Disclaimer: Dragon Ball y todos sus personajes pertenecen a Akira Toriyama y a la TOEI. Por todo lo demás, puede decirse que es amor al arte.


Encuentra al «cadáver» que yace en el suelo del laboratorio como un recibimiento. Si bien, él se niega a llamar «cadáver» a un amasijo de cables, circuitos y aceite. Para ser «cadáver», es condición primera haber estado vivo: pero un androide no nace de un vientre, ni de un huevo, ni tiene su origen en la carne inquieta.

Crimen de odio, pasional, a juzgar por la saña y desprolijidad con la que el cuerpo había sido separado de su cabeza.

—Al menos no puedes decir que no te lo advertí...

Tao Pai Pai no se demora demasiado en conjeturas: necesita acceso a la computadora principal, ¡y rápido!

Si bien el Doctor Maki Gero había programado el gran retorno del Ejercito de la Patrulla Roja para el 12 de Mayo en la Capital del Sur, falló en notificar al resto de los generales de la Armada de la Red Ribbon la magnitud de «genocidio» que tal golpe alcanzaría…

«Dos armas cibernéticas, biológicas, a la que todos nosotros hemos contribuido, y una vez que sean activadas, el mundo entero reconocerá a la Armada de la Red Ribbon como su salvador…»

¿Acaso eso confirmaba que Gero actuó deliberadamente, por cuenta propia, y a espaldas de todos?

Y sí fue así, ¿cuál era su plan?


OJOS CLAROS, PENSAMIENTOS TURBIOS

III-0: Soledad

Corazón de conejo, corazón de león

Por

Esplandián

.

.

.


«Y aquí estoy yo, una niña con corazón de conejo,

congelada frente a los faros...

Veo a mis costados, pero no puedo encontrarte.

Si tan sólo pudiera ver tu rostro,

en vez de abalanzarme hacia el horizonte…»

Rabbit Heart, Florence The Machine


—Te dirá que no.

Le remata su gemelo de melena azabache, de ojos idénticamente claros, que juega inmerso en plásticos con formas de animales.

—Hansel y Gretel: no creo que sea tan difícil de leer. Digo, es una científica. ¿Qué es leer un cuento para ella?

—Una pérdida de tiempo.

Lázuli para en seco, en el umbral de la amplia biblioteca. Se vira, con las hebras de oro que son sus cabellos escondiendo su infantil orgullo herido: porque su hermano, con sus apuntes de primera lógica, le recuerda el resultado de cada uno de sus intentos previos.

«Mamá.»

«Tú no tienes mamá, de la misma forma que yo no tengo hijo...»

—Lázuli, ya sabes el final. ¿Por qué mejor no le dices al Doctor qué se asome al horno? —le sonríe Lapis, con una malicia parecida a la del señor que les enseña artes marciales—¡Yo puedo hacer el resto, igual que en el cuento!

Cae la jirafa, el gorilla, el tiranosaurio...

Pero Lapis se detiene al llegar al minotauros, titubea.

—Junm, jamás tendrás el valor de hacerlo: siempre juegas con ellos, pero al final no los matas a todos—se mofa ella de vuelta, sabiéndose superior a él en cada clase del señor de la trenza—. A mí me da lo mismo matar a un ave, o a una ardilla, o a Son Gokú.

—Son Gokú tiene cara de idiota. Y más idiota es «El Maestro Abrelatas» por decir que eres buena.

—Envidioso.

Pueden decirse y desasirse, pero se quieren, con complicidad más honda que la de grullas del mismo nido. Se sacan la lengua y ríen atronadoramente en esa biblioteca, violando todo silencio. No hay regaños ni amenazas que los detengan, ni bosques ni brujas ni «nunca jamás» mientras estén juntos.

—Ve. Aunque yo te diga que no, ve.

Y eso hace Lázuli, dando cada paso esperanzado a la amplia sala de la mansión. Escucha las dos voces—la del Doctor y la Científica— entre los leños crujientes de la chimenea, y aprieta el libro un poco más cercano a su corazón.

Son los sillones de terciopelo rojo en las que no se atreve a sentarse jamás, las copas del vino rojo que osó beber una vez a escondidas, y son esas dos figuras que le hacen soñar que tiene un papá y una mamá.

Aún a corta distancia, siente que entre ellos y ella se abre un acantilado escarpado y mortal, y voltea al suelo de vuelta encontrando el damasco rojo sangre de la alfombra oriental. Afuera, el viento del norte, helado, mil veces helado, pero cálido si lo compara con la indiferencia que le da la bienvenida.

