Disclaimer: Dragon Ball pertenece a Akira Toriyama.


—Relájate —pide él, desnudo, arrodillado sobre ella y con una mano apoyada a cada lado de su rostro—; ¡te encantará! Te juro que te encantará, Mai.

Ella ve su sonrisa: ¡ah, maldito! El encanto, la sensualidad, la voluptuosidad mezclada con la inocencia y el carisma exaltado por el amor. No está bien haber llegado hasta aquí.

No. Con él, no.

—Niño, yo... —farfulla ella, que siente que el ataque de nervios estallará en cualquier momento. ¡Es que es inconcebible! Estar en este sitio y bajo este hombre, desnuda y ávida de hasta lo más inmundo de él. Aterrada, lo pide—: ¡m-mejor no!

—¿No qué?

—¡No lo hagamos!

—¿Por qué no?

—¡Es que es lo mejor! Digo, ya sabes, creo que sería mejor que tú y yo no…

Él, sonriente de esa manera que la irrita especialmente, acaricia su cintura con una mano abierta sobre ella, sobre su piel; sobre su alma, casi, que siente la caricia como un escalofrío que la abre, la invade y no hace más que llenarle de calidez el corazón.

—Frenaré y te llevaré a tu departamento personalmente con una condición —dice él separando las rodillas despacio, calculada la delicadeza del movimiento para que éste se recibiera como una invitación y no como una demanda o un capricho. Al hacerlo, provoca que las piernas de ella, a su vez, se separen también—, ¿te parece?

Mai, derrotada por el calor que emana de ella y también de él, incapaz de controlarse por un segundo más ni de fingir que no quiere cuando sí lo hace, con el cuerpo, con el alma, asiente, esperando que hacerlo signifique su salvación.

Y no.

—Explícame por qué es mejor que no lo hagamos. —Y él apoya la boca en su oído, lo cual provoca un nuevo escalofrío en el alma misma de ella—. Te escucho.


28


—un número sin significado—


I


Meses faltaban para que la vida le lanzara tremendo baldazo de agua fría; por lo pronto, Mai aún estaba lidiando con la depresión.

A los cuarenta y nueve años, se enfrentaba desde hacía tiempo a la crisis más profunda de su vida, provocada por la pérdida de Pilaf. Su Excelencia había fallecido de vejez, una vejez que, en la misteriosa raza a la que pertenecía, sucedía antes de lo que le sucedía a un humano. Por el mismo motivo, unos años atrás ya habían perdido a Shuu, aquel dulce perrito antropomorfo ninja con el que habían transitado la vida entera. Los dos se habían ido viejos, cansados, enfermos, y entonces sólo quedaba ella, a quien aún le faltaban décadas para alcanzar lo que podía considerarse vejez. Muchos años por delante, demasiados, pero ninguna gana de recorrerlos, no sin ellos, no sin todo lo que tenía en la vida.

¿Cómo, si los extrañaba tanto?

Una vez, hacía unos veinte años, cuando a Pilaf y Shuu todavía les quedaba camino por recorrer, a Su Excelencia se le había ocurrido buscar las esferas del dragón. ¿Qué desearemos?, le había preguntado Mai intrigada; juventud, había explicado él con ese tono de sabelotodo que lo caracterizaba. Lo hicieron, las reunieron, pero a último minuto, sin motivo aparente, Pilaf se decidió por otra cosa:

—¡Quiero ser rico, Shenlong!

Toneladas de billetes cayeron del cielo y ya nunca volvieron a pasar vicisitudes, se dieron todos los lujos y vivieron la buena vida juntos, hasta que el dinero comenzó a agotarse y de la mansión pasaron a la casa y de ésta al mono-ambiente en un suburbio de la Capital del Oeste. Nunca lograron conquistar el mundo, pero habían sido felices; ese, supo Mai al final, había sido el motivo de Pilaf para cambiar su deseo a último minuto: ¿para qué iban a ser jóvenes si no tenían dinero para disfrutarlo?

El dinero estaba a punto de agotarse y pronto empezaría a deber impuestos, por lo cual, ante el espejo, Mai se dijo que era hora de buscar trabajo; ante el espejo, vestida con harapos, el cabello grasoso y enredado, la piel reseca y sucia, los huesos de las costillas visibles en su vientre; descuidos inherentes al descuido interno que la depresión provoca, ese olvidarse del propio corazón y olvidar, con éste, el propio bienestar.

Era hora de decidir, pues acababa de tocar fondo y bien lo sabía, lo cual significaba que ya no se podía bajar más; o permanecía allí o subía gracias al impulso del choque: ¿quiero vivir o quiero morir? ¿Quiero salir adelante o quiero...?

¿Qué quiero?

Tomó el cuchillo del tocador, el cuchillo que desde las primeras misiones con su señor llevaba en la bota derecha, y lo apoyó en su muñeca izquierda. Apretó apenas su piel, temblando, los recuerdos de tiempos pasados y felices acariciándola junto con las risas de aquellos a quienes había amado con el alma completa.

¿Qué quiero yo?

¿Quiero, en realidad...?


—¡¿Qué haré sin Usted, Su Excelencia?!

—¡Tienes mucho por hacer, Mai! Haz lo que nunca has hecho y ya deja de llorar; la superviviente de la Gran Banda de Pilaf jamás debe considerar la idea de dejarse vencer, ¡¿escuchaste?! Busca trabajo, conoce algún hombre, viaja, diviértete. Te prohíbo hacer lo contrario, ¿de acuerdo?

—Pero…

—¡Te lo prohíbo, Mai!

—A la orden, Mi Señor…


Clavó el cuchillo en la superficie de madera del tocador y se deshizo en llanto al caer al suelo. Dejarse vencer era el camino fácil, el predecible para una mujer sin futuro como ella; era una superviviente nata, vivir era lo que mejor sabía hacer.

Rendirse no iba con quien siempre había sido ella, con la ella que Pilaf había mantenido siempre a su lado.

Su Excelencia tenía razón: tenía mucho por hacer. No tenía un pelo de tonta y, en su eterna supervivencia, había adquirido experiencia de vida suficiente. El problema era, claro, que decirlo era fácil, pero hacerlo, pero sentir al hacerlo, jamás lo sería.

Se miró en el espejo: estaba demacrada no tanto por la edad, sino por la depresión. Ante ella no veía más que a un fantasma, nada que brillara o tuviera color. Obstinada, repitiéndose en susurros la última orden de su Señor, tomó el cepillo y peinó su cabello, lo peinó y lo peinó hasta desaparecer cada nudo, hasta retornarlo a sus años de esplendor. Al encontrarlo arreglado ante ella, notó las puntas florecidas y el largo excesivo del flequillo. Con la tijera y un peine, lo arregló. Se cepilló una vez más y supo, al terminar, que ya no era la de antes, la antigua Mai joven en la cúspide de su vida; era una Mai de cuarenta y nueve años sin propósito, pero que en su cabello, aun cuando éste tuviera canas por todas partes, mantenía algo del antiguo esplendor al mostrarse lacio y prolijo ante ella. Sonrió débilmente y decidió obedecer a su señor como pudiera, como le saliera: iba a sobrevivir.

Con los ahorros que conservaba, poco a poco, compró ropa, maquillaje, cremas. Ordenó el caótico mono-ambiente hasta hacerle relucir el suelo, para que el orden la instara a algo mejor, más ameno, más positivo. Se procuró una buena alimentación en pos de recuperar los kilos perdidos, se obligó a no saltear ninguna comida del día, practicó con los tacones a caminar como correspondía, hasta que se sintió lo mínimamente lista: era hora de trabajar.

Ante la computadora, confeccionó el currículum más falso de la historia, lleno de patrañas que seguramente nadie se creería, pero con intentarlo no perdía nada. Tenía conocimientos en ingeniería aun cuando no tuviera un título universitario que lo demostrara; primero intentaría con eso y, si no funcionaba la mentira, buscaría lo que fuere, aunque tuviera que volver a ser mesera como lo había sido en el pasado.

Lista, comenzó a revisar los clasificados online en las distintas plataformas de empleo. Envió tantos currículum que en un momento dejó de leer a qué empresas lo hacía. Se fue a dormir, sin más, deseando que alguien la llamara como sucedía en las novelas, que el golpe de suerte fuera inmediato y certero, que la depresión se terminara, que algo en la vida le saliera lo suficientemente bien como para cumplirle el último pedido a Su Excelencia, no dejarse vencer.

Al día siguiente, el teléfono no sonó.

Deprimida y con la convicción que había sentido el día interior convertida en un sueño ya inalcanzable, lo miró durante horas, olvidó comer de nuevo y no repasó su práctica de tacones. Balanceándose en una silla ante el maldito aparato, lo miró tres días, cuatro, cinco, mientras las lágrimas caían y las voces volvían a hablar: es porque eres una vieja, es porque estás sola, es porque no vales nada. Y cuando empezaba a perder los kilos que había ganado y nada más que lágrimas brotaban de ella, justo como antes de proponerse salir adelante, al fin, el teléfono sonó.

—¿H-Hola…?

Mai anotó dirección, día, horario, todo para la entrevista con el puño tembloroso. Al final, preguntó qué empresa era esa, pues no había escuchado bien por culpa de los nervios.

—Corporación Cápsula —aclaró la muchacha que estaba al otro lado de la llamada.

Cortaron. Mai cayó al piso, en shock. ¡Corporación Cápsula! ¡No! ¡¿Cómo se había atrevido a mandar un currículum tan falso a la empresa más importante del planeta?!

Se puso el traje más elegante de los que había comprado, se peinó el cabello en un prolijo rodete, se maquilló como cuando era joven, con sombra roja sobre los párpados y setecientos litros de rímel en las pestañas, aunque sin ponerse en los labios nada más que un poco de brillo. Así, con los pies adoloridos por la nueva falta de práctica con el tacón, temblando entre los fantasmas de la depresión, fue a la monstruosa Corporación Cápsula con un portafolio que contenía antiguos diseños de diversos artefactos, como para mostrarles algo de lo que sabía hacer.

Caminó por los más pulcros pasillos, los tacones negros resonando inseguros contra el piso, ya no más en ella la convicción de un soldado en marcha, hasta llegar al Departamento de Ingeniería. Allí, aguardó la entrevista en un confortable asiento a un lado de la recepción. Escuchaba la aguja del anticuado reloj avanzar, tic tac, tic tac, y estrujaba el mango de su portafolio cada vez que sonaba. Los pensamientos negativos al sentirse tan ajena a la pulcritud de ese entorno la invadieron al ritmo del reloj: tu currículum miente, te van a descubrir, no sabes nada, no te darán el puesto, no eres más que una militar retirada que sabe de ingeniería porque Su Excelencia te amplió los conocimientos que tenías del ejército, nadie te dará trabajo, nadie creerá en ti porque no eres más que una vieja sin papeles y sin pasado y depresiva y mentirosa. Tienes cuarenta y nueve años y ya no le sirves al sistema, te echarán de una patada de aquí, lo harán, lo harán. ¡Sí! Y lo hicieron, de hecho, cuando el encargado del Departamento de Ingeniería en persona le tomó la entrevista y le dio salida al ser Mai una maraña de tartamudeos que delataron la mentira de lo que su currículum versaba, pues nada de lo que decía ella fue capaz de defenderlo. Cabizbaja, salió de esa oficina, se alejó del edificio como el fantasma que era y fue a parar al jardín externo de la empresa, que era inmenso, casi infinito, y del cual le dolió en el alma no poder ser parte jamás. Terminó sentada en una roca ante un lago artificial.

El cuchillo clavado en el tocador la aclamaba sin cesar.

Se llevó las manos al rostro y lloró, desconsolada. ¡Era cierto! Era una fracasada, una vieja inadaptada que jamás podría insertarse en el mundo, no sin Su Excelencia. ¿Para qué la habían llamado y encima de tan reconocida empresa? ¿Quién había aprobado las mentiras de su currículum? ¡Se habían reído en su cara! Era un fraude y el cuchillo la salvaría, pues no creía en ella, no se sentía capaz de nada, no siendo Mai, la asistente y guardiana del Gran Pilaf, exmilitar devenida en nada, en una mujer sin historia y sin futuro, sin ansias de vida, sin perspectivas, sin propósito. Sin él, sin Su Excelencia, no quería. No, no quería. Se lo dijo: no quiero. ¡No, no quiero! Nada quiero, nada. ¡No! ¡Sin Mi Señor y Shuu, no! ¡JAMÁS!

¡Prefiero...!

—Disculpe, yo...

Mai volteó. Ante ella vio un dulce, delicado, joven y hermoso ángel. Vio luz en torno a su figura, luz desprendiéndose del brillo dorado de su piel, de la intensidad azul de su mirada. Era celestial, era divino.

El ángel le ofreció un pañuelo.

—No quise interrumpirla, pero salí a fumar y la vi aquí, llorando. ¿Hay algo en lo que pueda ayudarla?

Mai se limpió los ojos sin dejar de observar al ángel que acababa de manifestársele. Al terminar, parpadeó ante él y no vio más que a un joven muchacho de traje, de no más de veinte años si es que calculaba bien. El traje era negro y portaba el escudo de la Corporación Cápsula en el bolsillo delantero del saco. El precioso rostro y el cabello lila le sonaron de alguna parte, pero no supo de dónde. Avergonzada, bajó la mirada.

—No te preocupes por mí, niño. De seguro estás ocupado y no quiero molestarte. Digo, no vale la pena.

Lo escuchó suspirar. Al escrutarlo, lo encontró mirándola fijamente con una cálida sonrisa en los labios.

—Cuénteme por qué llora y veremos si vale la pena o no.

La sonrisa de él se amplió; Mai se sintió la persona más miserable del universo. El llanto corrió solo, las lágrimas cayeron como cataratas, y todo salió de la garganta de Mai, todo, incluso lo que se supone que jamás debe salir de nadie:

—¡Soy una vieja inútil y nadie me dará trabajo con un currículum tan mentiroso! Le dije a mi señor que lo intentaría antes de que muriera, que haría mi mejor esfuerzo y todo eso que uno dice en los malos momentos, ¡pero...! ¡No sé hacer nada, solo sé de armas y de ingeniería! ¡No sé nada y nadie me dará trabajo porque soy una vieja inútil y todo me sale mal! Mejor será rendirme y que se vaya todo a la mierda. ¡A nadie le importará, porque no tengo a nadie! Lo único que tenía... ¡Ya no hay nada…!

Unos brazos la rodearon y eso, en lugar de calmarla, la hizo llorar más.

—Si fuera usted, me preocuparía más por recuperarme que por cualquier otra cosa. Digo: está usted deprimida, sino no diría todas esas cosas tan injustas para consigo. ¿Cómo va a rendirse? ¿Cómo va a dejarse vencer? ¿Por un rechazo en una entrevista? No, señora: no se tiene que deprimir por eso.

Mai lo miró tal vez por días; no supo cuánto. Lo miró, lo miró y ya, y nada. Él sonreía con el encanto propio de un muchacho tan joven y con tanta vida por delante, lo opuesto a ella, que ya no servía para nada desde su propia perspectiva. Él no podía entenderla, eso sintió, por lo cual, sabiéndose lejana de él pero necesitada de desahogarse por primera vez, escupió más, todo, la verdad de lo que le sucedía.

—¡Es que...!

Y habló y habló y habló sin parar del servicio militar, del Gran Pilaf, de las armas, de los robots, de los radares, de los bloqueadores de radares, de cómo había aprendido todo cuanto sabía y más. Él la interrumpió de tanto en tanto para hacer preguntas que ella no cuestionó, que respondió con toda la facilidad que alguien con sus conocimientos tendría, sin detenerse a pensarlo. ¿Y cómo funcionaba ese dispositivo? ¿Y cómo solucionó el problema de la interfaz? ¿Y a qué apeló para el diseño? Cuando el diálogo acabó, Mai lloraba en el hombro del muchacho de traje, que le daba dulces palmadas en la espalda buscando con ello, a lo mejor, darle por lo menos un ápice de consuelo a su dolor. Mai, aferrada a las solapas del saco del muchacho, despertó del lapso que se había adueñado de ella y pidió perdón a los gritos:

—¡Lo siento, niño…! ¡Estoy ocupando tu tiempo, de seguro debes volver a tu trabajo y yo…!

Él negó con la cabeza sin abandonar ni un segundo la sonrisa. Había una especie de complicidad en él, algo que hacía que ella, ser antisocial si los había, se sintiera peculiarmente cómoda. Lo vio abrir la boca y ella encontró bellos hasta sus dientes; lo depravado de su pensamiento la hizo martirizarse en su interior. ¡No era momento de…!

—No se preocupe —pidió él con su joven voz—. Ahora, escúcheme un segundo. Esto es lo que haremos: vendrá conmigo a la empresa y le ofreceré un café, un té o lo que guste. ¿De acuerdo? Y deje de llorar, que una mala entrevista no es motivo para hacerlo.

Mai se sintió la joven; él era el adulto. La sensación anterior de saber que él no podía entenderla la abandonó momentáneamente; cedió y dejó que su cabeza asintiera.

El muchacho le extendió las manos luego de ponerse de pie.

—¿Vamos?

Mai, sin nada por perder, sintiendo de pronto una especie de anhelo de quebrar la soledad que la había rodeado luego de la muerte de su Señor, asintió una vez más. Tomó las manos de él y lo sintió un ángel, justo como al principio. Sus manos eran suaves como las más blancas plumas; el azul de sus ojos emanaba el brillo más incandescente de juventud.

—V-Vamos…

Y caminaron, juntos, hacia el imponente edificio, sin sospechar, ella, la magnitud que lo que acababa de ocurrir tendría en su existencia.


~continuará~


Nota final I


¡Hola! Bienvenidos a 28. Ojalá les guste este arranque y mil gracias por llegar hasta acá.

Esta nota es extensa y en ella explico un poco qué motivó esta historia. Siéntanse libres de saltearla y disculpen: no volverá a ocurrir.

Empecé este fic en agosto, luego de dos cosas que me crucé en Facebook: un fanart y una historia real. El fanart era un cómic donde Trunks GT aclamaba a Mai GT cada uno de un lado de una puerta. La imagen me dio mucha tristeza y quedó flotando en mi cabeza el impacto que me generó. Después, abrí de curiosa un link de esas páginas Clicbait o como se las llame tipo Huffpost o una de esas, porque el título de la nota decía algo de «Parejas de famosos donde la apariencia no importa». Esas notas siempre me parecen descerebradas y las leo por mero análisis que me gusta realizar de qué cosas instauran los medios en nosotros. Y sí: entré y trataban de fea a gente que no merecía ese mote, que de por sí pienso que nadie lo merece porque las personas somos personas y somos o no bellas dependiendo de quién nos mire. En fin... En la lista estaba Aaron Taylor-Johnson, el chico de KickAss y Quicksilver en Avengers, y su esposa, Sam Taylor-Wood, directora de cine. ¿Por qué estaban en esa lista? Porque Sam tiene 49 años y Aaron 26. Es decir: el hermoso Aaron está con una vieja fea.

Okey.

