Disclaimer: Yuri! on Ice y sus personajes no me pertenecen.
Personaje x Lectora
._._._._. = nombre de la lectora
REDEMPTIO
I
"you look at me and cry
everything hurts
.
i hold you and whisper
but everything can heal"
Era como si el momento de su nacimiento hubiese anunciado el modo en que cada uno se enfrentaría a la crueldad de la vida: él de la manera más luminosa y encantadora posible y ella en un modo tormentoso en medio de una oscuridad agobiante.
Viktor, quien había nacido el veinticinco de diciembre como si de un regalo para el mundo se tratase, había sido rodeado al instante por la calidez reconfortante de una familia que lo acogió enseguida como el tesoro prometido que era y el futuro héroe nacional en el que se convertiría, era el varón primogénito anhelado, ¡hermoso y fuerte! Quien desde un inicio se había robado todo de los que lo rodeaban, absorbiendo con ansias las voluntades y los anhelos de todos a su alrededor con ese llanto que sobresalía con fuerza y vitalidad por sobre el de todos los demás niños en los cuneros de la lujosa sala de maternidad. Tan simple como que en cuanto el señor Nikiforov —después de visitar a su esposa que descansaba en la cálida sala del hospital— había logrado divisar en el pequeño cunero a aquellos ojos azules y cabellos grises pudo encontrar al fin, después de tanto, todos sus orgullos y deseos de perfección realizándose espléndidamente en el pequeño niño ruso regordete.
Ella había nacido un día cualquiera en una tarde tormentosa, con el líquido amniótico y sangre que le habían dado vida nueve meses atrás escurriendo entre las pequeñas baldosas de una cocina al sur de San Petersburgo, con los relámpagos y las estruendosas goteras de la borrasca opacando su suave llanto por completo. No tenían nada, eran tan solo ellas dos: la recién nacida y su madre que se desangraba a un lado sin un marido que la acompañase. El señor Nikiforov había llegado horas después, apurado y sintiéndose disgustado al ver a la partera desesperada tratando de salvarle la vida a su mujer y olvidándose de la pequeña bebé que envuelta en una manta rosada estaba a punto de morirse de frío en una esquina de la cocina. Al cargar en sus brazos a la bebé sucia aún por el parto, con la piel de un tono azulado y enfermo a causa de la temperatura, casi sin cabello y con los ojos lánguidamente cerrados, el ruso no pudo evitar sentirse contrariado al no poder ver la fuerza de Viktor en esa recién nacida delgada y débil que apenas parecía sujetarse la vida. Después de un rato, Nikiforov la acunó en su pecho lo más fuerte que pudo para darle calor, salvándola y aferrándose a ella como si de un anhelo no realizado se tratase.
La chica bajó del tren minutos después de que éste hizo su parada, despacio y con pereza, arrastrando las botas marrones en cada paso. Después de un rato se apeó en el andén de la estación de San Petersburgo, tratando de cubrirse con su abrigo mullido y sacudiéndose la lluvia que comenzaba a pegarse a ella. Momentos después, al ver que el aguacero en realidad no iba a disminuir se cruzó el bolso de bandolera sobre sus hombros y jaló su maleta junto con ella, saliendo de la estación y encontrándose frente a frente, al fin después de tanto tiempo, con la ciudad que la había visto nacer y perecer.
Bajando la mirada, cubrió sus cabellos que comenzaban a erizársele con un gorro de lana y sintió sus ojos aguarse. Había puesto en ese viaje todos sus anhelos y esperanzas jamás realizadas, había puesto en San Petersburgo su último deseo por encontrar una vida mejor, por darse una última oportunidad de redención después de tanto sufrimiento. —Alea iacta est. —La suerte está echada. Se dijo a sí misma, pues cuando había decidido, a inicio de año, el volver a su ciudad natal, había decidido también que esta sería su última oportunidad para intentar salvarse a sí misma… después de todo si ni con este último intento por salir adelante nada daba resultado entonces qué más daba, qué más valía ella misma, más valía perderlo todo en esta última apuesta que tratar de seguir viviendo más años en medio de tanta miseria.
La joven cerró fuertemente los ojos por un instante para después comenzar a caminar, su cuerpo empapándose con cada paso que daba y apenas mirando hacia el suelo lo necesario para no tropezar. Con sus piernas cada vez más rápidas saltando entre los charcos sucios y comenzando a tintinear entre la inminente tormenta que se desataba sobre la ciudad, la chica corrió hacia una vieja cafetería y abriendo la puerta con sus manos pálidas y temblorosas por la temperatura —y por los nervios— se adentró buscando un puesto.
Después de dejar su abrigo y equipaje en la entrada y tratar de hacer lo mejor posible por sacudirse el agua que chorreaba por todo su cuerpo, decidió —irremediablemente— tomar un asiento y pasar ahí el tiempo de lluvia pidiendo pues algo ligero y barato para comer. Tiempo atrás había perdido el apetito, sin embargo solía consumir algunas calorías ante el miedo a sucumbir por el ayuno extremo. Sabía además que lo mejor sería comer ahora para no tener que preocuparse de eso esa noche ni al día siguiente.
El café estaba húmedo y solo, con manchas marrones que ya jamás se podrían limpiar cubriendo las paredes. La poca gente que consumía se encontraba más bien resguardándose de la lluvia, al igual que ella.
Sentada sola en esa mesa para cuatro, con el frío hiriéndola hasta los huesos y su café humeante con un regusto demasiado amargo frente a ella, ._._._._. se preguntó si en verdad había hecho lo correcto al volver a San Petersburgo, si tal vez lo mejor no hubiese sido quedarse en Ucrania con su indigencia de siempre —dura, pero ya conocida—, si tal vez no estaba apostando demasiado al pensar que la ciudad que la vio nacer podría otorgarle vida de nuevo, como si de una lejana madre se tratase, como si al volver pudiese recuperar todo lo perdido a lo largo de los años. Era absurdo, ¿no? el atreverse a creer que a su vuelta se encontraría a la misericordia esperándola en esa fría y bella ciudad.
San Petersburgo era todo lo que siempre había anhelado y todo lo que siempre le había sido negado. Se recordaba de niña, jalándose los cabellos y rogándole feroz y mezquinamente a su madre que la llevará allá, allá con ese hombre al que tanto quería y al que tanto detestaba, que la llevara allá pues sólo él, cuando iba a visitarlas a Kiev, era quien le daba un poco de felicidad curándola del desquiciante aburrimiento en el que la tenía sumida su niñez. Momentos después solía arrepentirse y enternecida abrazaba a su madre, quien temblorosa y llorosa la aferraba contra sí con una histeria igual de desesperante que la de la hija, pues al igual que ella la mujer mayor tan solo deseaba fervientemente, con una miseria y un amor que la carcomían, poder estar al lado de Nikiforov.
Ahora, al verse sola y desgraciada en la ciudad que por tantos años había anhelado con codicia, ._._._._. se preguntó si era eso lo que tanto había querido, si no era ingenua acaso al creer que ahora, con el tiempo y la soledad desgarrándola por dentro, podría aspirar a encontrar el bienestar y la paz que por tantos años asoció con deseos a esa ciudad.
Lo cierto era que ya no le quedaba nada, poco a poco lo había ido perdiendo todo y ella misma se había ido encargando de deshacerse una a una y con una lentitud agonizante de sus ilusiones, hasta quedarse totalmente vacía. ¿Qué importaba entonces, no? aferrarse tan solo una vez más a esa mentira que por tanto tiempo creyó… después de todo hasta ella podía intentar sujetarse, al menos una última vez, a la única esperanza que le quedaba: aquella ciudad que en antaño representó todos sus anhelos de felicidad y que ahora se le presentaba como su última opción antes de que el juego, su juego, marcase el final y la ineludible derrota para siempre.
Viktor sabía que siempre por mucho que perdiese, podría ganar otro tanto más, así era la vida, ¿no? Su madre había fallecido cuando era niño, y en su adolescencia su padre la había seguido. Se había quedado solo y sin familia, pero ahora, gracias a la herencia que le había dejado su padre —misma que le había permitido seguir viviendo con la comodidad de siempre después del deceso de éste— pero también gracias a su propio talento y encantos sobrehumanos, se había podido forjar una carrera en el patinaje artístico, y no cualquier carrera, pues como en todo lo que se proponía, Viktor Nikiforov también era el mejor en su deporte. Prácticamente tenía todo lo que quería, todo lo que se había planteado, todos sus anhelos realizados y un futuro jodidamente luminoso y prometedor deseoso de que él lo alcanzase y siguiese creciendo y logrando más y más. Ambicioso, como era, sabía que siempre podría cosechar más logros que los que ya tenía y obtener todo lo que se le antojase en la vida. ¿Por qué no seguir arriesgando cada día entonces si siempre triunfaba? Porque si la vida fuese un juego él sería su mejor apostador.
Esa mañana, Viktor ató los cordones de sus patines y con toda su vitalidad y elegancia, entró a la pista para dar lo mejor de sí, siempre lo mejor de sí. Llevaba las últimas semanas comenzando a preparar sus programas para la siguiente temporada, quería hacerlo con anticipación porque su experiencia y su intuición le decían que el próximo año no la tendría tan fácil. Era como si todos los patinadores se hubiesen cabreado de tantos años con el oro siendo robado por Nikiforov y hubiesen decidido no dejarse una vez más, Viktor era su amigo, sí, pero también, y más importante, era su rival. Su principal antagonista sería, sin duda, Plisetsky eso el ruso bien lo sabía —el niño rubio presentaba un talento sobrehumano que sólo era comparable al suyo propio y estaba también dispuesto a destruirlo en la pista en su segundo año como senior—. No obstante también Jean Jacques Leroy lo había amenazado con preparar, para la próxima temporada, un programa tal que sería capaz de vencer al del propio Nikiforov; Viktor lo sabía, pues hubo algo en la mirada del canadiense que le dijo que más le valdría tomar muy enserio sus palabras.
Había elegido que su programa largo de la siguiente temporada sería con un fragmento del Allegro vivace, cuarto movimiento de la Sinfonía no. 2 de Rachmaninoff. Había elegido ese movimiento por cinco razones: primera, era de un maestro ruso, posterior a Tchaikovsky, pero no tan reconocido como otros compositores, con un valor que el mundo aún no alcanzaba a valorar, así que qué mejor modo de rendirle honor a la patria de la cual era considerado un héroe nacional; la segunda razón, y quizá la más importante, era la hechizante belleza de la sinfonía, misma que se podría apreciar desde distintos ángulos e incluso sin tener una preparación musical o un oído muy sensible las personas eran capaces de analizar, cada cual según sus circunstancias, varios matices de la belleza de las notas; la tercera razón era precisamente lo mucho que le gustaba y le inspiraba el cuarto movimiento, Allegro vivace, al cual consideraba el más hermoso de toda la pieza; el cuarto motivo iba directamente relacionado con el que sería el tema de su presentación, pues la melodía de Rachmaninoff representaba noblemente a la esperanza y a la redención, al ascenso de los hijos del hombre y los bendecidos artistas desde la miseria y el fracaso hasta la nobleza y el triunfo. La quinta razón era simplemente que Nikiforov estaba total e irrevocablemente convencido de que era él, y sólo él, quien podría mostrar en la pista, de la manera más artística y poética posible, todo lo que el Allegro vivace representaba: toda su delicadeza, toda su fuerza y toda su divinidad; Viktor Nikiforov iba a romper, iba a desgarrar el alma de las personas más sensibles y puras únicamente con esa presentación en hielo como arma. Iba a hacer historia, iba a volverse arte en la pista, y nadie, ni nada, lo iba a impedir. El oro no era nada en comparación con esa ambición estética que le carcomía el alma por lograr interpretar una presentación perfecta de la música de Rachmaninoff.
