe que necesitaba hacer un Adrinette de él.

La historia pertenece a Adriana Rubens y los personajes a Jeremy Zag, mío solo es el tiempo que invierto adaptándolo.

La Revolución industrial ha convertido a Londres en una ciudad de grandes desigualdades económicas y sociales. Marinette Cheng nació en Whitechapel, uno de los barrios más pobres. Se habría convertido en lo que muchos considerarían una «rata de alcantarilla», si no hubiera sido por un giro inesperado del destino, que ha hecho de ella la prometida del marqués de Chat Noir. Pero un nuevo imprevisto amenaza con ensombrecer su porvenir: acaba de recibir en herencia el Jardín Secreto, un exclusivo prostíbulo.

A Adrien Agreste, marqués de Chat Noir, la vida lo ha bendecido desde la cuna. Nacido en el seno de una de las familias más poderosas del país, está acostumbrado a que todo el mundo le rinda pleitesía. Se enorgullece de ser un hombre frío, que mantiene todos sus sentimientos controlados… hasta que el beso de una inocente muchacha se convierte en su obsesión y una misteriosa mujer enmascarada termina por robarle el corazón.

¿Podrá su amor vencer los prejuicios sociales y sobrevivir a los peligros que acechan desde Whitechapel?

Prologo

Londres, 1877

—Señora, ¿qué ciudad es esta?

Marinette Anne Cheng miraba asombrada por la ventanilla del carruaje en el que viajaban desde hacía media hora.

—Marinette, ya te he dicho que debes llamarme tía Natalie —suspiró con paciencia la mujer que la acompañaba.

Como Mari acababa de conocerla, le costaba asimilar que aquella deslumbrante mujer tuviera algo que ver con ella.

—Perdón, señ…, tía Natalie.

Su tía sonrió complacida y el carruaje pareció iluminarse. En sus ocho años de vida, Mari nunca había visto a una mujer tan bella y elegante, y eso que había visto a muchas mujeres refinadas. Su amiga Juleka y ella iban a veces a vender flores o cerillas en Covent Garden y veían a verdaderas damas, de esas que tenían título aristocrático, lucir sus mejores joyas y vestidos para la ópera o el teatro.

Para Mari, su tía era inigualable. Parecía brillar con luz propia, con ese cutis tan blanco y ese cabello cobrizo que reflejaba los rayos del sol con cada movimiento. Su ropa era de un tejido tan suave que sus manos insistían en acariciarla a hurtadillas, a pesar de que su tía le había advertido, varias veces, que no era correcto.

—Seguimos en Londres —explicó Natalie, contestando a su pregunta inicial—. Esto es Kensington.

«Pues no parece Londres», pensó Marinette extrañada.

O al menos el Londres que ella conocía. Las calles no olían a orín o cosas peores. No se veían callejones oscuros, llenos de inmundicias, donde las cucarachas campaban a sus anchas.

El mundo de Marinette estaba plagado de cucarachas.

Cucarachas enormes como ratas.

Ratas grandes como gatos.

Gatos tan gordos que parecían cerdos.

Personas que olían peor que los cerdos.

Eso resumía a la mayoría de los habitantes de Whitechapel.

Hasta entonces había vivido en aquel mísero barrio, en una pequeña habitación de la calle Star, junto a su madre. Pero ella ya no estaba.

Mari absorbió con la mirada la interminable sucesión de mansiones, jardines y parques que se veían por la ventanilla. La gente paseaba con tranquilidad, disfrutando del sol veraniego. Las damas, protegidas por primorosas sombrillas, iban escoltadas por elegantes caballeros con sombrero. Los niños corrían felices, dejando a su paso una estela de risas.

Sin preocupaciones. Sin miedo.

Eso era impensable en el lugar de donde procedía. En Whitechapel reinaba el temor. Miedo a pasar hambre, a que el estómago rugiera por falta de alimento; miedo a las enfermedades, a las muchas epidemias que asolaban sus calles por falta de higiene; miedo a la oscuridad, porque en ella se escondía toda clase de monstruos en forma de hombres que violaban, robaban y mataban sin pensárselo dos veces.

—¿Ande vamos?

—Se dice adónde vamos —corrigió la mujer, recalcando bien las palabras—, y la respuesta es: a tu nuevo hogar.