Nunca había escuchado hablar de esta pareja, así que me puse a leer algunas notas y a visitar algunas redes sociales: encontré quejas de las seguidoras de Aaron por doquier. Desde una fan festejando un rumor de separación a otra diciendo que ojalá se separen, porque ella está vieja. Luego, entré al Instagram de Aaron y me indigné con el acoso de muchos seguidores: «¿es tu esposa o tu abuela?», «deja esa vieja y ven conmigo», «una hermosa foto de tu abuela», «pareces su hijo», «verlos juntos me incomoda», «qué asquerosos», y en la foto se los ve de la mano y con sus dos hijitas nada más... ¿Qué carajo nos pasa, que nos creemos en derecho de meternos así en la vida de la gente? ¿Qué carajo hicimos mal? Los mensajes que le dejan a Aaron en Instagram, me di cuenta de repente, son iguales a los que dejan sobre Trunks en Facebook y Tumblr: «él es demasiado lindo para estar con esa vieja pedófila».

¿Qué?

Escribí esto pensando en el prejuicio. No para armar escándalo, para hacerme la yo qué sé qué, sino para reflexionar un poco sobre este temilla de la diferencia de edad y el uso maldito que hacemos de la palabra «vejez». Porque esto es un fandom y Trunks y Mai son personajes de una serie nada más, pero Taylor y Sam existen así como existen otras tantas parejas de edades diferentes, hombre mayor con chica menor, mujer mayor con chico menor, ¡o dos mujeres, o dos hombres! y sus uniones existentes en NADA perjudican nuestras vidas. No nos lastiman, no nos hacen infelices, no nos afectan en nada, no provocan guerras y destrucción, tampoco muerte. La violencia sí genera esas cosas, y el acoso es una forma de violencia. Te puede o no gustar para tu propia vida la diferencia de edad, te puede o no gustar la pareja que hacen Aaron y Sam o la de Trunks y Mai, pero una cosa es eso, que no te llamen, y otra es atacarlos por hacer con sus vidas lo que les venga en gana. Hay un trecho entre una cosa y la otra; deberíamos dejarnos de joder con la crítica y la violencia y empezar a ocuparnos de nuestros propios asuntos. Si Aaron y Sam se quieren y son felices, allá ellos; si Trunks eligió ficcionalmente la compañía de Mai está en su ficcional derecho.

Si hablamos de personas mayores de edad en plena consciencia de sus actos, ¿cuál hay?

El amor es misterioso. A veces hay que dejarse poseer un poco por su mística y dejar de buscarle un porqué a todo. La química, la piel, el sentir a otro de una manera íntima y verdadera; todo eso es más real de lo que pensamos.

No hay superficialidad en algo tan genuino como un sentir.

Esta sociedad nos dice que si a cierta edad no estás en cierto momento sos un fracasado, y te cierran las puertas y ya nada más que resignarse queda según ellos, los poderosos. Pero no: a los cuarenta y a los cincuenta, a la edad que sea aún queda mucho por hacer. También escribo esto pensando en eso, en esa cosa que se tiene de pensar a alguien no tan joven como inútil, como ser que si ya no encajó no va a encajar nunca más. ¡Absurdo! Mai aún tiene mucho por hacer, a nivel profesional y también a nivel personal.

Envejecer no te quita el derecho a nada.

Esos son mis motivos para desarrollar este fic.

Este iba a ser un oneshot, pero se me fue tan al diablo que lo acorté en capítulos cortos, a fin de que la lectura se haga un poquito más amena. No van a ser muchos.

Dedico esta historia a dos personas: primero a Diana Candy, porque es un ser humano excepcional y les recomiendo leerla y sentirla, porque es una preciosidad. Diana, este es mi regalo. Gracias por ser tan linda conmigo.

Segundo, me la dedico a mí, porque la voy a escribir para mí, voy a hablar de lo que quiero hablar y a buscar todas las sensaciones que necesito sentir. No sé si saldrá buena o no, pero voy a asegurarme de que sea exactamente lo que quiero leer.

Gracias a Joyce por leer y opinar sobre algunas cosas, a Ashril por la portada y los consejos, a Dev por las sonrisas y a Kuraudea por bendecirme. También, le agradezco un montón a los lectores de Al final por darme tantas ganas de seguir delirando con Trunks y Mai.

¡Besos y gracias!

Nos leemos. =)


Dragon Ball © Akira Toriyama