I
¿Qué más podía hacer que correr? Mis pequeñas piernas no daban a vasto, pero lo único en lo que pensaba era en ponernos a salvo. La lluvia golpeaba con fuerza mi rostro, impidiéndome la visión, mientras mi respiración comenzaba a entrecortarse por el esfuerzo que estaba realizando.
Me mordí el labio inferior con fuerza, pero no me importó el dolor. Solo deseaba que parase, que mi hermano pequeño dejara de llorar. Sus gritos se extendían por el callejón como un eco, mientras me afanaba por rodearle con mis brazos intentando tranquilizarle, pero era inútil.
Fue entonces cuando tropecé. Lo primero en lo que pensé fue en él. En Ezra, mi hermano, pero no tuve tiempo de reaccionar y caí sobre él. Tan pronto como me di cuenta, me incorporé, pues él había dejado de llorar. Observé con angustia el pequeño hilo rojo que corría por el suelo, fundiéndose con los charcos de la calle. Sangre, pensé, pero no era mía, era de él.
—¡AYUDA! —gritaron mis pequeños pulmones bajo la lluvia.
Aquel grito debió de ser suficiente porque las luces de la casa que había justo frente a nosotros se encendieron. Un hombre abrió la puerta de madera y salió al exterior, quedando completamente empapado al instante. Cuando vio la escena que tenía ante él, sus ojos se abrieron de par en par y corrió al interior de la casa para salir de nuevo. El hombre recogió a mi hermano mientras yo le seguía como un fantasma. Bajo el quicio de la puerta esperaba una mujer con unas mantas. Tan pronto como cruzamos la puerta, rodeó el pequeño cuerpo de mi hermano con ellas y se metió en una habitación. Yo quería ir con él, pero el hombre me retuvo.
—¿Qué ha pasado, pequeña?
—Mamá... —me vi incapaz de responder nada más y sentí cómo un nudo se establecía en mi garganta.
Varios golpes se escucharon en la puerta de la casa y otros tres hombres entraron al interior del hogar. Nunca había estado tan asustada. Era incapaz de procesar correctamente lo que sucedía a mi alrededor, así que las caras de esos hombres estaban completamente borrosas para mí.
—¿Dónde está el niño? —preguntó uno de aquellos hombres, quien llevaba gafas.
—En esa habitación. Es solo un bebé.
Me llevé las manos a la boca, intentando contener el llanto.
—¿Eres la hija de los _ _ _ _, verdad? —uno de aquellos tipos, con el cabello rubio, se agachó para quedar a mi altura, así que me limité a asentir.
—Es una suerte que los haya encontrado —respondió el tercer hombre en cuestión dirigiéndose al que, desde entonces, era algo así como nuestro salvador- Unos bandidos han asaltado su casa mientras estaban los pequeños solos.
—Has sido muy valiente —me dijo el hombre rubio, acariciándome la cabeza con cariño.
Yo agaché el rostro. Yo no había hecho nada. Lo único que había hecho había sido correr y ¿de qué había servido? Había conseguido sacar a mi hermano sano y salvo y resultaba que, al huir, había tropezado y había caído sobre él, quien solo tenia meses. ¿Y si Ezra se moría? Habría muerto por mi culpa, no por aquellos bandidos.
—¡_ _ _ _!
Mi madre entró en la casa prácticamente tirando la puerta abajo. Corrió hasta mí y me resguardó en sus brazos, intentando reconfortarme, pero nada podía hacerlo, no hasta que supiera que Ezra estaba bien. Levanté la mirada unos segundos para toparme con los fríos ojos de mi padre, quien estaba de pie tras mi madre. Me di cuenta que la mirada llena de amor que me dedicaba cada vez que regresaba a casa por el trabajo se había desvanecido por completo y ya no quedaba nada de ella.
Todo lo que sucedió a continuación fue como una pesadilla. Si hacía unos minutos había podido ver a mi madre sonreír, sus gritos se taladraron en mi mente. Me tapé los oídos, conteniendo las ganas que tenía de salir corriendo. Los hombres la sujetaban mientras ella se retorcía en el suelo, llorando por mi hermano.
Todo había sido por mi culpa. Yo no era la única que lo creía. Mi padre también. Él no dijo nada cuando el médico les dio la noticia. Se acercó a mí y me elevó en el aire para, después, dejarme caer contra el suelo. Mis pequeños brazos amortiguaron el golpe y me vi obligada a levantarme por los golpes que mi padre seguía propinándome hasta que me sacó fuera de la casa. Mi diminuto cuerpo rodó sobre el barro que se había acumulado en las calles del Distrito de Klorva, situado en el exterior del oeste de la Muralla Rose, pero no me importó porque, cuando levanté la vista, mis ojos se posaron sobre la mirada de mi padre, que solo demostraba el profundo odio que me comenzó a profesar desde aquel día.
Él volvió a levantar su brazo para golpearme de nuevo. Fue entonces cuando pude ver que los cuatro hombres que habían estado en todo momento con ellos habían intentado retenerle sin mucho éxito. Yo cerré los ojos para recibir el impacto, pero éste nunca se produjo. Cuando abrí los ojos lentamente, mi madre sostenía el brazo de mi padre.
—Déjala —dijo mi madre con la voz aún entrecortada—. No ha sido su culpa —mi padre movió el brazo, pero, aún así, mi madre resistió para evitar que me pusiera una mano encima—. No ha sido su culpa.
Mi padre dejó caer el brazo a un costado y dio media vuelta para entrar en la casa, dejándonos a mi madre y a mí bajo la lluvia. Yo me puse en pie con dificultad. Tenía las piernas y los brazos magullados y un dolor intenso en el costado. Sin embargo, solo necesitaba que mi madre me dijera que todo iba a salir bien. Extendí mis brazos hacía ella. Necesitaba un abrazo, algo que me dijera que podría superar aquel día, pero lo único que recibí por su parte fue un leve movimiento de cabeza que me indicaba que aquel no era el momento. Aún no era el tiempo de perdonar.
Los cuatro hombres nos llevaron hasta el interior de la casa, donde el médico curó mis rasguños, pero no eran nada comparado con lo que le había sucedido a mi hermano.
Aquel día nuestras vidas cambiaron para siempre. Yo tenía cinco años y mi hermano era un bebé de solo unos meses. Mis padres habían salido a comprar unas medicinas, dado que Ezra estaba comenzando a enfermar. Fueron solo unos minutos. Suficientes para que unos bandidos aprovecharan la ausencia de mis padres para entrar a robar. Mi hermano no paraba de llorar, así que nos descubrieron en seguida, a pesar de que intenté buscar un buen escondite para ambos. No les quedaba más remedio. Tenían que matar al bebé, ya que alertaría a los vecinos de su presencia y matarme también a mí, ya que había sido una testigo.
Aún no sé cómo lo hice, cómo cogí a Ezra entre mis brazos y escape colándome entre las piernas de aquellos tipos. Yo era muy pequeña todavía para saber qué tenia que hacer o adónde tenia que huir, así que me limité a correr. La lluvia era intensa y me impedía la visión, por eso no vi parte del suelo levantado. Tropecé. De la manera más tonta, sí, pero tropecé. A mis cinco años, carecía de respuesta o de brazos suficientemente fuertes y largos para proteger a mi hermano. Yo caí sobre él mientras su diminuta cabeza golpeó el suelo con un golpe seco. Era solo un bebé. Sin embargo, creció siendo el niño con la sonrisa más feliz del mundo. Y todavía lo era.
Ezra no murió, pero aquel golpe en la cabeza fue fatal para él, pues ya no crecería siendo un niño normal. Tuvo una lesión cerebral y, a partir de entonces, siempre necesitaría ser asistido por alguien. Tampoco aprendió a hablar, aunque sabía decir algunas palabras seguidas, pero con mucha dificultad.
Mi padre nunca me perdonó y no le culpo por ello. Yo tampoco me he perdonado. Mi madre, por otra parte, es la que mejor afrontó lo que sucedió aquel día. Necesitó unos meses para recomponerse y aceptar lo que había sucedido, pero, desde entonces, se volcó con sus dos hijos y eso, por supuesto, me incluía a mí. No solía dirigirse a mí con palabras muy cariñosas cuando estaba mi padre delante, pero siempre que él se iba a trabajar podía sentir que estaba con una familia normal, con una madre que me quería y que me cuidaba.
—Eres la niña más valiente que he conocido, _ _ _ _ —me repetía cada vez que me encontraba sentada en el escalón de nuestra casa, no queriendo ir a jugar con el resto de niños- Si no hubiera sido por ti, ninguno de los dos estaría aquí.
No me gustaba salir a jugar con otros niños porque sentía que le debía algo a mi hermano, así que siempre ayudaba a mi madre con sus cuidados y, aunque yo me sentía completamente dolida conmigo misma, él solo parecía tener ojos para mí, para su querida y adorada hermana mayor. Debido a eso comprendí que lo único que podía hacer era volcarme con los demás y, a los diez años, comencé a interesarme por la medicina. Con el poco dinero que me daba mi madre de vez en cuando compraba libros con los que podía seguir adquiriendo conocimientos. Mi objetivo, a partir de entonces, se convirtió en ayudar a los demás, en ser útil para la humanidad y poder redimirme en algún momento de lo que le había hecho a mi hermano pequeño.
—Mamá —mi madre me miró con curiosidad mientras le ayudaba a sacar a mi hermano de la bañera—. Quiero entrar en las tropas.
—¿En las tropas? —me preguntó sorprendida.
—Quiero ayudar a la gente. Quiero poder curar a los heridos.
—Para eso necesitarás saber medicina —agaché la cabeza. Tenía razón y, por muchos libros que comprara, necesitaba más formación si quería alcanzar mi objetivo—. Los libros no son suficientes, pero podemos hacer algo al respecto —añadió con una cálida sonrisa.
Si los ángeles existen, mi madre es uno de ellos. Ella misma le pidió al doctor que trató a mi hermano desde aquel fatídico día que me tomara como su aprendiz o que, al menos, me pudiera proporcionar ciertos conocimientos. Así fue como, desde los diez años, aprendí cosas del mundo de la medicina, pero todo lo que adquiría sentía que no era suficiente para mí. Necesitaba saber más, necesitaba alcanzar más. Sentía que, estando en esas murallas, no podría avanzar, no podría estar en paz conmigo misma.
Supongo que mi madre le comunicaría a mi padre mi decisión de entrar a las tropas, como él. Él era el capitán de una de las divisiones de las Tropas de Reconocimiento comandadas por Keith Shadis y uno de los soldados con mayor experiencia en ese campo. Nunca recibí ningún consejo por su parte, ni siquiera me disuadió, ya que no volvió a dirigirme nunca la palabra desde el día en que sucedió el accidente de mi hermano.
Mi madre, por su parte, sentía que, a cada día que pasaba, su preocupación por mí aumentaba. Iba a pasar tiempo fuera de casa, iba a dejarla sola y eso me aterrorizaba y, a la vez, me hacía sentir como si fuera una egoísta. Ella necesitaría mi ayuda dado que mi padre pasaba largos periodos fuera de casa, pero, si lo pensaba, nunca me lo dijo y fue la que, desde entonces, más apoyo me demostró en mi decisión de convertirme en un soldado.
La última noche que pasé en casa antes de unirme al ejército para completar mi entrenamiento fue la más dura que tuve nunca. Al menos, eso era lo que creí en ese momento. A medida que fui creciendo, pasé noches peores que esa, pero, en ese instante, a mis dieciséis años prácticamente recién cumplidos, sentía que el mundo se venía encima. Aquella noche me prometí a mí misma que sería el mejor soldado de la promoción y, así, conseguiría una plaza en la Policía Militar. La Muralla Sina era el lugar más seguro. Allí podrían trasladarse mi madre y mi hermano, tendría más tiempo para ellos, podría ayudarla a cuidar de él y, además, estarían mucho más protegidos que en Klorva.
