Introducción.


¿En qué punto aquellos orbes azules dejaron de observarla con amor?


Las luces parpadeaban, dejando al menos un segundo en plena oscuridad. Sabía que estaba viviendo aquello y que, por más que se abstuviera a aceptarlo, era la realidad. Todas las pruebas estaban puestas sobre la mesa; podía sentir dolorosamente el piso en donde estaba recargado y la sensación fría que se calaba por sus huesos sin misericordia. También estaba el hecho de que las temperaturas jugaban cruelmente con su sistema: por un lado podía regocijarse con cierta frescura en la reservada habitación en donde se encontraba tumbado; pero también, su cuerpo desprendía un calor inhumano, que le hacía recordar sus viejas misiones, merodeando como perro sediento por el desierto. Tenía el pleno conocimiento de que su frente estaba perlada debido al sudor, que se deslizaba por sus sienes cual cascada; sus poros sólo podían desechar minerales de forma anómala, mientras él se consumía en una especie de agonía.

¿En dónde demonios… estoy?

Aturdido, se arrastró hasta un punto reconocible en aquellas aguas turbias: sus orbes cerúleos se centralizaron, esperanzados, en una ventana rectangular, por la que se filtraba levemente una luz neón, un tanto ambarina. Lo que sea que estuviera del otro lado, podía brindarle las respuestas necesarias de todo el rompecabezas que, torpemente, intentaba resolver. Daba lo que fuera por tener un respiro o si quiera una leve pausa del dolor punzante que se apoderaba de su cabeza; presionándolo cómo si él fuera un jugoso limón, bombeando la sangre; maltratando sus sentidos. Cuando se asomó, con mucha dificultad, sosteniéndose de un breve relieve de la pared blanquecina, sólo pudo observar un patio sumergido en tonalidades grisáceas; había al menos cuatro bloques en cada esquina, con un número aparatoso marcado en las entradas principales; puertas reforzadas de hierro, por las que nadie podía atreverse a ingresar. De todas formas, tampoco existía una razón válida para hacerlo. No obstante, él, todavía aturdido, encontraba valioso cada detalle, como que también había dos vehículos aparcados en la zona central del patio o que, existía rastros de una catástrofe llevada a cabo hacia mucho tiempo. Lo que sea que hubiera sucedido, era un punto de partida.

Sus labios temblaron, su cuerpo amenazó con desplomarse en aquella simple acción de sostenerse. Apretó los ojos, como si la clave del equilibrio estuviera allí. Luchó con cada fibra de su ser, sólo por obtener el pase libre a un vistazo más. En algún punto, entendía que debía estar allí anclado, como un pequeño niño fascinado con quedarse hasta tarde observando el calmo vecindario. El problema era que allí no había nada de tranquilo. Era el peligro que se respiraba; era la sensación de adrenalina que contaba a cada segundo.

Con un perfecto uso del tiempo, León centralizó la vista en un movimiento extraño realizado en uno de los bloques. La puerta perteneciente al edificio número dos se abrió, dejando salir a dos personajes principales en la obra; pareció desfallecer al reconocer sin mucha dificultad la primera figura, porque sabía que lo que estuviera sucediendo, representaba una situación potencialmente crítica: era ella, la catástrofe que limitaba todos sus pensamientos; el huracán de sentimientos por los que alguna vez insistió en dejarse caer al vació; curvas peligrosas, movimientos elegantes, pero del todo traicioneros. Con tan solo verla desenvolverse en el ambiente, apresurada, temeraria, comprendía que se traía algo entre manos. Pero no pudo hacer más que estremecerse y hacer temblar su pálido labio inferior. La punzada en su pecho vino de cortesía, pero, como se había jurado después de los duros acontecimientos en China, ella era una parte de debía dejar ir.

La persiguió, deleitado, con la mirada. Daba zancadas con sus elegantes piernas, que, gustosamente, enrollaron su cuerpo en el pasado. Una gacela con gracia, comiéndose los metros en dirección a uno de los vehículos dejados de cualquier manera, justo en el centro del patio. Huía, de eso no había duda. Pero, ¿de qué?

La respuesta salió necesaria: un hombre fornido, de cabellos castaños y cargado hasta los dientes. Lo reconocía, tan, pero tan bien, para saber que una combinación de esa talla debía estar prohibida. Al menos cuando el agente Kennedy estaba en una condición no apta para batallar, aquello debía ser evitado a toda costa. Pero, desgraciadamente y pese a que tembló con cierta frustración en su interior, no podía hacer nada.

Un grito agónico salió disparado desde lo más profundo de su garganta. Sintió incluso el interior romperse como pequeños trazos de cristal. Toda su energía se desprendió en esa acción, a medida que se le metía por los ojos aquella imagen de ella escapando y él, el feroz cazador de la BSAA ir a por su presa. Kennedy golpeó el vidrio, para darse cuenta, desesperado, de que estaba blindado. Posiblemente, su socio para algunos eventos esporádicos no le había escuchado y su antigua aliada de la oscuridad, mucho menos. Eran ellos dos, batallando en línea recta, en una inevitable lucha por sobrevivir.

Cuando la espía aceleró para llegar al vehículo, el fornido hombre la abordó, lanzándose sobre su cuerpo sin misericordia. Los orbes de León estuvieron a punto de salirse de las cuencas oculares, por el simple hecho del escandaloso movimiento; ella trastabilló, hasta toparse con el pavimento. El peso del Redfield mayor cayó sobre ella, como si anhelara aplastarla.

