Miró a través de la ventana, sin ánimo alguno alzó las cortinas y, ante ella se reveló esa cruda realidad a la que ya estaba preparada.

El Señor Sol no salió.

Se escondió entre las nubes grises y, decidió castigarla, castigarla con su ausencia.

Decidió torturarla con parar de iluminar su frente y darle un crudo ambiente.

Rompió su promesa de volver a verla el día siguiente.

El Señor Sol moría gracias a todas aquellas nubes que le atormentaban.

Con lágrimas en los ojos tiró de la tela y, dejó que la ventana fuera cubierta una vez más, esperando a ser alzada con el mismo deseo.

Y anhelo.

No entendía qué era lo que la estaba molestando.

De por qué le entristecía mucho saber que el motivo que la mantenía viva desaparecía, se volvía cada vez más efímero.

A ese paso...

Decía que era una estúpida.

Que por su culpa, por su ignorancia y el simple hecho de existir provocaba que todo lo que amara se muriera.

Es por eso que no comía.

No dormía.

Seguir con vida se volvía un castigo, uno que no pidió, uno que con gusto daría final si tuviera la oportunidad.

Era tan incompetente.

Era escoria.

Nadie lloraría si se matara.

¿A quién le importaba?

A final de cuentas... ¿Sólo tienes que ponerte la cuerda y saltar, no?

No le fue difícil conseguir una, guardaba un lazo con el que jugaba de niña, mientras lo tenía en sus manos, se preguntaba lo que le había sucedido a todos esos momentos felices.

A esos pensamientos felices.

A esas veces en que saltaba con ella en sus manos y contaba del uno al diez hasta cansarse.

Investigó en internet cómo hacer ese nudo específico, miró al techo y notó que los tubos de la corriente eléctrica eran resistentes, podrían soportarla.

No estuvo de más decir que investigó el peso ideal para que su cuerpo no la rompiera una vez sus pies no tocaran el suelo.

Tomó la silla en la que solía sentarse frente a su computadora y, subió encima de ella, ató un extremo de la cuerda tan fuerte como pudo para llegar al paso final.

Una vez puso el nudo en su cuello, atravesando su cabeza mientras algunas lágrimas descendían de sus ojos, se preparó para decir un último adiós, esto mientras veía una carta que había dejado en su escritorio:

"Ahora todos pueden ser felices" decía.

Puso un pie en el aire, estaba lista para poner el segundo.

Nadie llegó.

Era de esperarse sabiendo que era todavía muy temprano para que alguien se levantara de su cama.

Ella no supo cuándo pero... miró hacia abajo y veía ambos pies sin nada debajo que les diera soporte.

La cuerda sí que apretaba, sentía esa desesperación por querer liberarse, en un intento trataba de desatar el nudo que con el paso de los segundos se incrustaba cada vez más en su cuello.

Se quedaba sin aire.

Por la fricción, los dedos de sus manos sangraron, manchando de rojo las yemas y la cuerda.

Estaba llorando, pedía que las cosas fueran distintas, que hubiera un alguien que llegara a tiempo a su habitación y la salvara.

Pero sabía que eso no podía ser.

En una ironía, quería seguir viva, arrepentirse por pensar de ese modo y dar lo mejor de sí para la gente que estuviera a su alrededor.

Pronto todo se volvió oscuro.

El sonido de la alarma se volvía cada vez menos nítido, perdido en la lejanía.

Antes de dar un último respiro, pidió un deseo, uno único, que ese día se repitiera pero que en el momento instante, hubiera alguien que llegara a tiempo, ese alguien a quien le confesó su amor verdadero y, terminara esa parte de su historia con ellos dos abrazándose en el suelo.

El joven chico vio la nota de su amiga entre los panfletos y poemas, asustado y con la respiración totalmente agitada, se dirigió a la casa de ésta.

Estaba justo en frente de la puerta de su habitación, tocó unas cuantas veces pero no había respuesta, sabía que ella era una dormilona, pero no le dejó opción, como novio debía preocuparse.

Gentilmente abrió la puerta: