En circunstancias normales, los fines de semana serían la delicia de cualquier persona sensata y acomodada a la vida diaria en la que esos dos días a la semana resultarían tener la misma eficacia que un leve chaparrón de aguas tibias en la marea arenosa del desierto; pero para mí eran como una tortura medieval.

Desde que era pequeña había sido una niña muy nerviosa, y por eso no era capaz de quedarme quieta ni un momento. Los días de tormenta, obligada a pasarme horas enteras encerrada en casa, eran diabólicos momentos de desesperación en los que mis grandes energías no encontraban suficiente espacio en mi diminuto cuerpo para poder sostenerse y esperar al rayo de sol que marcarían la señal para poder salir de nuevo al jardín y jugar hasta el atardecer. Ir al colegio era algo que me llenaba en profundidad; poder hablar con tanta gente, jugar todo el rato, realizar montones de fichas, dictados, trabajos, e incluso exámenes; no estarme quieta era en definitiva algo que me agradaba. El instituto, la universidad: grandes momentos en mi vida. Fiestas, excursiones entre amigos, trabajos grupales, salidas de desenfreno; y al final, una crisis económica.

Miles de personas que al igual que yo contaban con una licenciatura en Historia del Arte se quedaron así, sin más ni menos de lo que tenían; nadie requería profesores, bibliotecarios, editores… así, sin esperárselo, de repente ninguna galería, ningún negocio de coleccionismo, absolutamente nadie necesitaba un historiador.

Por suerte, conocí a Kristoff. Él había conseguido un puesto de trabajo en la empresa de su tío. Sí, por esa evidente relación de familia, pero era así como se conseguía trabajo en tiempos difíciles para los jóvenes sin experiencia laboral. Lo conocí en una fiesta durante mi segundo año de carrera; era gracioso, tenía el pelo largo, rubio y alborotado; la típica apariencia de tipo bonachón. Me sentí segura con él, y empezamos a salir. Un típico ligue universitario.

Desde entonces pasaron cuatro años. Kristoff trabajaba como encofrador en la empresa de construcción de inmuebles de su tío, con un puesto fijo. Yo, para entonces, había conseguido un puestecillo sin mayor importancia en un restaurante de la ciudad en la que vivía, muy pequeña pero inundada continuamente por un sinfín de coches y autobuses; pasaba al lado una autopista general por la que la gente acudía a sus trabajos; algunos preferían atajar por la ciudad para no sufrir los atascos de las grandes carreteras del Estado a las 8:30 de la mañana.

Pese a ello, vivía alquilada en un ático; con unas vistas preciosas. Se veía casi toda la ciudad, y por las noches las luces de las ventanas y las farolas parecían reflejos de un mar estrellado. Kristoff vivía con sus padres y sus hermanos en un pueblo cercano; eran una familia numerosa y necesitaba íntegramente su sueldo para poder mantener a los demás. Su padre se había quedado en paro por culpa de la crisis, muchas personas perdieron sus puestos de trabajo, por lo que le tocaba a él encargarse de que todos pudiesen comer cada día.

De todos modos, los fines de semana solíamos vernos. Yo trabajaba todos los días en el restaurante hasta muy tarde, descansaba únicamente por la mañana, y en ocasiones puntuales me dejaban los lunes libres. Era un horario agotador, demasiadas horas encerrada en una cocina, y si había suerte, me tocaba ejercer de camarera y podía al menos estirar las piernas por el comedor principal. Pero, como antes comentaba, eran tiempos difíciles y contar con un trabajo que me diese para pagar el alquiler era algo de lo que no podía quejarme.

En especial los sábados y domingos Kristoff se pasaba por el restaurante y pedía algo sencillo, como una excusa para verme. Sabiéndolo el día antes, yo pedía con amabilidad que ese día pudiese ejercer de camarera para verle. Ya se había convertido en una rutina.

A la 1 de la madrugada me volvía a mi pequeño apartamento y pasaba el rato haciendo cualquier cosa hasta dormirme. Era una persona sencilla, y nerviosa; así que llegar cansada y no tener nada que hacer me agobiaba. En especial los fines de semana.

Los fines de semana todo el mundo tiene algo que hacer. Ya sea ejercicio, dedicarse a su familia, salir con amigos o algún hobby. Pero yo no tenía nada. Toda mi vida era cocinar y dejar algún hueco para Kristoff; aunque él ya tenía a su familia y pasaba con ellos gran parte de su tiempo.

Por eso, cuando llegaba del restaurante, apenas sabía qué hacer.

