Bueno, ya sabemos cómo terminó la idea de un cap por mes. Sin más que agregar, feliz (o no) tardío aniversario del Día D, el inicio de Barbarroja y Bagration, entre otros aniversarios de batallas famosas (esto les da una idea de cuando se empezó a escribir el cap) y vamos de una vez a los reviews.

Soviet Omega: Tal vez. Los yankees quizá no puedan (problemas de democracia), pero los soviets no dudarían mucho.

Coronadomontes: Bueno, un agrado que te guste y espero verte por aquí pronto.

Erendir: Pues bueno, seamos honestos en esto: a quien no obedece, un tiro; a quien desagrada, al gulag. La Coalición tiene distintos jugadores, que se moverán cada uno a su propio ritmo según le sea prioritario…

APM 1984: Es exactamente como lo has dicho. A primera vista, los imperiales parecen dominar la situación en todos los aspectos, y la Coalición no le pone el esfuerzo necesario para contrarrestarlo (como pasó con muchas guerras proxy o menores, donde se dedican insuficientes recursos y apenas atención). Sin embargo, analizando también el otro lado de las cosas, uno se da cuenta que el Imperio está estresando sus propias líneas y recursos, careciendo de la infraestructura necesaria para mantener semejante campaña titánica. Y al igual que lo Aliados durante la Segunda Guerra Mundial, Zorzal sabe que la Coalición, si logra salir como ganadora, irá a destruir al Imperio de raíz para eliminar la amenaza ahora descubierta que representa. Sobre la magia, dudo que la Coalición la vea como una oportunidad, probablemente tomando su neutralización cómo su destrucción cómo un elemento relevante. Sobre la aviación, le dejaré la respuesta al fic.

Guest: Pues sí, ostia. Y habrá más.

Little Liar: Solo nos queda esperar…

Otra cosa de la que me he dado cuenta es hacer una pequeña anotación: puede que los cañones imperiales funcionen como los napoleónicos, pero su proporción es mucho mayor a la que había en los ejércitos de la época de este. Napoleón logró tener un cañón cada 500 hombres como record en algún momento de su carrera, pero los imperiales tienen un ratio mucho más bajo (lo que acompaña el consecuente efecto en el campo y consumo de suministros, los que ya nos hemos dado cuenta, no abundan).

Eso es todo por esta Nota de Autor.

"Gate: Thus, the JSDF fought there!" no me pertenece.

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Capítulo 16
Lucha, Muerte y Sangre
Parte 1

"En los combates con los imperiales saderianos, se debe buscar y neutralizar a las pequeñas escuadras de uniformes adornados y que lleven báculos adornados u objetos similares en lugar de armas convencionales. Esto los denota como miembros del Cuerpo de Magos Imperial, objetivo prioritario en cualquier enfrentamiento. Tropas de la Coalición deben buscar neutralizar estas unidades primero, a fin de asegurarse la ventaja en combate."
-Manual de campo de la Coalición.

"Por cada dos equipos de magos que haya, deberá haber al menos uno de señuelo, conformado por soldados regulares o, de ser posible, de la reserva, vestidos y armados como magos y cuyo trabajo sea alejar la atención de la Coalición de los verdaderos magos, que actuarán en segunda línea y, de ser posible, vestidos como legionarios comunes."
-Manual de campo del Imperio de Sadera.

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Alnus
Junio, 1943

- I want a battalion on top of that hill by tomorrow morning! Understood?!

- Yes sir!

El general salió del puesto de mando subterráneo, arrancando miradas preocupadas de sus ocupantes.

- How in the bloody hell are we going to get a battalion there in one piece?! We can barely get a squad up there in an hour, not mention keeping it alive!

- Alright lads, send a runner to the Royal Artillery! I want concentrated counterbattery fire focused on the positions I'm going to list! We'll make that squad a platoon tonight! Understood?!

- Yes sir!

- Everyone! – Entró otro oficial, emocionado y sudoroso de la carrera que realizó desde la estación hasta el puesto de mando. – We finally got some flares from the isles!

El grupo se miró entre sí, y el que estaba a cargo se inclinó sobre el mensaje y escribió un par de líneas extra. Lo firmó y se lo entregó al grupo de mensajeros que esperaba ansioso en la entrada, quienes al recibir el mensaje se llevó la mano a la sien. Puede que solo uno fuera necesario para llevar un mensaje, pero con semejante carnicería y el constante corte de los cables de comunicaciones, era mejor asegurarse que los mensajes llegaran de cualquier forma posible.

- Go!

XXXXXXX

- First company, get ready to ascend this hill by platoons! Second and Third and companies, send well-aimed fire to the surrounding hills and be ready to message the artillery corps as soon as hell breaks loose!

- With all due respect sir, hell ALREADY BROKE L-

¡BAM!

El soldado, casco perforado, cayó muerto a los pies del oficial.

- Sniper!

Las tres compañías británicas se tiraron al suelo, desapareciendo en las trincheras todavía seguras junto a la base del cerro que debían subir. La silueta de este se recortaba peligrosa contra el horizonte, donde las luces del combate nocturno, nunca cesante, siempre constante seguían apareciendo y permitiendo que las siluetas de los cuerpos mayores se distinguieran de forma medianamente clara pese a la oscuridad supuestamente reinante. Soldados y oficiales, sabiendo que venía a continuación, aguantaron la respiración, silenciosamente deseando que el momento que iniciaba la operación para reforzar a sus compatriotas en la cima de aquella colina frente a ellos no llegara nunca.

La artillería rugió.

El cielo se iluminó.

Las bengalas hacían su trabajo.

Les tocaba hacer el suyo.

Con un grito de guerra, el primer pelotón de la primera compañía se lanzó a la carrera hacia la falda del cerro, buscando desesperadamente aquel peligroso sistema de trincheras aún en disputa y cuya presencia era la única oportunidad de no terminar como aquellos cuerpos esparcidos por el camino, desfigurados y destrozados, sin armamento por haber sido este hacía tiempo recogido.

Ni siquiera sabían qué bando fue el amablemente responsable de tan generosamente despojarlos de su equipo en medio de aquella zona de guerra. Hacerlo era casi un suicidio, pero de alguna forma siempre lo conseguían. No era que importase en esas circunstancias.

- Sniper!

- Imperial artillery, take cover!

- Keep moving forward, we're almost there!

- Radioman, send coordinates to the Royal Artillery! NOW!

Los primeros del grupo se arrojaron dentro de las zanjas, el resto siguiéndoles detrás. Los pocos desafortunados que no pudieron cruzar el terreno quedaron allí, abandonados a su suerte, sin saber nadie exactamente si seguían vivos o no.

No tenían tiempo de comprobarlo.

- Company! Fix bayonets and charge uphill! Go!

Los soldados que no hubieran acoplado previamente sus bayonetas a sus rifles Short Model Lee Enfield lo hicieron, moviéndose por las varias zanjas de la disputada colina junto con sus compañeros. La artillería saderiana había pasado a fijarse en ellos, y gracias al efecto de las bengalas, necesarias para que los observadores pudieran localizar las baterías de artillería de los hombres de Zorzal, los cañonazos imperiales les caían bastante cerca a medida que avanzaban por las trincheras. Pasado un punto, el bombardeo sobre ellos cesó, volviendo a enfocarse en el resto del batallón que quedó abajo, lo que a ciencia cierta significaba una cosa muy clara a los soldados que iban subiendo.

- Contaaaaact!

- Freedom of action! Get to the top of the hill! – Fue lo último que alcanzó a gritar el oficial al mando antes de sumirse en la confusa batalla con sus hombres. Una última mirada desde donde estaba, a dos tercios de terminar la subida, le confirmó que el siguiente pelotón había ya comenzado su movimiento a las trincheras inferiores. Su mirada cambió a donde estaban luchando sus hombres, en un fanático y enzarzado combate a corta distancia y, en ocasiones, cuerpo a cuerpo, todos, británicos y saderianos, con el mismo objetivo en mente.

La cima.

XXXXX

- Don't shot! Friendlies coming in from your six!

- Kind of hard to know if you come fighting the wankers all the way up here, you know?!

Las ametralladoras en el reducto en la punta del cerro redirigieron sus cañones y barrieron una zona del perímetro. Apenas unos segundos después de pasadas las balas, uniformes café con cascos parecidos a platos hondos y fusiles usados desde hacía décadas atrás aparecieron desde la salida de las trincheras que venían desde abajo y de los agujeros de artillería, corriendo hasta el improvisado fortín rodeado de sacos de arena y alambrado de espinas y arrojándose dentro a fin de, aunque sea, sentirse ligeramente más protegidos de la masacre que ocurría afuera. Finalmente entró todo el grupo, o lo que quedaba de este, y los guardias volvieron a cerrar la alambrada, aunque preparados para volver a abrirla si es que aparecía otro grupo de refuerzo. Dentro, en uno de los búnkeres subterráneos, el comandante de la guarnición y el oficial al mando de los recién llegados pudieron ponerse al día de lo que se esperaba que hicieran.

- ¿Cuántos hombres perdiste subiendo hasta aquí? – Fue lo primero que le preguntó el capitán de la guarnición al verlo entrar.

- Ni idea, pero… quizás un tercio, quizás la mitad. Es difícil de saber con toda la locura que ocurre aquí… - le contestó pesadamente el teniente, sentándose sobre una de las cajas dispersas por la sala.

- Tengo una compañía aquí arriba, pero no hemos dormido en 36 horas. Si pudieras rotarte con alguno de mis pelotones…

- Tendrás tiempo de dormir. Mandarán un batallón completo, que estará aquí al amanecer. Irán subiendo un pelotón a la vez. Nosotros simplemente fuimos el primero de ellos. Los últimos llegarán casi intactos por el simple hecho de que los imperiales no tendrán suficientes hombres para perder o preferirán cercarnos aquí arriba.

- Dios… ¿cada cuanto llegarán los pelotones?

- Ni idea, pero apostaría una media hora cada uno. La artillería está atacando las baterías saderianas y lanzando bengalas, por lo que quizá no nos molesten tanto…

Una explosión tronó afuera, sacudiendo el lugar y arrancando gritos de los soldados que combatían. El teniente recién llegado se paró para ver que ocurría, pero fue detenido por el capitán con el que hablaba. Pese a ser un gesto sencillo, el agarre férreo pero tembloroso le daba a entender al recién llegado todo lo tensionado que el oficial local estaba.

- …todo estará bien – le afirmó con convicción, pese a ser totalmente incapaz de asegurar que lo estaría. – Ahora vamos. Nos necesitan ahí fuera.

El capitán respiró hondo, calmándose y endureciendo sus nervios ante lo que sería otra noche de lucha continua por su supervivencia.

- Vamos – le respondió, y ambos salieron al campo de batalla.

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XXXXXXXXXX

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Cuartel de Mando Imperial, Alrededores de Alnus.

Zorzal el Caesar tenía a su alrededor a la mayor parte de los comandantes de legión imperiales presenten en Alnus. En frente del grupo había una sencilla mesa, escasamente adornada pero resistente, con un mapa de Alnus y sus alrededores abierto y con numerosas fichas acompañándolo. Hilos de diversos colores demarcaban las líneas de frente, rutas de suministro, posiciones de artillería y demás cosas militarmente relevantes, con alfileres sujetándolos para que la ocasional sacudida producto de las explosiones e impactos no los moviera demasiado. Los comandantes se miraban nerviosos, pues era intuitiva la razón por la que los habían llamado allí: todos ellos habían retrocedido su línea de frente desde que llegara Zorzal, habían ignorado sus órdenes, o ambas cosas. Ninguno de los protegidos del príncipe heredero se encontraba allí.

Tampoco ayudaba al ánimo del lugar que las entradas y salidas de la sala estuvieran ocupadas por miembros de las Escuadras. Y no era que llevaran precisamente armadura ceremonial o algo parecido: aunque se notaba un ligero esfuerzo por quitarse el polvo de encima, todos ellos estaban sucios, polvorosos y algunos hasta con alguna venda o parche visible. Tampoco llevaban las espadas finamente adornadas que se solían usar en los encuentros entre altos mandos militares o nobles. En su lugar, llevaban fusiles imperiales del último modelo, que apenas se estaba introduciendo en servicio activo en fase de pruebas, y en sus cinturas llevaban las espadas cortas de combate que eran ahora parte reglamentaria del armamento de las unidades armadas con las nuevas armas de fuego. No cabía ninguna duda.

Estas tropas no eran guardias ceremoniales, como solían ser las unidades de otros nobles. En su lugar, eran soldados fogueados en combate, que habían ido y sobrevivido al infierno de Alnus y habían sido llamados expresamente al cuartel de mando para dar un mensaje subliminal a los comandantes: Zorzal estaba al mando. Cualquier intento de hacerle algo al príncipe heredero sería castigado inmediatamente y no se complicaría en matarlos: desde que el Ejército Imperial se hubiera vuelto una meritocracia (aún parcial, era cierto, pero una al fin y al cabo) y los grandes campos de batalla, crueles y brutales como ellos solos y sin comparación en la historia del Imperio, hubieran aparecido, cada vez había más y más candidatos a oficiales y comandantes entre las filas de las legiones imperiales. Si uno de ellos muriera, encontrar un reemplazo sería cosa de un par de horas, si es que no de minutos. Sabido era que en cada Legión había una lista interna de candidatos para comandante y, para desesperación de la clase noble, la aristocracia estaba en franca retirada ante la aparición de numerosos nombres desconocidos hasta entonces, nombres pertenecientes a una clase social que de antaño nunca podría haber aspirado a semejante honor como ser comandante de una legión imperial de Sadera.

Y estos comandantes, en parte gracias a su arrogancia, no tenían ganas de ser los siguientes nobles reemplazados por la plebe en sus puestos. Prácticamente todos venían de familias nobles o de tradición militar. La mayoría contemplaba el suicidio la ofensa que eso contemplaba, razón por la cual se esforzaban lo necesario para no perder su puesto. Si era necesario, morirían en el campo de batalla para evitarse la vergüenza de semejante monstruosidad.

No es que el príncipe Zorzal lo supiese, desde luego, pero tampoco deseaban que se enterase de ello.

- Caballeros… - empezó Zorzal, paseando ominosamente su mirada por la mayoría de los presentes. – Imagino que la mayoría de ustedes sabe por qué motivo los cité aquí hoy. Los que no, bien podrán saberlo en los siguientes minutos, siempre y cuando no me interrumpan en mis siguientes comentarios y divagaciones.

Los comandantes se miraron entre ellos en silencio, antes de asentir o dar una corta afirmación verbal.

En el enmudecedor silencio de la sala, se escuchaban con claridad las explosiones y disparos lejanos del infierno en la tierra en el que se había transformado el suelo sagrado de Alnus. El moderno campo de batalla no hacía más que asustar aún más a los comandantes, que ahora dudaban seriamente antes de hacer hasta el más mínimo de los movimientos, sin saber si podría ser el último de su carrera.

