Hola a todas. Sí, sorpresa. Aquí estoy con una nueva historia. Creo que no durará más de diez o quince capítulos, pero ya me conocéis. Esta vez voy a dejar mis kilométricas notas de autora para más adelante. Mil gracias a Ebrume, mi beta, y a Patri y Nury, mis prelectoras, por hacerme pensar que esto merece ser leído.

Por la presente declaro que no me pertenecen ni Twilight ni True Blood ni, ya puestos, los X-men. Solo me inspiro en ellos, con los personajes de la primera.

ADVERTENCIA. Fic sobrenatural con vampiros que no brillan y erotismo (aunque menos que en mis otras historias). Si no te va ese rollo o eres menor de edad, mejor lees otra cosa. Esta una historia romántica con drama, pero garantizo final feliz.

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Capítulo 1

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«Si la epidemia continúa su tasa matemática de aceleración, la civilización podría fácilmente desaparecer de la faz de la tierra».

Victor Vaughan, Cirujano General del Ejército de EEUU. Otoño de 1918.

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Filadelfia. Octubre de 1918.

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Camino por las hediondas calles de la parte más mísera de la ciudad. Debería haber abandonado la búsqueda hace tiempo, pero no he podido. Porque cada día sueño con él, y no le encuentro. Ni siquiera sé si es real, o si vive a miles de kilómetros. Esta es la última noche que lo busco, y no sé qué hago aquí. Ya hace mucho que pasó la medianoche. Es tarde para cualquier dama prudente, y más en una ciudad grande. Las calles están desiertas. En Filadelfia, cada esquina huele a muerte desde que empezó octubre, aunque ningún lugar del mundo se libra de la nueva peste. Algo llamado «gripe española» siega vidas humanas de norte a sur y de este a oeste, como si con la guerra no fuese bastante.

Algunos temen que sea el fin del mundo. No sé cuánto tardará eso, pero no me importa, porque he decidido que hoy va a ser mi final.

Un grito cercano desgarra el silencio. Suspiro, ya no puedo más... pero puedo esperar un poco. Me desplazo con decisión hacia el lugar de donde procede el grito. Es un callejón oscuro. Una joven está con la espalda contra la pared, acorralada por dos hombres de aspecto sucio y desaliñado. Parece una prostituta. ¿Qué mujer, si no, iba a andar a estas horas por aquí, sola?

—Vamos, zorrita. Lo vas a pasar muy bien con los dos. Ni siquiera nos vas a pedir que te paguemos.

Resoplo de puro hastío. ¿Por qué la escoria habla siempre de la misma forma?

—Dejadla en paz —digo, ya cerca de ellos.

La chica me mira con el terror reflejado en sus ojos exageradamente maquillados. La pobrecita no encuentra su voz, pero me dice que no repetidamente con la cabeza. Casi sonrío ante su deseo de protegerme.

—Vaya, vaya, Laurent, mira lo que tenemos aquí. Otra putita. —Me mira asquerosamente de arriba abajo—. Y esta es de las buenas. Debe de ser de alcurnia, para ir vestida así. —Se me acerca y contengo el aliento, no puedo soportar su olor. Su compañero ríe mientras él da otro paso hacia mí—. Te voy a enseñar lo que tus amantes ricachones ni siquiera imaginan que se puede hacer.

Lo miro con aburrimiento, y después a su compañero.

—Dejadla en paz y podréis marcharos —digo con serenidad.

Los dos abren mucho los ojos, y ríen. Fuerte. La chica tiene el rostro desencajado.

—Además de guapa, es divertida —dice el que tengo más cerca entre carcajadas—. Lo vamos a pasar en grande con ella. Muy bien, muñeca, parece que nos quieres a los dos para ti solita. Dejamos a la zorra barata y nos quedamos con la cara, ¿estás de acuerdo, Laurent?

«No vamos a dejar a ninguna de las dos. Menuda oportunidad. Primero nos divertimos y luego echamos los cuerpos al río».

Al oír su pensamiento, se congela cualquier chispa de compasión que pudiera haber en mí. Miro al llamado Laurent, que asiente con un guiño.

—Claro, James, es un buen trato. —Mira a la prostituta—. Quédate ahí mientras cerramos el trato con esta… dama.

Se me acerca. La chica no se mueve del sitio, está temblando y tiene mal aspecto. Me pregunto si estará enferma.

«Esta noche serán comida para los peces, como las otras», piensa Laurent. La mente de ambos está llena de imágenes inmundas.

—En efecto —siseo mirándolos sin pestañear—. Aquí hay dos… personas, por decirlo así, que esta noche van a ser comida para los peces. Pero ninguna de ellas es esta chica.