El ambiente nocturno me embelesaba cuanto menos. Nada más abrir la puerta de mi modesto hogar, me descalzaba y tiraba los zapatos en un rincón sin darles más importancia que la que tienen unos viejos trastos necesarios pero molestos. Me quitaba la ropa y me ponía otra mucho más cómoda, comía algo si tenía hambre y bebía algo si tenía sed. Quizás empezaba a leer un libro, pero al rato dejaba de interesarme y lo volvía a posar en la estantería. Quizás ponía un rato la tele, pero la apagaba al poco tiempo. Quizás me ponía una película en el ordenador, pero cerraba la ventanita en cuanto me daba cuenta de que era el típico largometraje de chica encuentra chico malo que ella consigue cambiar y acaban juntos tras una historia de amor y pasión desenfrenada. Un poco lo mismo de siempre.

Me generaba un gran rechazo esa sensación de llegar a casa y preferir haberme quedado más tiempo encerrada con sartenes y ollas a presión.

Las noches se volvían largas y tediosas, y el sueño no decidía invadirme hasta casi salido el Sol. Era un auténtico martirio, hasta que un día algo sucedió en mi vida que destrozó por completo mi rutina, y me hizo adorar y anhelar las noches infinitas bañadas en luces de colores de la gran ciudad.


"Magret de pato con guarnición de frutos rojos para las mesas 3, 7 y 12. En las mesas 9 y 11 se han quedado sin agua, y necesitan un tenedor en la mesa 6. Pan para las mesas 8 y 9. Y por Dios, que alguien se ponga a freír patatas en menos de tres segundos o serviremos la ensalada con tomates revenidos." Gritó desde la puerta de las cocinas el jefe de sala. Yo particularmente estaba pelando esas patatas que tan codiciadas eran, así que procuré darme toda la prisa que pude para freírlas cuanto antes y evitar una reprimenda por la tardanza.

"¡Ay!" Exclamé al sentir el agudo corte que causó el cuchillo, creando así un pequeño hilo de sangre roja resbalando por mi dedo y hasta las rodajas de patata.

Dios mío, me van a matar como vean estas patatas ensangrentadas. Tengo que hacer algo.

Tras mirar hacia derecha e izquierda comprobando que nadie en la cocina estaba prestándome atención metí las patatas en un escurridor cercano y las lancé al fregadero, con toda la suerte de que rebotasen y en vez de realizar una canasta perfecta, cayesen al suelo húmedo y sucio por todo el trajín que representaba la hora de la cena un viernes por la noche.

El chef principal, encargado de la supervisión del resultado final de cada plato, vio mi casi magistral hazaña. Tragué saliva solo de pensar en la que me iba a caer encima.

"Anna…" Dijo, mirando fijamente con un tono melodramático las patatas esparcidas por el suelo.

"¿S-sí…?" Respondí, casi sin voz. El miedo me aprisionaba el corazón. Apenas podía respirar.

"Es la tercera vez esta semana que algo sale volando y aterriza en el suelo." Acabó diciendo con voz condescendiente, como si tras eso fuese a darme una buena noticia; pero yo ya había visto varias veces esa reacción, y significaba que fuese recogiendo mis cuchillos y dejase mi casaca de cocina en su sitio, para que otro suplantase mi lugar.

"Mira, yo sé que eres una buena chica; muy animada y trabajadora, pero no puedo consentir que éstas cosas sucedan en mi cocina. Así que recoge tus cosas, ponte algo en ese dedo antes de que el corte se infecte, y lamentándolo de corazón tengo que pedirte que te marches."

"P-pero, es que, necesito el trabajo… no sé qué más puedo hacer, y cocinar me gustaba, yo… es que…" Intenté suplicar algo, pero ni siquiera sabía qué decir.

Hizo un gesto con sus manos indicando que ya se había acabado la discusión y que no había nada más que decir. Por mis adentros me maldije por no haber actuado con un poco más de cabeza y cuidado, pero de todos modos me quité la casaca blanca y la tiré sobre la mesa, recogiendo mi chaqueta y mi bolso de mi taquilla y saliendo rápidamente por la puerta trasera, aguantando las ganas de llorar.

¿Cómo he podido ser tan sumamente idiota? ¡He perdido mi trabajo! Nadie va a querer contratarme ahora, sabiendo que me han echado y ni si quiera tengo experiencia en otros campos… no sé cómo podré salir de esta…

Era viernes por la noche y paseaba bastante gente por la calle. Parejas agarradas de la mano, grupos de amigos que reían y charlaban, o familias que iban a cenar juntos en algún restaurante de comida rápida. Todo el mundo se lo pasaba en grande, disfrutando de una pequeña pausa de sus trabajos. Trabajo que yo ya no tenía.