— ¡Suéltala, Redfield! —León volvió a golpear el vidrio, sintiendo un dolor profundo en todo su cuerpo, que, comenzaba desde la molestia en su abdomen, hasta un simple punto en su muñeca. No contento con su acción, volvió a darle a la superficie blindada, esta vez utilizando las dos manos. Se deslizó, pero volvió a encaramarse como si fuera un mísero animal en sus últimos intentos. Jadeos desesperados se desprendieron desde lo más profundo de su ser. Su rostro se arrugó, sus esperanzas quedaron por lo bajo.

Un elemento brilló a la luz de la luna. La mística; cómplice de aquel hecho en un campo al aire libre: sometiendo a la presa, el aclamado Capitán Redfield desenfundó su pistola, dándole una pausa simbólica a todo el acto. Su mano estaba anclada en los cabellos azabaches de ella, hundiéndole el rostro contra el pavimento. Ella se revolvía bajo el verdugo, frustrada de tener todos sus trucos impedidos por un cuerpo realmente pesado. La fuerza que ofrecía el hombre ganaba por mucho a lo que ella podía hacer y, ciertamente, todo representaba un gasto innecesario.

— No… —susurró León. Presionó los dedos sobre el vidrio, como si estuviera tanteando aquella tétrica figura. Hubiera intentado irse, correr por todo el lugar; pero no tenía fuerzas, ni el sentido completo de la ubicación. ¿Qué más podía hacer? Tenía que verse obligado a revivir las mil posibles alternativas que había; en cada una de ellas, la habilidosa Ada Wong moría estrangulada; golpeada; acuchillada. Y le dolía con fuerza. Era como si estuvieran abriendo la herida que él había suturado con el paso de sus años de reflexión, para, no solo corromperla, sino agregarle más cortadas. La amaba, demonios que sí, lo equivalente a lo mucho que la odiaba, hasta hacía al menos cinco minutos. En ese breve tiempo, cuando, fríamente la observó al borde de partir, reconsideró reintegrarla a su pecho muerto. La necesitaba. Viva.

Pero el tiempo de remordimiento mental era basura. De poder oír algo, sabía que se aturdiría por el estruendo de la bala salir desprendida del cañón de forma audible. De todas formas, cuando observó la sangre encefálica derramada por el suelo y los restos de un delgado cuerpo sin vida, apretó los ojos y mandíbula. El calor que invadía su cuerpo, fue reemplazado por frío. Sus dedos se congelaron, su cuerpo dejó de doler; su mente dejó de enviarle imágenes. Se impidió sentir, o si quiera reaccionar. Un caso común de Shock; lógico, en todo caso. Pese a que parpadeaba y la luz ambarina se enredaba en sus pestañas, se dio cuenta de que ella no volvería a recobrar las fuerzas. Oyó de su muerte en tantas ocasiones y en cada una de ellas lloró como si fuera un niño perdido. Se abrazaba a su cuerpo, buscando consuelo en las sombras que inundaban las diversas habitaciones en donde recibía las noticias. De nuevo, pero sin los rumores que arrastraba el viento; detalló a Ada Wong, la imposible de descifrar; la que le robó el corazón con tan sólo veinte minutos. Era cargada por los fuertes brazos de Redfield. Estaba muerta.

— No —susurró de nuevo, como si fuera a quedarse sin voz en cualquier momento. Sus ojos se encharcaron, pero, sabía que de nada servía llorar — ¡NO! ¡NO! ¡MIERDA! ¡NO! —revolvió su cabeza, encestó diversos puñetazos al vidrio, se dejó caer a la losa fría. Pero nada podía hacerlo volver en razón. Con tantos años de experiencia, se había acostumbrado a recoger los restos de sus amigos; los escuadrones a su mando que dejó perder por las sucias garras del bioterrorismo; siempre volvía a la normalidad, siempre recurría a brindar por sus memorias en copas. ¿Pero ella? ¡demonios! Tendría que beber lo equivalente dos océanos para por lo menos, desvanecer su arrasadora figura. Ningún rastro de madurez profesional existía en ese campo. Ella era su aliada del silencio. Podía detestarla como lo hacía, porque en realidad, deseó su muerte en casos hipotéticos, en medio de sus experiencias en tabernas echadas al olvido. Pero del dicho al hecho… Y pensaba que, siempre dormiría tranquilo, sabiendo que ambos respiraban gustosos de plena vitalidad. Le habría reconfortado el hecho de imaginársela contemplando el cielo azul, mientras él la esperaba en la frialdad de su cama. Ahora que no podía sentir ese consuelo, tenía un vacío importante.

Kennedy se desmoronó en el piso, mientras sollozaba entre confusión. ¿Por qué Chris? ¿Por qué en ese momento? ¿Qué razones existían? ¿Debía perderla por su propio aliado? ¿Ahora los que mayor impacto le ofrecían eran los buenos? ¿Qué diferencia había entre los dos bandos ahora?

Todo su cuerpo se apagó al instante. Dejó de sentir rabia, dolor, tristeza. Dejó caer sus pesados párpados, mientras sentía las lágrimas calientes ceder por sus mejillas y enredarse en su barba de días. El mundo se nubló, apartándolo de lo que le hacía daño. Cedió a un impulso que no podía detener de ninguna manera. Viajó a través de la oscuridad.

De repente, todo se volvió plena quietud.


Continuará.

Holis. Primera vez que me dirijo a este bello, mágico, sensacional público. Sólo diré unas sencillas palabras: esto será un retorcido experimento, así que, por favor, no me acuchillen todavía (?) dejaré un par de planteamientos al aire, mientras organizo cómo irán conectándose las piezas, para hacer de esto un Fic completo. Lo previsto no son muchos capítulos. (Soy un poco dispersa, así que procuro no hacerlo tan largo, para no perder el hilo) En fin. Espero que les haya gustado. Nos leeremos pronto.

Cambio y fuera.