Muchos hombres se asustan llegado este momento. Hombres supersticiosos, o más listos que estos dos. Un sexto sentido, algo, les avisa de que deben poner distancia entre ellos y yo, pero estos no lo hacen. Al oírme, el que tengo más cerca, James, se yergue y me mira entre rabioso y sorprendido.

—Quizá una de esas personas seas tú —gruñe amenazador.

Casi me roza. Odio tener que tomar aire para hablar y volver a recibir su halitosis.

—¿Todavía no te has dado cuenta? Yo no soy una persona —susurro agarrándole del cuello hasta que sus pies no tocan el suelo.

Sus gritos se pierden en la noche mientras la chica se desmaya.

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La prostituta sigue inconsciente y cuando la levanto noto que tiene fiebre. De forma automática miro al cielo. Quedan menos de dos horas para el amanecer. Mascullo una maldición. Tenía que pasar justo esta noche, la noche en que había planeado terminar con todo. No me gusta que se trunquen mis planes, pero no puedo dejarla aquí tirada. No sé dónde vive, ni adónde llevarla aparte de un hospital. No es un buen lugar, pero siempre será mejor que la calle. Será una buena acción, quizá se me tenga en cuenta si existe algún juicio después de la muerte... Bromeo conmigo misma. No es que crea que tengo redención. Soy una criatura maldita, y hace demasiado tiempo que lo sé.

Me limpio la cara manchada de sangre con la manga de mi abrigo, que al fin y al cabo ya está arruinado. No suelo ser tan poco aseada, pero tenía mucha hambre.

Tomo en brazos a la mujer y corro hacia el hospital más cercano. Mi irritación desaparece al darme cuenta de que puedo continuar con mis planes. Es un lugar público, puedo entrar sin permiso, y es suficientemente alto como para que me alcance el sol de pleno desde la azotea.

Diviso la mole del hospital universitario. Hay cola en la entrada a pesar de ser de madrugada. Jamás había visto algo semejante. Hay personas sentadas en la calle, y otras tumbadas, esperando que las atiendan. Niego con la cabeza. ¿Aún no saben que aquí no pueden hacer casi nada por ellos? Decido tomar otro camino y trepo por la pared lateral con mi carga sobre el hombro. Penetro por una ventana lateral en el cuarto piso que da a un despacho. Hay una bonita biblia sobre la mesa y sonrío cuando le echo un vistazo a la ornamentación del lugar, debe de ser el despacho del reverendo. Salgo y miro a ambos lados del oscuro pasillo. Nunca he estado aquí, pero sigo las indicaciones y termino en el área donde atienden las urgencias. Es una sala grande, con varias camas separadas por cortinas y biombos. Los camastros a ambos lados están ocupados por humanos, dormidos o inconscientes, mortalmente quietos o retorciéndose de dolor, tosiendo o vomitando, pero ninguno levanta la cabeza para mirar cuando paso por su lado. He puesto a la chica de pie y la tomo por la cintura como si la ayudase a andar, aunque en realidad la estoy arrastrando.

¿Dónde diablos está el médico? No importa. La dejaré en la cama al lado de cualquiera de estos, y me iré.

De repente noto un aroma nuevo en la sala, uno que consigue lo que parece imposible, que todos los hedores se esfumen. Huele como el océano en verano, como los campos bajo el sol de la primavera: a vida, a luz y a paz. Me giro y creo que me acabo de quedar con la boca abierta.

Es él. Y no estoy soñando.

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Levanto el estetoscopio del pecho del joven que está en la cama y mirando a la enfermera meneo la cabeza de lado a lado. Ella cierra un momento los párpados y se santigua lentamente. No esperamos a que nadie nos ayude. Entre los dos cargamos el peso inerte, lo colocamos en una camilla que hay al lado, y ella se lo lleva. No me permito pensar en esa vida perdida, porque no es la primera, ni será la última, y porque tengo que conservar mis escasas energías para intentar ayudar a los que siguen vivos. Sé que en unos minutos, en cuanto vuelva por aquí, la cama estará otra vez ocupada.

La noche parece no terminar jamás. Como la guerra. Como la epidemia, que en esta ciudad empezó hace dos semanas pero parece eterna.

Tengo que ir a ayudar en urgencias. Me acerco a la zona de descanso para servirme un café. Solo será un momento. Por culpa de la guerra y la gripe faltan médicos y enfermeras, y los que atendemos a la población trabajamos hasta la extenuación. Si no fuera por mi problema, yo mismo estaría en el ejército.

Agito la cabeza para sacudirme esas ideas y, arrastrando los pies, abro la puerta de acceso a la sala de urgencias.