Ajenos a Lázuli, frente al calor de la chimenea, el anciano de bigote y larga cabellera blanca y la dama de cabello rojo charlan tranquilamente como muchas otras noches.

La niña se detiene: el corazón latiéndole como a un conejo congelado frente a las luces antes de tragar saliva y tranquilizarse al recordar sus últimas «lecciones» y ponerlas en práctica. Husmear, espiar, guardar silencio, acechar: el dominio de las sombras, el dominio del instinto que le instruye esperar y buscar el momento apropiado para atacar, cómo un cachorro de león apuntando una presa pequeña.

Cada musculo, cada respiración cambia, mientras curiosea lo que sabe no debe escuchar detrás del barandal de la escalera.

—Toma tiempo, mi querido «Científico»—es una voz suntuosa, con una nota de algo que Lázuli, en su calidad de inocencia falla al identificar—. Espera... y deja que White o Tao o Husky se encarguen si tú no tienes el valor: ¡yo sé que no lo tengo!

—Sabes que soy un pacifista, pero no me temblara la mano: tienen un propósito, al igual que todo lo que hago, y mis sentimientos no interferirán... ¿Es por esa sobra de sentimientos qué los evades cómo la plaga? —ríe secamente el hombre, en la voz profunda que caracteriza a Maki Gero.

Ella bebe hasta llegar al fondo.

—Tal vez por la sangre que llevan, tal vez por qué no estoy de acuerdo—el tintineo del anillo dorado contra el delgado vidrio de la copa dejada en la mesa, el de la toma de un macaroon de la bandeja de fina plata —, tal vez porque me recuerdan lo que una «traidora» tiene y yo no tengo.

—Por nuestra «obra y gracias» son nuestros, que el otro no nos sirve ni requirió de «nuestra intervención». Incluso con su hechura genética, ¡ellos son nuestros!

—Ellos son de nadie. Y si crees que son tuyos, ¡piensa de nuevo!

Hay algo en las palabras de «La Científica», en el fuego de aquella roja melena y el brillo de las gafas, que hace a Lázuli dar dos pasos temblorosos hacia atrás en su escondite.

Al recargarse contra el sillón rojo frente a las flamas, la mujer de lentes ES fuego: del que devora bosques en verano, del que arrasa poblados, del que no quema a las brujas en los hornos y que las trae de vuelta como aves nacidas de ceniza.

Lázuli se pregunta si Hansel y Gretel dudaron, porque quizá la bruja era hermosa como ELLA, y no vieja; porque quizá la bruja mezclaba gentileza con crueldades, y sus palabras sonaban más dulces que los muebles de crema y caramelo por devorar no a los niños, sino bandejas repletas de macaroons.

—Podemos, si tú lo extrañas, podemos...

—¡No! Así tenga la misma carne, nunca será «él». Lo sabes. Así sea tuercas o circuitos, será algo más y no «él».

—Querida, yo tampoco puedo trascender con mi razón la simple humanidad que me limita.

Se miran en silencio: dos sombras frente a las llamas.

Una encorvada y reseca: ¿papá?

Otra erguida y fulgurante: ¿mamá?

—Mamá...—se le resbala la palabra a Lazulí de la lengua, cómo resbala el libro de sus manos.

La Científica clava en ella sus ojos azules como si tal palabra le doliera, igual o tanto cómo a Lapis le duele una caída de la bicicleta.

—Y por la misma razón a «esos dos» los evado cómo la plaga—la Científica se pone de pie con un taconeo firme, con la estela blanca de la bata siguiéndole hasta la lejanía de «el lugar prohibido» que es el laboratorio.

« …porque me recuerdan lo que una «traidora» tiene y yo no tengo».

Ahora es sólo el Doctor frente al fuego, y él sonríe con esa manera helada que se reservan los icebergs.

—Lázuli, mañana tienes entrenamiento—a veces, cuándo se esfuerza, la indiferencia logra pasar por ternura, o comprensión a los ojos de la pequeña. Y se siente querida un minuto.

—Lo sé.

—¿Otra vez quieres un vaso de agua que puedes servirte tú misma?

—No.

—Entonces, ¿cuál es tu petición esta noche?

La niña le presenta el libro de elaborada portada al viejo doctor—de un bosque trazado en exquisito detalle, de un sendero que bien da a una casa de galletas, y de dos niños que se encaminan a su encuentro, ignorantes de la bruja que asoma por una ventana de confites.