—¿Me vas a llevar a tu casa?

—Por Dios, no —exclamó, mirándola con horror y sorpresa—. Mi casa no es un lugar adecuado para una niña —explicó, un tanto incómoda—. Te voy a llevar a un internado para señoritas y ahí aprenderás todo lo necesario para llegar a ser toda una dama.

—¿Como usté? —preguntó Marinette, ilusionada—. Porque a mí me encantaría convertirme en una dama como usté.

—Usted —rectificó su tía con paciencia y una sonrisa complacida.

Parecía que la declaración de Mari había sido de su agrado, porque le acarició los rizos azabaches mientras continuaba hablando.

—Sí, te convertirás en toda una dama como yo —musitó, pensativa—. ¿Sabes? Te pareces mucho a mí cuando era pequeña, aunque con el pelo moreno y esos ojos índigo tan peculiares.

—Pero tengo los ojos azul oscuro, no íñigo —aclaró Mari, confundida.

—Esa tonalidad de azul se llama índigo —explicó Natalie, y soltó una carcajada musical como una campanilla—, y tienes suerte de no parecerte a tu madre. Tenía un pelo negro y unos ojos azules de lo más vulgar. Sabine era una mujer corriente, del montón.

Marinette se revolvió en el asiento, molesta por la crítica de su madre pero reacia a demostrarlo. Se concentró en mirar por la ventanilla, sumida en sus pensamientos.

Para ella, su madre no era ni vulgar ni corriente; todo lo contrario. Había sido una mujer fuerte, cariñosa y amable, que la había cuidado tan bien como había podido dadas sus circunstancias, y habría seguido ocupándose de ella si no hubiese sucumbido a la enfermedad. Cuando ya se encontraba demasiado débil para salir de casa, Mari se había hecho cargo de todo. A fin de cuentas, siempre se habían cuidado mutuamente. Hasta el final.

Marinette no era tonta. En un barrio como Whitechapel, los tontos no duraban mucho. Su madre se ganaba la vida cosiendo, pero no siempre tenía encargos para salir adelante. Sabía lo que se había visto obligada a hacer en ocasiones para poner un plato en la mesa. Pero no se lo reprochaba. Lo había hecho por ella. Como su madre siempre le decía: «Cuando de verdad se ama a alguien se es capaz de cualquier cosa por protegerlo». Y si de algo estaba segura era de que su madre la había adorado.

—Tú prometes ser una belleza destacable, como yo —continuó diciendo su tía—. Tan solo hay que poner un poco de carne en esos huesos, y darte modales y una buena educación. —La recorrió con una mirada calculadora—. Créeme; si te mueves en los círculos adecuados, seguro que pescas un buen marido.

En algún lugar del camino se debió de dormir, porque tía Natalie la despertó con un suave zarandeo. Mari miró a su alrededor, somnolienta y confundida.

—Estamos llegando —anunció su tía.

Marinette se asomó a la ventanilla. Cualquier rastro de la ciudad había desaparecido, y viajaban por un paisaje bucólico. Nunca había visto un sol tan brillante, un cielo tan azul ni un verde tan intenso como el de la campiña inglesa en un hermoso día de verano. Respiró profundamente, intentando captar cualquiera de los olores que le eran familiares. Nada. En cambio, sus fosas nasales absorbieron con fruición los nuevos aromas que le ofrecía la naturaleza, sin saber cómo identificarlos.

El carruaje enfiló un camino flanqueado de frondosos chopos. La luz se filtraba entre las hojas creando un hermoso caleidoscopio. Al final del sendero, un inmenso edificio de piedra gris y tres plantas de altura las aguardaba con solemnidad.

—Es impresionante, ¿verdad?

—Mucho.

—Es un bello ejemplo de arquitectura isabelina. ¿Ves las formas clásicas?, ¿las líneas puras?, ¿la simetría de las proporciones? —dijo su tía, señalando el edificio.

—Vaya, es verdad. Tiene mucha simetría —convino Mari, observando con atención.

La mujer asintió satisfecha.

—Tía Natalie, ¿puedo hacerte una pregunta? —Mari esperó a que asintiera—. ¿Qué significa simetría?

