Marinette había llegado sorprendentemente pronto al colegio para tratarse de ella. Se había presentado allí tan temprano, de hecho, que ninguno de sus amigos había aparecido todavía. Pero de eso se trataba, en realidad. De interceptar a Adrián en cuanto llegara, y él solía ser bastante puntual.

Notó que el corazón se le aceleraba, y respiró profundamente, tratando de calmarse. «Puedo hacerlo, puedo hacerlo», se repitió a sí misma. Había tomado una decisión y estaba dispuesta a llevarla a cabo hasta sus últimas consecuencias.

Tikki asomó la cabeza fuera de su bolso para preguntarle:

–¿Estás bien, Marinette? ¿Seguro que quieres seguir adelante?

Ella inspiró hondo de nuevo y asintió.

–Estoy segura, Tikki. No voy a echarme atrás otra vez. Además... no es como si fuera a pedirle matrimonio ni nada por el estilo –concluyó, con una risita nerviosa.

Había pensado mucho en cómo declararse a Adrián. Por descontado, no tenía intención de decirle «Te quiero» ni «Estoy enamorada de ti», ni siquiera «Me gustas». No solo porque no se atrevería, sino también porque no quería asustarlo ni ponerlo en un compromiso. Hasta donde ella sabía, nada en la actitud de Adrián indicaba que él sintiese lo mismo por ella.

Marinette había llegado a la conclusión de que era muy posible que él ni siquiera se lo hubiese planteado. Probablemente Adrián solo la veía como una amiga y no tenía la menor sospecha de lo que ella sentía por él, en cuyo caso sería precipitado soltárselo todo de repente. Porque casi seguro que él la rechazaría sin más.

Así que había decidido que le pediría una cita... sin compromiso. Algo así como «¿Te apetecería quedar un día conmigo, para ir al cine, dar un paseo o ir a tomar un helado?». De ese modo Adrián sabría que Marinette estaba interesada en él, en conocerlo mejor; que le dejaba la puerta abierta por si quería profundizar en su amistad, o incluso llegar a algo más, con el tiempo. Y él podría fijarse en ella y plantearse si podría llegar a verla como más que una amiga. No tenía que decidir inmediatamente si quería ser su novio, solo... salir alguna vez los dos juntos, sin más.

Marinette esperaba que Adrián no encontrara motivos para negarse a aquello. Después de todo, habían hecho cosas juntos con anterioridad, como practicar para el torneo de videojuegos o acompañar al tío de Marinette cuando estuvo de visita en la ciudad. Y Adrián parecía haber disfrutado con su compañía... al menos durante el escaso tiempo que habían compartido antes de que llegara un villano akumatizado a interrumpirlos, cosa que estaba empezando a suceder con irritante frecuencia.

Suspiró y miró a su alrededor. Desde su puesto en lo alto de la escalera tenía una buena visión de la gente que llegaba al edificio. Ya empezaban a aparecer los primeros estudiantes, y Marinette se retorció las manos con nerviosismo. Ojalá Adrián llegara antes que Chloé, o incluso Alya. Marinette no había compartido sus planes con su mejor amiga, porque no se sentía capaz de hablar con Adrián sabiendo que Alya andaría cerca, quizá incluso espiándolos para ver cómo acababa aquello. No; sin duda se lo contaría con pelos y señales cuando todo hubiese acabado, para bien o para mal. Pero aquel momento debía ser algo entre Adrián y ella.

Se le detuvo el corazón un instante cuando vio el coche de él detenerse ante la entrada, como todas las mañanas. Contempló al chico mientras bajaba del vehículo y se despedía del conductor con amabilidad, y experimentó un breve ataque de pánico.

–No seré capaz, no seré capaz... –murmuró, aterrorizada.

–¡Claro que sí, Marinette! –susurró Tikki desde su bolso–. ¡Vamos, tú puedes!

Ella respiró hondo. Por enésima vez.

Adrián ya subía las escaleras, y Marinette se quedó paralizada cuando la saludó con una sonrisa.

–¡Buenos días, Marinette! Qué pronto has llegado hoy.

Ella sonrió a su vez como una tonta mientras su cerebro cortocircuitaba como cada vez que él le sonreía de aquella manera.

–S-sí, por una vez no se me han sabado las péganas... qui-quiero decir, no se me han pegado las sábanas, jeje... –farfulló–. Bu-buenos días a ti también –fue capaz de añadir después, maldiciéndose internamente por su torpeza.

Pero él, como de costumbre, no se lo tuvo en cuenta. Solo esbozó aquella media sonrisa entre amable y desconcertada que mostraba siempre que a Marinette se le trababa la lengua, se despidió con un gesto y se dispuso a proseguir su camino.