Es una exigencia infantil, sin cabida para el rechazo.

—Ya estás un poco grande para un cuento.

Es así que Lázuli sube por las escaleras, de regreso a su dormitorio compartido: el de la cama verde y la cama rosa. Deposita el libro sobre la mesita de noche que sirve de frontera infranqueable en los juegos, y toma el peluche de un pulpo al que casi se le cae un ojo de tanto mimo recibido con el pasar de los años.

—Llorar es sólo tiempo desperdiciado. No vuelvo a pedir nada nunca jamás; no vuelvo a esperar nada de ellos nunca jamás.

Era tiempo de que el corazón le latiera no con la terneza de un conejo, sino con la certeza de los leones.

«…ya estás un poco grande para un cuento…»

—Te lo dije—le responde Lapis, asomando debajo de la cama con una linterna, describiendo círculos cegadores en el rostro de su hermana.

Los vientos cambiantes no serán siempre helados, no después de la primavera. Ellos lo saben, porque han estado en Ciudad del Este, en la Ciudad del Norte, mucho antes de habitar esa mansión terrible que se asemeja a una jaula sin amor. Para primavera serán «grandes», y pronto cada uno tendrá su cuarto, pero mientras tanto pueden darse el lujo de reír y charlar pasada la hora marcada por el Doctor.

Por ahora, serán niños, sin importar las clases o los entrenamientos, o Son Gokú.

—¿Crees qué Husky nos lo quiera leer?

—No, es una bruja igualita a la del cuento. No le gustará enterarse que mataron a una de sus amigas.

—¿Y White?

—White es bueno, él sí nos quiere; pero no creo que nos quiera leer el cuento. Seguro nos cuenta sus historias de guerra, y esas no me gustan.

—Mejor que nos cuente sus historias de guerra, White si mató a mucha gente...Pow pow...—el pelinegro finge disparar al techo, a un enemigo imaginario—¡Cuando crezca quiero ser cómo él, y tener un rifle!

—Sus historias son aburridas.

La rubia pone los ojos en blanco antes de apagar la lamparilla que los ilumina levemente; es ésta la primera noche que destierra al pulpo de felpa del rincón de la almohada: ya no lo necesita, ni a él, ni al Doctor, ni a la Científica… pero incluso así…

—Oye, Lapis, ¿y qué de el Señor Tao? ¿Crees que él sepa muchos cuentos de dragones?

Por una vez, el chiquillo pelinegro se mantiene reflexivo entre las cobijas, recordando el morete resultado tras un castigo en el brazo; y la bofetada que no dejó marca, pero que le lastimó mucho más por parecerle inmerecida.

—Él nos odia…

.

.

.


Nota de Autor:

Disculpen mi larga ausencia: tengo un trabajo nuevo, con retos nuevos. Los dramas de la oficina son peores que «Juego de Tronos» mezclado con «Aggretsuko», y ciertamente es un terreno escabroso que jamás había navegado.

Sin embargo, es este mundo del fanfic al que vuelvo como una paloma mensajera: me da una paz que no hay en ningún sitio, porque en mimente y en los actos creativos puedo descansar verdaderamente.

Perdonen por incluir a Androide 21: ¡tenía que hacerlo!

Sobre 17 y 18, quise retomar lo dejado en «Instinto de Invierno» y responder las siguientes preguntas: ¿porqué los gemelos son cómo son en el futuro de Mirai? ¿Qué puede quebrantar tanto un corazón como para jurarle guerra eterna a la humanidad?

Diana: mi más sincero pésame.

Iluvendure: gracias eternas por devolverme la inspiración, por no rendirte en las charlas, por escuchar y compartir tu bello arte.

Pame: ya lo sabes todo, te adoro pase lo que pase. Te leo en Facebook, poco, pero lo hago. Eduardo Manos de Tijera es maravillosa.

Joyce: Te leo en secreto. Gracias por ser un ejemplo, y una estrella brillante a la que sigo.

Osiris: Te espero.

Gracias por seguir escribiendo y fangirleando, y creciendo en este mundo y a la distancia. Este capitulo extraño es mi regreso a este fic, y a este mundillo.

Un gracias a Dragon Ball, que es un refugio cuándo pierdo toda esperanza, que es una brújula cada vez que me extravío en el camino.

Y gracias a ustedes, por mantener viva la flama creativa que es el fanfiction.