O de sus vidas, si es que las ejecuciones sumarias ordenadas por el príncipe heredero eran verdaderas y llevadas a cabo contra ellos.

- Seré breve aquí – anunció Zorzal, inmutable ante el ruido de la batalla a lo lejos que mantenía con los nervios de punta a sus invitados. – Casi todos ustedes han retrocedido sus líneas de combate desde que llegué yo a tomar el mando del campo de batalla – varios comandantes tragaron saliva, previendo lo que se avecinaba. – A la vez que muchos de ustedes se niegan a adoptar las armas o tácticas nuevas que llegan desde la capital imperial, Sadera – otro grupo tuvo que guardarse una reacción visible, pues sabían que les sería peor si la manifestaban. – Y el resultado es este: estamos casi en franca retirada, el esfuerzo de un puñado de legiones y escuadras manteniendo una línea que debería ocupar un ejército de docenas de estas. ¿Alguno podría explicarme, sin temor a equivocarse, por qué ocurre esto apenas llegamos yo y mis tropas al campo de batalla?

No había que ser un genio para responder eso. La evidencia hablaba por sí misma en la mayoría de las ocasiones, motivo por el cual todos se mantuvieron callados.

- Lo responderé con una suposición mía, si me lo permiten – continuó el príncipe heredero, indiferente. – Resulta que, cuando reorganicé el ejército imperial, dejó de ser un negocio para ustedes y otras familias de nobles, cosa que ustedes y sus similares manifiestan en una oposición implícita a dichas nuevas políticas usando como instrumento el campo de batalla, cosa que yo y cualquier otro comandante que se aprecie versado en el arte de la guerra sabemos que no funcionará en el largo plazo, además de beneficiar más a nuestro enemigo que a su propia facción. Pero bueno, son solo suposiciones mías… ¿no es así?

En esta ocasión, varios tragaron visiblemente saliva, y varias frentes sudorosas aparecieron.

- ¡N-no diga estupideces, Su Alteza! – Exclamó uno de los comandantes, Plubius al Valpos. Era uno de los comandantes que habían llegado a su posición mediante favores y amistades profundas con familias de nobles, negocio que usualmente funcionaba con la disposición de la Legión bajo su mando a la familia que le hubiera ayudado a subir hasta su posición. Acuerdos implícitos de ese tipo, así como otros de semejante índole, eran aquellos que peligraban profundamente bajo el nuevo mandato de Zorzal, cosa que tenía a muchos sobre sus nervios. - ¡Nuestras tropas se esfuerzan todo lo posible por mantener nuestras líneas de combate contra el enemigo, sobre todo considerando este nuevo tipo de guerra que tenemos contra el enemigo del otro mundo!

XXXXX

- ¡Fuego! ¡Disparen, maldición! – Gritó el oficial imperial. Dos filas, la primera hincada, de oficialmente una cincuentena de hombres cada una, ahora de apenas una veintena, levantaron y apuntaron sus, para estándares propios, modernas armas. - ¡Bórrenlos de la faz de la tierra! ¡Rápido!

Las dos filas, al descender el sable del oficial, apretaron los gatillos, liberando una lluvia de muerte sobre la masa de uniformes color beige, sus ocupantes pequeños de ojos rasgados y delgados respondiéndoles con un esporádico fuego antes de nuevamente cargar a la bayoneta.

- Tenno Heika, Banzaiii!

- ¡Cambio a lanzas! – Gritó nuevamente el oficial, desesperado. Los soldados imperiales tomaron cuchillas colocadas en lo que parecían ser amplios tapones, los cuales encajaron en la abertura de la boca de su arma, transformando su fusil en una útil (para la situación) lanza, pese a no poder disparar nuevamente.

No necesitaban hacerlo de todas formas.

- ¡Encomiéndense a Emroy! ¡Carguen!

Y ambos grupos, japoneses e imperiales, se enzarzaron en viciosa lucha a cuartos cerrados, cada bando armado con su propia versión de la letal bayoneta.

XXXXX

- No dudo de la valentía de nuestros hombres, comandante al Valpos – respondió Zorzal, serio. – Sino de las intenciones de los comandantes que los lideran en prácticas que todos sabemos desgastantes y destructivas.

Al Valpos se quedó callado, la mirada furiosa y sus puños crispados, ante la mirada acusatoria del príncipe.

- Acaso… ¿acaso está insinuando que los conducimos mal en combate a propósito? – Preguntó otro, una mirada asustada, aunque rabiosa, hacia el príncipe heredero.

- No he insinuado nada aún, pero si siente que esa es la acusación, puede que se sienta identificado con ella – replicó Zorzal, afilando su mirada. – Sobre todo cuando algunas legiones, como la suya, por ejemplo, apenas siguen las órdenes emanadas del mando central, o se niegan a cambiar la forma en que hacen las cosas.

XXXXX

- ¡Ataquen! – Gritó el comandante de la legión, prácticamente gritando para hacerse oír en su búnker subterráneo.

- ¡P-pero señor! ¡Moriremos si salimos ahora! ¡Las armas enemigas no paran de hacer explotar toda la zona alrededor nuestro! – Replicó uno de sus subalternos, sujetándose como podía desde la salida al exterior, buscando algún rastro de piedad o razón en su superior jerárquico.

- ¡Si quisiera opiniones, se las hubiera preguntado! ¡Ahora MUEVASE! – Exclamó, enfatizando su punto con un golpe de su puño a la endeble mesa con los planos militares, partiéndola. El subalterno se llevó la mano, temblorosa de rabia, a la sien, antes de dirigirse al exterior y gritar a sus hombres que corrieran a la intemperie contra las posiciones de la Coalición. Era una orden suicida, y lo sabía, pero era mejor quedar herido y caer prisionero, y tener una oportunidad de sobrevivir en ese infierno, que negarse y ser pasado por las armas en el lugar mismo.

- ¡Encomiéndense a Emroy y adelante! – Alentó a sus hombres antes de salir de la trinchera, camino del Fuerte Alnus. Sus hombres, dudosos, gritaron y cargaron junto a él.

Ninguno volvió.

XXXXX

El comandante imperial apretó sus puños violentamente, pese a lo cual no emanó palabra alguna.

La mirada de Zorzal vagó por los distintos jefes del ejército saderiano, casi todos ellos, otrora orgullosos, se encontraban inmóviles en su sitio, observándose entre sí con ojos nerviosos.

- Su alteza… - comenzó otro de ellos, ganándose algunas miradas impresionadas de sus compañeros, pese a estar temblando por dentro ante la mirada inquisitoria del primer príncipe del imperio. – Vayamos al grano. ¿Qué es lo que busca?

- Lo que busco, señores, es su máxima participación y colaboración en esta batalla – los sonidos del combate tronaban a la distancia, añadiéndole drama a sus palabras. – De otra forma, no lograremos expulsar al enemigo del suelo sagrado de Alnus. Mi hermano Diabo se está encargando de romper las líneas enemigas en la ciudad de Itálica, pero la resistencia es dura. Y no lograremos romperla si no cortamos el flujo de armas, suministro y equipo que sale de Alnus hacia la ciudad asediada por medio de aquel caballo de hierro que utilizan nuestros enemigos y que, pese a todos nuestros esfuerzos, aún no logramos cortar por completo. Por esta razón, simplemente, es que les pido que dejen de lado los prejuicios, y comiencen a combatir de lleno contra la Coalición.

Un silencio peligroso se hizo en la sala. Algunos pocos pensaron que tal vez, en el infierno de Alnus, hubiera ocurrido otra de aquellas pausas en el combate que ocasionalmente se manifestaban. Para la mayoría, sin embargo, esto no hacía más que recalcar las palabras del príncipe. Lanzándose fugaces miradas entre ellos, algunos primero, otros después, todos los comandantes presentes hincaron una rodilla en el suelo e inclinaron la cabeza hacia el príncipe heredero, quien les observaba serio desde su posición de poder respaldada por sus guardias personales.

- Le juramos fidelidad a su persona, príncipe Zorzal, y al Ejército Imperial de Sadera – musitaron al unísono los jefes de las legiones. Zorzal, para sí mismo, se permitió una pequeña sonrisa de victoria: se había ganado a los comandantes imperiales en el campo. Girándose hacia el mapa clavado en la mesa, con un gesto les indicó a sus nuevos súbditos leales que se alzaran.

- Entonces id, comandantes, y ganaros el respeto que creéis os merecéis con la sangre del enemigo en el suelo sagrado frente a vosotros.

- Sí, su Alteza.

Con un coro de pasos, los comandantes abandonaron la sala flanqueados por los soldados de Zorzal. Una vez solo, el príncipe heredero no pudo sino permitirse una pequeña risa de suficiencia. Otro obstáculo en su camino había sido limpiado. Sacudiendo una campanilla oculta, dos ayudantes entraron en la sala, arrodillándose frente al príncipe e inclinando la cabeza. Estos no eran de las Escuadras, sino que ambos pertenecían al séquito de ayudantes que siempre rodeaba al príncipe heredero.

- Mande, su Alteza – dijeron ambos al arrodillarse.

- Entréguenle este mensaje al comandante imperial Marcus van Alexander y al comandante de las legiones Julius Cestius– les indicó, extrayendo de un cajón dos pergaminos enrollados de forma idéntica. Ambos ayudantes se miraron antes de tomar uno cada uno, sabiendo mejor que preguntarle al príncipe sobre sus contenidos.

- Así se hará, su Alteza.

- Díganles que una vez leídos los destruyan. Tomen dos jinetes cada uno como escolta. Eso es todo, pueden retirarse.

- Con su permiso.

Con una última reverencia, ambos ayudantes desaparecieron.

Zorzal se permitió otra risa. Ya tenía la mitad del juego ganado.

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Alnus

El telégrafo sonó. Un ayudante lo atendió. A los pocos segundos, el corto mensaje estaba en sus manos. Apenas lo miró. Asintió, y ordenó algo acorde. El mismo ayudante confirmó, y se fue a transmitir la decisión por el mismo medio. Otro telégrafo sonó. El mismo vals se repitió.

El general alemán Heinrici observó, amargado, como otro reporte llegaba a sus manos. Cada uno le hacía convencerse de que no había hecho más que retroceder veinticinco años en el tiempo, de vuelta a las trincheras de la Gran Guerra. ¿Y cómo no pensarlo? Si cada mensaje era sobre un palmo de terreno ganado o perdido. Las bajas no paraban de acumularse, y para remordimiento de los oficiales, el mapa apenas variaba.

¿Cómo no sentir remordimiento, si ellos mismos enviaban a aquellos soldados a una muerte segura? Caían como segados por una hoz, con una cada vez más presente y pesada lluvia sobre sus cabezas.

El puesto de mando era subterráneo. Lo único que salían eran los cables para comunicarse y, una o dos veces al día, un encargado de traer agua, comida y un tarro de café. Cada pocas mañanas era uno nuevo, seguramente el anterior herido o muerto. Se preguntó cuántos cadáveres habría en la entrada, cumpliendo su malsana labor de brindarles el mísero tarro de café matutino a las siete exactas de la mañana cada nuevo día.

El traqueteo de las ametralladoras siguió. El rugido de los cañones continuó. La masacre prosiguió su curso, destrozando las vidas de aquellos que estaban presentes en su eterno fulgor. Pensó en los soldados allí combatientes, provenientes de todas partes del globo en contra de un enemigo común.

Ja. Común.

Y es que, pese a todo, no podían todavía confiarse.

Solo el oportuno ataque de los saderianos había evitado una guerra en el otro lado, después de todo. ¿Por qué habría tanto equipo bélico en un mundo contra un país que hasta entonces solo usaba armamento del periodo medieval? El otro lado del GATE era un punto de acceso al corazón industrial de Alemania, a la cuna de la revolución soviética, a una base naval americana, a la isla de Gran Bretaña y al territorio sacro del país del sol naciente. Un punto tan estratégico… ya nada era seguro.

Un nuevo reporte llegó. Un ayudante lo leyó y movió las fichas en el mapa acorde. Habían tomado otra colina. Se preguntó en silencio cuantos miembros de la raza germánica tuvieron que caer para lograrlo. Una amarga mirada se posó en su rostro. Seguro que en Alemania no les gustaban las noticias. El imponente ejército que humilló a Francia en seis semanas, atrapado en unas colinas por romanos con mosquetes. Daba risa de solo pensarlo.

Una risa amarga y triste.

Decidió dejar de pensar y empezar a planear. Solo tenía a su disposición infantería y artillería, pero iba a usarlas para defenderse y atacar acorde a las circunstancias. Ese era su trabajo, y lo haría tan bien como pudiera.

Tenía un regimiento entero de élite, el Grossdeutshland, bajo su mando, enviado expresamente desde Alemania para utilizarlo en combate, y pensaba usarlo para cambiar la balanza.

XXXXXXXXXX

El Oberst Walter Hörnlein, comandante del regimiento Grossdeutschland, respiró profundamente el aire del Neue Welt, como le llamaban los germano parlantes, en lo que su regimiento descendía del tren con el equipo de combate completo. Sinceramente, no pensaba encontrarse con el regimiento más elitista de toda Alemania combatiendo, segun los informes, a "romanos armados con mosquetes y cañones napoleónicos de disparo rápido", pero el deber llamaba y debía atenderle con la devoción de un soldado germánico.

En lo que los oficiales pasaban revista de la tropa tras el agitado viaje (no le sorprendió que ninguno de los soldados de su excelente regimiento se amedrantara ante el rugido constante de la artillería y el traqueteo incesante de las ametralladoras), él junto a su ayudante encaminaban sus pasos hacia el puesto de mando alemán en el subterráneo de la improvisada estación fortificada con las GATEs dentro.

El exterior de la entrada presentaba unos sacos de arena apilados desordenadamente, dos guardias agazapados tras estos con un tercero observando el campo de batalla por una abertura entre estos y un montón de cadáveres cercano. Al verlo acercarse los tres guardias se pusieron firmes, aunque retrocedieron un poco para quedar completamente protegidos por la cobertura improvisada respecto al campo de batalla. Una vez se hubiera acercado lo suficiente, el trío de soldados se llevó la mano a la sien en lo que sus armas eran llevadas al hombro. El oberst respondió el saludo correctamente, antes de presentarse.

- Oberst Hörnlein, del regimiento Grossdeutschland. Vengo a entrevistarme con el general Heinrici.

Los tres soldados se miraron entre sí, antes de que uno, que notó llevaba las insignias de suboficial y las hombreras de un Unterfeldwebel, le pidiera que lo siguiera. En lo que el par se adentraba en el búnker de mando, el coronel pudo escuchar a los dos guardias restantes en lo que caminaba.

- ¿El Grossdeutschland? ¿Qué diablos hacen aquí? El Führer no puede estar tan desesperado…

- Llevamos meses encerrados en esta base combatiendo contra romanos. Debido a que no podemos usar los Panzer, me parece lógico que envíen a las mejores unidades de infantería que tenga Alemania.

- Solo espero que ellos basten para terminar estar carnicería…

El unterfeldwebel lo entregó a un hauptmann, con elque cruzó unas pocas y discretas palabras, antes de que este último lo guiara hasta un despacho lleno de oficiales y suboficiales junto a una mesa con un mapa gigante de lo que supuso era Alnus en el centro. Encontró al general Heinrici de pie junto a la mesa central, observándola en lo que uno de los oficiales le comentaba algo con unos papeles en mano. Al verlo llegar el oficial, que observó tenía las hombreras de un hauptmann, se excusó, y el general se giró para recibirlo. El Hauptmann que lo había guiado hasta allí realizó un saludo antes de marcharse por donde había venido, dejándoles libres para que hablaran. Su ayudante personal, mientras tanto, se quedó junto a la puerta, a la espera de que su superior hiciera lo que tuviera que hacer y de que, si lo necesitaba, lo llamara.

- Herr General – lo saludó llevándose la mano a la sien, gesto correspondido por su superior. – Oberst Hörnlein reportándose. El regimiento Grossdeutschland al completo ha llegado y nos ponemos a sus órdenes.

El general lo miró de arriba a abajo. El recién llegado claramente desentonaba comparado a los demás oficiales presentes, llevando un uniforme pulcro, limpio y perfectamente planchado, además de estar afeitado correctamente, a diferencia de todos los que ya estaban allí, con uniformes que seguramente llevaban días sin ver la luz del sol y con varias barbas que seguramente llevaban varios días creciendo en sus caras. El coronel se hizo una nota mental de corregir su presentación una vez llegara al campo de batalla, no fuera que llamara la atención de alguna unidad enemiga e intentaran matarlo apenas pusiera pie en este.

- Ah, bien hecho. Acompáñeme, lo pondré al día.

Heinrici le indicó el mapa, a la vez que se inclinaba sobre este. No queriendo ser irrespetuoso, Hörnlein se ubicó a su costado, pero un paso atrás.

- Esta es la estación de Alnus, y esta estrella es donde estamos nosotros ahora – le señaló con una vara en el mapa la ubicación concéntrica. – El terreno es sencillo, pero no por ello debes confiarte: Alnus es una planicie en altura de forma casi circular. A su vez, está rodeada por otros cerros: en estas colinas es donde se combate ahora a los saderianos. Cada colina es una pequeña fortaleza, formada por una o dos baterías de cañones imperiales y un destacamento de soldados saderianos. De la infantería se estima que algo menos de la mitad lleva armas de fuego, el resto usa armas arcaicas. Cada pocos cerros se encargan a una legión imperial. De algunos manuales capturados en los ataques sabemos que una legión son en papel diez mil hombres, es decir, una división pequeña, de los que el 90% son tropas de combate. Fuera de eso hay poca uniformidad entre legiones, puesto que cada comandante es libre de hacer como guste en combate. Actualmente la lucha se centra en las colinas de alrededor de Alnus, con fuertes descargas de artillería y ataques de infantería por parte de ambos bandos. Es como volver 25 años en el tiempo, si me preguntas.

El oberst observó el mapa con ojo experto, analizándolo junto al avance de las posiciones y juzgando donde sería un buen lugar para emplear a su regimiento.

- ¿Y el desplazamiento al campo de batalla?

- Lo ideal es hacerlo de noche, cuando algún otro sector del frente esté en combate. El enemigo aún depende de las antorchas para iluminarse, por lo que la noche es nuestro territorio.

- ¿Apoyo aéreo?

- Nulo hasta que reparen las pistas de aterrizaje.

- ¿Blindados?

- El terreno no les favorece. Los cazarían como patos desde las alturas.

- ¿Armas enemigas?

- Armas pesadas y ligeras de tiro directo. Improvisan de vez en cuando para lograr fuego indirecto, sin resultados. Tienen además dragones medianos, capaces de llevar un jinete y una carga explosiva. Nuestras fuerzas antiaéreas lidian con ellos lo antes posible, pero son las de mayor calibre o perforantes las más efectivas para combatirlo.

- Ya veo… ¿dónde se concentra el combate?

- En estas tres área – Heinrici apuntó al norte, noreste y sureste. – El norte y sureste es por donde salen las caravanas de suministros hacia nuestras tropas en Itálica, al norte, y en el río Roma, al sureste. El noreste es donde se encuentra el cuartel general imperial, por lo que siempre tratan de recuperar territorio allí con el fin de hacerlo más seguro. Nuestras acciones en este último sector suelen ser defensivas. En los otros dos… no tanto.

- ¿A qué se refiere? ¿Solo a acciones ofensivas o…?

- Ellos las necesitan capturar tanto como nosotros, estratégicamente hablando. El terreno favorece una lucha desigual, y con lo fanáticas que son las tropas de ambos bandos…

El coronel entendió claramente el mensaje: guerra sin cuartel. Dirigiendo nuevamente su mirada hacia el mapa, evaluó sus posibilidades.

- ¿Algún lugar en específico donde se me necesite?

- Alnus está rodeado por un anillo de acero, hecho por imperiales a la defensiva. Sus cuarteles están en la explanada detrás de las colinas donde se combate, al igual que los campos de prisioneros enemigos y sus centros logísticos. Formaron, además, una carretera de piedra que lleva desde su cuartel general hacia sus bases de suministros, capaz de aguantar la lluvia. Tenemos la teoría de que si logramos romper el anillo en alguna parte forzaríamos a los saderianos a redesplegar sus tropas, dándonos la posibilidad de empezar a aislar las posiciones enemigas, saturarlas con fuego de artillería y luego ir eliminándolas una por una. Labor que, por supuesto, encargaríamos lo más posible a nuestros aliados. El Grossdeutschland será la punta de lanza para encabezar los ataques que rompan la línea enemiga y comience este declive que tenemos previsto. En cuanto a donde empezar, los lugares clave están muy caldeados por el combate, por lo que sugeriría comenzar por… aquí.

La vara indicó una zona del oeste de Alnus. En ese momento el búnker se sacudió producto de una ruidosa explosión, pero, salvo un par de suboficiales, nadie pareció agitarse. Lo único que se movió fuera de lugar fueron las fichas en el mapa. Heinrici, al igual que el resto, no le dio importancia, continuando con su explicación ante la mirada impresionada del comandante del Grossdeutschland.

- Debido a la fiereza de los combates en las zonas que te he mencionado, el oeste apenas ha recibido algo de atención una vez pasadas las semanas iniciales. Hay combates, sí, pero son aislados y no muy intensos. Tenemos la también teoría de que han desplazado efectivos de allí para concentrarlos en otras áreas, y los que quedan son de inferior calidad. Un ataque decidido y por sorpresa ayudado por la artillería y tropas de apoyo debería ser suficiente para penetrar sus filas y empezar a tildar la batalla en nuestro favor. Le asignaré un oficial que haga de enlace y guía y le redactaré un comunicado para que tenga acceso a nuestras baterías de artillería con prioridad, salvo que haya otra operación en curso que las necesite.

En lo que el general se inclinaba sobre un escritorio para redactar la nota, el coronel se dedicó a analizar el mapa. A juzgar por la cantidad de fichas ubicadas en los tres sectores "intensivos" mencionados por su superior, la fiereza del combate en estos lugares parecía ser cierta. Se fijó entonces en otras fichas, más dispersas, de otros colores. Parando a un oficial que pasaba por ahí, le inquirió sobre el significado de estas.

- Ah, ¿esas? Son las tropas de nuestros aliados.

- ¿No son muy pocas? No me querrá decir que Alemania está haciendo todo el esfuerzo, ¿o sí?

- Para nada. Son muchas tropas para señalarlas todas correctamente, por lo que solo representamos las mayores formaciones enemigas.

- Entiendo.

Heinrici volvió junto a otro oficial, extendiéndole a Hörnlein el comunicado con su firma donde le autorizaba a requerir tropas alemanas de combate u apoyo según fuera necesario. Luego, extendió su brazo hacia el oficial que le acompañaba, quien se cuadró ante el recién llegado.

- Este es el Major Hoffman, quien servirá junto a usted como guía y representante en lo que esté aquí en Alnus. Le indicará los datos relevantes en cuanto a terreno y otros, por lo que no dude en consultar con él ante cualquier inquietud – lo presentó. El oficial en cuestión realizó un saludo antes de excusarse, alegando que debía recoger algunos documentos, y que lo esperaría a la salida del puesto de mando. Una vez ido, ambos oficiales de campo se miraron por algunos segundos.

- ¿Alguna otra duda? De lo contrario, prepare a su regimiento para salir al anochecer hacia el oeste. Trataré de que nuestros "aliados" nos presten algunas tropas para apoyar el avance, especialmente de las tropas recién llegadas, que están más frescas.

- Me queda una sola.

- ¿Cuál?

- ¿Cómo debo tratar con las tropas de los otras naciones miembros de la Coalición?

Heinrici observó a su alrededor, antes de acercarse ligeramente y hablar en voz algo más baja.

- El Führer no desea buscar conflictos con los aliados occidentales, por lo que absténgase de realizar cualquier acción que altere a nuestros aliados del Reino Unido o de los Estados Unidos. De igual forma, pese a lo subdesarrollado de su aparato militar, trate de no ofender a los nipones: puede que no sean germánicos o particularmente eficaces, pero Hitler los nombró "arios honorarios", por lo que hay que evitar tener problemas con ellos.

- Entiendo… ¿y qué hay de los rojos?

El general miró nuevamente a su alrededor antes de inclinarse sobre su interlocutor.

- Extermínelos cada vez que pueda.

Dicho esto, corrigió su postura.

Hörnlein parpadeó unos segundos, como asegurándose de haber oído bien, antes de asentir y llevarse la mano a la sien. Con una respuesta al saludo por parte del general, el oberst se dirigió hacia la puerta donde le esperaba el Major que haría de enlace junto a su ayudante.

- Hasta luego y buena suerte, Herr oberst.

- Igualmente, herr general.

Con sus instrucciones claras, el coronel salió del puesto de mando secundado por sus dos ayudantes. Se guardaría para sí mismo de momento que, antes de partir hacia Alnus, el alto mando de la Wehrmacht le hubiese otorgado una orden a fin de poder tener carta blanca respecto de que hacer, si las circunstancias le hacían catalogarlo como necesario. Con eso en mente, pero de momento de acuerdo con el plan de su superior jerárquico, el oberst abandonó el lugar camino a donde dejara su regimiento, dispuesto a ubicarle algún lugar para que la tropa dejara sus pertenencias personales y descansaran lo más posible para la noche, a la vez que ultimaba los detalles sobre el plan de ataque que realizaría junto con sus oficiales y el major que le asignaran.

Tan concentrado estaba en ello, que al pasar por la entrada al búnker no notó que había ahora dos guardias en lugar de tres, y que la pila de cadáveres junto a la entrada tenía un cuerpo más en ella.

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Itálica
Junio, 1943

Diabo El Caesar observaba desde una colina a cierta distancia de la ciudad-fuerte de Itálica, su escolta y ayudantes concentrados alrededor de su persona. A lo lejos, gracias a su lente de campaña, podía observar las murallas de su objetivo, aún controlado por la Coalición.

Pero no por mucho.

Había costado mucho tiempo, y en alguna menor medida también bajas, pero logró obligar a las tropas ocupadoras a retirarse hacia el interior de las murallas. Le encantaba poder pasar junto a las trincheras enemigas, tan defendidas los últimos meses, tan tranquilo como si diera un paseo por los patios de su palacio en Sadera, encontrándose solo con la presencia de los cadáveres enemigos en estas. Las tropas imperiales se acercaban a la ciudad lentamente, y sus campamentos se habían establecido, esta vez, directamente detrás de las colinas que rodeaban la ciudad enemiga: cerca, pero fuera de su vista para no permitirle al enemigo lanzar fugaces ataques a distancia.

Había guardado a las que consideraba las mejores tropas a su disposición, las suyas propias, en la reserva, a la espera del empuje final que fuera a despejar la ciudad agrícola de las fuerzas del invasor de otro mundo. Ese empuje ya se veía a la vista. Tan solo unos pocos días más, y la bandera imperial volvería a ondear en el castillo de Itálica.

O eso esperaba, cuando menos.

Frente a todos parecía optimista, un comandante paciente que sabía lo que hacía y solo esperaba a que todas las piezas cayeran en su lugar. En privado, estaba desesperándose cada vez más ante la demora de sus planes y la batalla en sí. El empuje inicial para expulsar a los soldados enemigos del sistema de trincheras al exterior de Itálica fracasó estrepitosamente, aunque utilizó la excusa de que medía las capacidades de tanto sus hombres como los del enemigo para salir airadamente de la crisis con los comandantes locales. Sus tentativas inmediatas posteriores, aunque lograron despejar algunas zonas de la trinchera exterior, lo lograron a costa de muchas bajas, algo que no podía permitirse a largo plazo. Al final, tuvo que recurrir a, cada vez que alcanzaban una trinchera, sellar sus túneles de comunicación con las que estaban al interior, procediendo a exterminar a los ocupantes hacia los laterales mediante un uso fuerte de cañones y armas arcaicas cortas como puñales, dagas y espadas. Acompañando estas limpiezas desde dentro con ataques sorpresivos por refuerzos y manteniendo a las trincheras traseras silenciadas por fuego continuo, aunque débil, de su propia artillería, logró por fin despejar el primer obstáculo para cumplir el primer paso de la toma de la ciudad de Itálica.

Nunca admitiría, salvo en su diario, que se sintió aliviado al ver como los defensores restantes enemigos abandonaban sus posiciones en la primera trinchera y huían, con bombardeo y todo, a la relativa seguridad que ofrecía la siguiente del sistema. Perfeccionando el sistema de ataque con unidades que entrenaban especialmente para asaltar las zanjas controladas por enemigos, cargas preparadas de antemano para sellar los túneles de comunicación, designando unidades de cañones específicas para cada tarea y coordinando forzosamente los esfuerzos de los comandantes imperiales mediante la carta que le diera su hermano Zorzal, otorgándole control total sobre las tropas aliadas, pudo por fin lograr cierta tracción en el avance, despejando lenta pero seguramente trinchera tras trinchera con un coste que cada vez más se tildaba en contra de su enemigo. Las dos últimas fueron abandonadas por la Coalición durante la noche, ese tiempo en el que aún no conseguían igualar las capacidades de su enemigo, para salvaguardar a sus hombres de una muerte inútil y casi segura a manos de los saderianos que cercaban cada vez más asfixiantemente la ciudad. Le daba crédito al comandante enemigo al reconocer el peligro de mantener a sus hombres en el exterior, y aunque públicamente lo reconoció así, internamente deseaba que no lo hubiera hecho, permitiéndole aniquilar a más fuerzas enemigas fuera de la ciudad-fuerte en cuestión.

Otra cosa que aparentemente ni él ni su hermano habían considerado era que los comandantes imperiales locales, al ver como logró desbaratar el sistema defensivo enemigo cuando ellos no pudieron, lo colocaron al mando de la operación para tomar la ciudad, ubicando bajo su mando a las unidades especializadas en lucha urbana que se mantenían a la espera, impacientes por asaltar la ciudad que se había convertido en una espina en el costado del esfuerzo bélico imperial dirigido hacia Alnus.

Todos eran conscientes de lo que implicaba. Tomar Itálica involucraba retomar los campos de cultivo en los alrededores y rehabilitar la Ruta Imperial que cruzaba esa ciudad. La importancia de esa ruta era capital: era un camino en excelentes condiciones, capaz de soportar la lluvia y mover rápidamente el pesado equipo militar que requería el renovado ejército imperial en esta campaña. Si bien en Alnus habían logrado hacer un camino secundario de piedra durante cierta distancia para ayudarles con la labor de la logística, esto solo podía ayudarles hasta cierto punto antes de que fuera insuficiente.

Por otro lado, si bien habían logrado despejar las defensas exteriores, el caballo de hierro de la Coalición seguía operativo.

Si bien se maldecía constantemente por aquello, no tenía nada que hacer: los escasos recursos con los que contaba iban dirigidos a preparar el ataque a Itálica (el asedio se había extendido tanto tiempo que no era factible mantenerlo, no con lo urgente de los suministros requeridos por la campaña en Alnus y el propio desgaste de la tropa), y las órdenes dejadas por Zorzal enfatizaban que la labor de irrumpir la línea de suministro enemiga dependía de equipos especializados que se encontraban dispersos entre Itálica y Alnus, siendo combatidos por caballería enemiga.

Diabo hizo un rápido conteo mental: en el camino entre Alnus e Itálica habían desplegadas dos legiones de reserva, cuya única labor efectiva era ser una fuerza de ocupación de los poblados cercanos y prestar asistencia a los equipos encargados de atacar la vía de los caballos de hierro enemigos. No podía contar con esas fuerzas para nada más: sus efectivos eran de segunda o incluso tercera categoría, su armamento era deficiente, inadecuado o anticuado y sus efectivos eran mucho menores que los de las legiones imperiales regulares. Eso sin contar con que sus efectivos eran constantemente mermados por unidades de caballería enemiga, de entre todas las cosas. Además de aquellas tropas, sin embargo, no había otras unidades cercanas, salvo la legión de reserva que se encargaba de la ocupación de los fuertes fronterizos que tomaran hace algunos meses de la Coalición. Y no podía pedir soldados de ninguna de aquellas formaciones. Tendría que manejárselas con lo que tuviera a mano.

Por suerte para él, se repetía, contaba con (a su juicio) las mejores tropas del Imperio a su disposición: las suyas propias.

Los Caballeros de la Rosa habían prácticamente desaparecido tras la aniquilación de su cuerpo principal en Itálica, hacía ya más de un año. Lo poco que quedaba del cuerpo eran algunos caballeros y caballeras en el Palacio de Jade y algunos nobles que habían sido capturados durante la anterior guerra, la mayoría emocionalmente rotos tras su estadía en las prisiones de la Coalición como para actuar según lo demandaba su posición social.

Las Escuadras de Zorzal, por otro lado, aunque numerosas y bien equipadas, eran muy recientes. Carecían de historial bélico real, pese a entrenar junto al resto del ejército en las nuevas armas y tácticas obtenidas, y eso les quitaba bastante prestigio a los ojos del resto. Eran una buena alternativa al ejército para el soldado común, pero los oficiales competentes preferían algo con historia que algo aparecido de la nada por un capricho de un noble que no se hubiera probado en batalla, por mucho que ese noble fuera el príncipe heredero a la corona.

Y es que la única acción bélica consumada de las Escuadras hasta el momento había sido el desalojo de los enemigos de otro mundo del pueblo turístico de Lancia, e incluso en esa acción, en la que solo participó la vanguardia de la primera de las legiones de las Escuadras apoyada por un cuerpo auxiliar de no-humanos, las bajas habían sido excesivas comparadas con las obtenidas por los soldados del ejército regular en enfrentamientos posteriores. Los comandantes de las Escuadras se defendieron públicamente alegando la calidad de élite de los defensores, pero esas excusa no terminaban de colar en la opinión de la oficialidad de las fuerzas regulares.

Distinto era con la Legión Oscura, la tropa personal bajo su mando.

Con los números de una legión, pero un armamento tanto en calidad y cantidad superior a estas, sus soldados personales eran una formidable fuerza de choque y combate con una historia que se extendía desde hacía varios años y varias guerras y conflictos menores, obteniendo la victoria en todos estos. Los detractores de este registro perfecto alegaban la ausencia de la legión durante los fieros y violentos combates durante la Primera Guerra contra la Coalición, donde muchas de las mejores tropas del Imperio se vieron diezmadas y masacradas, pero era un hecho que Diabo se encontraba junto a sus hombres sofocando una revuelta en uno de los territorios de ultramar del Imperio, y esto provocaba que la distancia fuera insalvable como para participar en la guerra. No es que lo hubiera querido de todos modos, pero era mejor contar con aquella excusa y no decir que perfectamente podría haber ordenado, en su calidad de segundo príncipe, que le cedieran transportes suficientes para llevar a su tropa al continente. Ahora, con las nuevas armas, se encontraba en condición de mantener aquel registro de victorias perfecto que tanto le encantaba, y que esperaba llamara la atención de su padre lo suficiente como para que le nombrase su sucesor al trono.

Sí, aquella guerra contra el enemigo de otro mundo no era más que un peldaño más para propulsar su carrera militar y lograr el deseado reconocimiento de su padre. También deseaba vengar la condición de Piña, era verdad, y esa era parte de su razón pública para esforzarse tanto en la expulsión de la Coalición de los territorios imperiales, pero la corona era su verdadero objetivo final.

Uno de sus ayudantes le llamó la atención. Girando la cabeza, se encontró con una comitiva del ejército regular que se acercaba a su posición. En esta iban dos de los comandantes a cargo de supervisar los preparativos, ambos del ejército regular, junto con el comandante subrogante de su legión personal. Diabo se recompuso de sus pensamientos en lo que los esperó llegar, tratando de adoptar el aire más digno que pudiera musitar en aquel momento.

La comitiva, además de los tres comandantes que iban al centro, estaba conformada por un par de ayudantes por cada alto cargo y una escolta de jinetes formada protectoramente alrededor del resto. Encabezaban el grupo tres jinetes con los estandartes de las legiones de las que ambos comandantes eran líderes.

Esto llevo a Diabo a divagar sobre otra cosa: los estandartes de las legiones imperiales. Si bien era cierto que antes de la reforma las legiones tenían estandartes bien diseñados y confeccionados, esto era porque eran pocas y de contingentes muy numerosos. Tras las reformas introducidas por Zorzal, el tamaño de los efectivos disminuyó a un sexto por legión, o sea, a cerca de diez mil hombres, pero se le permitió a lo que quedó de las tropas originales que conservaran sus estandartes como muestra de su historia hasta el momento. Para todo el resto de las legiones formadas alrededor del personal sobrante o reclutado, los estandartes eran tan simpes como una bandera del Imperio acompañada del número que le correspondía, a veces con un símbolo o adorno como muestra de alguna proeza o algo a destacar. Las legiones de reserva, por otro lado, no tenían derecho a estandarte, algo que se hacía para denotar su estatus de tropas de segunda categoría. Pese a algunos reclamos iniciales, el comienzo de la guerra acalló todas las quejas sobre los temas banales como la asignación de estandartes, todos los esfuerzos vertidos en la brutal "cruzada contra el enemigo de otro mundo".

Se recompuso al notar que divagaba de nuevo. Giró su caballo para encarar a la comitiva que arribaba a su posición, secundado por sus ayudantes, dos a cada lado. La formación de jinetes se abrió para dejar libre el paso a los tres comandantes, quienes se adelantaron al resto de los hombres y, por serles imposible el poder arrodillarse al montar a caballo, inclinaron la cabeza en un símbolo de respeto ante el príncipe. Este respondió al saludo con un corto asentimiento.

- ¿Qué sucede? ¿Qué noticias me traen, señores?

- Alteza, los preparativos para el asalto a la ciudad de Itálica se acercan a su fin. Hemos aprestado las tropas como nos indicara y dispuesto los cañones según sus órdenes. Los hombres de su Legión también se han prestado para el asalto y esperan sus órdenes.

Diabo asintió nuevamente y repartió órdenes, partiendo acompañado por su escolta, ayudantes y la comitiva recién llegada. Aunque tenía un rostro serio frente al resto, una vez en frente del grupo, se permitió a sí mismo una sonrisa llena de confianza.

Ganaría esa batalla y obtendría el reconocimiento de su padre para ser el heredero al trono, costase lo que le costase.

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Delta del río Roma.
Junio, 1943

Descendió sus prismáticos de campaña lentamente, contemplado que hacer a continuación. A cierta distancia, pero todavía dentro de su rango visual, podía observar a los puestos avanzados de su defensa disparando contra unas patrullas imperiales que se habían acercado demasiado a sus líneas aprovechando el cada vez más oscuro día a medida que el sol se ocultaba. Chasqueó la lengua involuntariamente: los suministros no eran tan frecuentes como para abrir fuego ante cualquier eventualidad, pero por esta vez lo toleraría.

El teniente coronel Sir Thomas Rayleight visitó en su cabeza los detalles que tenía sobre su enemigo. Gracias al ensanchamiento del río en su delta, donde se encontraban, y la naturaleza del combate allí, se había formado algunas ideas cabales sobre la naturaleza del enemigo con el que combatían. Esto se complementaba con lo que los informes obtenidos de otras partes del río, vigiladas por marines norteamericanos, le otorgaban. Gracias a eso, en su cabeza tenía una imagen relativamente concreta de las capacidades de aquellos que tenía en frente suyo, de los que estaban en otros lados del frente… y los que estaban en su flanco.

Los imperiales al frente suyo habían cambiado sustancialmente en el último mes, por ejemplo. Antes subían observadores a los restos de los destructores embarrancados para dirigir bombardeos de artillería, coordinar las acciones de las cañoneras y observar las posiciones que mantenían. Ahora, quienes escalaban los cascos abandonados solo cumplían las última de esas labores, pero por un motivo sustancialmente diferente: vigilarlos desde la distancia. Las barridas de artillería habían cesado hacia algún tiempo, lo que no solo les dio un descanso: les permitió crear un nuevo aparato defensivo, uno que economizaba suministros, vidas y tiempo de respuesta.

Era notoriamente similar a aquellos usados en la Gran Guerra, si se ponía a pensarlo, cosa que no le molestaba particularmente a nadie que conociera. Partía con una serie de puestos avanzados, a cierta distancia de la orilla del río, ocupados por una escuadra de soldados cada uno que se encargaban de mantener la vigilancia sobre el enemigo y ser la primera defensa en caso de ataque. Tenían órdenes de replegarse sobre la siguiente defensa si la ofensiva era muy abrumadora o grande. La siguiente fase era un aparato de dos trincheras interconectadas por túneles de comunicación, con alambre de espino y obstáculos hechos de chatarra para dificultar la tarea de llegar a estas. En la primera se ubicaban las ametralladoras y los vigías, mientras que en la segunda estaban los barracones y los hospitales de campaña. Finalmente, complementaba la tercera fase: el puesto de mando, conectado por un único túnel con el sistema principal, y la artillería, relativamente cerca para recibir órdenes rápidamente en caso necesario. Cada vez que pensaba en el sistema se permitía un momento de autosuficiencia ante su obra, pese a ser prácticamente sacada de un libro o manual basado en el conflicto bélico anterior.

Pero un factor relevante era la distancia que separaba los primeros puestos de vigilancia con la orilla del río: doscientos metros, con cada espacio posible prefijado para la artillería. El motivo detrás de permitirle al enemigo semejante espacio de maniobra en su lado del río era simple, y a la vez estaba relacionado con el percibido cambio en el enemigo con el que peleaba por ese trozo de río.

Al inicio de las hostilidades en aquel penacho de terreno, las armas enemigas alcanzaban, aunque limitadamente, su área desde el otro lado, y los intentos de cruce del río se hacían principalmente cuando era percibida una debilidad en el aparato defensivo británico (una debilidad que muchas veces, como pudieron comprobar sangrientamente los saderianos, era fingida para provocar dicho ataque). Los bombardeos eran frecuentes, relativamente precisos y en ocasiones independientes de los ataques de infantería, buscando rendir a la guarnición de Su Majestad mediante el estrés y la desesperación.

¿Ahora, sin embargo? Los enemigos tenían que cruzar el río, o haber cruzado parte considerable de este, para empezar a disparar sus armas. La artillería solo se empleaba como apoyo de la infantería, con una precisión y cantidad inferiores que antes. Sus números, o lo que poco que podía percibir de estos, eran inferiores. Su agresividad también había disminuido. Tomando todos estos factores en cuenta era que había dejado ese espacio entre sus líneas y el río: los saderianos podían moverse con libertad allí, pero notaría de inmediato concentraciones enemigas. Debido a la distancia que requerían para disparar, no había peligro desde el otro lado, por lo que podía conservar a sus hombres en la retaguardia. Y en la rara ocasión en que se acercaran demasiado, el concentrado fuego de fusilería usualmente era suficiente para hacerlos huir de vuelta a sus lugares de partida.

La situación era perfecta. La pregunta era: ¿qué había llevado a este cambio en los métodos?

Su tren de pensamientos fue interrumpido por un sargento que arribaba de las posiciones delanteras. Junto a él iba un soldado que, a punta de bayoneta, traía a un legionario sucio y con una mirada resignada en el rostro. El sargento realizó el saludo de rigor, al que él y su ayudante respondieron acorde, antes de explicar el motivo que lo llevaba a alejarse del frente.

- Capturamos a este hombre durante la última escaramuza, señor. – En efecto, Rayleight notó con un rápido vistazo que el combate ya había terminado y las barcas enemigas estaban de vuelta al otro lado del río. – Por su actitud y acciones en combate parece ser un oficial, o al menos alguien de cierta graduación. Pensamos que tal vez podría echar algo de luz sobre que demonios pasa con nuestros enemigos.

- Entiendo. – Girándose a su ayudante, puesto que el mismo no manejaba el idioma local, esperó a ver que reacción tenía el local ante el interrogatorio al que era sometido. Como no respondiera, sino que apartara la mirada y musitara algo de forma relativamente orgullosa, decidió tomar medidas entre sus propias manos.

Oh, bueno, sus propias órdenes más que manos.

- Soldado – le llamó la atención al que aún tenía su rifle con bayoneta calada detrás del prisionero. – "Motívelo" a hablar, ¿quiere?

Este no era el primer prisionero que caía en sus manos, pero los oficiales eran raros. Sobre todo, todos llegaban con miradas de odio y se negaban a hablar. Pero este era el primero que caía desde que cambiara el tipo de enemigo al que se enfrentaban, y en lugar de odio profundo, se veía más bien resignado ante su destino en lugar de desafiante. Eso le dio esperanzas de lograr que soltara la información y permitirles saber que diantres pasaba en el otro lado del frente de una vez por todas.

El soldado raso entendió la indirecta sin problemas, pinchándole las nalgas con una sonrisilla al prisionero con su bayoneta. Este saltó ante el contacto, observándole incrédulo, antes de observar a todos los presentes con miedo. Su ayudante prendió una luz, lo que le permitió al saderiano darse cuenta de con quien estaba tratando.

Decir que se sintió empequeñecido ante el porte del oficial de campo británico sería una subestimación.

Atolondradamente primero, más ordenadamente después, empezó a hablar con el ayudante del teniente coronel. Este escuchó, ocasionalmente haciendo algunas preguntas, antes de asentir y girarse hacia su superior.

- Interrogatorio terminado, y dice que no sabe nada más que lo que ha contado.

- Entiendo. Sargento – el suboficial se puso firme ante el llamado de su superior. – Llévelo a la retaguardia para juntarlo con los demás prisioneros. Yo volveré al puesto de mando.

- Si señor.

En lo que el sargento y el soldado se perdían camino al campo de prisioneros en la retaguardia, el teniente coronel y su ayudante iniciaron su camino hacia el centro de mando. En el trayecto, el ayudante con el rango de capitán empezó a relatarle a su superior que le había contado el prisionero.

- Ya tenemos la razón del brusco cambio del actuar del enemigo – informó. – Aparentemente, debido a la falta de éxitos en nuestro sector, el alto mando saderiano estimó que las bajas sufridas para tomar el delta no eran tolerables ni valían la pena, por lo cual sacó a le legión destacada en la zona y la envió a otro lado, probablemente donde los americanos. En su lugar dejaron una "legión de reserva", como la llamó el prisionero, a la que él pertenece.

- ¿Legión de reserva?

- Aparentemente son legiones de menor tamaño formadas tanto por personal no apto para el servicio regular, gente o muy joven o muy adulta, heridos en recuperación, soldados castigados de las legiones regulares y voluntarios extranjeros de no mucha calidad. Su armamento también es deficiente: consiste en modelos obsoletos o no aprobados para el ejército, por lo que están armados principalmente con las primeras versiones que utilizan las legiones regulares.

- ¿Qué hay de los oficiales?

- Casi todos son saderianos y, aunque todos pertenecen al ejército regular, la mayoría lo ve como una especie de castigo. Esto solo aplica para los oficiales mayores. Los oficiales medios suelen ser escogidos de entre la tropa y les es dado un entrenamiento de liderazgo mínimo. En definitiva, estas legiones no están diseñadas para ser usadas ofensivamente, motivo por el cuál no han actuado agresivamente en estas últimas semanas.

- Ya veo…

Siendo honesto, Rayleight ya tenía algunas de esas sospechas en su cabeza, solo que no había conectado los puntos. Con lo dicho por el prisionero todo cobraba sentido, a la vez que le hacía preocuparse. Preocuparse no por su propia posición, sino porque ya presentía donde había sido enviada la legión regular contra la que combatían antes. Después de todo, los americanos ya habían cedido una vez el mes pasado en su zona del frente del río. Si los saderianos concentraban sus esfuerzos y con la situación actual del frente, romperlo de nuevo sería cosa de tiempo.

Y si lo rompían, rompían también su línea de suministros.

Midió el peligro en un segundo. Si los americanos cedían, él podría ser atacado por el flanco y su aparato defensivo no serviría de nada. Las cosas empezaban a no verse bien ni para él ni para sus tropas, y eso era algo que debía evitar a toda costa. Entrando violentamente al puesto de mando seguido de su ayudante, tan apremiado estaba que casi no notó la presencia del major estadounidense que hacía de enlace con su posición esperando en la entrada.

- Mayor Chaffin, me da gusto verlo. Tengo un mensaje que enviar al comando americano en la zona.

- Yo también le tengo noticias, señor. Y no creo que le vayan a gustar.

Desde su primer encuentro como enlace y oficial al mando, respectivamente, el mayor había seguido su consejo de moverse siempre de noche. De esta forma, y pasándole la orden a otros mensajeros, las comunicaciones, aunque algo lentas, se habían mantenido continuas entre los diversos puestos defensivos del río durante el último mes de campaña.

- ¿Qué sucede? Cuénteme en lo que le redacto una nota a su comandante.

Extrajo de un escritorio rudimentario lápiz y papel, y empezó a redactar con un oído atento a lo que le fuera a comunicar el oficial.

- … la anarquía en Elbe ha terminado – dijo finalmente, llamando la atención de todos en la sala sobre su persona. Pese a eso continuó. – El hijo del anterior rey, que se encontraba en el exilio en Sadera, desembarcó apoyado por tropas de este último imperio en la costa del reino. Rodeado por su guardia personal, restos del ejército real que escaparon con él tras la debacle de Alnus y un contingente imperial de apoyo, derrotó a las distintas coaliciones de nobles que se peleaban por el poder y reclamó el trono de su padre, declarándose abiertamente a favor de Sadera y en contra de la Coalición. Pronto declaró su intención de levantar un ejército, entrenarlo en las "tácticas modernas saderianas" y lanzarlo en apoyo del Imperio en la "guerra contra el enemigo invasor de otro mundo".

La sala quedó impregnada de un silencio total. Todos los presentes, que conformaban el reducido equipo de mando del teniente coronel, quedaron impresionados ante la revelación. El oficial superior mismo había pausado su escritura ante las primeras frases del americano, y ahora encontraba difícil cerrar su mandíbula ante la noticia.

Por unos segundos nadie se movió, hasta que la tos fingida de uno de los oficiales devolvió el alma al cuerpo de los presentes. Rayleight, pese a la sorpresa, no tardó en tomar cartas en el asunto.

- ¿De dónde proviene esta información? ¿Es verídica?

- De las propias noticias del Reino de Elbe y del Imperio de Sadera.

- ¿Cómo diantres obtuvieron acceso a esas fuentes?

- Mediante prisioneros, principalmente, y espías locales en Elbe.

- ¿Cuál es el armamento del que dispone este nuevo ejército de Elbe?

- Suponemos que solo armas arcaicas. Podemos presumir que los imperiales llevaran sus armas napoleónicas, pero dudamos que puedan o quieran darle armas a su nuevo aliado.

- Entiendo…

El teniente coronel permaneció en silencio mientras terminaba de escribir su nota, firmándola y entregándosela al oficial mensajero.

- Llévele esto al mando americano. Nosotros, mientras, empezaremos a crear una defensa erizo para prepararnos para la llegada de este nuevo oponente.

- Entendido.

- ¿Tiene el mando alguna estimación de cuando estará listo este nuevo ejército?

- Sabemos que la guardia personal y el destacamento saderiano están listos para luchar, pero son contingentes reducidos. Probablemente sean usados para entrenamiento. Por lo tanto… al menos dos meses, diría yo. El mando piensa que podría ser mes y medio en el peor de los casos.

- Perfecto. Tendremos preparadas nuestras defensas para entonces. Les recomiendo hacer lo mismo.

- Si señor. Hasta pronto – y, recibiendo la nota, el oficial se lanzó a la oscuridad de la noche, camino a sus propias líneas.

XXXXX

Alnus

Zorzal golpeó la mesa con su puño, estremeciendo la estructura, revolviendo sus contenidos y derramando la tinta que usaba para escribir. En su otra mano había un informe enviado directamente desde la capital imperial de Sadera, el que había sido el provocante de aquella reacción. Detrás suyo, el comandante de las Escuadras Julius Cestius y el comandante imperial Marcus van Alexander se miraban preocupados e intrigados respecto al motivo que hubiese motivado semejante acción por parte del príncipe heredero.

Este se giró, un odio centellante en sus ojos que atemorizó a ambos veteranos pese a no ser los destinatarios de dicha emoción palpitante. Temblando por el sentimiento que lo dominaba, apuntó con su mano libre el documento, sus palabras apenas saliendo de sus labios producto del movimiento de su cuerpo.

- Las noticias que esto me trae son importantísimas – murmuró a los dos comandantes de campo que le eran más leales. – Y de una gravedad inmensurable. Ha sido una jugada muy baja por parte de mi padre, sin ninguna duda.

Julius fue el primero en aventurarse a preguntar que era lo que le aquejaba al príncipe.

- ¿Qué es lo que dice, su Alteza?

- El príncipe Arzlan, el hijo de Duran que estaba exiliado en Sadera, volvió a Elbe escoltado por tropas tanto imperiales como del reino y reclamó el trono, proclamando su dominio y alianza con Sadera.

- ¿Y cuál es el problema? Es un aliado extra, y en este momento necesitamos todas las manos posibles-

- Sí, por ese lado está bien. El problema es otro.

- ¿Cuál?

- Fue una jugada de mi padre para obtener más aliados para sí mismo. Teme mi influencia sobre el ejército imperial, y busca aliados para contrarrestarla. No solo eso: como todavía hay varios comandantes imperiales que desconfían de mi persona, esto podría provocar una guerra civil.

Ambos comandantes midieron la situación es cuestión de segundos, obteniendo como recompensa una mirada preocupada en sus rostros.

- Entonces… ¿Qué sugiere?

- Volveré a Sadera para resolver esto directamente con padre. Julius, vas conmigo. Marcus, quedas a cargo de la batalla hasta que regrese.

Los dos hombres se arrodillaron.

- Si, alteza.

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"Vía Itálica"
Junio, 1943

El vigía suprimió un fatigado bostezo. Se restregó los ojos cansadamente en lo que se acomodaba lo más posible en su posición erguida, en la entrada de uno de los muchos campamentos imperiales dispersos a ambos lados de la denominada "Vía Itálica", bautizada así por sus enemigos de otro mundo. Pese a eso, él mismo y la mayoría de los presentes en el campamento distaban mucho de asimilarse a aquellos compañeros suyos que luchaban dificultosamente en Alnus o Itálica.

Se tenía a sí mismo como ejemplo: un hombre de pasados los cuarenta años que ni siquiera pertenecía a los territorios del Imperio de Sadera. Pertenecía, en cambio, al Reino de Alguna, pero se había marchado hacia las nuevas tropas imperiales con la esperanza de tener algo de aventura y una buena paga.

La realidad lo había defraudado notoriamente, pero se había resignado a aquello.

En lugar de una de las nuevas armas, tenía una lanza que seguramente les sobraba a las legiones regulares. En lugar de un espléndido uniforme con una brillante armadura, tenía ropas militares desteñidas, con algunos agujeros y con equipos de protección abollados y sucios. En lugar de viajar a distintos lugares, estaba estancado como escolta de un grupo "especializado" del ejército imperial. Y en lugar de luchar contra el enemigo de otro mundo allá en Alnus o incluso en Itálica, estaba oculto tras unos cerros al costado de un camino en el que apenas había actividad, la que por algún motivo exaltaba a sus molestos comandantes saderianos. En definitiva, pertenecer a las Legiones de Reserva apestaba en toda regla.

Y hablando de saderianos, todavía no comprendía del todo al grupo que debía proteger. En su legión los únicos con derecho a portar las nuevas armas eran los habitantes del Imperio, pero la mayoría no estaba en edad apta para realizar el servicio militar. Sus comandantes, también de Sadera, estaban siempre irritados por algún motivo que no terminaba de entender. Y, finalmente, los que descansaban tan descuidadamente cerca del centro del campamento local en el que se encontraba pertenecían a alguna especie de equipo de alta capacidad, uno que, si bien no había visto nunca en acción, siempre arrancaba comentarios impresionables de aquellos que si habían tenido la oportunidad de comprender cuál exactamente era su tarea. Que iba a saber él, el era simplemente otro pobre hombre encargado de las labores molestas que nadie más quería realizar.

Suprimió otro bostezo, apoyándose en su lanza. La noche estaba algo húmeda, haciéndole creer que llovería pronto, y fuera de eso estaba tranquila. La temperatura también había descendido algo, llevándole a preguntarse si se volvería insoportable en algún momento. Revisó sus ropas, y llegó a la conclusión de que debía empezar a remendarlas pronto para poder soportar mejor el frío que se avecinaba. Pero esos pensamientos no duraron más que un parpadeo: la noche estaba tranquila e invitaba al sueño, y él estaba lejos de querer rechazar ese sentimiento.

- Psst. Hey – escuchó que le llamaba su compañero de guardia, que se encontraba al costado suyo. Sacudiéndose un poco para quitarse el sopor nocturno, giró lentamente la cabeza hacia donde el individuo en cuestión estaba.

- ¿Qué pasa?

- ¿No escuchas eso?

- ¿Escuchar qué?

- Un ruido, como de caballos.

- ¿Caballos? – Se irguió nuevamente, agudizando el oído. Efectivamente, de forma suave, se escuchaba una caballada a lo lejos. – Lo escucho. ¿Serán amigos o enemigos?

- No lo sé. ¿Avisaron de algún grupo aliado llegando hoy?

- No lo creo. Pero deberían serlo: ¿desde cuando has escuchado que el enemigo use caballos normales? Ellos tienen sus caballos de hierros para estas cosas.

- Tienes razón…

Ambos se quedaron en silencio por algunos segundos.

- ¿Vamos a ver?

- ¿Y arriesgarme a que me reprendan por abandonar mi puesto? No gracias, ya tuvo suficiente con los regaños del día del saderiano loco que tenemos por jefe. Que dale con esto, que dale con los equipos de demolición, que dale con vete a saber tú.

- Esta bien, iré a ver yo. Tú quédate aquí y explica mi ausencia si es que algún superior aparece.

- Entendido.

Lentamente, como para no alertar a los seres invisibles que no dejaban ver las colinas a su alrededor, el vigía se alejó lentamente del campamento en la dirección de los ruidos. Cuidando sus pasos y tratando de que su armadura y armas hicieran el menor ruido posible, ascendió la loma en la oscuridad de la noche hasta la cima. Luego, con un último esfuerzo, subió los últimos pasos y quedó allí, recuperando el aliento y observando el oscuro panorama enfrente suyo.

O más bien, la falta de este.

Debido a la oscuridad, producto de que la Luna estuviera oculta por las nubes, apenas se podía visualizar algo. Alejado de los fuegos del campamento, no había nada que la noche le permitiera observar con claridad a menos que estuviera a contraluz del cielo, cosa que, estando él en las alturas, no le era posible.

Estaba a punto de girarse y darse por vencido cuando el mismo ruido de caballos le llamó su atención. Era más fuerte que antes, y prácticamente podía rastrearlo hasta el descenso de la loma donde se encontraba. Se disponía a esperar allí a la partida de guerra, que suponía aliada, cuando alcanzó a ver algo moverse a su costado izquierdo. Girándose lo más rápido que pudo, no fue rival para aquella criatura misteriosa que le embistió y arrojó al suelo. No alcanzó a gritar cuando un par de manos le taparon la boca, en lo que un segundo par le arrebataba sus armas. Lo último que alcanzó a ver fue el brillo opaco de un arma alzarse y luego un objeto punzante entrando en su cuello. Luego de eso perdió sus fuerzas, y no le quedaron para hacer nada más que dejarse caer y lamentar sus últimos momentos allí, en una colina y abandonado a su suerte.

El par asesino, arrastrando el ahora cadáver al lado contrario de la loma de donde se encontraba el campamento, hicieron unas señales de luz hacia la oscuridad reinante a sus espaldas. Desde allí les devolvieron las señales, a la vez que ambas personas corrían y se subían a unos caballos ya ensillados cercanos. Luego de retirarse a alguna distancia, se repartieron órdenes y se esperó que todo saliese como debía.

Ahora solo quedaba esperar.

El segundo vigía de aquella entrada del campamento empezaba a impacientarse. Su compañero todavía no aparecía, y los segundos no hacían más que convertirse en minutos, y estos en aumentar la cuenta. Estaba a punto de ir y llamar a un superior para dar la alarma, cuando el sonido de varios caballos lo detuvo. Agudizó el oído, esperando captar más de aquel ruido antes de tomar cualquier curso de acción, y para aquello giró la cabeza, enfilando su oreja derecha hacia la dirección de donde percibía que provenían los caballos.

Cosa que le impidió ver, para su desgracia, la formación de jinetes que apareció en la cresta de la colina a contraluz del cielo.

Estos jinetes, como una masa que atraía la muerte, iniciaron el galope hacia el campamento saderiano, desenfundando todos sus armas cortas personales y preparándolas para abrir fuego. Unos pocos de los primeros, los que se encontraban a los costados de la formación, alistaron granadas incendiarias, las que apenas estuvieron a una distancia adecuada arrojaron sobre los terrenos de la base imperial por sobre la que no pasarían ni ellos ni sus compañeros. Al mismo tiempo, y para horror de todos aquellos que estuvieran despiertos, apuntaron sus armas cortas y abrieron fuego.

Fue una masacre.

Los hombres pertenecientes a la legión de reserva no tuvieron ninguna piedad. Disparo tras disparo caían como hechizados, cada bala encontrando un blanco entre la masa alocada de enemigos arrancados súbitamente de su sueño solo para caer en los brazos de la muerte, la que los recibía con plomo y dureza. Una vez se hubieran acabado las balas de sus cargadores, los misteriosos jinetes desenvainaban lanzas y sables, dedicándose con especial saña a sesgar las almas de los hostiles con la facilidad que tenía un granjero sesgando su trigo en un día de campo cualquiera. Finalmente, a los pocos que no morían ensartados, cortados o disparados, les pasaban por encima las patas de docenas de caballos, cada uno encabritado como pocas veces antes, azuzados por sus jinetes para causar el máximo daño posible en esa simple pasada que hicieran.

Y, luego de atravesado el campamento, los jinetes cargaron sus armas, dieron media vuelta y se arrojaron a repetir la hazaña, sin cejar en su empeño de eliminar a la mayor cantidad de imperiales posible.

Al final, lo único que quedó en aquel lugar fue un campamento en llamas, personas heridas suplicando por su vida, hombres huyendo de las apariciones demoniacas de la noche y una masa de jinetes de uniforme gris verdusco con las dos runas Siegel en el cuello.

XXXXX

- No han dejado nada de pie – comentó Donoso, observando desde la cima de una loma donde la noche anterior dos jinetes de las SS hubieran asesinado a uno de los vigías del campamento. Atrás suyo todavía estaba el cadáver imperial, ya frío producto del tiempo pasado desde su muerte.

- Esos de las SS son tan brutales como siempre – comentó a su lado su segundo al mando, el teniente Blanco. El par de oficiales de la División Azul contempló las ruinas del hasta la noche anterior campamento imperial al costado de la "Vía Itálica", arrasado durante la oscuridad de la noche por los jinetes de la división de caballería de las SS Florian Geyer. Del lugar solo quedaban restos de tiendas y equipo del ejército, aun calientes producto del fuego, y un montón de cadáveres dispersos. Aún había algunos imperiales con vida, pero la mayoría estaba herido más allá de las posibilidades de recuperación médica de los Equipos de Reacción, y por ende eran ultimados en aquel momento por los españoles falangistas.

- Ya tienen a la caballería germana. ¿Para qué demonios nos necesitan a nosotros entonces? – Se preguntó a si mismo el capitán ibérico, en lo que se giraba para encarar a su recién llegado par del ejército alemán, quien realizó el favor de responder a su pregunta a la vez que realizaba el saludo reglamentario del Heer.

- La caballería hace las labores de patrulla rutinarias. A nosotros nos llaman cuando la situación requiere armas más pesadas – y, luego, procedió a observar con impasividad el desastre dejado atrás por sus "camaradas políticos", como él denominaba a los fanáticos paramilitares del partido nazi.

- Entonces que nos asignen algo pronto. Casi todo el territorio de la Coalición está en llamas y nosotros no hacemos más que ir de un lado a otro con un ocasional trabajo de segunda – se quejó Donoso, cruzándose de brazos luego de devolver el saludo. Blanco le imitó. Abajo, sus soldados terminaban la labor de repaso y se reagrupaban para volver al convoy.

- A eso venía. Nos dieron finalmente un trabajo de envergadura.

Donoso y Blanco intercambiaron miradas antes de dirigirlas al oficial alemán.

- ¿Qué tanta envergadura?

- Volverán a reagrupar a los cuatro equipos para asaltar un puesto avanzado imperial, al sureste del Fuerte Kentucky – informó sin amilanarse. Ambos españoles le miraron impresionados. – Butler y García ya van en camino al fuerte para el informe previo. Nosotros debemos ir también.

- Entendido. Nos vemos allá.

Los tres oficiales volvieron a sus respectivos grupos de mando. El hecho de que los cuatro equipos volvieran a reagruparse era el que más apremiaba a los españoles: los equipos operaban por separado la mayor parte del tiempo, cada uno con objetivos locales, como ser el apoyo de formaciones más grandes o, como en este caso, supervisando las redadas que ejercían otras unidades. La última vez que actuaron en conjunto fue hacia casi dos meses, y desde entonces apenas se veían las caras a la pasada cuando llegaban al Fuerte Kentucky a reabastecerse. Al igual que los imperiales que atacaban las vías de tren, vivían sobre el terreno en campamentos improvisados la mayor parte del tiempo, pero su armamento y tácticas superiores, así como el uso de la radio para saber si había aliados cerca, les permitían evitar emboscadas como la sufrida por el campamento que acababan de ultimar hacía unos momentos.

El viaje al Fuerte Kentucky fue tranquilo y silencioso. Las redadas nocturnas de la caballería de las SS fueron un gran éxito para las tropas de la Coalición, más que nada debido a la pobre calidad de las tropas imperiales en la "Vía Itálica", lo que provocó que la presencia enemiga disminuyera notoriamente en las cercanías de las bases terrícolas. Los únicos aviones que todavía volaban en Falmart eran los que tenían su base en el fuerte central, donde de vez en cuando realizaban patrullas o ataques a columnas imperiales a la distancia, además de reconocimiento. Eso lo convertía en el único punto seguro de todo el camino que unía las bases de Alnus e Itálica, y en el único fuerte que no hubiese caído ante la embestida inicial saderiana.

La mayoría de las tropas ignoraba que eso se debía al carácter terciario de la fortaleza en los planes iniciales imperiales, lo que provocó que el asalto se realizara tanto con pocos números como con tropas de segunda calidad.

Los Equipos de Reacción español y alemán se aproximaron al fuerte, siendo sorprendidos y parados por el primer anillo de centinelas soviético. Al estar el coronel Viratovsky, del país comunista, a cargo del fuerte, y producto de su fuerte desconfianza hacia los soldados de otros países, los anillos de vigías debían ser aportados por la dotación roja de la plaza. El oficial al mando también era la principal razón por la cual los Equipos de Reacción trataban de mantenerse lo menos dependientes del fuerte posible: tampoco confiaban en los soviéticos.

El asunto era más pacífico con el anterior comandante del fuerte, el general superior a Viratovsky, pero este había muerto al salir del fuerte para comprobar unas operaciones y caer en una emboscada imperial. Desde entonces, las relaciones entre los rojos y los otros países eran, cuando menos, frías, y cuando más, abiertamente hostiles.

Los comandantes de los cuatro Equipos de Reacción, luego de detener sus dotaciones en la plazoleta central del fuerte y pedir que se les reabasteciera, se dirigieron hacia el Centro de Mando del lugar. Allí, fumando un cigarrillo detrás de su escritorio en su despacho con los pies encima de este en lo que analizaba unos informes, se encontraba el déspota a cargo del único enclave tranquilo de la Coalición en todo Falmart. El susodicho desvió los ojos de los papeles en sus manos y los clavó en los recién llegados, quienes sencillamente se llevaron la mano a la sien en un saludo militar, sin decir nada.

Las miradas quedaron así, en un duelo silencioso, durante un largo rato.

Después de todo, ninguna de las dos partes confiaba plenamente en la otra como para iniciar una conversación amena.

Viendo que aquel enfrentamiento no los llevaba a ninguna parte, y que tenía cosas más importantes de las que preocuparse, el coronel reordenó sus cosas y se puso de pie, devolviendo cortamente el saludo. Los cuatro capitanes lo tomaron como su señal para bajar el brazo. Luego, con un gesto de su mano, el coronel les indicó que se acercaran junto a él hasta el mapa de la zona entre Alnus e Itálica clavado a un costado de la sala. Luego, con una gruesa mano que evidenciaba estar acostumbrada a trabajos rudos, fue señalando en lo que comentaba lo que le había movido a llamarlos para una nueva misión.

- Reconocimiento aéreo encontró hace cuatro días una base imperial al sureste de aquí – indicó, rompiendo el silencio que los envolvía. – Hace tres días un pelotón de caballería corroboró el hallazgo, analizando, además, que estaba demasiado fortificado como para que lo tomaran ellos. – Su dedo se deslizó desde la ubicación del fuerte hasta donde los informes indicaban la presencia del campamento enemigo, señalado con un alfiler de cabeza roja. – Hace dos días el comandante de esa compañía de caballería lo revisó e indicó que, además de tomar tiempo, incluso reuniendo todas las tropas móviles cercanas sería difícil tomarlo por asalto. Esa es la situación actual.

- ¿Puedo asumir entonces que nuestra misión es arrasarlo? – Preguntó Donoso, observando el mapa. García, a su vez, no había despegado la mirada de este. Butler y Schmidt, por su parte, alternaban sus ojos entre el mapa y el coronel, dándose cuenta de la mirada furiosa que por un momento le envió el soviético al español falangista.

- … Es una doble misión – informó el coronel de origen ruso, una vez contenido su ataque de enojo. – La principal es arrasarlo, pero la otra es casi igual de importante.

- ¿Cuál? – Preguntó ahora García, finalmente mirando al coronel una vez se hubiera grabado la ubicación de la base saderiana.

- Al ser una base de considerable tamaño, tenemos la sospecha de que puede haber documentos sensibles imperiales. Ya sean sobre sus movimientos, armas, tácticas, lo que sea sirve. La segunda misión consiste en recuperar la mayor cantidad de documentos posibles desde allí. Cualquier cosa que pueda ser relevante para esta guerra es bienvenida.

- ¿Tendremos apoyo de alguna unidad aliada? – Preguntó Butler, aunque sospechando la respuesta. Sus sospechas se vieron confirmadas ante la disimulada mirada divertida que les envió el soviético.

- Hemos dispersado a la caballería para detectar posibles formaciones enemigas que se acerquen, y la infantería es muy lenta como para seguirles el paso. ¿Mencioné que es prioritario que se encarguen de ese campamento cuanto antes?

"Hijo de puta…" pensaron al unísono Butler y Schmidt. García, por su parte, siguió preguntando, con la esperanza de obtener algo que les sirviera en su misión.

- ¿Y apoyo aéreo?

Viratovsky pareció dudar unos momentos. Si era porque evaluaba si había unidades disponibles o debatía sobre si ayudarlos o no, quedaría en una incógnita para los capitanes.

- Hay un ala de Stukas que podemos cargar con bombas de 50 kilos-

- Esos son más de 100 libras, inglés – comentó con sorna García a Butler.

- …pero debido al tiempo solo estarán disponibles por dos días má-

- Ya lo sé, ibérico.

- ¡Silencio!

Los cuatro capitanes se pusieron firmes ante el grito de su superior, aunque con miradas desafiantes que este les devolvía no sin poco desprecio.

- ¿Cuándo pueden efectuar el ataque?

Los capitanes se miraron entre sí, tiempo que aprovechó el británico del grupo para revisar la hora en un reloj de bolsillo.

- Para la medianoche de mañana deberíamos poder hacerlo sin problemas, siempre y cuando nos dé un día para darle mantención y reposo a nuestras fuerzas – respondió Butler, recibiendo movimientos de cabeza afirmativos de sus compañeros.

- Bien. Eso es todo. Abandonarán en dos días a primera hora para comenzar con la operación. ¿Preguntas? – Los capitanes se miraron entre ellos, negando luego con la cabeza. – Perfecto. Pueden retirarse.

Llevándose la mano a la sien en un último saludo militar, los cuatro oficiales inferiores abandonaron la sala al unísono, dejando al coronel soviético solo en su despacho.

Butler y Schmidt se miraron brevemente a la salida y, al mismo tiempo, soltaron un sencillo "Rojo de mierda."

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- Entonces… ¿qué hacemos?

La pregunta había sido hecha por Donoso. Los cuatro comandantes de los Equipos de Reacción se encontraban en una sala del puesto de mando del fuerte, pese a lo cual ninguno, hasta ahora, había hablado del elefante en la sala.

- A mi no me preguntes. Planeaba usar a la caballería como distracción para que saliera la guarnición y así colarnos en el campamento, o por lo menos atacar por la espalda y arrollarlos antes de que lograran quemar los documentos. ¿Pero ahora? No tengo idea.

- ¿No podríamos hacer lo mismo, pero con nosotros mismos como distracción? – Preguntó el falangista, confundido.

- Na, estamos muy armados. Con la calidad de las tropas enemigas en la zona lo más probable es que huyan si ven los blindados y los comandantes quemen los documentos que no evacuen – Elaboró Schmidt.

- Oh, ya veo. ¿Y qué tal si-

- ¡Momento! – Les llamó la atención García, golpeándose la palma con el puño. – Todas nuestras suposiciones se basan en que las tropas enemigas son las mismas de segunda categoría que en los campamentos más pequeños. Pero… ¿no habrá tropas más expertas aquí, dado lo grande que es y, por ende, su relativa importancia?

Los otros tres capitanes sintieron ganas de golpearse la cara ante semejante desliz su cálculo.

- Es cierto – comentó Butler, ya recuperado. – No podemos planear nada en detalle a menos que sepamos contra qué nos enfrentamos.

- Tenemos que saber que clase de enemigos hay en ese campamento antes de hacer cualquier cosa – dictaminó García, confianza renovada. – Pero, ¿cómo?

- Tengo una idea – habló Donoso ahora, recordando cierta experiencia pasada. – Podríamos secuestrar a algún despistado y hacer que nos cuente todo lo que necesitemos.

- Pero… - comenzó García, siendo interrumpido por Schmidt.

- ¿Pero quien se nosotros tiene tropas que sepan hacer ese tipo de operaciones?

- Creo que mis hombres pueden encargarse del asunto – indicó el español de la División Azul, rememorando lo acontecido en cierta ciudad mágica…

- Esperemos que ellos puedan hacer el trabajo entonces – determinó Butler, restándole importancia a la expresión melancólica de Donoso. – Por otra parte, empecemos a hacer planes ahora. No quiero ir sin estar preparado para cualquier cosa.

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El teniente Blanco, junto a dos soldados y un equipo de radio, atravesaban a campo traviesa el terreno entre el fuerte Kentucky y el campamento-base imperial. Siguiendo sus pasos indirectamente, a la distancia se encontraba el grueso de los cuatro equipos, los que se comunicaban con el equipo de tres a bordo de un kubelwagen mediante radio cada cierto rato. La labor de esta pequeña fuerza, adelantada por un cierto margen a la fuerza principal, no era otro que cumplir la idea del capitán español Donoso, a saber: el secuestro de imperiales para saber las fuerzas que se hallaban en el campamento.

Media hora antes de la puesta de sol por el horizonte, el vehículo todoterreno alemán se detenía y sus tripulantes descendían, armados solamente con sus fusiles Kar 98k, en el caso de los soldados, o con una MP 40 y una Walther P38, en el caso del teniente, camino a cruzar a pie la poca distancia que los separaba de las afueras del campamento saderiano. Además de sus armas de fuego, los tres llevaban dagas consigo. Debido a la perspectiva de la misión, salvo los binoculares del oficial, cualquier otro elemento se consideró redundante y fue dejado en el carro.

La caminata ocurrió sin eventos, acercándose silenciosamente a su destino, cuando el teniente realizó el gesto de "Alto". Los soldados, obedientes, se detuvieron como estatuas, pronto hincando una rodilla en el suelo y apuntando sus armas a los alrededores, escaneando el área. El oficial, por su parte, también había caído en una rodilla, y, tras revisar brevemente sus vecindades inmediatas, les indicó a sus acompañantes que se acercaran.

- Voy a echar un ojo por sobre la loma. Cúbranme, y si empiezo a disparar, huyan sin mi e indiquen por radio que la misión fracasó.

Y, dicho esto, echó a correr en dirección a la elevación frente al trío. Los dos soldados hicieron como fueron instruidos, manteniendo la vigilancia y lanzando una ocasional mirada al oficial que subía frente a ellos, viendo como llegaba la cima, observaba al otro lado por unos segundos y, acto seguido, se deslizaba hacia el otro lado, desapareciendo de su vista. Nada se escuchó entonces. De la nada, tras un par de minutos, volvió a aparecer el oficial, trotando hasta donde hubiera dejado a ambos soldados bajo su mando.

- El campamento enemigo está cerca. Es grande, ubicado en una pequeña explanada – explicó apenas llegó. – Tienen algunas baterías de cañones alrededor, pero son pocas y ninguna se ubica hacia este lado. Además, hay algunas patrullas en pares alrededor de las tiendas de campaña, algunas se aventuran algo más lejos. Eso es lo que pude observar.

El par de soldados se miró entre sí, preguntándose como diablos iría el teniente a cumplir la misión encargada por sus superiores.

- ¿Alguna idea, teniente? – Preguntó uno tras unos segundos.

- Tengo una, pero no va a ser fácil. Implica acercarnos demasiado al campamento, por lo que tendremos que realizarla cuando el sol se ponga y ya esté oscuro.

- ¿Y cuál es?

- Involucra las patrullas enemigas. Tendremos que aproximarnos casi hasta el borde de su base, capturar a una de esas parejas de guardias y llevarla aquí para interrogarla. Es nuestra mejor oportunidad de lograr algo.

- Pero… ¿no se alertarán si una de sus patrullas de repente desaparece? – Preguntó el otro soldado, algo confundido.

- A menos que tengamos muy mala suerte, no se darán cuenta hasta pasados varios minutos. Aún así, es poco probable que lo atribuyan a una captura. Lo más probable es que piensen que desertaron o fueron a dar un rodeo. De todos modos, asaltaremos el lugar esta noche, por lo que no tendrán mucho tiempo para preocuparse por una patrulla más o una patrulla menos – explicó el oficial. Revisando el cielo, se dio cuenta de que empezaba a oscurecer de forma significativa. – Es hora de movernos. Todavía tenemos que buscar el mejor lugar para acercarnos y revisar la frecuencia de sus pasadas. Vamos, no hay tiempo que perder.

Fiel a las palabras del teniente, el trío se topó con un campamento de grandes proporciones en una explanada escondida por unas lomas. Había en total cuatro baterías de cañones, pero todas alejadas de su posición actual. Además, gracias a la oscuridad que empezaba a hacerse notar, pudieron acercarse hasta la cima más próxima a la base saderiana, donde observaron a los soldados prender varias antorchas y fuegos por el perímetro del lugar, marcando sus límites e iluminando la zona. Como dijera Blanco, había varias parejas de legionarios patrullando la zona, y más de una de ellas salía del perímetro de llamas que rodeaba el lugar, internándose por cortos periodos en la cada vez más reinante oscuridad de la noche.

- Teniente, mire eso – le pidió uno de los soldados, devolviéndole al oficial sus lentes de larga distancia. – Sus armas están bien mantenidas, y en el centro del lugar veo varios de esos mosque… mosquetes, fusiles… agh, no se cómo llamarlos a estas alturas.

Blanco examinó el centro de la base enemiga, encontrándose efectivamente con una notoria cantidad de las nuevas armas imperiales.

- Eso es una pista. Además, todos los fusiles parecen ser del mismo modelo o, cuando menos, hay poca variación. – Examinó. – Además, se ven pocas lanzas, y las armas arcaicas se limitan a espadas y otras armas cuerpo a cuerpo como las que se usan en Alnus – terminó su análisis. – Parece que hicimos bien en venir adelantados a revisar.

- Pero aún tenemos que agarrar a alguno de estos idiotas para que nos diga qué es lo que hay allá abajo.

- Es cierto, podría ser como en otros campamentos que hay un núcleo o grupo profesional y el resto es de segunda categoría. Por ahora analicemos sus patrullas: cuando esté lo suficientemente oscuro atacaremos.

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Fiel a las palabras del teniente, el trío de soldados esperó pacientemente hasta mucho después de que la oscuridad de la noche hubiera invadido completamente la zona. Pasándose entre ellos los binoculares e intercalando sus zonas de vigilancia, pronto el grupo se hizo una buena idea de la ruta y tiempos de las patrullas enemigas.

Había pasado una hora desde que obtuvieran oscuridad total, cuando Blanco decidió que era hora de actuar.

- Bien, ha sido suficiente análisis. Hora de ir por una de estas parejas.

- Con todo lo que hemos estado observando, bien podríamos ir nosotros a capturar esos datos de los que tanto se quejaba el capitán Donoso – comentó con cierto deje de burla uno de los soldados, solo para ser acallado por un gesto de su superior.

- Si quisieran que hiciéramos eso, nos lo habrían dicho – musitó el oficial, sin despegar sus ojos de la zona. – Bien, hay que hacer esto rápido. Tenemos una oportunidad, y una sola oportunidad, para hacer esto bien y no cagarla – explicó. – Hay que dejarlos inconscientes o callarlos a la primera o alertarán a todo el maldito campamento y esta espera habrá sido por nada.

- ¿Bastará apuntarles con los fusiles y decirles que se callen o están muertos? – Preguntó el otro soldado.

- No. Si son tropas de calidad como tememos, lo más probable es que no les importe morir con tal de dar alerta al campamento – negó el oficial. – Por otro lado, si alguno logra pensar racionalmente pese a la sorpresa inicial, seguro sabrá que si disparamos nos delataremos a nosotros mismos.

- Yo sugiero que les golpeemos con la culata del fusil fuerte en la cabeza y los arrastremos aprovechando la confusión – sugirió el primer soldado. – De esa forma lo hacemos silenciosamente.

- ¿Y que hacemos con sus cascos?

- Para eso los golpeamos en la cara a la primera. Lo mejor sería al cuello o a la mandíbula para impedirles hablar y dañarlos bien, ya que de seguro su estómago estará cubierto por su armadura… -siguió divagando el soldado, solo para darse cuenta de que sus dos acompañantes le miraban raro. - ¿Qué?

- ¿Y donde demonios aprendiste a pensar así? – Le preguntó su compañero de rango, con una afirmación verbal del teniente.

- Solía meterme en muchas peleas en la escuela – respondió como si nada.

- Ya… eso lo explica todo.

- ¿Eso también explica la cicatriz en tu cara? – Preguntó Blanco.

- Así es, teniente.

- Lo que sea. Iremos con ese plan – decidió el oficial, volviendo a mirar el campamento. – Ahora, prepárense para arrastrarse en silencio por la tierra. Una vez los tengamos en nuestras manos, los agarramos y corremos hacia el carro. ¿Entendido?

- Si señor.

El par de legionarios de sadera no supo que fue lo que les golpeó. Iban caminando por el perímetro del campamento, vigilando flojamente los alrededores, cuando, al pasar por una zona a oscuras de su ruta, tres sombras les salieron de la nada y les golpearon fuertemente la cabeza con un objeto que no alcanzaron a identificar. Cayendo al suelo como pesados sacos de papas, las figuras pronto se repartieron alrededor de estos.

- Cada uno una pierna de uno y el fusil en la otra mano. Yo llevo una de cada uno – ordenó rápidamente el teniente, echándose el subfusil propio en banderola. Los soldados asintieron y, tomando una pierna de un imperial cada uno como les fuera dicho, el trío empezó a correr para alejarse del campamento.

Habían recién pasado la primera loma cuando uno de los soldados le llamó la atención a su oficial al mando.

- Teniente, ¿no sería más fácil quitarles las armaduras y armas y dejarlas aquí? Hacen ruido, son pesadas y les da la posibilidad de contraatacarnos si es que despiertan en el camino.

- Buena idea. Hagámoslo pronto – ordenó el oficial.

Rápidamente despojados de sus armas y equipo, los dos imperiales fueron arrastrados hasta donde el grupo dejara el kubelwagen, lugar donde ambos fueron atados y forzados a despertar a base de palmadas en la cara y agua. Una vez despiertos, tomó algunos segundos más que ambos se recuperaran lo suficiente como para darse cuenta de cual era su situación actual. Cosa que, por decir lo menos, no terminó de agradarles del todo.

- ¡Suéltennos ahora mismo! – Exigió por la que sería la undécima vez uno de los saderianos. El otro quedó allí, gruñendo, para exasperación de los españoles, quienes solo querían cumplir su misión lo antes posible y reunirse con el grupo principal.

- ¿De verdad no piensan decir nada? – Preguntó Blanco, aburrido sobre el capó del vehículo. Por toda respuesta, uno de los imperiales trató de lanzarle un escupo, el cual no recorrió mucha distancia antes de caer al suelo, inerte.

- ¡Ya verán! ¡Cuando nuestros compañeros se den cuenta de lo que hicieron, saldrán a buscarnos y los aniquilarán! ¡Aunque tengan las poderosas armas de otro mundo, no podrán hacer nada contra una de las legiones del Ejército Imperial de Sadera!

Para ambos soldados, aquello fue solo otro gasto inútil de saliva. Para el teniente, más perceptivo que ellos, sin embargo, hubo algo de información oculta allí.

La primera cosa que notó era que se había referido a sus armas como "poderosas", en lugar de "mágicas". Era una señal de que el Imperio empezaba a enterarse de como funcionaban sus sistemas de armas, algo que no terminaba de ser inquietante, aunque no tuviera que ver con él directamente.

Lo segundo que notó, y que le llevó a inclinarse ligeramente hacia los prisioneros, fue que habló de "legiones del Ejército Imperial de Sadera". Hasta donde había experimentado, ninguna de las tropas enemigas en aquella zona, salvo los grupos especializados en destruir las vías del ferrocarril, se refería a sí mismo de aquella forma y con aquel orgullo. Eso, junto con las armas vistas en la base enemiga, le hicieron empezar a temer saber contra quien se iban a enfrentar los Equipos de Reacción en aquel campamento.

- ¿Ah sí? Y dime, entonces: ¿qué legiones del Ejército Imperial de Sadera son las que vendrán a vengarlos, entonces?

El legionario estuvo a punto de contestar, pero, quizá dándose cuenta de su desliz, se mordió la lengua justo cuando iba a soltar la información que requerían los españoles. Desilusionado, pero observando que el otro se veía más asustado que su compañero, Blanco se decidió por realizar uno de los planes que discutiera con los dos soldados mientras observaban el campamento.

- Llévenlo detrás del vehículo – aquella frase, dicha en español para que los saderianos no entendieran, era la clave para iniciar la intimidación planeada. Asintiendo, los dos soldados rasos tomaron cada uno de un brazo al legionario que estuviera a punto de soltar la información y lo llevaron al otro lado del carro. Allí, arrojándolo al suelo y dejándolo fuera de la vista del que estuviera más asustado, uno desenfundó vistosamente su daga y, con un exagerado movimiento, la clavó hacia el suelo.

El imperial que quedaba observó aterrorizado todo aquello, para que luego sus ojos captaran al jefe enemigo desenfundar su propia daga y acercarla al cuello de su enemigo.

- Ahora… no queremos que ocurra un accidente, ¿o sí? Así que vas a ir contándome todo lo que te pregunte ligerito, ¿entendido?

Viendo que aquellos enemigos no tenían el menor remordimiento de matarlo en el lugar si es que se negaba, el legionario cedió.

Blanco sonrió satisfecho. Les había costado algo, pero habían cumplido su objetivo.

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- Entonces, ¿qué tenemos? – Se escuchó la voz de Butler a través de la radio. Blanco solo pudo asumir que, o estaban los cuatro comandantes en la frecuencia, o estaban todos reunidos alrededor de un solo aparato de radio. Aguantándose la risa que semejante ocurrencia la daría, prosiguió a dar su informe.

- Como temíamos, son tropas regulares imperiales. Para ser más concretos, es la vanguardia de la XVI. Legión Imperial.

- ¿Una vanguardia? – Escuchó la voz de García a través de la radio. Por la claridad, deducía que cada oficial debía tener su propio aparato radial conectado a la frecuencia. - ¿Esos cuantos hombres son?

- Tuvimos un encuentro con una vanguardia en Lancia – comentó Donoso. – Claro que aquella vez fueron muy inexperimentados, y no eran del ejército regular. Son más de 500 efectivos.

- Un millar, si es que lo que nos dijeron estos imbéciles nos dijeron es correcto. Además, tienen 20 cañones, de los cuales menos de la mitad está desplegado, y unos 500 fusiles, aunque casi todos están en el centro del campamento.

El teniente pudo escuchar los silbidos de apreciación por parte de los capitanes ante lo ardua que sería su tarea.

- ¿Algún plan, entonces? ¿O usamos alguno de los que ya tenemos? – Preguntó Donoso.

- La oscuridad alrededor del campamento es impenetrable. Si un grupo guarda silencio, podría acercarse hasta el borde y luego entrar cuando alguien haga ruido – informó Blanco, sin perder tiempo en informar de otros hallazgos a sus superiores. – Las cuatro baterías de artillería imperiales están en alturas no muy altas y todas están hacia el norte.

- Entonces supongo que iremos con el plan de ataque frontal e infiltración – indicó Schmidt, sin que nadie le rebatiera. – El equipo americano es el que tiene el poder de fuego más móvil, por lo que sugiero que ese se infiltre al campamento. El resto tendremos que establecer bases de fuego, acabar con los cañones imperiales y batallar hasta que consigan los planos. Una vez los tengan y se retiren, arrasamos el lugar con los tanques – enumeró el hauptmann.

- Bien, eso sería todo. Teniente, reagrúpese con nosotros lo antes posible para empezar el planeamiento del asalto. Sus observaciones serán vitales para eso – le ordenó Donoso. Blanco dio una afirmación verbal antes de cortar el contacto, dirigiéndose a sus dos hombres y a los prisioneros atados. Estos se veían furiosos por haber caído en las estrategia de los ibéricos, puesto que no habían matado a ninguno: solo les habían dado la ilusión de aquello. Ahora con los secretos ya dichos, ambos se quedaban allí, esperando que los soltaran o que se los llevaran. Habían escuchado que el enemigo de otro mundo era respetuoso con los prisioneros, cosa que rezaban les permitiera salvarse de sufrir un destino peor.

- Bien, es hora de irse – indicó el oficial, preparando sus cosas. Ambos soldados asintieron, yendo por su propio equipo, para confusión de los saderianos que les observaban extrañados. ¿Ahora que irán a hacer esos enemigos de uniforme gris verdusco…?

- ¿Señor? – Le llamó uno de los soldados, el que tuviera una cicatriz en la cara. - ¿Qué haremos con los prisioneros? No podemos precisamente llevárnoslos en el kuberlwagen

Blanco examinó el dilema. Efectivamente, no podían llevárselos con ellos. Pero soltarlos era que fueran a dar la alerta al campamento, haciendo que todo el esfuerzo hasta el momento fuera inútil. Podrían dejarlos allí botados, pero… ¿y si los imperiales los descubrían?

- No podemos arriesgar toda la operación por cosas como esta – dictaminó finalmente, y, con un fluido movimiento que aterró a ambos saderianos y provocó reacciones endurecidas de sus subalternos, desenfundó nuevamente su daga.

La que solo volvió a enfundar cuando el número de vivos presentes se hubiera reducido en dos personas.

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- Oye, ¿no escuchas algo?

- No. ¿Por?

- No lo sé, es como un ruido continuo, pero algo distante…

El diálogo entre los dos artilleros de uno de los cañones imperiales se vio interrumpido cuando una serie de estallidos hizo trizas el tranquilo silencio de la noche. Lo último que vieron fue como una luz que había salido de otra de las colinas cercanas se acercaba rápida e inexorablemente hacia ellos antes de arribar y estallar, dejando solo restos humanos y de equipo donde antes hubiera un cañón con la mayor parte de su dotación.

Aquella escena se repitió a lo largo de todos los puestos artilleros de la guardia.

La alarma no tardó en ser dada.

- ¡NOS ATACAN! ¡TODOS A SUS PUESTOS Y MOVILICEN A LAS TROPAS! – Gritó el encargado de la guardia a los cuatro vientos, dejando que se pasara la voz hasta llegar al campamento. Esto era inaudito, además de una muy mala noche para él. Primero una patrulla perdida, ¿y ahora un ataque? Parecía una mala broma.

- ¡Centurión! – Le llegó la voz de uno de sus jefes. Genial, parecía que tampoco se iría a escapar de esta. - ¡¿Qué demonios está pasando?!

- ¡Estamos bajo ataque! – Le gritó de vuelta, aunque internamente deseaba atravesarle la cara con una lanza. - ¡El enemigo destruyó nuestros cañones a distancia por sorpresa, pero vemos sus tropas formadas en la próxima colina!

- ¡¿Cuántos son?!

- ¡Menos de doscientos!

El superior del centurión encargado de la guardia, que resultaba ser el comandante de la vanguardia allí presente, midió las posibilidades en un parpadeo. 200 enemigos con armas a distancia contra 1.000 de los suyos, la mitad con ese nuevo armamento. En su contra estaba que era el primer enfrentamiento de sus hombres, y que las armas enemigas eran superiores en distancia y velocidad de fuego. A su favor jugaban, sin embargo, los números de la tropa. Si lograba sorprender al enemigo con un decidido ataque numéricamente superior, lograría quizá quebrantar su moral y reducir la distancia, donde podría decidir el enfrentamiento en su favor.

Tan convencido estaba de su plan, que no terminó de esperar a que se formaran todos sus hombres. Tomando bajo su mando a los que estuvieran a mano, es decir, a unos 400, le indicó a su segundo que organizara al resto en lo que él se marchaba a cargar contra el enemigo. Confiaba en que la oscuridad de la noche les permitiera acercarse lo suficiente como para que la distancia dejara de ser un factor decisivo.

Los soldados de los Equipos de Reacción vieron aparecer esa masa humana, más de dos veces superior en número a ellos, solo gracias a las sombras que quedaban marcadas a contraluz de las fogatas y antorchas imperiales. De otro modo, la masa enemiga hubiera sido invisible gracias a la oscuridad proporcionada por las nubes que cubrían todo el cielo. Esperando a que el enemigo hubiera desaparecido de la loma opuesta, y con los dedos rozando los cubre gatillos, los soldados aguardaron la señal que daría inicio a la masacre que ocurriría frente a ellos.

Y, luego de lo que se sentiría como una eternidad, por fin sonó un sencillo ¡Pop! que envió la bengala al cielo e iluminó todo el campo entre aquellas dos lomas de terreno. Los imperiales, viéndose atrapados ante aquella cegadora y sorpresiva luz, no supieran reaccionar a tiempo, lo que provocó que las ametralladoras MG 42 y Bren tuvieran mucho más sencillo su trabajo.

Exterminar a todos los posibles.

Sus ametralladores abrieron fuego. Las filas imperiales se deformaron. Los fusiles se dispararon. La masacre había comenzado.

Y, al otro lado del campamento, desde las sombras donde varias patrullas se habían inmerso para no volver a aparecer a la luz de las fogatas, surgieron los soldados norteamericanos con un solo objetivo:

Capturar el puesto de mando.

Disparando indiscriminadamente a todo lo que no llevar aun uniforme verde oliva con sus fusiles semiautomáticos y sus subfusiles, los soldados norteamericanos liderados por el capitán español García arrollaron con los pocos saderianos que se les interpusieran al paso. El hecho de que la mayoría estuviera movilizándose al otro lado por el ataque sorpresa de los otros equipos ayudó mucho a la tarea de avanzar rápidamente y sin oposición mayor alguna. No fue hasta que llevaran más de la mitad del camino recorrido que un legionario pareció darse cuenta de lo que pasaba.

- ¡Enemigos! ¡Enemigos por nuestra espalda! – Exclamó, apuntando hacia los estadounidenses. - ¡Enemigos por nuestra espal-

¡BAM!

Y otro legionario más cayó muerto por una M1 Garand.

Sin mayor obstáculo los soldados estadounidenses se abrieron pasó hasta la tienda de mando, donde sin piedad aniquilaron a los pocos guardias y legionarios que hubiera en la zona sin llamar la atención gracias al ruido y luces que provocara la conmoción creada por sus aliados tras el cerro. Montando guardia ocultos y cubriéndose las espaldas, los soldados permitieron que el capitán y el teniente del equipo, junto a algunos soldados, entraran a la tienda en cuestión. Una vez dentro, era muy sencillo lo que restaba hacer.

- Mapas, diarios, informes e incluso su maldito resumen diario. ¡Todo a la bolsa, YA!

A la orden del oficial mando, los soldados fueron echando en la bolsa que sostuviera el teniente todos los documentos que encontraran al interior de la tienda. Su búsqueda, pese a lo rápida, no dejó de ser total. En menos de cinco minutos no solo habían desalojado la tienda de mando de todo documento medianamente relevante, sino que hasta se permitieron sacar algunas cosas como dagas o banderas para llevarse como premio. Una vez terminada la recolección, el grupo salió al exterior para encontrarse con el resto del equipo montando guardia a su alrededor. A lo lejos, la batalla entre imperiales, británicos y alemanes se recrudecía por momentos, a juzgar por el monto de disparos efectuados por ambos bandos.

García sabía que no tenía tiempo que perder.

- Everyone, regroup at the halftracks! Move!

Los soldados deshicieron el camino hecho hasta entonces, volviendo sobre sus pasos hasta donde dejaran los vehículos que usaban para desplazarse. Allí, rodeados de unos pocos imperiales demasiado curiosos para su propio bien y abatidos por los artilleros de las ametralladoras montadas, se encontraban los semiorugas y el jeep de mando. Sin perder tiempo los infantes montaron sus respectivos vehículos y arrancaron lejos de allí, camino a juntarse con el resto de los terrícolas. Justo antes de partir, sin embargo, García levantó una pistola particular y disparó al cielo, permitiendo que una bengala se alzara solitaria en el cielo, lejos de todo combate pero plenamente visible para los que estaban en este.

Y esta era la señal que esperaban los comandantes europeos.

Con un corto mensaje radial, los blindados de los cuatro equipos, que habían permanecido escondidos tras encargarse de los cañones imperiales, arrancaron motores y aparecieron por el flanco enemigo. Los saderianos, que ahora contaban con prácticamente todos sus efectivos tras ser reforzados por los que quedaban en el campamento, fueron arrollados sin clemencia por los artilleros de los cañones y ametralladoras de los blindados, para luego ser perseguidos hasta el campamento mismo, que, lejos de salvarse, fue arrasado por las bombas de los Stuka que esperaban en altura y paralizaron del miedo con su aullante sonido característico. Luego, en lugar de estar a salvo entre las ruinas de lo que alguna vez fuera una base de vanguardia imperial, la dotación fue ultimada por los blindados y los semiorugas con tropas que venían detrás.

Fue una masacre completa. Las tropas que no perecieron se escaparon aprovechando la oscuridad de la noche, desapareciendo de la vista de las armas de los letales Equipos de Reacción, equipos que nuevamente probaban por qué eran un elemento propagandístico para todas las facciones involucradas en su mantención.

Tras la redada exitosa los comandantes se reagruparon a un costado, los aviones perdiéndose camino a la base del Fuerte Kentucky. Estaban haciendo un conteo de bajas, pero, salvo el ocasional herido, no parecía haber ocurrido mucho por su lado.

Los oficiales se estaban felicitando por el trabajo bien hecho, cuando uno de los ayudantes de Schmidt interrumpió las conversaciones.

- ¡Señor! ¡Señor!

Pese a ser pésimamente recibido por todos los presentes por arruinar el buen momento, se le dejó hablar. No había motivo para no hacerlo. La misión se había cumplido exitosa y excelentemente, y el ánimo estaba por las nubes. Nada parecía poder arruinar el estado casi eufórico en el que se encontraban.

- ¿Qué sucede? ¿Por qué gritas tanto? – Le preguntó Schmidt, extrañamente amable. El ayudante siguió corriendo hasta llegar junto a su superior, siendo rodeado por los distintos oficiales presentes.

- ¡Mensaje urgente desde el Fuerte Kentucky!

- Ah, ¿ellos? Puedes decirles que no teman, que ya cumplimos la misión. Esos documentos imperiales ya están en nuestras manos – un coro de risas acompañó su estamento, junto con varias palmadas en la espalda por parte de algunos de los presentes.

Pero el soldado no se amilanó.

- Dudo que al mando le interesen todavía esos reportes, señor – respondió, totalmente serio y solemne.

- ¿Por qué dices eso? – Preguntó el capitán alemán, curioso como el resto.

El soldado se recompuso lo mejor posible antes de hablar.

- Porque esta mañana atravesaron los muros de Itálica.

Y, de repente, todas las risas y felicitaciones callaron.

En cuestión de segundos, todos estaban a bordo de sus vehículos camino al ahora definitivamente único punto seguro en Falmart para las tropas de la Coalición. Y esa condición parecía peligrar ahora.

Si Itálica caía, bien se podía decir adiós a las posibilidades de éxito de la Coalición en esa guerra.

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¡Y BAM! Finalmente, después de varios, ejem, meses (y eso que prometí un capítulo por mes, ahí yo), finalmente tenemos una nueva entrega de GATE: 1940's. Y no es para menos: como compensación, escribí un capítulo… un poquito más largo que lo usual. Tan largo, que en lo tuve que dividir en dos. No, eso no significa que ya esté terminado. Simplemente, por temas de licencia de Word y otros detalles, lo dejé hasta acá para subirlo. Como dice en el título, esta es la primera parte de lo que espero sean dos, que detallan el mes de Junio de 1943 en la sangrienta Segunda Guerra contra Sadera. Como pueden ver, contenido no le falta.

Quisiera disculparme por dejar este fic abandonado. La verdad es que, pese al gusto que le tengo, varias cosas en la vida real, así como la inspiración y demases, se juntaron durante bastante tiempo como para no ayudarme a escribir en esta historia. Los principales motivos serían la universidad y la falta de inspiración, aunque también hay que agregar la Crisis Social en Chile y mi otro fic en curso, DxD: The Organization (que espero puedan echarle una mirada, si tienen tiempo de sobra).

La verdad quiero llegar a las veinte mil palabras, pero no veo donde alargarlo más sin que quede tedioso… hum… bueno, veré si relleno alguna que otra parte. Quinientas palabras pueden salir casi de la nada si uno de las arregla bien, después de todo.

Pensaba decir más, pero ahora no se me ocurre nada. Así que espero que os haya gustado, como siempre siéntanse libres de dejar un review, incluso si es en otro idioma, y nos vemos (espero) luego. Se despide,

RedSS.