—Significa que te va a venir muy bien estudiar aquí —musitó su tía, poniendo los ojos en blanco.

El carruaje se detuvo a los pies de la escalinata.

—Escucha, Marinette, este internado es uno de los más exclusivos de Inglaterra —manifestó con frialdad—. Vas a codearte con las hijas de la flor y nata de la sociedad inglesa, y no creo que te beneficie en nada que se sepa que eres una rata de alcantarilla que viene de Whitechapel.

Mari se sintió humillada ante la crudeza del comentario, pero guardó silencio.

—Por eso lo mejor es que mantengas en secreto tu procedencia —prosiguió tía Natalie, muy seria—. En caso contrario, ni siquiera se dignarían a hablar contigo. La alta sociedad es muy elitista. Si te preguntan, di que vienes de una familia de banqueros pero te has quedado huérfana. Los banqueros son respetables y los huérfanos dan pena. Seguro que así te integras a la perfección. A partir de ahora te llamas Marinette Sabine Dupain. ¿Lo has entendido?

Mari asintió, con un nudo en la garganta.

—Buena chica —la alabó, palmeándole la cabeza como si fuese un cachorrillo complaciente—. Espérame aquí mientras hablo con la directora.

Tía Natalie descendió con movimientos elegantes y empezó a subir los escalones con porte regio.

Mari obedeció sin dudar, demasiado intimidada por la imponente figura que aguardaba en lo alto de la escalinata. Era una mujer de unos cuarenta años, alta y delgada como un junco, con el pelo cobrizo recogido severamente en un rodete apretado. Su rostro de facciones angulosas observaba a las recién llegadas con expresión severa. Llevaba un vestido de corte austero que se mimetizaba a la perfección con el gris del edificio.

Era evidente que no se alegraba de verlas; su ceño fruncido era prueba de ello. Tía Natalie y ella intercambiaron unas palabras en voz baja. Marinette aguzó el oído, pero le fue imposible distinguir nada de lo que decían. Pasados unos tensos minutos, su tía se giró hacia ella con una sonrisa de satisfacción. Fuera el que fuera el motivo de la discusión, tía Natalie había ganado.

—Marinette, ven aquí, por favor.

Mari subió las escaleras con aprensión.

—Querida, te presento a la señora Bustier, la directora de esta prestigiosa escuela. Está encantada de que pases aquí los próximos años —añadió con una mirada de advertencia a la mujer.

—Señorita Dupain, es un placer tenerla en nuestro internado —afirmó la señora Bustier con una sonrisa tensa.

—Mi tía dice que este va a ser mi nuevo hogar —señaló la niña con mirada solemne, intentando disimular la indefensión que sentía—, y que me enseñarán a ser una dama.

La señora Bustier debió de leer algo en el rostro de Mari, porque sus ojos se ablandaron considerablemente.

—Sí, pequeña. Este va a ser tu nuevo hogar —aseguró con tono afable—, y te enseñaremos a ser una auténtica dama. —Su voz se tornó gélida cuando se dirigió a Natalie—. Aguardaré dentro para que podáis despediros a solas.

Tía Natalie se arrodilló para ponerse a su altura y la miró muy seria.

—Escucha, Marinette, y escúchame bien. Te brindo una oportunidad muy grande al traerte aquí. Si te aplicas, puedes conseguir un gran conocimiento, y el conocimiento es poder. Créeme, en este mundo de hombres, una mujer debe ser poderosa para que la tengan en cuenta. Recuérdalo siempre. ¿Lo has entendido?

Mari asintió con solemnidad, memorizando aquellas palabras.

—Sé buena y vendré a verte dentro de poco —prometió, y le dio unas palmaditas en el hombro a modo de despedida.

Marinette no esperaba más; a fin de cuentas, se acababan de conocer. Pero no consiguió evitar la sensación de abandono. Después de todo, su tía era la única persona del mundo a la que su vida parecía importar algo.

Un pensamiento le acudió a la mente cuando su tía estaba a punto de subir al carruaje.

—Tía Natalie, ¿tú eres poderosa?

—Bastante —respondió, dirigiéndole una mirada calculadora—, pero con tu ayuda, algún día espero serlo mucho más.

¿Y bien? ¿Que les ha parecido?