Al bajar del taxi que la llevó a su destino, la chica ajustó su gorro de lana tratando de protegerse de la temperatura que conforme más anochecía más descendía a causa de la lluvia y la humedad. Había salido más tarde de lo esperado de la cafetería debido a la tormenta, y pese a que previamente se había encargado de buscar en google el modo exacto para utilizar el transporte público y sus rutas, y de que lo había impreso en una hoja amarillenta, al final había terminado desamparada en medio de las calles de San Petersburgo, con un papel en la mano cuya tinta cada vez se desvanecía más a causa de la lluvia y sin tener la más remota idea de dónde ni cómo pasar la noche. En un momento de desesperación, pensó incluso en alquilar una habitación por una noche en cualquier hotel de paso, todo fuese con tal de no seguir más tiempo en medio de las calles que comenzaban a oscurecerse, pero había desechado esa idea inmediatamente, consciente de que había venido a la antigua ciudad con una cosa en mente: cobrárselas caro y tomar de vuelta lo que le habían arrebatado. Fue así que, temblorosa y con los dedos tiesos a causa del frío, tomó un taxi —con el temor incipiente de que reconociesen lo perdida que estaba y se la llevasen a quién sabe dónde—, y le indicó la dirección que tenía anotada en una arrugada hoja de libreta que guardaba en los bolsillos de su cazadora.
Ahora, al fin en su destino, al fin en el lugar que tanto había anhelado, la chica se detuvo, congelada, nerviosa y asustada frente al enorme edificio que, imponiéndose frente a ella, parecía querer arrebatarle todo de sí.
La construcción lucía un poco deteriorada por el pasar de los años y ahora mismo era un lugar más bien clase mediero, pero aun así demasiado cómodo para el estándar; seguro que en su momento debió haber sido propio de la clase alta, al igual que la zona que lo rodeaba.
Suspirando con fuerza cerró fuertemente los párpados por un minuto, —como si no le importase seguirse mojando con la lluvia que caía sobre ella, sí bien ya no torrencial, aún constante—, y apretando sus puños pensó en su madre: en su madre bella y bondadosa, en su madre trastornada y deprimida; en su madre con su cuerpo lánguido y redondo, precioso y digno de adoración para cualquier hombre que la desease, en su madre y su cuerpo magullado y morado, con hematomas y golpes; en su madre y sus preciosos ojos azules, en su madre y las marcas violeta que cubrían sus ojos, impidiéndole abrirlos del todo, pero no impidiéndole mirar a su hija con furia como reclamándole desquiciadamente el que no pudiese ser igual a su padre, el que no pudiese protegerla de la forma en que él lo haría. Pensó en esa madre que tanto la amó y que tanto la detestó cuando niña, en esa madre que tanto la mimó y que tanto la hirió, pensó en aquella mujer que tanto la había lastimado y a quien extrañaba con horror, anhelando con desdicha su tacto y su protección. Y fue así, pensando en su madre y lo mucho que le arrebataron, que la chica suspiró con decisión, y frunciendo el ceño se cubrió por sobre el gorro de lana con la capucha de su cazadora y se adentró en aquel viejo edificio. Con una mano sostenía aquel papel arrancado de un cuaderno con la dirección y con la otra buscaba temblorosa entre su bolso de bandolera un llavero que tenía un colguije de media palma con una N de plata.
—Buenas noches. —dijo plantándose frente al portero, tratando de sonar seria y decidida, pero comenzando a sentirse arrepentida en el momento en que las palabras salieron de sus labios, sus piernas comenzando a temblarle— Pent-house. —dijo lo más claro que pudo mostrándole al viejo portero el llavero con la N.
—Su identificación, por favor —dijo con sutileza el hombre que se limitó a mirarla suspicazmente desde su sillón de cuero en la recepción, mientras buscaba entre sus cajones el libro de visitas.