—_ _ _ _, te qui-ero —pronunció mi hermano con dificultad mientras extendía los brazos hacia mí para que le abrazara.
—Yo también te quiero —le respondí, mientras me agachaba para corresponderle el abrazo. Él me apretó con fuerza, quizá más de la necesaria, pero no me importó en absoluto, ya que dado su problema a veces no controlaba sus acciones.
—Ya, ya, Ezra —dijo mi madre con una sonrisa—. Tu hermana debe entrar al ejército entera.
Ezra rio y me miró con sus ojos iluminados por la emoción y el orgullo. Lo haría por él.
Caminé hasta la puerta seguida muy de cerca por mi madre, quien me abrazó también. Cuando se separó de mí, sentí que sus ojos se habían cristalizado.
—Vamos a echarte de menos. Siempre habla más cuando estás tú.
Tragué saliva y eché un último vistazo al interior de la casa. Ezra me hizo un gesto con la mano, sentado desde la silla en la que estaría postrado para el resto de su vida. Su cabeza caía ligeramente ladeada hacia la izquierda y una sonrisa tierna se dibujó en su rostro, haciendo que un nudo se instalara en mi pecho.
—Tengo que irme, mamá —dije, finalmente, pronunciando a duras penas aquellas palabras.
Mi madre asintió y se apartó de la puerta. No miré ni una sola vez atrás cuando caminé por las calles de Klorva en dirección a la plaza, donde miembros del ejército tomaban las solicitudes de los que serían aquel año los nuevos reclutas. No obstante, pude sentirla en todo momento, la mirada de mi madre viéndome marchar, aún incluso cuando me perdí entre la multitud de gente que abarrotaba aquella mañana las calles.
—¿Ha llegado el día, _ _ _ _? —me preguntó Maurice, el dicharachero panadero que vivía al girar la calle.
Él fue uno de los dos hombres que trajo consigo al medico para que atendiera a Ezra cuando todo sucedió. Él vio a los bandidos rondar por la calle, pero, cuando salió de su casa para alejarlos del lugar, ya era demasiado tarde y descubrió que habían irrumpido en nuestra casa. Así fue como buscó ayuda, pensando que podría haber ocurrido lo peor.
—Ha llegado —respondí con una sonrisa.
—¡Haz que tu hermano se sienta orgulloso!
—¡Eso no lo dude!
—Vamos a echarte de menos por aquí, sobre todo el doctor, que pierde a una gran ayudante —añadió la mujer de Maurice, asomando su cabeza por la ventana.
Yo me limité a sonreír y a hacer un gesto con la mano para despedirme de ellos. No podría completar mis conocimientos sobre medicina junto al médico, pero esperaba poder desarrollarlos algo más en el ejército. Allí tendría que curar heridos y enfermos y sería una buena prueba para mí.
Cuando llegué a la plaza esperé pacientemente a que llegara mi turno y, con determinación, dejé mi solicitud en la mesa. El joven que me atendió le echó un vistazo y, con un gesto de cabeza, asintió, indicándome que todo estaba correcto y que ya era, oficialmente, una recluta del ejército.
A partir de entonces, iba a entregar mi corazón a la humanidad todos los días de mi vida, aunque, unos años más tarde y por distintas circunstancias de la vida, terminé olvidándome de mis objetivos, del porqué había ingresado al ejército en un principio. Fue cierto joven de grandes ojos verdes y con una determinación incalculable el que me recordó que los humanos tenían un mundo que descubrir más allá de esas murallas que les rodeaban.
¡Primer capítulo de este nuevo fanfic que publico! Es un LevixReader, así que espero que esté a la altura. Como imaginaréis, la rayita es para que pongáis vuestro nombre o apellido ;)
Este primer capítulo cuenta con casi 3000 palabras. Tengo intención de que los siguientes sean mucho más extensos, pero supongo que será un poco en función de mi inspiración y de lo que dé de sí el capítulo.
Así que espero que, a partir de ahora, disfrutéis de la lectura tanto como yo escribiéndolo.