–¡Espera, Adrián! –lo llamó ella antes de que se alejara.

El chico se detuvo y se volvió para mirarla, interrogante. Marinette abrió la boca para seguir hablando, pero entonces oyó la voz chillona de Chloé a sus espaldas y comprendió que el momento había pasado. No sería capaz de decirle lo que tenía pensado delante de otras personas, y menos de ella. Inspiró hondo, sin embargo, y se lanzó:

–¿Po-podría hablar contigo después, en el descanso? ¿En privado? Hay algo que me gustaría comentarte con calma.

Una chispa de curiosidad iluminó los ojos verdes de Adrián.

–Claro, no hay problema. Recuérdamelo más tarde, ¿vale?

Ella asintió con las mejillas ardiendo, incapaz de pronunciar una sola palabra más, y se quedó mirándolo mientras se alejaba de ella para reunirse con Nino, que también acababa de llegar.

–Eh, ¿qué ha sido eso? –dijo Alya junto a ella, sobresaltándola–. Hoy has tenido tu dosis de Adrián de buena mañana, ¿eh?

–Sí, Adrián... –suspiró Marinette embobada, incapaz de procesar nada más.

Su amiga se rió y le pasó un brazo por los hombros con cariño.

–¡Es una buena manera de empezar el día! –opinó–. Aunque ahora vas a estar en las nubes toda la mañana y me tocará pasarte los apuntes después.

Marinette volvió a la realidad.

–¿Qué? ¡No, qué va! Soy perfectamente capaz de prestar atención, ya lo verás.

Pero al final resultó que Alya estaba en lo cierto. Marinette no logró concentrarse en la primera clase, y tampoco en la siguiente. ¿Cómo podría, con Adrián sentado justo delante de ella, recordándole con su presencia que apenas un rato después se reuniría con él para... «comentarle algo»?

«Me pidió que se lo recordara», pensó, garabateando ausente en su cuaderno mientras madame Bustier impartía una lección de historia a la que apenas estaba prestando atención. «Si no le digo nada, quizá no se acuerde y podamos dejarlo pasar... No, no, ¿qué estoy diciendo? Tengo que ser valiente. De hoy no pasa, hoy le pido salir».

Para reforzar su resolución empezó a escribir en el cuaderno diferentes maneras de plantearle La Gran Pregunta, con la intención de seleccionar la mejor de todas ellas, aprendérsela de memoria y soltársela sin más en cuanto llegara el momento.

«¿Quieres que salgamos juntos algún día?»... No, demasiado impreciso.

«¿Te gustaría que quedásemos para ir al cine tú y yo solos?»... Hum, demasiado directo.

«¿Te apetece que hagamos algo juntos este fin de semana?»... Demasiado poco comprometedor. Adrián podría interpretar que le estaba proponiendo quedar con más amigos, y no solamente ellos dos.

Sonó por fin el timbre, pero Marinette, sumida en sus pensamientos, apenas se enteró.

«Si tienes un hueco libre este fin de semana, ¿te gustaría salir conmigo a dar una vuelta?». Marinette mordisqueó el extremo del bolígrafo, pensativa. Si se lo planteaba de esa manera, Adrián podía decir simplemente que estaba ocupado. Aunque entonces ella podría sugerir dejarlo para el fin de semana siguiente. Y sugerir algún plan concreto, algo que pudiese apetecerle...

–Marinette, el timbre ha sonado ya –dijo Alya.

–Sí, sí, ya voy... –murmuró ella sin prestar atención en realidad.

Su amiga se asomó por encima de su hombro para ver qué estaba escribiendo y sonrió.

–Te espero en el patio, ¿vale?

–Ahá... –asintió Marinette, garabateando de nuevo en su cuaderno.

Alya se marchó, pero ella no se dio cuenta, y tampoco fue consciente de que la clase se vaciaba poco a poco. Hasta que una sombra le tapó la luz.

–Marinette –dijo Adrián, y ella dio un respingo del susto–. ¿Querías hablar conmigo?

–¡A-Adrián! –exclamó Marinette, pálida como si hubiese visto un fantasma–. S-sí, claro.

Se apresuró a guardar el cuaderno con el corazón desbocado. «Se ha acordado», pensó de pronto. «Se ha acordado de que yo tenía algo que decirle».

Miró a su alrededor, un poco despistada, y descubrió que en el aula solo quedaban ellos dos. El resto de sus compañeros habían salido ya al patio.

–¿Salimos? –la invitó él.