Lo que veo hace que me espabile por completo. Dos mujeres está plantadas en mitad del pasillo, una de ellas parece inconsciente. Me acerco corriendo. Miro a todos lados y no hay nadie más. ¿Dónde se ha metido el estudiante?

—¿Qué ha sucedido? ¿Eso es sangre? —pregunto.

El abrigo de la chica que sostiene a la otra está salpicado de manchas oscuras. Me mira de una forma extraña, sin parpadear. Está muy pálida, y no contesta.

—Sígame —ordeno, y la tomo de un brazo, intentando arrastrarla hacia un pequeño cuarto adjunto, más privado que esa sala.

Ella se mantiene en su sitio y entonces me doy cuenta de mi torpeza. Tomo en brazos al cuerpo de la otra chica y me sorprendo, no parecía que esta joven soportara tanto peso. Entramos en el cuarto y deposito mi carga en la camilla. Ordeno a su compañera que se siente en la única silla que hay mientras rebusco en los cajones de la vitrina.

—Creo que tiene mucha fiebre —murmura la mujer del abrigo ensangrentado.

Su voz es dulce como la miel y me envuelve como cálido terciopelo. Siento que mi vello se eriza con un placentero escalofrío y la miro sorprendido. Entonces la veo de verdad, por primera vez, y contengo el aliento.

Es una belleza. Su piel pálida parece de porcelana, resalta sus hermosos ojos color miel, grandes y de largas y negras pestañas. Su cabello es de un brillante tono castaño, recogido por detrás de la cabeza, y no lleva sombrero.

Sorprendido y avergonzado de mí mismo, porque acabo de darme cuenta de que por un momento he olvidado a mi paciente, aparto la vista y me centro en la enferma. No entiendo qué me ha pasado, yo no soy así.

—Debería quitarse la ropa para que le vea las heridas. No tiene usted mal aspecto, pero esa sangre… —murmuro mientras rebusco en el último cajón.

—Lo tiene en el bolsillo derecho de la bata.

—¿El qué?

—El termómetro. ¿No es eso lo que está buscando?

Tiene razón. Apenas asoma, pero ahí está. Me sonrojo como un colegial.

—Gracias. Es usted muy observadora —comento mientras le coloco el termómetro a su… lo que sea, porque no puede haber dos mujeres más distintas que estas dos—. Cuénteme qué les ha pasado —ordeno con voz profesional sin apartar la vista de la paciente de la camilla.

—Yo no estoy herida. Trabajo en los almacenes Wanamaker, donde soy secretaria de dirección. Hoy ha habido mucho más trabajo del habitual, pero no es la primera vez que salgo de madrugada. —Se encoge de hombros—. Ya sabe, hay muchas bajas por enfermedad. La sangre que ve me ha salido de la nariz, me pasa a veces, sobre todo cuando estoy muy estresada. Supongo que no he de preocuparme, ¿verdad? —dice con gesto cándido.

Les echo un vistazo a las manchas resecas esparcidas por todo su abrigo y decido darle el beneficio de la duda. Le queda algo de sangre justo entre la nariz y el labio superior; es algo inquietante, no sé por qué. Mi mirada viaja a su boca automáticamente, como si esta fuera un imán.

«Quiero probar a qué sabes». No me puedo creer que acabe de tener este pensamiento tan poco profesional. En aquel momento ella esboza una sonrisa y la miro a los ojos. Son más oscuros de lo que había creído, casi negros. Y parece que sepa lo que acabo de pensar. Su sonrisa se hace más amplia, mostrando un atisbo de sus blancos dientes. Me concentro en el pulso de la chica de la camilla, que sigue inconsciente y respirando rápido. No he de sentirme culpable porque me guste su bella acompañante, soy un hombre libre, pero he de controlarme. No puedo seguir impulsos que van contra la ética de mi profesión y contra la caballerosidad más elemental.

—Debería de llevar usted una mascarilla, como todos —murmuro. Lo que deseo es que se tape esa boca incitante.

Le alcanzo una y la toma, pero la deja sobre su regazo. Aprieto los labios, irritado. Podría obligarla a ponérsela, pero al comprobar el termómetro de la otra mujer veo que tiene casi cuarenta grados.

Otra más.

—Continúe con lo que me estaba diciendo, señorita. ¿De dónde ha salido esta chica?

—Isabella.

—¿Cómo dice?

—Me llamo Isabella.

—¿Y su apellido?

—Solo llámeme Isabella, y si lo desea puede tutearme —insiste con dulzura.

Frunzo el ceño ante su peculiar petición. No es correcto que tutee a una dama desconocida, pero puedo llamarla por su nombre, que además es precioso.