—P-Pensé en llamar a alguien para que limpiase, ya que el departamento ha estado desocupado por un tiempo, pero mi viaje me demoró más de lo planeado, así que… —susurró esas palabras mientras rebuscaba en su bolso, tanteando el terreno como su madre se lo había indicado tiempo antes de su muerte, pues aunque ella le había asegurado que el departamento estaría vacío lo cierto era que la joven mujer no sabía que esperar— Aquí tiene —dijo extendiéndole su ID mientras mordía su labio inferior con más fuerza de lo normal. Si el departamento no estaba vacío entonces todo su plan se jodería y ya no tendría más que hacer en esa vieja ciudad.
El viejo miró más tiempo del necesario su identificación.
Entonces fue el turno de ._._._._. de fruncir el ceño. —A la mierda todo. —pensó. Su viaje a Rusia era la última carta que le quedaba y pensaba jugársela sin importar qué, aún si en el departamento estuviese la mismísima familia feliz su último deber era subir y verla por sí misma. Ya después se podría joder a sí misma más de lo que ya estaba, qué más daba, el game over estaría marcado y su vida daría igual.
—Suba, por favor, señorita. —le dijo el portero quien al devolverle su ID había cambiado su actitud de desconfianza por una de familiaridad— debió llamarme, debió llamarme —le dijo quitándose la boina de la cabeza mientras la conducía a paso lento al elevador— yo mismo habría mandado limpiar todo si hubiese sabido que usted iba a venir.
La joven mujer sonrió complacida mientras cerraba los ojos con cansancio y guardaba de nuevo su ID en su cartera marrón de piel. Ahí en su carnet de ciudadanía rusa estaba estampada una fotografía suya, unos años más joven, y encima de su firma con perfecta letra de molde se encontraba membretado su nombre
._._._._. Nikiforov,
con los hologramas de seguridad correspondientes y el escudo de la nación encima como si verificasen no la autenticidad de su identificación, sino la autenticidad de su linaje.
—Pase por favor, señorita Nikiforov. Siéntase en su casa.
La chica agradeció tímidamente mientras se adentraba en el elevador que la conduciría al pent-house.
Sentado sobre las gradas, Yakov miró con suspicacia a Viktor, quien se encontraba planeando sus próximas rutinas, al igual que siempre estaba realizando todos sus saltos con una técnica perfecta. Sin embargo, el viejo entrenador podía notar como el patinador estrella se encontraba totalmente molesto e inconforme con el trabajo que estaba realizando.
Después de un rato, Nikiforov salió patinando con rabia y rapidez de la pista, ignorando olímpicamente las preguntas de su entrenador y dirigiéndose hacia los vestidores. Estando ahí, se dejó caer con antipatía en una de las bancas, echándose el cabello sudado a un lado y quitándose de un jalón la camiseta de algodón, dejando descubierto su trabajado y caliente torso.
—Con una mierda. —susurró para sí mismo mientras en señal de frustración enterraba sus cabellos plateados entre sus manos, cubriendo su rostro y a sí mismo.
El tema de la rutina que estaba preparando era la redención.
Quería no sorprender a todos sino lograr crear arte —arte puro, doloroso y arrebatador— en la pista de hielo. Lograr un acto perfecto que marcase el alma de los seres humanos, lograr un acto perfecto que curase su propia alma.
Había perdido a su familia, pero si en la pista de patinaje podía crear algo puro y ganar así el mundo, entonces lo demás ya no importaría: su vida tendría sentido, su existencia sería plena y él mismo se haría uno solo con el cuarto movimiento y el hielo luminoso a su alrededor.
No obstante, pese a la intensidad y nobleza de sus ambiciones, llevaba días sin lograr nada. Podía crear piruetas, saltos y movimientos perfectos, con técnica impecable, y, sin embargo, no significaban nada, no eran nada… estaba vacío, jodidamente vacío.