–¡Sí, por supuesto! ¡Cuando quieras, a donde quieras y todas las veces que quieras...! –se aturulló ella–. Quiero decir... al patio, claro, jeje, porque no nos vamos a quedar en la clase todo el rato...

Adrián parpadeó, un tanto desconcertado. Marinette esbozó una sonrisa de disculpa, se levantó y lo acompañó fuera. Una vez allí, se asomó a la barandilla para mirar abajo mientras Adrián cerraba la puerta del aula tras ellos. El patio estaba lleno de gente, pero ya no quedaba nadie en el pasillo.

–Podemos hablar aquí, si quieres –dijo Adrián, colocándose a su lado.

Marinette inspiró hondo varias veces, tratando de calmarse.

«No voy a poder, no voy a poder...»

«Tonterías, Marinette, claro que puedes. Eres Ladybug. Solo es una pregunta, nada más. Suéltasela y acaba de una vez».

No era una simple pregunta, recordó de pronto. Era La Gran Pregunta, y ella aún no había escogido entre todas las versiones que había redactado antes. Entró en pánico otra vez.

–Yo... yo... me gustaría... saber si te gustaría... si podrías... o querrías...

Alzó la cabeza para mirarlo a los ojos, y fue peor todavía. Porque se quedó totalmente en blanco.

–¿Marinette? –preguntó Adrián, inquieto–. ¿Qué te pasa, estás bien?

Ella sintió un tirón en el bolso y volvió a la realidad.

«Claro que puedes, Marinette», se repitió a sí misma. Suspiró y apartó la vista para tratar de recomponer los pedazos de sus destrozados nervios.

–Sí, lo siento, Adrián –logró decir por fin–. Es solo que... no he dormido mucho esta noche y me cuesta pensar con claridad. Perdona si digo algunas cosas sin sentido.

–No te preocupes –le aseguró él–. Tómate el tiempo que necesites, no hay problema.

Marinette se derretía. «Pero qué majo es», pensó. Le sonrió de nuevo.

–Bien; pues yo, en realidad, lo que quería era preguntarte si...

Entonces se abrió la puerta de una de las aulas, y Marinette se dio la vuelta, irritada ante la interrupción.

Pero quien salió de allí no fue un estudiante, y tampoco un profesor.

Marinette y Adrián se quedaron sin aliento al verla.

Se desplazaba levitando descalza sobre el suelo, con cierta languidez, como si caminase sonámbula. Llevaba un vestido que era a medias un camisón y a medias el traje de alguna princesa de cuento de hadas, con una cola muy larga que arrastraba por el suelo tras ella. Se recogía el cabello oscuro en una trenza medio deshecha, descuidada, y coronaba su cabeza una tiara reluciente. Parecía Rapunzel o Blancanieves preparándose para ir a dormir después de una larga jornada «princeseando» por el castillo.

Pero entonces se volvió hacia ellos y descubrieron, con cierto sobresalto, que llevaba máscara. Una máscara extraña, que relucía sobre sus párpados y se oscurecía bajo sus ojos, como si estuviesen marcados por unas profundas ojeras.

Un akuma, comprendieron los dos al mismo tiempo.

–No te muevas, Marinette –murmuró Adrián, sin apartar la vista de la princesa levitante.

Sabía que, por lo general, los villanos akumatizados perseguían a alguien en concreto y, por descontado, buscaban a Ladybug y Cat Noir para arrebatarles sus prodigios. Si no la provocaban, quizá los dejase en paz.

Pero Marinette estaba observando el artefacto que sostenía la desconocida en la mano derecha. Al principio lo había tomado por un pequeño cetro, pero ahora que lo estudiaba con atención... parecía otra cosa. ¿Un bolígrafo? ¿Una jeringuilla? Nada bueno, sin duda. Probablemente se trataría de un arma y, al mismo tiempo, del objeto que ocultaba el akuma. Y si era un arma...

Como estaba pendiente del objeto, fue la primera en darse cuenta de que la chica alzaba la mano para apuntarlo hacia ellos. Hacia Adrián, en concreto, que se había movido ligeramente para colocarse ante Marinette, en un instintivo gesto de protección.

Ella se sobresaltó cuando la villana, sin pronunciar una palabra, oprimió un botón de su cetro-bolígrafo-jeringuilla y disparó un proyectil hacia ellos; algo demasiado fino y afilado como para ser un dardo.

Marinette no lo pensó. Saltó delante de Adrián, se arrojó sobre él para protegerlo con su propio cuerpo como si fuera un escudo humano y sintió un súbito y agudo dolor en la espalda.

«Me ha dado», pensó, justo antes de que todo se pusiera negro.