—Está bien... Isabella. Pero no voy a tutearla. Prosiga.

—Como le decía, cuando salí del trabajo encontré a esta mujer en la calle. Me dijo que se encontraba mal y decidí acompañarla hasta aquí en taxi. No sé quién es ni cómo se llama. No hay más que explicar.

El sonido de su voz parece hacerme sentir menos cansado, pero su explicación dista mucho de ser creíble. Las prostitutas no suelen moverse por la zona donde están los grandes almacenes, más aún desde que en julio se aprobó la ley que permite la detención e internamiento de cualquier mujer sospechosa de prostitución, sin juicio previo. Además, entre la guerra y la epidemia es casi imposible encontrar un taxi a estas horas.

Qué más da.

—Ha sido muy humano por su parte, Isabella.

Escucho que se le escapa una leve risita. No sé qué es lo que encuentra gracioso, pero en cuanto la miro se desvanece mi mal humor. No se está burlando de mí.

—Gracias —es su única respuesta.

Termino de explorar a la paciente anónima, escribo rápidamente en unos formularios y ordeno el ingreso. Voy en busca de algún camillero, si no encuentro a ninguno me tocará subir yo mismo a la paciente a su planta. Tengo suerte y el señor Newton, un tendero retirado que hace de voluntario, se la lleva.

Entonces me enfrento a mi sirena particular. La situación parece demasiado íntima, solos en aquel espacio tan reducido. Me obligo a no mirarle los labios pero sus ojos arden como brasas. Me cosquillea la piel, y trago saliva antes de hablar.

—Debería mirarla también a usted —afirmo con una voz que no reconozco—. La gripe puede empezar como una hemorragia nasal, aunque no es lo habitual. —Saco el termómetro de mi bolsillo y veo que ella parece alarmada.

—No tengo fiebre, no se moleste. —Sacude la cabeza de lado a lado, mirando el termómetro como si fuera un puñal.

Sorprendido por su reacción, lo guardo y tomo mi estetoscopio.

—Entonces deje que la ausculte —solicito con suavidad. Quizá no está bien de la cabeza.

—Me encuentro perfectamente, de verdad. Tengo que irme.

No puedo dejar que se vaya de aquí sin más. Me acerco a ella y me invade el aroma de su perfume floral. Noto que me estoy poniendo duro y me avergüenzo de mí mismo, pero le tomo una mano con la intención de comprobar su pulso. Tuerzo el gesto, tiene la piel fría.

—¿Cuánto tiempo llevaba en la calle? —Me inclino y acerco mi cara a la de ella, preocupado—. Su temperatura no es normal, Isabella. Tengo que saber la causa.

—Créame, yo sé bien la causa y no tiene cura —murmura, su mirada tan triste que me traspasa el corazón.

Temo que esté muy enferma, y la idea se me hace insoportable. Extiendo mi mano y la apoyo en su mejilla suave, deseando que desaparezca su pena. Ella cierra los párpados, pero bruscamente se levanta y se dirige hacia la puerta, como si huyera.

—No te vayas —pronuncio con dificultad. No quiero perderla de vista.

—Tengo que irme. Va a amanecer —explica desde la puerta, como si eso tuviera sentido.

Me acerco a ella con cuidado. Parece que está asustada, y no comprendo por qué.

—Quédate aquí hasta que termine mi turno. Después te acompañaré a tu casa.

Isabella está de cara hacia la puerta, la mano sobre el pomo, su cuerpo en tensión. Pongo una mano sobre su hombro, y la oigo inspirar profundamente y soltar el aire poco a poco, como si acabara de decidirse. Se gira lentamente y me mira de una forma que me deja sin respiración. Sus ojos ahora son más claros, y destilan dulzura y necesidad.

Parpadeo confuso, he imaginado el color negro de antes.

Sin darme cuenta me he inclinado hacia ella de forma que casi la tengo acorralada contra la puerta. Huele a algo prohibido, y se me hace la boca agua. Sus labios se entreabren: es una invitación.

«No puedo hacer esto».

—Sí, sí puedes —susurra ella. Debo haberlo dicho en voz alta.

Sus manos se extienden hacia mi cara y con delicadeza me quita la mascarilla. Trago saliva con dificultad mientras la observo, hipnotizado. Se pone de puntillas, sus brazos se enlazan en mi cuello y tira de mí hasta que mis labios rozan los suyos. El tacto es sedoso y delicado, y disfruto de ese roce sin esperar nada más.

Hasta que su boca se entreabre. Me bebo su aliento, busco su lengua con la mía, y no quiero parar. Sé que estoy perdido.

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Gracias por leer. ¿Opiniones?

El siguiente en una semana. Besitos.