Viktor era el mejor patinador del mundo y no lo era en vano. Él estaba por mucho por encima de los demás competidores. Nikiforov sabía que la técnica era lo de menos, ¡una técnica pulcra y excelente era algo que más bien ya debía darse por sentado! ¡una técnica increíblemente perfecta era la base del trabajo, sobre lo que se debía pulir la rutina! ¡no la meta a la que un patinador debía llegar, sino el medio con el que debía trabajar para conseguir algo más puro que sí mismo! Él lo sabía, él de hecho tenía movimientos perfectos dentro de la pista de hielo, era por eso que era el mejor, porque teniendo la técnica asegurada solamente necesitaba asegurarse de juntar cada movimiento bien aprendido en un programa que lograse transmitir belleza, sobriedad, dolor, religión, crueldad, amor… redención. Cualquier cosa que se propusiese, cualquier cosa que su alma anhelase.
Sentado en los vestidores, Viktor Nikiforov se preguntó ¿qué era la redención para él? ¿cuál era su redención? ¿cómo podría acaso él redimirse? Redención. El tema de su rutina, la actual tortura de su alma.
Se quedó en la sala de descanso después de haber pasado todo el día tratando inútilmente de conseguir darle un significado a su rutina, al final hasta Yakov terminó yéndose, lanzándole las llaves y gruñendo un par de insultos. El ruso no prestó la menor atención, estaba demasiado exhausto emocionalmente que ni siquiera miró el reloj ni pensó en alimentarse, lo único para lo que había cabida en su mente era para su rutina, la perfección, el arte y la redención.
Después de un rato, su teléfono móvil comenzó a vibrar con insistencia, sacándolo al fin de sus cavilaciones. Confundido y algo desorientado al ver que en realidad ya no habían rastros de sol en el exterior y el edificio estaba vacío, Viktor buscó en la pantalla el remitente, mirando con poderío e incredulidad el teléfono al darse cuenta de que se trataba del viejo casero del apartamento de soltero de su padre. Receloso, oprimió el botón verde que respondía la llamada.
—Lamento molestarlo, señor Nikiforov. Pero quería avisarle que su pariente al fin ha ocupado el apartamento.
Y este fue el turno de Viktor de sorprenderse y emitir algo parecido a un gruñido horrible en el teléfono.
—Usted me pidió que en cuanto el apartamento fuese nuevamente ocupado le llamase de inmediato, señor —respondió el casero temeroso de haber importunado inútilmente al joven ruso— esta noche la señorita ._._._._ Nikiforov llegó a ocupar el pent-house…
No pudo siquiera responder, colgó la llamada y en un arrebato arrojó el móvil con ímpetu y saña hacia una de las paredes, ocasionando que la pantalla se quebrase de inmediato.
En ese momento, una mueca de aborrecimiento y desdicha deformó los finos rasgos de su rostro y un gemido de miseria salió de sus labios a tiempo que halaba sus cabellos plateados.
Él sabía lo que esa perversa llamada significaba… lo que no sabía era qué hacer al respecto.
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.
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Continuará...
(?)
06/Enero/2017
Sin comentarios.
He pasado el último mes triste y no me gusta sentirme así.
Esta historia me ha dado muchas vueltas en la cabeza y aunque me negué por mucho a escribirla, al final terminé haciéndolo.
Me negaba también a publicarla, porque me avergüenza mucho, demasiado. No sé si es que estoy sensible , pero lo cierto es que ante el miedo de publicar este fanfic pensé en hacerlo en una cuenta alternativa. Al final hablé con mi pareja y me armé de valor para hacerlo aquí. Porque es mi dolor, es mi historia y sería muy cruel negarlo. Tal vez sólo haciéndolo pueda entender por qué me siento así. Creo firmemente que sólo escribiendo con fuerza, uno puede llegar a borrar, o al menos suavizar, todo el dolor. Tengo confianza en que al terminar la historia pueda contarles, con sinceridad, por qué.
Me siento como una perra traidora. Mi intención no es meterme con otps ni hacer nada malo. Tan solo escribir y mostrar algo.
Gracias por leer.
Apailana*