Llegué a mi casa y cerré la puerta tras de mí con rabia e impotencia. Todo me salía mal, y era precisamente por mi culpa. Pero no tenía tiempo de llorar e insultarme, porque pese a todo, las deudas y el alquiler había que pagarlos. Me quité los zapatos y los tiré a un lado como de costumbre, colgué mi bolso en el armario de la entrada y corrí a sentarme frente al escritorio que tenía en mi cuarto; sobre el cual descansaban unos cuantos lápices y bolígrafos en un tarro de cristal y mi ordenador portátil, que había comprado con mi primer sueldo de mi trabajo como cocinera en ese restaurante en el que ya no podría volver a dar la cara.

Levanté la tapa para abrirlo y pulsé el botón de encendido. Luego, abrí el navegador con un click e introduje la búsqueda que me interesaba.

"empleos cerca de mí"

El navegador contaba con una opción en la que te podía mostrar todas las ofertas de empleos teniendo en cuenta la ubicación del dispositivo desde el que hicieses la búsqueda. En mi caso, como ese dispositivo era mi propio portátil, me mostraría todas las ofertas que estuviesen cerca de mi domicilio.

Como supuse, no era muy amplia la oferta. Casi todas eran ofertas para ingenieros informáticos, desarrolladores de páginas web y demás asuntos tecnológicos que me traían sin cuidado.

"Se necesita programador para empresa de telecomunicaciones… Buscamos ajustador mecánico para taller local… Experiencia mínima de dos años demostrable…"

Estaba claro que me había equivocado de carrera, pero no tenía tiempo para lamentarme. Tras intentar buscar empleos en relación con mis estudios o con la cocina, acabé intentando conseguir algún conocimiento sobre programación y temas de esa índole, pero acabé por renunciar a ello y seguir buscando empleos a mis alrededores.

"Html… Javascript…cosas que no entiendo… palabras en inglés… mujer joven disponible por las noches… espera, ¿qué?"

Tras leer las anteriores palabras, volví a subir la vista para releerlo por si me había equivocado. En toda regla parecía una petición en busca de una prostituta privada, pero por si acaso decidí entrar y leer de qué se trataba. Tampoco perdía nada por leer los detalles de un empleo. Bueno, a estas alturas ya no tenía nada que perder.

"Se precisa una mujer joven disponible para trabajar por las noches. Los detalles se darán en una entrevista personal con la solicitante. Adjunto un número de teléfono para poder contactar la interesada."

En toda mi vida nunca había leído algo tan turbio. Estaba claro que no pintaba nada bien. Ni siquiera un nombre, una dirección, un simple detalle… Pero todo estaba tan bien escrito que algo me sugería una impecable seriedad y formalidad. No sé… igual era algo interesante.

A ese anuncio había un número de teléfono adjuntado. Pero no había ningún nombre por el que preguntar. Todo era muy sospechoso, pero de alguna manera que ni siquiera alcanzaba a comprender me atraía. Parecía… emocionante.

Por un momento pensé en comentárselo a Kristoff, pero no quería que se asustara y me invitara a vivir con él… sabía de sobra que si le dijese que me había quedado sin trabajo se ofrecería a darme un hogar y algo que llevarme a la boca, pero ni quería que se tomase tantas molestias ni estaba segura de querer vivir con él… Todo parecía tan confuso… que, por un instante, marcar ese número no me pareció nada descabellado.

Cogí mi teléfono móvil, y marqué cada número con sumo cuidado para no equivocarme. Me levanté del escritorio y me puse junto a la ventana, de pie, con una mano en la cadera; expectante. Las luces de la ciudad parecían brillar más que nunca. Lucían un extraño color… casi bohemio.

Un tono… dos tonos… tres tonos… y cuando ya parecía que nadie iba a contestar, sonó una voz.

"Si llamas por el anuncio, ven al edificio 7 de la Avenida Glasgow. Piso 19, la puerta del final. Te estaré esperando." Pi, pi, pi. Había colgado.

Quise decir algo, pero no me dio tiempo. Ni una sola pregunta, ni un "hola", ni un "¿sí?", tan solo órdenes. Tampoco me dio una hora, ni una fecha; así que como me pudo responder en ese momento, imaginé que esperaría que fuese en ese mismo instante. Al darme cuenta corrí, me volví a poner los zapatos, y me arreglé rápidamente. Dos finas y limpias trenzas, un poco de maquillaje para tapar el exceso de pecas, cogí mis llaves y salí del apartamento.

El aire de la calle era frío, pero los rápidos e incesantes latidos de mi corazón me transmitían una sensación cálida, emocionante, llena de adrenalina. Seguramente al día siguiente me arrepentiría de todo aquello, pero cuando la luna está en lo alto parecemos percibir todo de un modo diferente, todo parece una gran idea.

Corría por las calles heladas, ahora casi vacías, pensando en la hermosa, seductora voz de la mujer que me había contestado.